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Una amistad que me intranquiliza. Por las noches, en lugar de torturarme con preocupaciones de mayor importancia, me dejo arrastrar por la confabulación de cómo destruirla, ahora que mi único hijo ya no vive bajo mi potestad porque se ha mudado con su amigo del alma a otro piso.
Por eso no les advierto de antemano de mis visitas, sino que me presento a las horas más intempestivas. Pero como mi hijo es vigilante en un centro comercial la mayor parte del día para poderse pagar en un futuro los estudios de Derecho, en el piso me encuentro solo al amigo del alma. La delicada y sensible criatura parece preferir pasarse el día encerrado entre cuatro paredes, quizá por miedo a encontrarse por la calle a un interrogador militar que no lo haya investigado todavía.
Sea como fuere, ahí está ante mí en el pequeño piso, con un delantal, envuelto en una suave y excelente música mientras se ocupa de las tareas del hogar. Friega los suelos, guisa, lava los platos, hace la colada, plancha, y cuando se siente iluminado, hasta cose los botones que hayan podido caérsele a la ropa de mi hijo.
Me recibe con un entusiasmo asfixiante. Tanto, que resulta difícil saber si me teme o si más bien se alegra de verme. Al instante extiende un mantel sobre la mesa y se apresura a querer hacerme probar el guiso que le ha preparado a mi hijo. Pero yo rechazo la invitación, y no sólo por temor a ser envenenado, sino para que no vaya a creerse que su mediocre talento como ama de casa me puede llegar a parecer sustitutivo de una nuera para mi hijo.
No es de extrañar, pues, que tras una de esas visitas me despierte a media noche, me ponga el abrigo y salga corriendo hacia la entrada del centro comercial para sacarle al vigilante la respuesta a una sencilla pregunta:
—Por favor, dime, ¿tu amigo del alma es, además, tu amante?
Pero mi único hijo, que tiene junto a los libros de Historia del Derecho una metralleta y un cargador, me tranquiliza con voz cansada:
—No, papá, mi amigo del alma es sólo un amigo.
Además, no van a vivir siempre juntos, bajo el mismo techo, porque su amigo, como cualquier otro soldado que se haya licenciado, quiere purificar su alma en países lejanos, sólo que su padre está muy enfermo y va a esperar a que muera antes de marcharse.
Me da miedo indagar sobre la enfermedad de su padre porque me supongo cuál es la pena que la ha provocado. Pero como no hay que confiar en que ese tipo de enfermedades acaben en muerte, me propongo, en la siguiente visita al piso, animar al amigo del alma a que salga de viaje sin esperar a que su padre muera.
—Allí, al otro lado del mar, en esos lejanos países, todavía no te conocen —le digo, paseándome muy nervioso de un extremo al otro del salón mientras señalo con el dedo hacia el crepúsculo en el horizonte—, y por eso tu existencia allí será mucho más fácil y segura, incluso sin el consuelo que te proporciona la música que ahora te pones. Si te quedas aquí esperando que tu padre muera, quién sabe si la figura que se te escapó aquella noche de luna no se volverá a acordar de ti y te persiga luego hasta el Himalaya.
El sonrojo virginal que resplandece en el rostro del amigo del alma de mi hijo testimonia lo mismo que mil testigos lo bien que mi fusil sabe dar en el blanco. No pasan más que unos pocos días hasta que llena una gran mochila, se la echa a la espalda y sale hacia lugares lejanos.
Su partida me da una gran tranquilidad. El mundo de la moralidad se recompone y recobra su equilibrio, hasta el punto de que incluso mi único hijo decide cambiar de rumbo y dejar los estudios de Derecho por los de las Ciencias del Comportamiento. Aunque en mi opinión, más le valdría aprender a defenderse a sí mismo en un juicio, por si se le ocurriera volver a abrir fuego indiscriminadamente contra cualquier figura que se le pueda aparecer. Y eso que quizá en la nueva facultad le enseñen a dominar mejor sus instintos y sus miedos. Además de que seguro que allí, en las aulas, acabará por entablar amistad con alguna estudiante de espíritu más complejo y rico que el de su amigo del alma, que se acuerda muy de tarde en tarde de enviarle a su amigo una que otra tarjeta postal.
—¿Y qué te escribe tu amigo? —tanteo con cautela a mi hijo.
Pero resulta que es muy poco lo que aquél le escribe en esas postales en las que por lo general aparecen unas impresionantes a la vez que espantosas imágenes de dioses y diosas locales.
—¿Y el padre enfermo? —continúo con el interrogatorio, como quien no quiere la cosa—. ¿No ha mejorado desde que se fue su hijo?
Parece ser que no, que ha empeorado y que echa de menos al hijo.
Pero yo no lo echo de menos. La vida amorosa de mi hijo me tiene ahora en vilo. Tal y como era de esperar, el lugar que ha dejado vacío su desaparecido amigo del alma se lo disputan ahora varias estudiantes a cual más espabiladas, y una de ellas hasta se muda a vivir con él, medio de compañera de piso medio de novia, y a pesar de los muchos exámenes y trabajos de los que debe rendir cuentas, incluso tiene tiempo de dar a luz en el piso a una especie de niñita que según parece es de mi único hijo, ya que de vez en cuando me llaman para que les haga de canguro por la noche.
Se trata de una criatura diminuta que me observa con una mirada luminosa e inteligente, hasta el punto de que a veces me parece, y eso sí que es una completa alucinación, que me guiña un ojo como si compartiéramos algún secreto. Por eso, cuando rompe a llorar a gritos con la esperanza de que le den leche, me la llevo a la terraza y levanto su cuerpecito hacia la luna para que se calme con su luz. Y la verdad que al sentirse bañada por la pálida luz del astro se queda petrificada como si intentara recordar algo.
¿Pero de qué va a poder acordarse, teniendo una vida tan corta? Yo me admiro y le meto el biberón en la boca, más pendiente de ella que de la televisión, que lo llena todo de muertos, de destrucción y sobre todo de engreídos charlatanes. Y como la bebé no tiene todavía respuesta para mis preguntas, envuelvo el silencio que nos rodea con la música que ha dejado allí el amigo del alma de mi hijo. Así, a pesar de que no lo añoro, me cuesta no pensar en él últimamente. Su padre ha empeorado mucho, me cuenta mi hijo, así que estará de vuelta en cualquier momento para despedirse definitivamente de él.
Enjugo las gotitas de leche sobrante de los labios de la bebé, la acuesto en la cuna y le pongo una almohada en la cabecera. ¿Estará soñando con lo que experimentó en el vientre de su madre, que se ha ido, porque al día siguiente tiene un examen, a buscar los resúmenes de unos artículos y unos libros que nunca ha leído? Y yo, que ya he hecho todos los exámenes que debía hacer en la vida, vuelvo a verme asaltado por la preocupación: ¿y si al amigo que regresa a la patria le resulta desagradable ver a su padre tan enfermo y triste y prefiere por ello aterrizar aquí, en el piso, convencido erróneamente de que todavía goza de un estatus en casa de su amigo?
Y ya la respiración se me corta al oír el ruido de la llave que ha vagado por países lejanos, cruzado ciudades, ríos y pantanos, que ha subido y bajado por los montes hasta penetrar y clavarse en este momento en la cerradura de la puerta de entrada de mi hijo. ¿Pero será la figura que se escabulle callada ante mí la misma que la del amigo del alma de antes, o no estará asomando aquí una figura distinta, jovencísima, delicada y esbelta, cubierta por una especie de túnica oriental bordada, de tez oscura y morena por el viaje, con el cabello muy crecido cayéndole sobre los hombros y los ojos de gacela abiertos de par en par, requiriendo con confianza un mundo que no ha perdido sino que existe?
En lugar de la mochila de viaje, deja caer el amigo del alma a los pies de la cuna un macuto pesado y alargado, me lanza una mirada arrebatada y con una voz que se ha hecho todavía más matizada y culta acaricia mi tembloroso ser:
—Ya ve, he vuelto a usted con vida.
—¿A mí? ¿Por qué a mí? ¿Allí, en el lejano y amplio mundo, ya no les interesas?
—No —responde él con una carcajada entre desesperada y arrogante—, allí están ya hasta arriba de diosas y dioses que se han inventado a sí mismos. No necesitan ningún dios nuevo.
—¿Y tu padre? —prosigo yo con ansiedad.
—Ha dejado este mundo antes de que me haya dado tiempo a despedirme de él, y usted tiene la culpa de ello. Me tentó para que saliera de viaje sin advertirme de que mi padre podía llegar a morir en mi ausencia. Por eso, ahora, ocupe su lugar y hágame de padre.
Por fin ha desenfundado el cuchillo de la vaina de la maldita amistad del alma. Ahora sé qué era lo que me torturaba durante mis insomnios nocturnos.
—¿Que te haga de padre también a ti?
Le observo horrorizado la delicada cara que se ha vuelto muy oscura, la larga cabellera que le cae sobre los hombros, el bordado del vestido de pueblo que le cubre el cuerpo hasta los pies.
—Jamás. Me basta con un hijo asesino.
Él se queda lívido, hasta el punto de que temo por su vida. Y como nunca habría imaginado que yo fuera a ser capaz de pronunciar finalmente la verdadera palabra, permanece mudo y quieto. Cuando comprende por mi silencio que no me voy a retractar, levanta lentamente el macuto cerrado que ha dejado caer antes a los pies de la cuna, se lo carga al hombro, recula y se marcha. Y a pesar de que sus movimientos son silenciosos y educados, la bebé se despierta y abre los resplandecientes ojos, todavía sin llanto, sólo pensativos, como si hubiera oído nuestra conversación y ahora fuera a intentar también llegar a entenderla.
Traducción de Ana María Bejarano
En el búnker cine
lutz seiler
alemania
Comenzó con el cartel —en marco negro y tipografía como de esquela. Año tras año colgaba en las estaciones de tren, en las paradas del autobús y en los árboles a lo largo de la calle. El título «Revista» y el año de nacimiento indicado estaban impresos con letras gruesas. De niño yo no sabía qué podía significar en este caso «revista», qué o quién tenía algo que mostrar, o que revisar... La palabra pertenecía aún por completo al mantel de plástico ahulado de la mesa de la cocina, con sus pálidos rombos azules y su opaco brillo que atrapaba mis soñolientos ojos cada mañana.
El cartel desaparecía, yo lo olvidaba, y al año siguiente volvía a estar ahí, en la pared de la iglesia, en el camino que tenía yo que recorrer por lo menos una vez al día. Se trataba de algún tipo de obligación de la que nadie podía escapar, hasta ahí alcanzaba mi entendimiento; había algo que era inevitable, pero los años señalados en las convocatorias (eran los cincuenta) se ubicaban en un pasado inconcebiblemente lejano. Sólo cuando el año 1960 apareció en el cartel, dando inicio a mi propia década, me detuve para fijarme cuál era en realidad ese asunto.
«El registro se llevará a cabo el día...», «Los documentos que se deben presentar son...», «En caso de ausentismo injustificado...». El texto contenía esa seriedad a la que yo en secreto le tenía miedo: no había posibilidad de escapatoria. Desde niño me había predispuesto a creer que tales posibilidades sí existían —un método de evasión que me permitía mantenerme un buen tiempo más o menos libre de preocupaciones. Por eso mi madre me decía a cada rato que yo me tomaba todo a la ligera, lo que en realidad no era cierto, ya que lo que yo percibía básicamente, antes que otra cosa en todo lo que pasara, era lo amenazador, sobre lo cual mi fingida despreocupación intentaba expandirse por un instante. Una especie de capa mágica para hacer desaparecer las exigencias del mundo real durante un prodigioso momento.
El término destacamento de la zona militar me impresionaba (y me sigue impresionando hasta el día de hoy): era un término serio, sonaba como a un auténtico léxico de guerra. Yo tenía diecisiete años cuando el año de mi nacimiento, 1963, apareció en el cartel. El 6 de abril de 1981 entré al destacamento de la zona militar, y con ello obedecí la primera de todas las órdenes en mi carrera de soldado. La fecha la tomo de mi cartilla de salud. La cartilla de salud comenzaba el día de la revista militar, y se continuaba por el resto de la vida. Tenía vigencia durante todo el servicio, y al término de éste nos la encomendaban «para custodia personal». Las «Indicaciones para el Manejo de la Cartilla de Salud» están impresas en la cubierta de cartulina de la cartilla: tres indicaciones importantes en letras pequeñas, casi ilegibles sobre la solapa café oscuro, y otras tres indicaciones divididas en puntos y subpuntos referentes al comportamiento personal, incluyendo lo que respecta al manejo cuidadoso de los —según decía textualmente— medios auxiliares para curación, entre los que se contaban también los anteojos de las máscaras de gas, que después del servicio activo quedaban en posesión de sus usuarios, y en consecuencia debían mantenerse limpios, cuidados y listos para usarse. De acuerdo con el punto 3, subpunto 2, párrafo a, los anteojos de la máscara «deben ser llevados en cada nueva llamada al servicio militar». En cualquier otro caso estaba prohibido usarlos, como de todos modos lo hacían algunos de mis amigos, ya que el armazón de plástico con cintas sobre las orejas —que recordaban a juntas o empaques industriales— simplemente no se resbalaba de la cabeza al jugar futbol. Al ver a un delantero con anteojos de máscara de gas, era imposible no pensar en Wolfgang Borchert, a quien leíamos con entusiasmo en el primer año de estudios: «¿A eso le llama usted anteojos? Creo que se está haciendo el gracioso».
Lo que sucedió en aquella época en el destacamento de la zona militar lo he olvidado casi todo. Recuerdo haber estado completamente dispuesto a obedecer el tono contenido, casi alegre, de las órdenes que ahí se daban. Quizás quería demostrar que yo ni era tonto ni estaba desinformado, y que entendía bien de lo que ahí se trataba, y sin duda esperaba que, después de haber superado el procedimiento, estas cosas pudieran desaparecer otra vez lo más pronto posible bajo mi capa mágica.
Comenzó con la entrega de los documentos de identificación que había que llevar, luego una prolongada espera en el pasillo —acaso fueron dos horas, acaso tres. Al primer interrogatorio breve seguía un recorrido médico a lo largo de varios cuartos, para lo cual tuvimos que desvestirnos y quedarnos en ropa interior. Fui medido y pesado; tuve que mantener el equilibrio sobre una línea a través de la habitación, mantenerme erguido, inclinarme hacia el frente, etc. Logré «seis metros en hablar en voz baja», según los resultados de una prueba auditiva, y según consta en mi cartilla de salud. A pesar de saber, gracias a incontables relatos salpicados de palabrotas, que eso llegaría, al final me sorprendió realmente la rapidez y la firmeza del puño en mis calzones —una mano agarraba mis testículos y los repasaba, testículo y epidídimo, la rutina del tacto que duraba cuatro, quizá cinco segundos, prepucio para atrás, no hay estrechamiento, y entonces: «¡Todo en su lugar!». Algo parecido le dictaba el uniformado médico al aire, y la enfermera a sus espaldas lo anotaba con esmero. Ella estaba sentada en una banca de escuela en medio del cuarto, y escribía sin alzar la mirada con una letra pequeña y meticulosa en la cartilla de salud. Al principio creí que en efecto se trataba de una alumna.
La mayor parte del discurso del médico resultó incomprensible. Pero el tono con que lo pronunció me robó también la última esperanza de que ocurriera un milagro. El sonambulismo consuetudinario que inventé, ya que era sabido que estaba incluido en la legendaria lista de motivos suficientes para ser declarado no apto para el servicio de manera definitiva, fue tomado por el médico en jefe, Dr. Seyfarth (leo su nombre y veo su sello en la cartilla de salud), con indiferencia.
Mi sonambulismo: me costó mucho trabajo exponer la historia, puesto que detrás de mí, descalzos como yo y a distancia suficiente como para que me oyeran, había ya toda una hilera de candidatos esperando los resultados de su revisión. En ese instante me avergoncé de algo que en realidad sólo me había imaginado. Sin embargo, no fue mencionado ni siquiera mínimamente en la cartilla de salud. A no ser que la observación «inepto como soldado buzo» tuviera algo que ver. Sobre todo porque es muy probable que el Dr. Seyfarth escuchara cada día diversas versiones de la misma leyenda del sonámbulo. Precisamente debido a que «el sonámbulo» se encontraba en la lista de las historias factibles que supuestamente podrían funcionar, la historia tendría que haberse contado de una manera muy distinta. Pero de tales cosas no tenía yo entonces la menor idea.
Cuando, haciendo un esfuerzo para que la voz no se me quebrara, empezaba yo a relatar mis noches supuestamente inquietas y sobre todo peligrosas en el campo, algunos de los que se encontraban en la hilera detrás de mí intentaron sacudirse las ansias o la vergüenza con comentarios o risitas, pero fueron reprendidos de inmediato por alguno de los oficiales que patrullaban en ronda continua a través de los cuartos. Los desnudos compañeros de sufrimiento, las voces de los oficiales en el recinto, el cerrado rostro del Dr. Seyfarth, harto de todos los sonámbulos del mundo (justo ahora me pregunto si el Dr. Seyfarth vive todavía, y en tal caso, si pensará ocasionalmente en aquella época de los sonámbulos): bajo todas estas circunstancias no era fácil relatar algo. Sin duda en las historias de Las mil y una noches la amenaza tiene otra dimensión, pero comparativamente las circunstancias en las que las historias se cuentan son ideales: un cuarto silencioso y a media luz, cortinas, cobijas y almohadas recubiertas de seda o terciopelo, y además un escucha extremadamente atento...
Los recintos del destacamento de la zona militar, por el contrario, tenían una luz deslumbrante, y el piso de linóleo resplandecía tanto que hacía doler los ojos. Con el tiempo los pies se enfriaban, se veía que el piso estaba recién pulido o que le habían aplicado una cera especial. Si uno se quedaba parado un rato en la misma posición, las plantas de los pies descalzos se quedaban pegadas, de modo que los que esperaban cambiaban involuntariamente de pie de apoyo, produciendo un ruido ligero, como un chasquido. Después de un rato se oía como si continuamente se estuviera rasgando papel, u otra cosa, en todo caso algo que había caducado definitivamente ese día.
Se hacían llamados por nombres, casi siempre varios de una sola vez —la letra S estaba bien representada. Como siempre, había muchos Schmidt y Schulze, e incluso alguien más que también se apellidaba Seiler, lo que no me sorprendió especialmente, ya que en el pueblo del que salimos para instalarnos en la ciudad, insertándonos así en la zona militar de Gera y su ineluctable destacamento, varias familias llevan este nombre —«ni parientes ni emparentados», como siempre se recalcaba. Me alegré de no haber olvidado esa mañana ponerme mis pantalones deportivos, y en secreto triunfaba yo sobre aquéllos a los que consideré sujetos desprevenidos en calzoncillos guangos de rayitas.
Al final, la comisión de la revista militar, cuatro oficiales y sus preguntas: yo no tenía ni muchos ánimos, ni una buena historia. Pocos ánimos eran suficientes para rechazar un tiempo de servicio más largo (tres años o más, en lugar de dieciocho meses), y llegando al límite declinar el servicio: «Creo que yo sería incapaz de dispararle a alguien» —eso bastaba, también sin historias, cualquiera lo sabía.
2
El miedo se fue instalando de manera espasmódica. Llegó un momento en que ya no podía yo cruzar la plaza de la estación del tren sin pensar en el 1 de noviembre, el día de mi alistamiento. Antes de entrar a la sala de la estación, mi vista se desviaba inevitablemente hacia la derecha, hacia los andenes de la estación de maniobras. Ahí, en uno de esos andenes, se encontraba la rampa donde los soldados de la ciudad y de la zona de Gera habrían de encontrarse.
Algunos meses antes había yo acompañado a mi amigo M. hasta ahí, a las cinco de la mañana. Frente a la rampa se había reunido ya un grupo relativamente grande con bolsos de viaje. Toda la escena estaba iluminada por los faros de algunas camionetas de carga, cuyos motores permanecían encendidos. En algún punto del camino sobre la plaza de la estación del tren perdí a mi amigo. Se despidió con un breve abrazo, cruzó una frontera invisible y desapareció. Desde donde estaba lo podía ver muy bien. Vi cómo irguió la espalda, sus pasos se volvieron más cortos, su caminar se adecuó a las disposiciones del otro lado. Poco antes de llegar a la rampa se volteó una vez más: me envió un saludo, es decir, a empujones alzó al aire el brazo izquierdo. Se veía desamparado, y al mismo tiempo parecía que hubiera querido darme alguna señal de resistencia. Y al hacerlo quedó deslumbrado por los faros de los vehículos de transporte. «¡Apaguen sus cigarros!»: fue lo último que oí; luego le devolví el saludo, me di la vuelta y conduje a casa.
3
El salto del carro de tropa: me esforcé en que nada delatara mi desamparo. Quizás diez o quince oficiales se encontraban a la entrada de un predio demarcado con alambre de púas que tenía que ser el de las barracas. Hasta ese momento sólo me parecía una triste colección de cabañas de madera y piedra.
«¡Adentro! ¡Maaaaarchen!». Algunos de nosotros sabíamos lo que se indicaba, pero tardó un momento hasta que nos acomodamos en filas de tres. Miré los rostros de los oficiales, unos se veían tensos y otros divertidos. Todo transcurría, por otro lado, con mucha tranquilidad. Hubo un breve control que se llevó a cabo más bien de manera descuidada, en el cual teníamos que salirnos de la fila con nuestras pertenencias. Durante minutos no se oía otra cosa más que el ruido de coches que pasaban por la carretera secundaria a nuestras espaldas. De los terrenos con fábricas en la otra orilla sobresalía una gigantesca chimenea con la inscripción veb Leuna.
«¡Cargar aparejos!». La orden: tal vez por descuido, fue gritada casi al mismo tiempo por varios oficiales, de modo que al principio no entendí, pero vi cómo todos al instante se colgaron al hombro sus pertenencias. Algunos incluso llevaban maletas, aunque estaba prohibido por las normas del alistamiento. Tampoco la siguiente orden se pudo entender. De inmediato identifiqué mi miedo: yo no iba a ser capaz de comprender lo suficientemente rápido, o acaso en absoluto, lo que se exigiría de mí en ese lugar. Un ensordecedor silbido cortó el aire, y de la chimenea de Leuna brotó una llama.
Atravesamos el portón —una estructura de tubos de acero sobre la cual se había tensado en diagonal y sin demasiado cuidado un trozo de alambre de púas. El lugar estaba recién pintado, pero se veía como una autoconstrucción, y además venida a menos. Apenas después de algunos metros sobre la calle que separaba las barracas, uno de los oficiales (el suboficial Bade, como después supe) comenzó a marcarnos un ritmo: izquierda izquierda izquierda, dos tres cuatro... En la voz sorda de Bade, que sobre todo se empeñaba en parecer profunda, todo eso sonaba como erda-erda-erda, Do Re Fa-Sol, motivo por el cual dos o tres compañeros se rieron. Se hizo un murmullo que fue acallado al instante por un grito del suboficial. Como si fuera lo acostumbrado, este suboficial marchaba con sus botas impresionantemente pulidas a través de las áreas verdes a lo largo de la calle de las barracas.
Todo intento de mantener el mismo paso cargando sacos y maletas terminaba siempre en grotescos saltos y tropezones. Lo más extraño, sin embargo, era el vapor: un vapor ligero y blanco que por todas partes brotaba de la tierra, de las grietas en el cemento de la calle, de las ranuras de los andadores entre las barracas, y en algunas partes se elevaba como una neblina maravillosa desde las partes donde había pasto. El suboficial de las botas relucientes marchaba a través de todo esto aparentemente impasible. Cuero negro, resplandeciente, empañado de vapor —tal es la imagen introductoria de mis recuerdos de esa época.
Asignación en la barraca 6, dormitorio 10: siete literas de hierro, catorce armarios, un armario para escobas, catorce taburetes, una mesa. Era el cuarto al final del pasillo, estaba enfrente de la habitación del sargento Zaika —un enemigo, como habría de verse. Por el contrario, los trece hombres de mi dormitorio desde el principio me parecieron amigos.
En las siguientes horas recorrimos los laberintos de las barracas de uniformes y de pertrechos. Hacia el mediodía ya todos estaban vestidos con uniforme para salir. En una construcción plana cerca del portón recibimos sopa y té. Desde ahí marchamos de regreso por la calle hasta un edificio que parecía un búnker de grandes dimensiones. Un enorme bloque semicircular sobre cuyo vértice se marcaba claramente una resquebrajadura. Para mi sorpresa, dentro del bloque se encontraba un cine, o en todo caso había una pantalla y varias filas de butacas plegables, y muy pronto escuché por vez primera el nombre búnker cine. El búnker cine era sorprendentemente espacioso. Sólo segundos después de habernos sentado se apagó la luz. Yo agradecí la oscuridad. De lo que trataba la película casi no me acuerdo. Salían tanques Panzer y otras armas, aunque se hablaba continuamente de la paz y de la difícil pero indispensable tarea de defenderla. Yo tenía los ojos cerrados cuando alguien me tocó en el hombro. Era el suboficial de Para mi sorpresa, dentro del bloque se encontraba un cine, o en todo caso había una pantalla y varias filas de butacas plegables, y muy pronto escuché por vez primera el nombre búnker cine las botas empañadas. No dijo nada, pero supe que tenía que levantarme. Mi sombra se proyectó contra la pantalla y se mezcló con las imágenes de un campo de prisioneros. La película mostraba ahora una ciudad completamente destruida por la guerra; sobre las ruinas de la altura de una casa se encontraba de rodillas un soldado del Ejército Rojo ondeando la bandera roja, mientras mi sombra agachada se iba desvaneciendo a sus pies. Nos dirigimos hacia un par de luces pálidas que se extendían a lo largo. Por un momento vi al soldado que accionaba el proyector. Su aspecto era sereno, y yo lo admiré. Porque desde hacía mucho conocía todo eso. Y porque lo había sobrepasado (pensé: sobrevivido). En la pared al otro extremo del búnker se habían colocado algunos espejos. Frente a los espejos había poderosas sillas con estribos de metal para recargar los brazos y la cabeza, y con el asiento de altura regulable. Debido a las ideas que me había formado, en lo primero que pensé fue en sillas eléctricas. Ciertamente no se trataba más que de los enseres de un peluquero —eran sillas de peluquería grandes y anchas, forradas de cuero color vino. Los asientos eran enormes, y los respaldos emitían un resplandor grasoso a la luz de lámparas de cono que colgaban de largas barras de metal desde el techo del búnker.