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(6) Ellos tienen algunas lecciones para nosotros con respecto a su ideal de la renovación de la iglesia. Aunque debemos aclarar que, la palabra «renovación» no era la que ellos utilizaban; ellos solamente hablaban en términos de «reformación» y «reforma», sin embargo, para nuestras mentes del siglo XX estas palabras sólo se limitan a cuestiones relacionadas con elementos externos de la ortodoxia, el orden, las formas de adoración, y los códigos de disciplina de la iglesia. Pero cuando los puritanos predicaban, publicaban escritos, y oraban por una «reforma», lo que tenían en mente de hecho no era algo menor a estos elementos externos, sino que su aspiración era mucho mayor. En la edición original de la obra de Richard Baxter, El pastor renovado, en el título, la palabra «renovado» fue impresa con un tipo de letra mucho más grande que cualquier otro, y además, uno no tiene que adentrarse tanto en la lectura del libro para descubrir que, para Baxter, un pastor «reformado» no era uno que luchaba a favor del Calvinismo, sino uno cuyo ministerio hacia su gente, como predicador, maestro, catequista, y ejemplo a seguir, demostraba que él era, como diríamos nosotros, un pastor «avivado» o «renovado». La esencia de este tipo de «reforma» consistía en enriquecer el entendimiento de la verdad de Dios, despertar los afectos hacia Dios, incrementar el fervor de la devoción personal, y acrecentar el amor, el gozo, y la firmeza del propósito cristiano en el llamado y la vida personal del creyente. Y alineado con esa esencia, el ideal para la iglesia era que, a través de un clero «reformado» todos los miembros de cada congregación llegarían a ser «reformados» —es decir, guiados, por la gracia de Dios sin desorden, hacia un estado que nosotros conocemos como «avivamiento», lo cual implica ser verdadera y meticulosamente convertido, teológicamente ortodoxo y saludable, estar espiritualmente alerta y expectante, tener un carácter sabio y consistente, ser éticamente emprendedor y obediente, y tener una seguridad de salvación con humildad pero lleno de gozo. Este era el objetivo que se buscaba alcanzar a través del ministerio pastoral puritano, tanto en las parroquias inglesas como en las iglesias «reunidas» de tipo congregacionalista, las cuales se multiplicaron a mediados del siglo XVII.
En cierto sentido, esa preocupación puritana por el avivamiento espiritual en comunidad ha sido ocultada de nuestra vista por causa de su institucionalismo; ya que, si traemos a la memoria los altibajos del Metodismo inglés y del Gran Despertar, podemos pensar que el fervor del avivamiento se volvía una carga pesada para el orden establecido, mientras que los puritanos concebían la «reforma» en un nivel congregacional, y creían que ésta tenía que llegar en un estilo disciplinado a través de la predicación fiel, la catequización, y el servicio espiritual de parte del pastor. El clericalismo, con su represión en contra de la iniciativa laica, sin duda fue una limitación puritana, y una que tuvo malas consecuencias cuando el celo laico se desbordó en el ejército de Cromwell, en el movimiento cuáquero, y en el vasto submundo sectario de la época del Commonwealth; pero la otra cara de esa moneda era la nobleza del perfil de un pastor que desarrollaron los puritanos —predicador del evangelio y maestro de la Biblia, pastor y médico de las almas, catequista y consejero, entrenador y modelo de disciplina, todo en uno. De manera que, una vez más tenemos que afirmar que tenemos mucho que aprender de los ideales y las metas puritanas con respecto a la vida eclesiástica, los cuales son indudable y permanentemente correctos, y también necesitamos aprender de los estándares requeridos para el clero, los cuales son desafiantes y muy demandantes, y el cristiano moderno puede y debe considerarlos seriamente.
Existen algunas otras áreas en las que obviamente los puritanos pueden ayudarnos en la actualidad.
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Es posible que la anterior celebración de la grandeza de los puritanos haya despertado el escepticismo de algunos. Sin embargo, como ya se había insinuado anteriormente, esta celebración concuerda totalmente con la importante reevaluación histórica del puritanismo que ha sido hecha por los círculos académicos. Hace 50 años, el estudio académico del puritanismo tuvo un momento crucial, cuando se descubrió la existencia de toda una cultura puritana, y cuando se hizo evidente que tal cultura era muy rica, que consistía en algo más que una mera serie de reacciones puritanas en contra de las facetas medievales y la cultura renacentista. En ese momento se desmintió la antigua presuposición común de que, en ambos lados del Atlántico, los puritanos se habían caracterizado por ser mórbidos, obsesivos, groseros e ignorantes. La indiferencia satírica en contra de la vida de pensamiento puritana se tornó en una impresionante y vigorosa industria académica y artesanal caracterizada por una atención comprensiva hacia los puritanos, y por una exploración de las creencias e ideales del puritanismo, y eso continúa en nuestros días. En ese sentido, Norte América marcó una pauta importante, con la publicación de cuatro libros en un periodo de dos años, los cuales fueron determinantes para asegurar que los estudios acerca de los puritanos no volverían a ser como antes. Estos libros fueron: The Rise of puritanism [El surgimiento del puritanismo] de William Haller, (Columbia University Press: Nueva York, 1938); Puritanism and Liberty[Puritanismo y libertad] de A.S.P. Woodhouse (Macmillan: Londres, 1938; Woodhouse era maestro en la universidad de Toronto); Tudor puritanism [El puritanismo de la dinastía Tudor] de M. M. Knappen (Chicago University Press: Chicago, 1939); y, The New England Mind Vol I; The Seventeenth Century [La mente de la Nueva Inglaterra. Vol. I; El siglo XVII] de Perry Miller (Harvard University Press: Cambridge, MA, 1939). Muchos libros de los años treinta y posteriores han confirmado la visión del puritanismo que se plasmó en estos cuatro volúmenes, y la imagen general que ha surgido es la siguiente.
El puritanismo era en esencia un movimiento espiritual, que se preocupaba apasionadamente por Dios y por la piedad. Comenzó en Inglaterra con William Tyndale, el traductor de la Biblia (contemporáneo de Lutero), una generación antes de que se acuñara la palabra «puritano», y continuó hasta los últimos años del siglo XVII, algunas décadas después de que la palabra «puritano» entrara en desuso. La creación del puritanismo tuvo como base el biblicismo reformador de Tyndale; la piedad del corazón y la conciencia de John Bradford ; el celo de John Knox por el honor de Dios en las iglesias nacionales; la pasión por la competencia pastoral evangélica que se ve en John Hooper, Edward Dering y Richard Greenham; la visión de la Santa Escritura como el «principio regulador» de la adoración y el orden de la iglesia que causó la expulsión de Thomas Cartwright; el calvinismo anti–romano, anti–arminiano, anti–sociniano y anti–antinomiano expuesto por John Owen y por los estándares de Westminster; el interés ético integral que alcanzó su apogeo en el monumental Christian Directory [Directorio cristiano] de Richard Baxter; y el propósito de popularizar y hacer práctica la enseñanza de la Biblia que se apoderó de Perkins, Bunyan, y muchos más. El puritanismo fue esencialmente un movimiento que buscaba la reforma de la Iglesia, la renovación pastoral, la evangelización, y el avivamiento espiritual; y, además, como una expresión directa del celo por el honor de Dios, era una cosmovisión, una filosofía cristiana total. En términos intelectuales, era un medievalismo protestante actualizado, y en términos espirituales, era un monasticismo reformado que se practicaba fuera de un convento y que no tenía votos monásticos.
El objetivo puritano era completar lo que comenzó la Reforma de Inglaterra, es decir, terminar la remodelación del culto de adoración anglicano, introducir una disciplina eclesiástica efectiva en las parroquias anglicanas, establecer la justicia en los campos políticos, domésticos y socioeconómicos, y convertir a todos los ingleses a una fe evangélica vigorosa. A través de la predicación y la enseñanza del evangelio, junto con la santificación de todas las artes, ciencias y habilidades, Inglaterra se convertiría en una tierra de santos, en un modelo y un ejemplo de la piedad corporativa, y como tal, en un medio de bendición para el mundo.
Ese fue el sueño puritano que brotó durante los reinados de Isabel, Jacobo y Carlos, floreció en el periodo del Interregno, y se marchitó en el oscuro túnel de persecución que ocurrió entre 1660 (en el periodo de la Restauración Inglesa) y 1689 (bajo la Ley de Tolerancia). Ese sueño fue el que engendró a los gigantes de los que estamos hablando en este libro.
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Confieso que este capítulo es una defensa descarada y sin vergüenza. Pues mi propósito es comprobar que los puritanos pueden enseñarnos lecciones que nosotros urgentemente necesitamos aprender. Por eso les pido que me dejen extender un poco más el argumento que ya les he presentado.
A estas alturas ya debe ser evidente que los grandes pastores–teólogos puritanos —Owen, Baxter, Goodwin, Howe, Perkins, Sibbes, Brooks, Watson, Gurnall, Flavel, Bunyan, Manton y otros como ellos— eran hombres destacados por su poder intelectual y por su visión espiritual. En ellos, los hábitos mentales que eran fomentados por una erudición sobria estaban acompañados de un celo ardiente por Dios y un conocimiento minucioso del corazón humano. Todo el trabajo que ellos hicieron demuestra una fusión única de dones y talentos. Tanto su pensamiento como su manera de ver las cosas eran radicalmente Dios–céntricos. Su apreciación de la majestad soberana de Dios era profunda, y su reverencia al momento de utilizar la palabra escrita era profunda y constante. Eran pacientes, meticulosos, y metódicos para escudriñar las Escrituras, y su comprensión de los diversos hilos y conexiones dentro de la red de la verdad revelada era firme y clara. Ellos entendieron más ricamente los caminos de Dios con los hombres, la gloria de Cristo el Mediador, y la obra del Espíritu en el creyente y en la iglesia.
Y su conocimiento no era una mera ortodoxia teórica. Ellos buscaban «reducir a la práctica» (frase que ellos usaban) todo lo que Dios les enseñaba. Ellos ataron sus conciencias a la Palabra, disciplinándose para poner todas sus actividades bajo el escrutinio de las Escrituras, exigiendo una justificación teológica (no una mera justificación pragmática) para todo lo que hacían. Aplicaron su entendimiento de la mente de Dios a cada rama de la vida, viendo la iglesia, la familia, el estado, las artes, las ciencias, el mundo del comercio y la industria, como nada menos que las devociones del individuo, ya que las consideraban como las esferas en las que Dios debe ser servido y honrado. Ellos veían a la vida como un todo, porque ellos veían al Creador como Señor de cada una de las esferas de la vida, y su propósito era que el sello de «santidad a Jehová» pudiera ser impreso absolutamente en todas las áreas de la vida.
Pero eso no era todo. Ya que, al conocer a Dios, los puritanos también conocieron al hombre. Ellos veían al hombre, en su origen, como un ser noble hecho a la imagen de Dios para gobernar la tierra de Dios, pero en la actualidad, como un ser trágicamente embrutecido y destruido por el pecado. Por otra parte, veían al pecado a través de la triple luz de la ley, el señorío, y la santidad de Dios, y, por lo tanto, lo veían como transgresión y culpa; como rebelión y usurpación; y como impureza, corrupción e incapacidad para hacer el bien. Gracias a que veían todo eso, y al mismo tiempo conocían las formas en que el Espíritu lleva a los pecadores a la fe y a una nueva vida en Cristo, y lleva a los santos, por una parte, a crecer a la imagen de su Salvador y, por otra parte, a aprender su total dependencia de la gracia, los grandes puritanos se convirtieron en excelentes pastores. La profundidad y la unción de sus exposiciones «prácticas y experimentales» en el púlpito no era más sobresaliente que sus habilidades para estudiar y aplicar la medicina espiritual a las almas enfermas. A partir de las Escrituras, cartografiaron el terreno de la vida de fe y comunión con Dios, el cual a menudo nos parece desconcertante, pero ellos lo hicieron con gran minuciosidad (y como ejemplo podemos consultar El progreso del peregrino, para observar un diccionario geográfico ilustrado), y, además, su agudeza y sabiduría para diagnosticar el malestar espiritual y para establecer los remedios bíblicos más apropiados era algo sobresaliente. Por esa razón, ellos permanecen como los pastores clásicos del protestantismo, de la misma manera en la que hombres como Whitefield y Spurgeon tienen su lugar como los evangelistas clásicos por excelencia.
Y, en este sentido, en lo referente al frente pastoral, es donde los cristianos evangélicos de hoy necesitamos tanta ayuda. Ya que, aparentemente, en los últimos años nuestros números se han incrementado, y parece que también ha crecido un nuevo interés por las sendas antiguas de la teología evangélica. Y debemos estar agradecidos con Dios por eso. Sin embargo, no todo celo evangélico es congruente con el conocimiento, y tampoco todas las virtudes y valores de la vida cristiana bíblica aparecen siempre juntos de la manera en la que tendrían que aparecer, de manera que, parece que hay tres grupos en particular que obviamente necesitan la ayuda que los puritanos están capacitados para brindar de manera única (como lo muestran sus escritos). A estos grupos yo los llamo: los experiencialistas incansables, los intelectualistas atrincherados, y los desviacionistas inconformes. Por supuesto, estos grupos no son cuerpos de opinión organizados, sino más bien son individuos con mentalidades características, con los cuales uno se encuentra una y otra vez. Permítanme hablar de ellos en el orden mencionado.
Aquellos a los que les llamo experiencialistas incansables son de una especie muy conocida, tan conocida que a veces los observadores son tentados a definir el evangelicalismo en términos de ellos. Su actitud está caracterizada por ser azarosa y despreocupada, pero al mismo tiempo tienen una impaciencia vehemente, la cual está en busca de las novedades, el entretenimiento, y las «alturas»; además, les dan mucha mayor importancia a los sentimientos fuertes que a los pensamientos profundos. Son personas que tienen poca atracción por el estudio sólido, la auto examinación humilde, la meditación disciplinada, y el trabajo duro ordinario en sus vocaciones y en sus oraciones. Para ellos la vida cristiana es una vida de experiencias extraordinarias y emocionantes, en lugar de ser una vida de justicia racional y firme. Ellos hacen un énfasis constante en los temas del gozo, la paz, la felicidad, la satisfacción, y el descanso del alma; pero no hacen referencias balanceadas del descontento divino de Romanos 7, de la batalla de fe del Salmo 73, o de las «profundidades» de los Salmos 42, 88 y 102. Por causa de la influencia de personas como esas, la gente llega a pensar que un simple hombre extrovertido, espontáneo y alegre es un reflejo de la vida cristiana saludable, de manera que, los santos que tienen una personalidad menos optimista o un temperamento más complejo pueden llegar a sentirse confundidos porque nos son capaces de estallar en alegría en conformidad al estándar prescrito. En medio de su agitación, estos hombres exuberantes se vuelven personas crédulas que no cuestionan nada, y de acuerdo con su razonamiento, mientras más extraña y sorprendente sea su experiencia vivida, más divina, sobrenatural y espiritual será considerada, y casi nunca toman en serio la firmeza de la virtud bíblica.
Las personas que tienen estos defectos no se oponen a la idea de apelar a las técnicas de consejería especializada que han sido desarrolladas con fines pastorales, por los evangélicos extrovertidos de los últimos años; pero la vida espiritual es algo que tiene que fomentarse y la madurez espiritual tiene que ser engendrada, no por técnicas humanas sino por la verdad; de manera que, si nuestras técnicas están fundamentadas en una noción defectuosa de la verdad que hemos de trasmitir y del propósito de la misma, estas técnicas no podrán hacernos mejores pastores o mejores creyentes de lo que éramos antes. La razón por la que los experiencialistas incansables tienen una vida cristiana desequilibrada es porque han sido afectados por una forma de mundanalidad, y por un individualismo antirracional antropocéntrico, que ha convertido a la vida cristiana en un viaje hacia el ego y hacia la búsqueda de emociones. Esos santos necesitan el tipo de ministerio de maduración en el que la tradición puritana se ha especializado.
¿Cuáles son los énfasis puritanos que pueden centrar y darle una dirección correcta a los experiencialistas incansables? Para empezar, los siguientes: Primero, el énfasis en la centralidad de Dios como el requisito divino que es esencial para la disciplina de la autonegación. Segundo, la insistencia de la primacía de la mente, y la imposibilidad de obedecer una verdad bíblica que todavía no ha sido comprendida. Tercero, la necesidad constante de tener humildad, paciencia, y firmeza, y la importancia de reconocer que el principal ministerio del Espíritu Santo no es producir emociones en nosotros, sino formar en nosotros un carácter semejante al de Cristo. Cuarto, el reconocimiento de que los sentimientos suben y bajan, y que Dios constantemente nos pone a prueba, llevándonos a desiertos de simpleza emocional. Quinto, la singularización de la adoración como actividad principal de la vida. Sexto, el énfasis en nuestra necesidad de auto examinarnos constantemente a través de las Escrituras, bajo los términos establecidos por el Salmo 139:23–24. Séptimo, la comprensión de que las grandes medidas de sufrimiento santificador son parte del plan que Dios tiene para que Sus hijos crezcan en la gracia. Ninguna tradición cristiana de enseñanza administra esta medicina que purga y fortalece, con una autoridad más solemne que la de los puritanos, ya que, de acuerdo con lo que hemos visto de su propia experiencia, cuando ellos administraron para sí mismos esta medicina, a lo largo de un siglo (y aún más) formaron un tipo de cristianos que eran maravillosamente fuertes y resilientes.
Pensemos ahora en los intelectualistas atrincherados que existen en el mundo evangélico: una segunda especie muy conocida, aunque no son tan comunes como la primera. Algunos de ellos parecen ser víctimas de un temperamento inseguro y sentimientos de inferioridad, otros reaccionan por orgullo o dolor contra la locura del experiencialismo tal como lo han percibido, pero sea cual sea la fuente de su síndrome, el patrón de comportamiento que ellos manifiestan es distintivo y característico. Constantemente se presentan como cristianos rígidos, argumentativos, críticos, defensores de la verdad de Dios, para quienes la ortodoxia lo es todo. Se esfuerzan por sostener y defender su propia visión de esa verdad, ya sea calvinista o arminiana, dispensacional o pentecostal, reformista de la iglesia nacional o separatista de la Iglesia Libre, o lo que sea; ese es su principal interés, e invierten recursos sin límites en esta tarea. Existe muy poca cordialidad en ellos; relacionalmente son distantes; las experiencias no significan mucho para ellos; ganar la batalla de la corrección mental es su gran propósito. Ellos pueden ver que realmente en nuestra cultura antirracional, gobernada por los sentimientos, y que está en busca de gratificaciones instantáneas, el conocimiento conceptual de las cosas divinas está infravalorado, y, por lo tanto, buscan con pasión restaurar el equilibrio en este punto. Ellos entienden correctamente la prioridad del intelecto; sin embargo, el problema es que, cuando realizan sus interminables campañas en las que promueven su propio tipo de pensamiento correcto, lo único que pueden ofrecer es intelectualismo, ya que eso es casi todo lo que tienen, si no es que lo único. Por eso, yo también los instaría a que se expongan a la herencia puritana para que puedan madurar.
Esa última afirmación puede sonar paradójica, ya que, algún lector pudo haber notado que el perfil que acabamos de describir es idéntico a lo que todavía muchas personas identifican como el típico puritano. Pero cuando nos preguntamos cuáles son los énfasis de la tradición puritana que pueden contrarrestar el intelectualismo árido de estas personas, nos encontramos con toda una serie de puntos que necesitamos abordar. Primero, la verdadera religión requiere tanto de los afectos como del intelecto; pues en esencia, eso es lo que se presupone en la frase de Richard Baxter: «trabajo de corazón». Segundo, la verdad teológica está diseñada para ser puesta en práctica. William Perkins definió la teología como la ciencia de vivir adecuada y felizmente por siempre; por su parte, William Ames la definiría como la ciencia de vivir para Dios. Tercero, el conocimiento conceptual mata, si el individuo no pasa de conocer las nociones a conocer las realidades a las que estas nociones aluden, es decir, si no pasa de «conocer acerca de Dios» a «conocer a Dios» personalmente. Cuarto, la fe y el arrepentimiento son expuestos en una vida de amor y santidad, es decir, en una vida que se caracteriza por expresar gratitud en la buena voluntad y las buenas obras, las cuales son demandadas explícitamente en el evangelio. Quinto, el Espíritu nos es dado para guiarnos a una comunión cercana con otros en Cristo. Sexto, la disciplina de la meditación discursiva tiene el propósito de mantenernos apasionados y adorando en nuestra historia de amor con Dios. Séptimo, es algo de carácter impío y escandaloso convertirse en alborotador y causar división en la iglesia, y, generalmente, lo que lleva a los hombres a crear bandos y a provocar divisiones, no es otra cosa más que el orgullo espiritual en su forma intelectual. Los grandes puritanos eran tanto humildes y afectuosos como sobrios y prudentes, le prestaban atención tanto a las personas como a las Escrituras, y eran apasionados tanto por la paz como por la verdad. Con toda certeza, ellos habrían diagnosticado con atrofia espiritual a los cristianos intelectualistas de nuestros días, y no por causa del celo por la forma de las sanas palabras, sino por causa de su falta de celo por cualquier otra cosa; de manera que, en este caso, la fuerza de la enseñanza puritana acerca de la verdad de Dios en la vida del hombre sigue siendo potente para ayudar a esas almas a convertirse en seres humanos completos y maduros.
Finalmente, me dirijo a aquellos a quienes llamo desviacionistas inconformes, es decir, los que en cierto sentido se han dado de baja y han abandonado el movimiento evangélico moderno, muchos de los cuales ahora se han vuelto en contra de él para denunciarlo como una perversión neurótica del cristianismo. Ésta también es otra especie que todos conocemos bien. Es angustiante pensar en este tipo de personas, en primer lugar, porque hasta la fecha, su experiencia desacredita profundamente nuestro evangelicalismo, y en segundo lugar, porque el número de personas de ese tipo es muy grande. ¿Quiénes son ellos? Son personas que en algún momento de sus vidas se identificaban como evangélicos, ya sea porque fueron criados de manera evangélica o porque profesaron una conversión bajo la influencia de alguna esfera evangélica, sin embargo, ahora están desilusionados de la cosmovisión evangélica y le han dado la espalda, porque sienten que el evangelicalismo les falló. En algunos casos, es por razones intelectuales, debido a que, según el juicio de estas personas, lo que se les enseñó fue algo tan simplista que lo único que logró fue aturdir su mente, y, por otra parte, piensan que fue algo tan poco realista y desconectado de los hechos que realmente lo consideran como algo involuntariamente deshonesto. Otros lo abandonan porque fueron llevados a esperar una vida cristiana en la que gozarían de buena salud, riquezas, circunstancias libres de problemas, creyendo que serían inmunes al dolor de las heridas relacionales y las traiciones, libres de fracasos, y exentos de cometer errores o tomar malas decisiones; en pocas palabras, esperaban un lecho de rosas sobre el cual serían transportados felizmente hacia el cielo —pero todas esas grandes expectativas terminan siendo refutadas a su debido tiempo por diferentes acontecimientos. Y debido a que se encuentran heridos y molestos, sintiéndose como si hubieran sido víctimas de una especie de abuso de confianza, ahora acusan al evangelicalismo que ellos conocieron de haberles fallado y engañado, y lo abandonan con resentimiento en sus corazones; y es por pura misericordia que ellos no terminen acusando y abandonando de igual manera al mismo Dios. El evangelicalismo moderno tiene mucho que responder con respecto al número de bajas de este tipo que ha causado en los últimos años por su ingenuidad mental y sus expectativas irreales. Pero, en este punto, una vez más el evangelicalismo de los gigantes puritanos, que en este sentido es más sobrio, más profundo, y más prudente que el moderno, puede cumplir una función correctiva y terapéutica entre nosotros, si tan solo aprendemos a escuchar su mensaje.