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Las bancas de madera detrás de las sillas representaban evidentemente una especie de área de espera. Todos los lugares estaban ocupados ya, y tuve que quedarme de pie. Los estantes del peluquero entre las piletas y también los mosaicos que había encima habían sido pintados de verde. Un oficial de mayor edad y de cuerpo robusto entró gesticulando entre las sillas de peluquería. Parecía alterado, era obvio que trataba de preguntar por qué los peluqueros aún no habían comenzado con su trabajo. Era el capitán Bruddus, jefe del llamado parque técnico, donde más adelante lo conocí en incontables días de parque y durante mi instrucción como conductor de un W50 Ballon, un camión de carga con una anchura descomunal, cuyas ruedas recordaban a globos aerostáticos.
La navaja eléctrica acallaba el ruido de la película con una especie de sonido de paja triturada. Era agradable cuando la máquina subía por el cuello; por el contrario, cuando amenazaba alrededor de los oídos el sonido era demasiado fuerte. Los peluqueros llevaban delantales blancos de goma encima de sus uniformes, daba la impresión de que en realidad trabajaban en la cocina o en un casino, y que se encontraban sólo eventualmente en el búnker cine. Quedaba claro que no eran peluqueros, aunque sabían manejarse con los pequeños aparatos, y tenían sobre nosotros, al igual que el soldado que manejaba el proyector, la experiencia de por lo menos medio año, o en algunos casos de un inconcebible año, en las barracas. La noche anterior a mi alistamiento mi madre me había cortado el pelo. El hueco angosto de los armarios incrustados en nuestra cocina de edificio nuevo: primero tenía yo que girar hacia la izquierda para mostrar el lado derecho, y luego hacia la derecha para el izquierdo. Al mismo tiempo sostenía un espejo de mano frente al rostro y negociaba con ella cada milímetro.
El peluquero dobló mis orejas y dijo algo que no entendí. El ruido de la máquina era demasiado. Olí su aliento, y por primera vez también el olor del producto desinfectante con el que, según supe muy pronto, se lavaba la ropa interior del ejército. Tarde o temprano, el desinfectante provocaba una erupción rojiza en la piel que daba comezón —luego se usaba una pomada que contenía cortisona. La pomada se distribuía en el Medpunkt, el dispensario, en forma de tubo. No se sabía que tuviera efectos colaterales. Tampoco le importaba a nadie, siempre y cuando hubiera un efecto que aliviara la comezón en el costado interno de la parte superior de nuestros muslos, incluso si el rígido algodón esterilizado hacía que nos ardieran otra vez las piernas.
Yo dije «ajá», o «psssí», mientras el peluquero usaba el cuello de mi chaqueta para apoyar la máquina y recorrerla como sobre un riel a lo largo de la nuca. Sobre las rodillas bajo la bata sostenía yo el quepí de mi uniforme; era algo peculiar el volver a cubrirme la cabeza. El quepí producía una sensación en la cabeza que me remitía a mi infancia: vacaciones de invierno, excursiones para esquiar, marcas en la frente y en las orejas, o la gorra cubriendo completamente el rostro y cómo ésta se congelaba una y otra vez con el aliento que se enfriaba en la lana... Alrededor de la silla se habían amontonado cabellos, y los peluqueros con sus botas los vadeaban.
Un estruendo de cañones se alzó a mis espaldas, en el espejo yo formaba parte de la película: tanques que pasaban a toda velocidad por las ondulaciones del suelo y al mismo tiempo sobre mi rostro mortecino bajo la luz de neón. Despliegues y giros de cañones y mi mirada horrorizada. «Secciones de las fuerzas de combate en la avanzada...». Por un momento me pareció posible derribarlas con sólo torcer un poco la comisura de mis labios. «Los Panzer, hijo mío, ¡son sarcófagos móviles!». Eso había gruñido desde su sofá mi abuelo, que se cubría las rodillas con una cobija gruesa tejida con gancho, él seguro sabía. En el espejo vi mi rostro. Bajo el ruido bárbaro de la navaja eléctrica me sentí por primera vez en paz. No me relajé del todo a causa de mis esfuerzos por captar algo de la trama y de los comentarios de la película. Podría ser, pensaba, que luego nos preguntaran acerca de determinados contenidos, o que de alguna forma éstos pudieran incluir alguna recomendación sagaz para mi supervivencia en las nuevas circunstancias. «Nuestras fuerzas de combate aéreo, equipadas con la tecnología más moderna...».
«¡Fin!, ¡fin!, ¡ahora a la foto!». A la orden del capitán, las máquinas enmudecieron. A la izquierda junto al área de espera de los peluqueros comenzaba una fila que se extendía por la parte lateral, poco iluminada, del búnker. Podía advertirse que la cola de reclutas terminaba en un cobertizo de madera, cuya pequeña puerta se abría a intervalos.
Sólo cuando estuve sentado en el banco de madera, a la luz de una lámpara que brillaba cálidamente sobre mi rostro, me percaté de que el fotógrafo era mujer. Por un instante me avergoncé del aspecto que yo ofrecía: el uniforme nuevo y rígido, el corte de pelo estereotipado. Y percibí rechazo hacia el suboficial que la asistía, a pesar de que se dirigió a mí con un tono algo amistoso, muy distinto en todo caso del que empleaba con Bade o con Buddrus. Pero eso tenía que ver con ella, no conmigo —eso lo entendí de inmediato.
La fotógrafa dijo todavía algo dirigiéndose a mí. Creo que fue: «¡Por favor, mire para acá un instante!». Al mismo tiempo alzaba a media altura una pluma que tenía en la mano. Antes de que desapareciera completamente otra vez detrás de la cámara, vi que sus cabellos eran oscuros y que aún era joven. No llevaba uniforme, y sin embargo estaba ahí, en el búnker cine. Me quedé mirando su pequeña mano brillante que sostenía una pluma. Era un bolígrafo. Ahora que abro mi certificado de servicio militar con la cédula de identificación enmicada, veo este atisbo a la pluma y la mano, que se había quedado completamente inmóvil en el aire, la pequeña mano brillante de la fotógrafa con su batuta en control de ese instante. «¡Gracias!» —tal vez dijo «gracias», tal vez no. La mano descendió, y por un momento me quedé mirando el vacío. De este vacío emergió el uniforme del suboficial, quien me empujó hacia afuera llamando a la cámara al siguiente soldado. Desde mi llegada al cuartel, ésta era la primera ocasión en que me sentía extenuado y derrotado.
La foto en mi cartilla militar, que conservo hasta el día de hoy junto con la cartilla de salud y otros vestigios del pasado en una especie de cajón biográfico, habla otro idioma. En ella casi sonrío un poco, y la cabeza está inclinada hacia la derecha como interrogando en silencio. Ya no puedo ver quién era yo en ese momento, lo único que sí se puede reconocer es que aquel que fue fotografiado en esa foto se esforzó en disimular sus aflicciones. A esto se añade la iluminación excesiva, las cejas y los bordes de los ojos como ennegrecidos, mientras que, por el contrario, la frente y las mejillas aparecen casi en blanco. La sonrisa —cerrada en las partes determinantes. En las comisuras de los labios se ve muy apretada y los párpados están ligeramente hundidos, lo que da a los ojos una expresión de distanciamiento y desconfianza: la mirada de un culpable al ser incluido en el fichero de delincuentes. La imagen completa, por su parte, tiene un efecto enteramente distinto. Los arcos de las cejas conciliadores, la línea en forma de corazón del labio superior y lo blanco que quedó expuesto en torno a las orejas luego del corte de pelo suavizan todo. Lo que se puede ver son dos expresiones completamente distintas al mismo tiempo en el mismo rostro. Hoy me parece casi inverosímil que en el momento de la toma hubiera estado yo mirando solamente una mano con una pluma.
Entre más contemplaba la foto, más difuso y melancólico me volvía. Al final ya sólo sentí lástima —y autocompasión. Y rabia contra todo lo que condujo a que acabara yo en ese búnker, el rostro burdo a la luz de una cámara, entregado por completo, preocupado por una pose, y con un orgullo peculiar y, como ahora me pareció, completamente vano.
Cuando a los pocos días abrí otra vez mi cartilla del servicio militar, por un momento se invirtió el sentido de todo: de pronto era el soldado de veinte años el que me miraba a mí. Dejé a un lado la ira, y surgió la pregunta de si él, con esos ojos ligeramente entrecerrados, ya desde entonces me pudiera haber estado viendo, al mirar la mano levantada con la pluma —una mirada al futuro, y por eso la sonrisa. La idea funcionó instantáneamente como una especie de conciliación entre él y yo, y mi enojo empezó a desvanecerse. Vi con cuánta inmutabilidad aquel que alguna vez yo debí haber sido me miraba de pronto desde entonces en mi ahora, con lo cual me extendía una suerte de permiso. El yo de entonces le permitía al yo de ahora mirar de vuelta en el pasado el cobertizo con la fotógrafa y el suboficial, de vuelta las arcaicas sillas de peluquero, las piletas y aparejos con aspecto de provenir de épocas mucho más antiguas, de vuelta al día de mi alistamiento y al día de mi revista militar, de vuelta al cartel con el año generacional y la tipografía fúnebre, de vuelta a la vergüenza en el instante de la fotografía. Por un momento reconocí el contorno de una verdad constituida completamente por el tejido suave e inquebrantable de la paciencia: en la vida se trataba de paciencia. Se trataba del sentido por el cual todo lo que alguna vez nos ocurrió en la vida aguarda afuera pacientemente, al otro lado de la puerta. Pero de hecho en realidad yo nunca grité «¡Adelante!», y ahora me encontraba yo sorprendido, confuso, acaso todo me estaba resultando excesivo, y ya no supe más si en realidad tenía ganas de empezar a contar.
Traducción de Gonzalo Vélez
Un hombre de otro tiempo
hugo chaparro valderrama
colombia
Así lo explicó Bioy:
«Cuando viajamos,
el presente no logra su plena realidad;
es casi un pasado, casi una anécdota;
por eso es nostálgico y, también, feliz».
Juzgue entonces el lector.
El hombre tenía escrito en la palma de la mano Gurganus. Subió en una estación que se perdía en la distancia, con una maleta enorme y casi tan grande como el libro que empezó a leer apenas se situó a mi lado. Su traje era un desastre tan rancio y tan polvoriento que parecía la reliquia de un oscuro museo. Al uniforme, gris y descolorido, lo cubría la suciedad de un abrigo donde el tiempo se encargaba de opacar el resplandor moribundo de unos botones sin brillo. Las botas cuarteadas podían soltar, con mirarlas, las briznas de un cuero seco, acartonado y oscuro. Sólo le faltaba el sable. Pero también lo tenía, oculto entre su maleta.
Se distraía lentamente en cada hoja del libro. Si parpadeaba, si un músculo acalambrado lo sacaba de la silla para un discreto paseo, si los lentes le caían simulando un caracol que resbalaba tranquilo viajando por su nariz, aprovechaba la pausa para descansar un poco, entretenerse en mirar el paisaje misterioso que se filtraba en la noche o abandonarse a escribir, con una letra esmerada, en un cuaderno tan viejo que parecía de otro tiempo. Después regresaba al libro y a su abultado relato. En la penumbra del tren se le escuchaba el rumor que susurraba en sus labios cuando leía algún pasaje que tal vez sería ingenioso. Escribía entonces de nuevo, quizás copiando fragmentos que no quería olvidar. Como tampoco dormía y mi bombillo alumbraba las páginas de otro libro, se estableció entre nosotros la fácil complicidad del insomnio y la lectura.
«William Sherman, General de la Unión durante la Guerra Civil, tras incendiar ferozmente el Sur al que combatiera, quemando las casas y los campos, dejando una larga cicatriz en el paisaje, también dejó tras de sí, acaso sin saberlo, el cuerpo incinerado de una mujer que vivió carbonizada, hasta el final de sus días, en un oscuro ancianato. Así cumplió con su credo: la guerra es un infierno».
Su mano cogía la pluma con torpe delicadeza. Tenía nudillos macizos, rugosos y maltratados. Los dedos arracimados formaban breves tubérculos. La piel manchada y con grietas imitaba la corteza de un árbol centenario. El sombrero que dejó acomodado en sus piernas se adornaba con un velo de oscuridad ancestral; un polen tan delicado que se esparcía por el aire con el más leve temblor, dejando volar los restos de un prolongado naufragio. Pensé que el hombre vivía extraviado en otro siglo.
Seguí leyendo mi libro. Trataba sobre una chica que vivía en un hotel de nombre misterioso y gótico: Castleview. Los huéspedes no sabían lo que podía sucederles. Una pareja de amigos terminaría a golpes cuando la chica lograra secuestrar con sus encantos al más joven e inexperto. El más viejo suponía el paso de años monótonos para el nuevo matrimonio sin comprender si esos días pasados en Castleview pertenecían a la magia o, tal vez, al sueño. Me impresionó la aventura. El jugueteo amoroso que transcurría en el riesgo, en la triste incertidumbre de sospechar el futuro como una tierna esperanza o una equivocación que arruinaría la amistad entre la nueva pareja. Cuando cerré la novela, me abandoné a la lectura de unas líneas que trazó el hombre en su cuaderno.
«¿Por qué hemos perdido a esas personas? ¿Quién nos obliga a hacer esto?».
Me suspendí en las preguntas, olvidando la cautela que disimula a un curioso.
—¿Le interesa? —averiguó el Capitán.
Su voz me sonó tan rancia como el traje que invocaba un legendario pasado. La mirada que mostró me resbaló hasta los huesos.
Murmuré, atarantado, alguna torpe disculpa.
—No se preocupe –respondió.
Aventuré una sonrisa esperando que salvara mi situación indiscreta.
—¿Qué lee? —me preguntó.
Fijó la vista en el título, pronunció con suave dicción las letras de Castleview y se redujo al silencio.
—¿Y usted? —le dije.
—La historia de mi mujer —respondió, mirando con tristeza el libro. Después agregó—: Se me murió. Así tenía que ser.
Y al tiempo que la amargura se deslizaba en su voz, me señaló aquella línea, tan breve y tan sencilla que me asombró el prodigio de resumir una muerte en su delgada silueta. Sería por eso que el libro se alargaba hasta alcanzar la magnitud de una Biblia: para explicar los motivos que esclarecían el misterio.
Los pasajeros estaban arropados y lejanos en ese sueño envidiable que va distrayendo un viaje mientras que pasa la noche. Sólo se escuchaba el tren, algún ronquido ligero o la infantil melodía de un niño hablando dormido. De vez en cuando flotaba entre la suave penumbra el vaivén de un funcionario con ese ritmo sinuoso que balancea un vagón. Hacía cantar las llaves que tintineaban colgadas de alguna gruesa correa y se esfumaba en la noche, cauteloso y fantasmal. Podía pararse un rato, hacer cualquier comentario y continuar ronroneando a lo largo del pasillo.
Me di cuenta de una cosa: al Capitán ni le hablaba. No se fijaba —o no quería fijarse, como si fuera invisible— en esa criatura extraña, de aparatosa figura, que respiraba a mi lado.
«Las novelas por entregas de los periódicos de aquellos tiempos estaban llenas de madres afligidas consoladas por los camaradas de guerra de sus hijos caídos que volvían al hogar. A menudo, la hermana del chico muerto se casaba con el guapo amigo de su difunto hermano. El amigo decía: “Bill murió en mis brazos, Irene, pero tú, su hermana, vivirás ahora en ellos para siempre”. Fin».
El Capitán me leyó, sin olvidar la ironía.
—Chismes, literatura —comentó—. La guerra es otra cosa.
Esperé a que continuara, suponiendo que observaba al último veterano de una lejana batalla.
—No hay un soldado capaz de superar el coraje que una mujer necesita para salvar esa guerra que nunca permite treguas y enfrenta día tras día, inventándose estrategias, maniobras casi increíbles, astucias tan ingeniosas que logran sostener el mundo de un reino pequeño y frágil donde los hijos abundan y un hombre se cree el centro de un castillo que no existe.
Buscó entre su cuaderno, y en las líneas dibujadas por su letra fuerte y brusca, algún fragmento escondido entre la tinta apretada que oscurecía cada hoja. Mientras tanto rezongaba: «Son ellas las que sostienen la construcción de una casa... Son tan pacientes y sabias... Al menos son más sensatas...».
Un chico que iba dormido con la cabeza apoyada en el brazo de la silla se despertó un momento, nos vio con ojos risueños y se quedó contemplando al Capitán por un rato. Después regresó al sueño, acomodando su cuerpo en el hombro de su madre. El mundo al otro lado de ese corredor sombrío me pareció tan lejano que me produjo nostalgia. El Capitán me distrajo.
—Acá está —dijo—. Escuche:
«La señora Marsden les pudo enseñar a los héroes de la vieja Guerra Civil cómo librar una difícil batalla. La suya fue una historia quizás sin grandes proezas: educar a nueve hijos, soportar a su marido —un soldado que sufrió de una espesa locura, pensando que la pelea continuaba en el hogar—, arriesgándose por todo lo que ella amaba en su vida. ¿Acaso al desalmado Will Sherman, al General Grant o al honrado Robert Lee no les habría servido esa lección de humildad? El silencioso coraje que siempre tuvo esta dama no fue vanidoso o frívolo. Le asombraba descubrir esa alocada imprudencia que identifica a los héroes celebrados por el tiempo. Sobrevivió dignamente con una sabia intuición: amparar, sin fatigarse, el orden que había logrado en contra de su marido y en compañía de sus hijos. Un testimonio admirable».
Leía con entusiasmo. Pero también con tristeza. Con un aliento cansado, sedoso entre los suspiros cuando nombraba a esa dama que había sido su esposa.
Un tren pasó al lado, corriendo en sentido inverso. El eco de su campana fue perdiéndose en la noche, despidiéndose y viajando a un territorio y un tiempo que entonces era el futuro, pasado para nosotros. Estar despierto a esa hora, con el insomnio en la espalda, mostraba el mundo distinto; hacía de lo real un ámbito irreal, filtrado por el cansancio. Quizás fue sólo un reflejo, un vaporoso espejismo: una mujer saludó de una manera fugaz; una anciana que agitó la brevedad de una mano, perdida luego en el aire y en el rumbo de la niebla.
—Hasta pronto —susurró el Capitán. Y agregó—: Lucy...
Después quedó el vacío.
—¿Es ella? —le pregunté.
Se demoró en regresar. Sus ojos se habían perdido en el umbral de la noche que ya no mostraba nada. El Capitán respondió dejándome en el misterio.
—Era ella —dijo.
Supuse que su razón acomodaba los hechos al juego amable y sencillo de una fantasía que apenas se distraía en otra cosa distinta de sus invenciones.
—Sigue viajando en el tren —me confesó lentamente—. El Atlantic Coastline Railroad. El mismo que en otro tiempo casi la rapta en un viaje con el que quiso escapar de esa angustiosa rutina que siempre trae la costumbre.
Volvió a mirar el paisaje, la oscuridad y el vacío, la ausencia que le dejó un tono amargo en la voz.
—Sus hijos la habían anclado. La sedujeron con mimos. Aunque no sabían nada, sus gestos y ese rumor que correteaba en la casa hicieron de Lucy un árbol que proyectaba su sombra y acariciaba los rostros de esa pequeña tribu necesitada de amparo. Un árbol enraizado en el jardín y en la calle donde el tiempo transcurría acariciando sus hojas, imperceptible y cambiante.
Intentó una sonrisa, más resignada que alegre, y me explicó, al mismo tiempo que hacía bailar el libro con esa música seca de hojas que van pasando:
—Lucy tenía su estilo. Escuche cómo escribía, es decir, cómo hablaba.
Fue resbalando un dedo que deslizó por la página hasta una línea sombría.
«Había empezado a sentirme como una luna en cuarto menguante que tal vez nunca se volvería a llenar».
El Capitán me miró con ese brillo en los ojos que saben mostrar los chicos cuando se creen seguros de merecer un aplauso. No lo quería defraudar.
—Está bien. Pero es triste.
Suspiró y dijo, después de un rato:
—Nunca me di cuenta de nada.
Le pesaría alguna culpa, el rumor de la conciencia o una herida imposible que no le cicatrizaba. Siguió, ausente del tren y el mundo, hablando con su memoria.
—La conocí en un desfile. Era delgada y frágil. El viento la habría arrastrado soplando sin mucho esfuerzo. Yo estaba en una tribuna, al lado de un orador que insistía en recordar el heroísmo, la guerra, el admirable valor de los soldados que dieron un magnífico espectáculo a un público acomodado en sus lejanas butacas mientras que ellos perdían a sus mejores amigos en una absurda batalla. Oía el discurso sin ganas: era una lluvia insensata de frases envejecidas —me honro en compartir este estrado con nuestros distinguidos excombatientes, decía el orador—, cuando brilló entre la gente el rostro de esa muchacha que me distrajo un momento y, después, toda la vida.
Miró con cariño el libro, lo acarició suavemente, pensando tal vez en Lucy y en su memoria lejana, en el recuerdo de un tiempo hundido en el laberinto de su alocada invención. Entonces vi la palabra: Gurganus.
—Una jovencita dulce que se comía las trenzas —me susurró el Capitán—, que se arañaba las manos cuando trepaba a un árbol. La boda fue casi un juego entre una niña de quince y un soldado que en la guerra abandonó su inocencia hasta casarse con ella, cuando ya tenía cincuenta. Un juego que destrozó la gracia del primer encuentro y que opacó en el rostro de mi querida Lucille el resplandor de unas pecas que se incendiaban al sol.
No era una historia alegre. Pero todos, de alguna manera, vivimos en la ilusión y protegemos, según leyó el Capitán, la ruta que se ha escogido para escaparnos un rato, la alternativa al monótono terror de la vida cotidiana. Y nadie tiene derecho de rebajar a la burla las fantasías que alivian una realidad que muestra sus escondidos misterios a los que quieren buscarlos.
—Lucy —insistió—, se parecía a Robert Lee.
Después buscó en su cuaderno.
«Lee estaba hecho de platino, no de sangre como los demás mortales. Lee debía comer hostias para desayunar y dormir con coronas de espinas bajo la almohada... Desde su primer movimiento, mostró ser un genio para el martirio».
—Por eso perdió la guerra.
—Tal vez —replicó—. Sufría con bastante orgullo.
—¿Como Lucy?
Me devolvió una mirada que parecía reclamar la prudencia y la cordura que a él le estaban faltando.
—Sí —respondió—, como Lucy. Pero Lucy —agregó—, Lucy, tal vez, fue mejor.
—La ayudaría algún milagro.
—¡Un milagro! —exclamó—. Sí, tiene razón, ella misma era un milagro. A diferencia de Lee, que tuvo el valor, pero no la suerte, a Lucy le sobró valor y la acompañó la suerte.
—¿Y a usted?
De nuevo soltó un suspiro, reflexionó un instante, y me dijo:
—A mí me sobró la suerte. Estaba al lado de Lucy. Pero me faltó decencia para tratarla mejor.
Después me enteré en el libro de que a su mujer la obligaba a llamarlo Capitán, en la cama y fuera de ella. Que era de un triste orgullo, sin compasión por la dama que había resistido todo, incluso vivir con él para atenuarle los miedos que le heredó esa guerra, estancada en su memoria, recordándole la pólvora, el humo, el tumultuoso estruendo de una voraz pesadilla que nunca lo abandonó.
—Tuvo que hacer tanto esfuerzo. El día que nos casamos, la sombra de varios sables trenzó un pasillo de honor que acarició nuestros pasos, dejando una suave mancha que presagió la contienda. Lucy fue un buen soldado, indefenso y atrapado en una ardua emboscada de la que casi no escapa. Un reto peor que todos los que propone una guerra. Se necesita de astucia para acostarse a dormir al lado del enemigo, de astucia y de sangre fría.
A pesar de la vergüenza, una sonrisa alivió el sentimiento y la pena.
—¿De qué se ríe?
—Me estaba acordando: a nuestra luna de miel Lucy la llamó también nuestro primer combate.
«Fue como el asalto a Fort Sumter», decía. «¿Y sabes quién hacía de fuerte?».
—¿A quién le preguntaba ella?
—A Gurganus.
—¿Gurganus?
—Un escritor. Con él armó este libro. Es una larga entrevista. Lucy le dijo todo, le confesó sus secretos, su triste y larga aventura al lado del Capitán —se presentó extendiendo la mano con la palabra que le tatuaba la piel.
—Entiendo —respondí. Pero no entendía nada. Tal vez que no había remedio, que nadie lo iba a salvar de su manía con la guerra y con la dulce muchacha a la que él mencionaba, Lucy, supuestamente en un tren que se perdía en la noche. Quería aterrizar un poco. Sólo empeoré las cosas.