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Algunos autores han documentado que la aparición de esa esfera contribuyó de manera decisiva al desarrollo de la democracia moderna y en el caso de América Latina a la constitución de las repúblicas. La democracia moderna habría sido deliberativa: las diversas posiciones se confrontaban racionalmente en un largo debate acerca de la vida en común.
Al describir el fenómeno o ese tipo de espacio público (como un ámbito donde se intercambian razones y se generaliza el sentido de la propia vida) es inevitable hablar en pasado porque hoy, al revés de esa imagen, parecen proliferar ámbitos de comunicación más bien diferenciados, donde en vez de deliberarse acerca de un mundo en común proliferan y se acentúan las diferencias y las identidades.
La imagen de una sociedad que delibera acerca de sí misma sigue siendo, por supuesto, importante y alimenta un ideal democrático que hay que esforzarse por realizar. Pero hoy diversas transformaciones en la infraestructura de la comunicación humana, sumada a otros fenómenos de índole más directamente cultural (algunos de los cuales se examinarán más adelante), han hecho difícil la realización completa de esa imagen.
Veamos.
Ante todo, ocurre que la sociedad —en especial la sociedad moderna— se diferencia en múltiples actividades, cada una de las cuales, por decirlo así, genera una forma peculiar o propia de comunicación, un código comunicativo específico. Es lo que los sociólogos identifican como la diferenciación de la sociedad moderna. La actividad económica, por ejemplo, mira la realidad a través de conceptos como el dinero; la actividad jurídica mediante conceptos como correcto o incorrecto; la actividad política a través del poder, etcétera. La sociedad moderna entonces se multiplica en varias formas de comunicación lo cual quiere decir que existen varios mundos según la forma de comunicación que los constituye. Y cada forma de comunicación mira a las otras a partir de su propio código comunicativo. La entrega del objeto que llamamos dinero puede ser un pago visto desde el punto de vista económico, un soborno desde el punto de vista jurídico, o un juego desde el punto de vista educativo, etcétera. Cada subsistema en el que se desenvuelve la vida al generar su propia forma de comunicación reduce el mundo en la medida que lo somete y lo filtra, por decirlo así, a través de su propio código de comunicación.
De esta manera, al incrementarse en la modernidad la diferenciación de funciones, se incrementa también, el número de ámbitos en que desenvolvemos nuestra existencia. Como en las condiciones modernas cada uno desempeña muchos roles o tareas —es padre o hijo, trabajador, tiene tal o cual profesión, participa del sistema económico, del político, del jurídico, etcétera— de ahí resulta que nadie participa de un solo mundo, sino que entra y sale de varios y, cuando abandona la comunicación, o lo que es lo mismo, cuando sale de alguno de los mundos en que estaba, es para volver a encontrarse a solas consigo mismo.
Fíjese usted en lo que hemos venido a parar.
Comenzamos preguntándonos si acaso teníamos un mundo en común. La pregunta surgía porque la mayor parte de lo que sentimos es intransmisible y siendo así, entonces, surge como un problema explicar la presencia de un mundo en común. La respuesta fue que la comunicación era la que lo hacía posible, pero ello ocurría no porque la comunicación fuera un medio o instrumento de lo que sentimos o pensamos, sino porque la comunicación constituye lo que sentimos o pensamos. Decir comunicación y decir mundo vendría a ser más o menos sinónimos. Así la esfera pública sería ese mundo en común erigido en torno a la comunicación. Desgraciadamente en la sociedad moderna, agregábamos, las funciones se diferencian y los códigos comunicativos también hasta llegar al extremo que parece desaparecer un mundo único y proliferar los mundos —los subsistemas de comunicación— en que desenvolvemos muestra vida.
¿Significa eso que carecemos de un mundo en común, de un lugar donde nos encontramos constituyendo eso que se llama opinión pública?
Por supuesto que no; lo que ocurre es que la esfera pública y la opinión que se forma a su amparo se han transformado.
Se encuentra ante todo lo que un autor llamó la «refeudalización de la esfera pública». En la época feudal el poder y los símbolos comunes se representaban, se ponían en escena ante los ojos del público. Así el aura del poder se hacía patente al ejecutarse el rito ante la presencia directa de aquellos a quienes afectaba. El boato de las ceremonias públicas presenciadas por el pueblo era la mejor muestra del fenómeno. No era el discurso racional sino la representación del aura del poder lo que constituía la esfera pública. Hoy día la esfera pública habría vuelto a esa práctica como consecuencia de la aparición de la televisión. La televisión suprime la distancia y permite entonces que el público asista de manera más o menos directa a la representación del poder. A diferencia de la prensa que estimula el raciocinio, la televisión permite a quienes ejercen el poder establecer una especie de intimidad a distancia con las audiencias más que entrar en diálogo con ellas. La televisión tiene, por supuesto, otras ventajas como la de exhibir formas de vida que de otra manera permanecerían invisibles y permitir que el público vigile a la autoridad sin que ella por su parte lo vea, pero el rasgo mencionado parece ser su característica fundamental. Hay aquí algo del tinte de espectáculo con que a veces se nos aparece la vida pública y política.
De otra parte, la proliferación de medios y de redes ha fragmentado y polarizado la opinión. Como hay demasiados medios, las audiencias, el público, en vez de asistir a los distintos argumentos que circulan y detenerse a evaluarlos, padece eso que se llama sesgo de confirmación: busca y lee aquellos que reafirman lo que ya creía, sus prejuicios o puntos de vista preexistentes. Se tiende así a acceder a los medios no para formarse una opinión, sino en busca de confirmar la que ya se tenía. El fenómeno tiende a inducir un cambio en quienes escriben o hablan en los medios. Tradicionalmente quienes escribían en los medios —algunos de los más famosos fueron Walter Lippman en el mundo estadounidense o Raymond Aron, en Francia— hacían esfuerzos por, junto con dar su opinión, evaluar racional y equilibradamente los diversos aspectos en juego, contribuyendo así a que se ejercitara la deliberación pública. Hablaban a dos audiencias simultáneamente, al gran público lector al que ilustraban y a las élites que tomaban las decisiones. Hoy día, sin embargo, la opinión se ha fragmentado y muchos de quienes participan en los medios se preocupan más bien de hablar, escribir, o defender lo que suponen su público espera que digan, escriban o defiendan. Cuentan para ello con un medidor de audiencias en tiempo real —Twitter u otras redes— que de manera soterrada e inconsciente influye en lo que se escribe. Si antes el partícipe de la opinión pública procuraba ilustrar al público proporcionándole razones, hoy día es el público el que ilustra al periodista o al columnista acerca de lo que debe decir si quiere recibir el aplauso virtual y fugaz. El resultado de todo esto es una moralización tosca y una simplificación partisana de la esfera pública. El fenómeno por supuesto tiene también un valor —conocer la opinión y transmitir los estados de ánimo e intelectuales de las audiencias— pero a condición de someterlo a escrutinio y no simplemente amplificarlo como demasiadas veces ocurre.
La deliberación pública (que se espera los medios ejerciten) cuenta todavía hoy con otro obstáculo formidable que se extiende poco a poco. Si en las dictaduras el gran obstáculo de la deliberación vigorosa y abierta era la censura, hoy día lo es la política de la identidad y los intentos a que ella conduce de disciplinar el discurso. Hoy las personas se definen a sí mismas deliberadamente por su pertenencia a un colectivo con rasgos y memorias propios. Y pretenden entonces que los valores y la narrativa de esos grupos sea protegida del discurso ajeno. Este es el origen de la corrección política como un criterio invisible y atmosférico que cerca y regula lo que se puede decir y lo que no. Mientras en una sociedad abierta se reclama la idea de una ciudadanía igual para todos y esgrimiéndola se lucha contra toda forma de discriminación, hoy día la política de la identidad señala las diferencias, el género, el sexo, la etnia, como formas de opresión y a la vez como límites a lo que se puede decir respecto de ellas. El diálogo abierto que es propio del ideal deliberativo de la democracia queda así lesionado.
Y, en fin, como señala un autor, la esfera u opinión pública se ha restringido poco a poco al sistema político, hasta formar parte de él. Y ya no parece ser un puente entre la sociedad (o la experiencia vital de las personas), por una parte, y el estado y las instituciones, por la otra. El espacio público pasa a ser una parte interna al propio sistema político y gracias a él, el quehacer político se observa desde otras perspectivas. Niklas Luhmann utiliza la figura de un espejo para explicar en qué consiste y cómo opera la esfera pública contemporánea. La esfera pública permitiría observar cómo observan los observadores:
En cualquier acontecimiento uno no se ve a sí mismo en el espejo, sino que ve el gesto o la pose que compone para el espejo. Pero también por encima de su hombro ve a otras personas, grupos, partidos, que actúan frente al espejo. El espejo hace posible una observación de los observadores.
No es esa una mala descripción de los medios y la esfera pública contemporánea: un espejo mediante el cual el sistema político observa su entorno y donde todos se ven y al mismo tiempo son vistos en las diversas poses que asumen ante el espejo. Solo habría que completarla diciendo que mientras se sitúan frente al vidrio que los refleja, todos conversan entre sí, comentan la pose de los demás y escuchan lo que los demás dicen, mientras cada uno corrige también la propia.
Y quizá el periodista, el columnista que interviene en los medios debiera dejar de mirarse en ese espejo y en vez de eso fijar su atención en los demás que se reflejan en él, describir sus poses, criticar sus imposturas y relatar el conjunto de la escena. Por eso quizá en vez de la figura del espejo para describir la esfera pública contemporánea, puede ser más útil recordar a Las meninas, el formidable cuadro de Velásquez, donde la totalidad de lo que ocurre, incluido Velásquez, aparecen en la tela, solo que él no posa sino que pinta.
EL MUNDO DEL DIARIO
¿Se perdería algo si los diarios desaparecieran? A veces se piensa que ellos podrían ser perfectamente reemplazados por las redes, por la divulgación de noticias cuyo menú es elegido por quien las lee. Pero quizá haya algo insustituible en la experiencia de leer un diario, algo que es propio de la sociedad moderna. Es lo que explican las líneas que siguen.
Uno de los fenómenos más interesantes de la cultura lo constituye la aparición de los diarios. Si bien suele creerse que el diario no es más que un instrumento de transmisión de noticias, un mensajero más o menos fiel que describe lo que ocurre, un puñado de páginas de papel y de tinta, electrónica o acuosa, que deja tras suyo a personas enteradas e informadas, y a veces irritadas, un sustituto del boca a boca u otras veces del rumor, una vitrina que arroja fuera del anonimato, o un lucrativo soporte de la publicidad, la verdad es que el diario es harto más que eso.
El periódico abrió un mundo que antes de él no existía. Fue lo que observó Karl Krauss en 1914, en un ensayo que tituló En esta gran época: «¿Se imaginan los hombres de qué clase de vida es expresión el periódico? ¡De una que es hace ya mucho una expresión del periódico!».
El periódico, según Krauss, no reflejaría la vida, sino que la vida social sería el reflejo del periódico.
Karl Krauss fue el fundador y único escritor de un famoso periódico austríaco, La antorcha, parecido a lo que hoy es un blog. Entre sus lectores se contaron Walter Benjamin y Franz Kafka (algo diferentes, como se ve, a los blogueros de hoy) y en él, mediante poemas, sátiras y ensayos, criticó la sociedad moderna que se desplegaba ante sus ojos. Y lo que sugirió fue que la prensa no reflejaba a la sociedad, sino que la sociedad era la expresión del diario.
Un concepto acuñado por Michel Foucault ayuda a entender lo que Krauss quiso decir. Se trata del concepto de dispositivo. Un dispositivo es un tipo de relación que, como un remolino, se expande hasta configurar todo lo que lo rodea. Foucault pensó, por ejemplo, que el panóptico inventado por Jeremy Bentham (una forma de custodia en las prisiones consistente en que el guardia ve, pero no es visto) era un dispositivo puesto que había modelado parte de las prácticas de vigilancia de la sociedad contemporánea. Lo que Foucault dice de la prisión es lo que Krauss dice del diario: el tipo de relación que el diario establece con los lectores acabó modelando parte importante de la sociedad tal como hoy la conocemos. Más tarde en sus escritos «Contra los periodistas» insistió: «Si los acontecimientos acontecen sin clichés, dijo, un día dejarán de acontecer». Si carecieran de la envoltura del discurso de la prensa, sería como si los hechos no existieran.
Así el diario está atado a la sociedad moderna.
En la modernidad, la cultura, es decir, la circulación de ideas y de símbolos, se encuentra mediatizada: llega a cada individuo no directamente desde otro individuo, sino a través de algún medio de reproducción (habitualmente organizado como industria) cuyo heredero más conspicuo y cotidiano es el periódico. Lo decisivo del diario, y de ahí en adelante lo mismo ha de decirse de todos los medios de masas, es que entre el emisor y el receptor no hay interacción; pero a pesar de eso hay un mundo compartido. El diario ejemplifica algo que observó Immanuel Kant: el ser humano es socialmente insociable. Imaginamos la vida social como surgida de un contrato, y cada uno se siente llamado a informarse acerca de ella y así controlarla; pero los partícipes de esa convención nunca han hablado entre sí. Esta impersonalidad de la vida (la insociabilidad) pero a la vez la posibilidad de participar en ella mediante la información, la crítica o el chismorreo (la sociabilidad) se expresan en el periódico. El diario agrava la herida de la impersonalidad y, al mismo tiempo, la cura; expande, antes que ningún otro medio de masas, el mundo y a su vez lo contrae y lo pone al alcance del lector.
Así, y al igual como ocurre en el mercado que crea una red de intercambios abstracta, donde la individualidad no importa, también la prensa crea un ámbito de comunicación que se sostiene en sí mismo: una comunicación que no necesita un intercambio directo de mensajes. El mercado y la opinión pública pasan a ser ámbitos abstractos. Karl Krauss tenía toda la razón: la sociedad es moldeada por el medio.
Hoy parece natural abrir el periódico, recorrer sus páginas, detenerse en las «Cartas al director», y encontrar en ellas informaciones y opiniones que conectan al lector con un mundo compartido por otros cientos de miles y miles de lectores. A diferencia de lo que ocurre con una novela en que se consiente un engaño para lograr emocionarse con él y distinto a la poesía donde se aguarda una revelación de la que no se esperaba que las palabras fueran capaces, leer el diario consiste en confirmar la existencia y la realidad de un mundo que, amable o incómodo, usted siente como suyo y del que al leer lo que de él se dice en esta o esa página, usted se siente partícipe.
En otras palabras, si leer las ficciones de la literatura consiste en despertar la propia subjetividad, leer el diario es ser empujado fuera de ella y cerciorarse de una realidad compartida.
Esa experiencia es una de las más típicas de la modernidad, junto a la expansión del mercado y del estado nacional. Algunos datos muestran que surgieron de la mano. En París, cuenta Walter Benjamin en sus textos sobre Baudelaire, los suscriptores pasaron de 47.000 que había en 1824, a 200.000 en 1846 gracias, entre otras cosas, a la expansión del consumo y la aparición de la publicidad. Hacia 1863 Le Petit Journal ya vendía un cuarto de millón de ejemplares diarios. Y en Inglaterra circularon al año millones de ejemplares. La circulación de mercancías y de noticias en torno al mundo en derredor, se expandieron a la vez. Todo lo moderno, desde la idea de un sujeto que se sostiene en sí mismo mediante la razón, a la ciudad como un ámbito de cosas diversas tejidas por un hilo invisible (Londres es como un periódico, dijo Dickens), y las mercancías que prometen satisfacer el deseo, se reflejan simbólicamente en el diario.
Así una de las imágenes más típicas de la modernidad es la de alguien sentado en un café leyendo el diario desplegado a dos páginas.
Hoy día, por supuesto, esa imagen ha cambiado pero el significado que ella esconde todavía persiste. Desde las noticias manuscritas que se vendían a comienzos del siglo XV (en esos días en Inglaterra ya se regula a los periodistas calígrafos y en Roma una bula papal los condena) hasta llegar al diario en soporte electrónico, la experiencia es más o menos la misma. Las gacetas manuscritas del siglo XV o el XVI (algunas de las cuales traían imágenes como es el caso de las que Durero encargaba vender a su mujer), el impreso que se expande desde el siglo XVII hasta hoy, y las páginas iluminadas por la pantalla, todas proveen una experiencia similar: escuchar mediante la lectura el ruido de un mundo compartido, un mundo en común, que va más allá de la experiencia sensorial inmediata.
El diario sumerge al lector en la actualidad y lo integra a una comunidad de lectores invitándole a reflexionar sobre ella. Es quizá la única experiencia de lectura que, a diferencia de lo que ocurre con las obras de ficción o el ensayo, se ejecuta con la conciencia explícita de que otros están haciendo simultáneamente lo mismo. Cuando usted lee una novela o un ensayo, está a solas consigo mismo, con su imaginación y acompañado de las ideas que la lectura le despierta. Cuando lee el diario la experiencia es otra: hay la conciencia de que hay otros miles leyendo y usted dialoga asiente o se irrita con ellos en el acto de leer. Hojear el diario sin la conciencia de que otros en ese mismo instante pasan también las páginas, es algo que basta imaginarlo para sentirlo absurdo. Y es que si leer una novela es una experiencia de soledad, leer el diario es una experiencia compartida. Gracias a los diarios los individuos pudieron tener la impresión de que era posible participar en una comunidad que iba más allá de la familia o del pueblo en el que vivían y dirigirse en cambio a una audiencia compuesta por todos los individuos racionales. Gracias al diario el lector se experimenta a sí mismo como sujeto: un individuo al que las páginas del diario, las columnas, las noticias, la crónica, interpelan, como solicitándole que en el ejercicio mudo de la lectura formule, a su vez, su propia opinión. Gracias al diario se generalizó la certeza de que era posible escribir (como dijo Kant en un texto famoso que apareció por primera vez en las páginas de un diario) para el «gran público de lectores» o al menos se tuvo la certeza que era posible formar parte de él.
La experiencia de tener asuntos en común con otros a quienes no se conoce, pero se adivina mediante la lectura, expresa a la vez importantes características de las sociedades modernas: la reproductibilidad del discurso, que descansa en la idea que él posee fundamentos independientes del momento en que se le profiere (de otra forma ¿para qué se le reproduciría poniéndolo al alcance de lectores desconocidos?); la necesidad del individuo moderno de aliviar con la palabra los males que lo aquejan, la soledad, la impotencia frente al poder, la desorientación en medio de un mundo demasiado complejo (es como si el diario llevara adelante el consejo de Baruch Spinoza según el cual comprender la necesidad era una forma de liberarse de ella); y la fugacidad, la rápida obsolescencia de sus páginas (la avidez de lo nuevo, lo siempre distinto). En otras palabras, la experiencia del diario resume a la vez la confianza en que hay razones que podemos compartir; la necesidad de hacerlo para escapar de lo que a veces se vive como aislamiento; y la experiencia de que esa es una necesidad que en vez de satisfacerse se renueva. Quien lee el diario siente que comparte razones con otros o que al menos existe algo que le permite entenderlos y hacerse entender (así no más sea para comprobar las diferencias que los separan) y siente, a la vez, siquiera durante el tiempo breve de la lectura, que es parte de una comunidad que lo excede sin ahogar el individuo que es. Es como si el diario fuera una plazuela imaginaria —Ortega la llama «plazuela intelectual»— un lugar donde la gente que va de paso se detiene un momento para oír o formular una opinión o enterarse de algo que le concierne y luego continuar su camino.
La prensa entonces crea un mundo en común que sin ella no existiría.
Porque para tener un mundo en común no basta que haya cosas en derredor que cualquiera pueda ver o experimentar, es necesario que exista una circunstancia que se integre a la trayectoria vital de todos, de manera que cada uno se sienta llamado a reaccionar frente a ella. Esa circunstancia, en condiciones modernas, existe gracias a la prensa y a los medios.
Los medios, por supuesto, no reflejan la totalidad de lo que ocurre, sino que recortan en la totalidad del acontecer algunos hechos, dejando otros como una sombra o trasfondo. Este no es un defecto de la prensa, sino un rasgo de toda comunicación que advirtió tempranamente Platón.
La escritura, observó Platón, aparece como una técnica de fijación de lo que ocurre, como un artificio que impide el olvido. Sin embargo, la escritura, en vez de impedir el olvido, lo haría posible porque la escritura, en lugar de reproducir la realidad como un espejo fiel que simplemente la refleja, la rebajaría o la disminuiría. En otras palabras, el recuerdo, que sería la genuina forma de conocimiento según Platón, resultaría estropeado por la escritura. La realidad siempre tendría un excedente, un plus de significado, que la escritura dejaría fuera. La escritura entonces sería un dispositivo para olvidar y no, en cambio, para recordar. En palabras de Platón la escritura, pero lo mismo podríamos decir de la prensa, es una simple imagen de un recuerdo vivo que siempre la excede.
Niklas Luhmann —quizá el sociólogo más relevante de la segunda mitad del siglo XX— subrayó que la comunicación era siempre selectiva. Si al observar el mundo no recortáramos una parte de él dejando el resto como fondo, no veríamos nada. Mirar, ver, comunicar, exige paradójicamente una ceguera, trazar un límite entre lo que puede ser comunicado y lo que no, entre lo que sale a escena y lo que dibuja apenas el telón de fondo.
Los medios de masas, entre ellos la prensa, se ocupan de la actualidad; aunque esta última es, al mismo tiempo, lo que los medios definen como tal. Mediante los diarios se hace contacto con la realidad a través de la celosía de las palabras. Los seres humanos pueden hablar entre sí de muchas cosas a condición de callar otras tantas. Los medios operan con múltiples selectores que abrevian la realidad y desde este punto de vista generan el acontecimiento que más tarde relatan o comentan. Y esos selectores son ampliamente compartidos incluso por medios cultural e ideológicamente distantes. Este no es un defecto de la prensa —observó Luhmann— sino la única posibilidad de cualquier comunicación. Si se examina el problema de cerca se advertirá fácilmente que los medios pueden discrepar acerca de los hechos que informan porque comparten los mismos selectores. Si así no fuera, habría entre ellos un diálogo de sordos y cada uno hablaría de algo distinto. Este rasgo transforma a los medios, entre ellos a los diarios, en un sistema autorreferido como subraya el mismo Luhmann; pero también les confiere la capacidad de crear un mundo que sin ellos no existiría.
Por eso una vez que el diario apareció, de pronto toda una forma de sociabilidad se comenzó a tejer en torno a él. El mundo de significados compartidos abrió, por decirlo así, un espacio.
Surgieron los cafés, los lugares de encuentro en los que los individuos se reunían para comentar algo que hasta entonces estaba más bien restringido al estrecho círculo de la familia o la amistad. De pronto y gracias al diario, el mundo se había ensanchado y los límites que dibujaban la familia o la amistad (ambas en las sociedades tradicionales eran las fronteras de cualquier experiencia vital) retroceden poco a poco y las personas comienzan a sentir que participan de un ámbito mayor donde su opinión cuenta y donde la ajena interesa. Cuando esto ocurre —la literatura sitúa el acontecimiento por el siglo XVII— aparece algo que acompaña a la sociedad moderna hasta hoy a veces como una presencia y otras como una falta: la esfera pública.






