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Hablar de esfera pública no equivale, como a veces se cree, a hablar exactamente de estado. Por el contrario, la esfera pública es un ámbito de la sociabilidad y la comunicación humana que está entre el estado y el mercado. Entre el súbdito y el consumidor, entre aquel que está sometido a la ley o interactúa en el mercado, se interpone un sujeto que es capaz de formular razones y de entender las ajenas y que abre el diario y procura entender lo que él contiene y una vez que ello ocurre, reacciona frente a su contenido hasta conformar eso que la literatura denomina opinión pública.
Hoy abundan los estudios de opinión pública, los diarios afirman que ellos contribuyen a formar opinión y los políticos suelen apelar, en apoyo de lo que creen o dicen creer, también a ella. Pero ¿qué es esto de la opinión pública y qué importancia, si es que alguna, posee?
En la literatura, y bajo diversas modalidades, parece haber un gran acuerdo que lo que se llama opinión pública es un poder intangible, una fuerza casi atmosférica que orienta y otras veces limita el quehacer de las personas, especialmente de aquellas que desempeñan funciones estatales o políticas. Como recuerda Max Weber, antes que la prensa se expandiera como fenómeno de masas, los periodistas debían arrodillarse en el Parlamento si cometían alguna indiscreción y traicionaban el privilegio de asistir a los debates; pero a poco andar son los miembros del Parlamento quienes se arrodillan delante de la prensa porque saben que, sin ella, o con ella en contra, la opinión pública no les dará su favor.
Ortega y Gasset —al igual que Krauss creó un periódico propio, lo llamó El espectador— se refiere a la opinión pública como un conjunto de convicciones que subyacen en el subsuelo de lo social, usos y prejuicios que orientan el quehacer de las colectividades y moldean el poder. Opinión pública para Ortega es equivalente al espíritu de una época. Cada tiempo va sedimentando poco a poco un puñado de creencias, razones fosilizadas, en las que la vida humana se instala y se despliega y a la que, sin casi darse cuenta, los individuos recurren a la hora de juzgar la vida propia y la ajena. Ortega pensó que la cultura se alimentaba de ideas y de creencias; pero mientras las primeras se tenían reflexivamente y se podía dar cuenta de ellas, en las segundas simplemente se estaba, a veces inconscientemente. Así concebida, dijo Ortega, la opinión pública es la clave de la vida política, puesto que obtiene la anuencia quien conecta con ella. Sin acompasarse a la opinión pública logrando así la obediencia tranquila, ningún poder es estable porque, agregó, gobernar es mandar y solo manda quien puede instalarse en la versión antigua o moderna de la silla curul, ese lugar que simbolizaba en Roma el poder imperial. La fuerza física o la coacción no bastan. Por eso Tayllerand habría dicho a Napoleón: «Con las ballonetas, sire, se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas».
¿Qué hay en la opinión pública que los diarios contribuyen a formar, para que los representantes del pueblo se arrodillen frente a ella?
Para los escritores del siglo XVII —el siglo en que la prensa está expandiéndose— la opinión pública era producto del hecho que los hombres entregaban al estado, al poder político, el poder de gobernar e imponer reglas mediante la fuerza; pero retenían para sí, observó Locke, la facultad de juzgar lo que está bien o está mal. El estado monopolizaba la fuerza, pero los individuos la opinión. Los hombres, dependiendo de la época, compartirían puntos de vista comunes acerca de lo que es mejor o peor y en base a ellos juzgarían las actuaciones del prójimo y en especial del poder. Y la fuerza de la opinión pública, pensaron estos autores, derivaba del hecho que todos los seres humanos aman «la fama y el deseo de reconocimiento» y por eso procuran adaptarse a ella. La opinión pública sería, pues, una forma de poder no coactivo, carente de fuerza, que apela al anhelo de las personas por ser reconocidas, porque se les asigne por los demás el valor que ellos se asignan a sí mismos cuando se miran, por decirlo así, al espejo. Locke prefería hablar de ley de la moda, para subrayar el hecho que allí donde existía opinión pública se trataba de ajustarse a lo que la mayoría juzgaba adecuado. Henry Louis Mencken, el periodista más influyente de Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX, dijo lo mismo de un modo inmejorable: «El test final de la verdad es el ridículo».
Un punto de vista distinto, pero igualmente influyente, es posible encontrar a fines del siglo XVIII en la obra de Kant. En el famoso escrito para La Paz perpetua Kant formula el principio según el cual toda máxima en materia política que no es susceptible de publicidad es injusta. La publicidad es aquí erigida en un test de justicia. Una forma de verificar cuán justa o no es una determinada medida o propuesta, consistiría en preguntarse si ella sería aceptada por todos bajo condiciones no coactivas y apelando a su mera racionalidad. Kant no menciona el concepto de opinión pública como tal, pero su punto de vista ayudó a configurar la idea de opinión pública como un test de racionalidad de las propuestas políticas. El político debe así preguntarse si esto o aquello que está planeando hacer o decidir fuera conocido por todos, fuera hecho público ¿sería aceptable? Hacer pública una cierta medida no significa, sin embargo, darla a conocer y esperar el veredicto de la gente (en cuyo caso el criterio se confundiría con el anterior) sino que significa someterla al escrutinio de la razón. Este autor pensaba que el individuo humano a veces usaba la razón pensando en lo que era conveniente para él atendidos sus intereses actuales (a esto lo llama uso privado de la razón) y en otras ocasiones empleaba la razón de manera estrictamente imparcial, sin interponer sus intereses (a esto lo llamó uso público de la razón). La opinión pública según este segundo punto de vista equivaldría al uso público de la razón. Los diarios entonces al formar opinión pública lo harían estimulando el ejercicio de esa forma de racionalidad.
Jürgen Habermas, muy influido por ese punto de vista, dedicó una investigación a la historia de la opinión pública.
Habermas sostiene que el capitalismo del siglo XVI no solo contribuyó a cambiar la forma de organizar y distribuir el poder político (nada menos que el surgimiento de lo que hasta hoy día llamamos Estado) sino que además habría dado origen al surgimiento de un especial ámbito de sociabilidad que, hasta ese momento, no había logrado expandirse: la esfera pública. Hasta entonces solo existía, por decirlo así, el ámbito de la autoridad (el conjunto de organismos y procedimientos mediante los que se administra el uso de la fuerza) y el ámbito de las relaciones privadas (que incluía las relaciones íntimas y las relaciones mercantiles). Entre ambas esferas, y a parejas con la aparición del diario, surgió un ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos se reunían para discutir la mejor forma de organizar la vida en común. El precipitado de esa práctica social, donde las personas someten a escrutinio la forma en que se organiza la vida en común, la llamó opinión pública. La opinión pública, para este autor no estaba allí esperando que el diario apareciera: fue el diario el que al abrir o revelar un mundo en común mediante las noticias, los rumores o el escándalo que sus páginas relatan, el que constituyó a la opinión pública.
Es probable que lo que hoy se llama «opinión pública» sea un fenómeno en el que, según los momentos de que se trate, predomina una u otra de esas dimensiones.
Por ejemplo, no cabe duda, que hay momentos (hoy son la mayoría) en los que predomina la opinión pública concebida como ley de la moda, esos momentos en que los partícipes de la vida social simplemente buscan el reconocimiento. Y hay otros en los que la vida en común (como es de esperar ocurra en un momento constitucional) se vuelve más reflexiva, como si quisiera estar a la altura del ideal kantiano. Pero fuere como fuere, la verdad es que siempre subyace a la esfera pública eso que observaba Ortega, ese sedimento de creencias que orientan inconscientemente la vida de las personas y que, cuando el político logra adivinarlas y acompasarse a ellas, se gana rápidamente su confianza.
¿Tiene algún valor específico la opinión pública?
Por supuesto que sí, sin ella la democracia no sería posible; aunque hay quienes advierten acerca de sus problemas y rozan el desdén.
Para Martin Heidegger la comunicación, incluida la de los diarios o la de la televisión, está amenazada por la «habladuría» cuyo portador sería lo que él llama «el Uno». Heidegger no emplea el concepto de opinión pública; en vez emplea el término «das Man», el uno. Con ese término alude a ese sujeto que es todos y es nadie y al que llamamos opinión pública. Y así decimos «uno piensa que….» aludiendo no al punto de vista de alguien en particular, sino al que atribuimos a aquello que es predominante en la sociedad. Ortega usa un concepto similar, «la gente». Cuando en español decimos «la gente cree esto o aquello», o «así es la gente», no hablamos de nadie en particular, estamos aludiendo al das Man heideggeriano, esa medianía que nos exonera del peso de pensar o decidir siempre por nosotros mismos.
Pues bien, este autor no emplea el concepto de «habladuría» para referirse al cotilleo, al voyerismo o la nota de farándula, sino para designar una característica del discurso humano: el hecho que cuando hablamos nos entendemos gracias a que compartimos muchas cosas que no expresamos. Como para comunicarse los seres humanos deben compartir conceptos (para entendernos debe haber entre nosotros una especie de pacto verbal, un entendimiento tácito que es previo a la palabra) el discurso siempre arriesga el peligro de confirmar los sobreentendidos más que abrirse a cosas nuevas. «Más que comprender —dice Heidegger— se presta oídos solo a lo hablado en cuanto tal». En otras palabras, el discurso en los medios estaría siempre amenazado por la habladuría: la tendencia a buscar en lo que se oye o se lee la confirmación de esos prejuicios o creencias que subyacen a la comunidad lingüística. Un ejemplo que Heidegger no llegó a conocer, pero que sin duda habría citado en apoyo de su tesis, son el de Twitter y las redes sociales. Un vistazo a esas redes muestra la habladuría heideggeriana. En ellas solo se presta oídos a lo hablado en cuanto tal, buscando confirmar lo que ya se creía de antemano.
Heidegger no es propiamente un escéptico acerca de la opinión pública; pero evita ver en ella un puro ejercicio de racionalidad transparente, un juicio meditado.
Lo irónico, sin embargo, es que para su última intervención pública eligió a un periódico semanal, Der Spiegel. Y allí dijo que solo un Dios podría salvarnos. Es curioso, y habla de la fuerza que posee la prensa escrita, que una de las mentes que miró con mayor distancia a la opinión pública y al diario, acabara recurriendo a la misma prensa para anunciar un hecho tan fundamental.
Tal vez lo que Heidegger quiso decir fue que si un Dios no venía en nuestro auxilio, siempre estaba la prensa y el periódico para seguir buscando alguna puerta de escape.
LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN
¿Por qué importa la libertad de expresión? ¿Por qué, si parecemos dispuestos a aceptar limitaciones en variadas esferas de la vida, nos resistimos sin embargo, a establecer límites para lo que decimos, escribimos o hablamos? Responder esta pregunta ayuda a entender por qué es incorrecto castigar lo que hoy se llama negacionismo o disciplinar el lenguaje atendiendo a lo que es políticamente correcto.
Quizá la más famosa defensa de la libertad de expresión se contenga en una frase que habría escrito Voltaire: «Desapruebo tus ideas, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarlas». En ella se manifiesta de manera elocuente que el valor de proferir o pronunciar un discurso es independiente de la verdad de su contenido; que una cosa es estar de acuerdo o no con lo que alguien dice, otra es defender la posibilidad que lo diga.
Sí, no cabe duda, es una muy buena frase.
El problema es que Voltaire no la dijo.
La frase fue puesta en boca de Voltaire por Evelyn Beatrice Hall, el seudónimo de S.G. Tallentyre en The Friends of Voltaire (Los amigos de Voltaire) un libro publicado el año 1906. Allí se describe la reacción que habría tenido Voltaire luego que De L´esprit escrita por Helvetius fuera condenada, censurada por la universidad y quemada. Evelyn Beatrice Hall relata:
Lo que el libro nunca pudo haber hecho por sí mismo o por su autor, la persecución lo hizo por ambos. De L´esprit no se convirtió en el éxito de una temporada, sino en uno de los libros más famosos del siglo. Los hombres que lo habían odiado y que no habían amado particularmente a Helvetius, ahora lo rodeaban. Voltaire le perdonó todas las heridas, intencionadas o no. «¡Qué alboroto por una tortilla!», había exclamado cuando se enteró del incendio. «¡Qué abominablemente injusto perseguir a un hombre por una insignificancia tan ligera como ésa! Desapruebo lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo», fue su actitud ahora…
Como se ve, la frase solo describe una supuesta actitud de Voltaire.
Tampoco Voltaire fue un defensor a ultranza de esa libertad. En realidad, era partidario de que las masas o el gran público se mantuvieran en una relativa ignorancia. En eso Voltaire acompañó muy de cerca a Federico II que no tenía empacho en practicar la censura hasta que el pueblo, sostuvo, estuviera completamente educado.
Voltaire y Federico II fueron ilustrados, pero eran ilustrados moderados, no radicales. Ellos creyeron que la capacidad de comprender un discurso distinguiendo en él lo que era correcto de lo que no, dependía de la educación. Prefirieron entonces esperar que el pueblo se educara antes de permitir que todo tipo de discurso llegara a sus oídos o cualquier texto a sus ojos.
Otra cosa es lo que ocurría con la ilustración radical.
El más conspicuo de sus representantes fue Baruch Spinoza en cuyo Tratado Teológico Político (1670) hizo una abierta defensa de la libertad de imprenta como entonces se la llamaba.
Para Spinoza «no es posible que un hombre abdique su inteligencia y la someta absolutamente a la de otro», de manera, agregó, que se comete una injusticia cuando se pretende prescribir a cada uno lo que debe aceptar como verdadero o rechazar como falso». El derecho de pensar era, en su opinión, un derecho natural, algo que nos pertenecía en virtud de nuestra índole, se trataba de un rasgo consustancial que no podríamos enajenar aunque quisiéramos. Por eso, observó, es «imposible que todos los hombres tengan las mismas opiniones acerca de las mismas cosas y hablen de ellas en perfecta conformidad». De ahí se seguía entonces, concluye, que «sería un gobierno violento aquel que rehúsa a los ciudadanos la libertad de expresar y enseñar sus opiniones».
Lo que Spinoza sostiene es que la capacidad de discernir qué es correcto y qué no, qué es bueno y qué no, se encuentra en cada uno de los seres humanos puesto que se trataría de una característica constitutiva o, si se prefiere, de un rasgo definitorio de aquello en que consiste un ser humano. Y esa característica estaría igualmente distribuida entre todos, de manera que todos poseerían la misma capacidad de pensar. Si alguien pretende controlar la expresión o negar que las demás personas puedan conocer alguna en particular, está pretendiendo que posee mayor capacidad de discernimiento que los demás y estaría entonces negando que la racionalidad sea nuestra característica constitutiva o desconociendo que ella está distribuida entre todos por igual.
La conclusión del argumento de Spinoza es que la libertad de expresión o de prensa tiene un valor en sí mismo, un valor intrínseco y no en cambio un valor extrínseco o derivado de los fines que mediante ella se alcanzarían.
Algo tiene un valor intrínseco cuando se le estima al margen de los resultados que con él se obtengan. La dignidad es un rasgo intrínseco de los seres humanos porque todos somos dignos aunque algunos sean torpes, otros malvados, aquellos estúpidos o estos inteligentes y al margen del tipo de vida que logremos alcanzar. En cambio, hay otras cosas cuyo valor es extrínseco, puramente instrumental. La inteligencia, pensó otro autor, es un ejemplo de valor instrumental puesto que puede ser usada para hacer cosas buenas o en cambio para cometer malas. Luego el valor de la inteligencia no radica en ella sino que es un valor transferido desde el resultado que a su través se logra.
Si usted cree que la libertad de expresión tiene un valor puramente extrínseco —es lo que ocurría, según Kant, con la inteligencia— entonces usted debiera aceptar que se la restrinja si de esa forma se obtiene un mejor resultado que el que se alcanzaría al permitir que se la ejerza. Si por ejemplo usted cree que lo que justifica el valor de la libre expresión es que con ella se alcanza la verdad, entonces usted debiera aceptar que es indiferente que ella no exista en aquellas actividades que no la buscan, como ocurre, por ejemplo, con algunas formas de concebir el arte. Y si se descubriera que la verdad no se alcanza mediante el diálogo y la discusión abierta, sino que ella la poseen algunos seres humanos que tienen línea directa con la realidad —como alguna vez se creyó— entonces la libertad de expresión tampoco importaría.
Spinoza creía en cambio que la libertad de expresión tenía un valor intrínseco, que valía en sí misma, al margen de lo que con ella se alcanzara. Ello ocurría porque para él, tal como se mencionó, en esa libertad se expresaba una característica inherente a la condición humana, un rasgo constitutivo que estaba distribuido igualmente entre todos los seres humanos, de manera que negarla equivalía a negar la igualdad o la particular índole de lo que somos. La libertad de expresión no tenía por objeto favorecer la búsqueda de la verdad o alcanzar una cierta utilidad específica —aunque esas cosas también se lograban con ella— sino ante todo respetar a los individuos en lo que eran.
Ese argumento a favor de la libertad de expresión que formuló Spinoza vuelve una y otra vez, en varias versiones, en casi toda la literatura posterior.
John Stuart Mill, por ejemplo, esgrimió variados argumentos a favor de la libertad de expresión, la mayor parte de los cuales eran meramente instrumentales. La libertad de expresión se justificaba por las consecuencias que producía: la falibilidad humana aconsejaría no hacer oídos sordos a las opiniones ajenas; la verdad siempre se alcanzaría a retazos; el valor de la racionalidad nos obligaría a sostener la verdad, pero también a evitar el prejuicio; nuestras creencias, se harían más vigorosas y fuertes en el encuentro con otras.
Esas son algunas de las razones que Mill esgrimió, pero la que todavía hoy sigue prevaleciendo es el argumento de la autonomía. A la luz de este argumento la libre expresión posee un valor intrínseco.
Los seres humanos, dijo Mill, podemos tolerar limitaciones a una serie casi ilimitada de actos siempre que cuenten con la debida justificación utilitarista o instrumental. En otras palabras, él pensaba que si el interés de la mayoría lo justificaba, era razonable imponer restricciones a los actos individuales de toda índole. Sin embargo, no extendió ese mismo argumento hacia la libertad de expresión. ¿Por qué los actos expresivos no admiten el mismo tratamiento que otros tipos de actos? No lo admiten, explica Mill en su escrito sobre utilitarismo, porque ello importaría negar nuestra calidad de persona autónoma. Mill piensa que los límites a la libertad de expresión son indebidos porque serían incompatibles con la autonomía: con la capacidad, que debemos reconocernos mutuamente, de juzgar cada uno por sí mismo la información que tiene a su alcance y en base a ella tomar sus propias decisiones.
Pero J. S. Mill no es el único que ha argumentado a favor de la libertad de expresión. Hay autores, como Kant, por ejemplo, que fueron víctimas de la censura, y que, quizá por eso mismo, se preocuparon con especial deleite de proveer razones para que ella no pudiera ser justificada. Y su argumento tampoco es muy distinto al de Spinoza.
La libertad de expresión sugiere Kant, o como él prefiere llamarla, la libertad de pluma o de crítica, es un homenaje a la igualdad entre los seres humanos. Si cada ser humano, si cada hombre o cada mujer, posee la misma capacidad de discernimiento, si ninguno, por decirlo así, tiene línea directa con la realidad o con la providencia, si nadie recibe los secretos de la naturaleza al oído, si todos, a fin de cuentas, poseemos la misma capacidad cognoscitiva, ¿por qué habríamos de aceptar que algunos pudieren hacer callar a otros, pretendiendo que lo que dicen es maligno, estúpido, corruptor o que no vale la pena? Si la capacidad de discernimiento fue distribuida por igual entre todos los seres humanos, si cada hombre o mujer, al margen de su etnia o de sus características físicas o de fortuna, posee la misma posibilidad que cualesquier otro de conocer y de modelar el mundo ¿por qué habríamos de tolerar que quienes ejercen el poder puedan diagnosticar qué puede ser dicho y qué no? Todas estas razones llevaron a Kant a pensar que la libertad para discernir y expresarse era parte consustancial de la república, de ese modo de vida que reconoce a todos los seres humanos una igual condición.
Pero no son solo la autonomía y la igualdad los principios con los cuales la libertad de expresión se encuentra íntimamente enlazada. Joseph Raz, por ejemplo, ha sostenido que la libertad de expresión es una parte consustancial de la diversidad humana. Uno de los rasgos más notorios de las sociedades contemporáneas lo constituye la proliferación de las formas de vida: los hombres y mujeres organizan su destino al amparo de diversas costumbres y de diversos dioses y cada vez más aspiran a salir de las sombras de lo privado para comparecer en la plenitud de lo que son en el espacio de lo público. Desde las minorías indígenas, a las diversas admoniciones religiosas, todas ellas aspiran, por igual, a manifestarse en la esfera de la vida en común. La libertad de expresión sugiere Raz, permite que las más variopintas formas de vida puedan expresarse, salir de la clandestinidad y del enclaustramiento para darse a conocer a los demás. Y cuando ello ocurre, concluye, la vida de todos es la que se enriquece.
Como se ve, sobran las razones a favor de la libertad de expresión. Sin ella, la autonomía simplemente no existe; la igualdad es maltratada; y la diversidad se oscurece y se sofoca.
Lo anterior no permite, sin embargo, trazar un vínculo firme y seguro entre la democracia como forma de convivencia y la libertad de expresión. Hoy día sabemos, por supuesto, que la democracia y la libertad de expresión van de la mano y que por eso, cuando caen, lo hacen juntas; pero lo que cabe preguntarse es cuál es precisamente la razón de esa conexión y las consecuencias prácticas que de él se siguen.
¿Cuál es el vínculo exacto que permite explicar que la democracia y la libertad de expresión vayan de la mano? El vínculo entre la libertad de expresión y la democracia es doble: es moral y a la vez institucional.
La libertad de expresión y la democracia comparten el mismo fundamento moral. La regla de la mayoría que caracteriza a la democracia no es el fundamento final de esta última. Si lo fuera, aceptaríamos que la mayoría pudiera decidir cualquier cosa y la consideraríamos correcta desde el punto de vista democrático. Pero hay algo erróneo en considerar democrática una decisión que, aunque adoptada por una amplia mayoría, considere que una etnia o una cultura específica no sean plenamente humanas, como ocurrió con el ascenso del nazismo. Llamar a esa decisión democrática o a Hitler un demócrata por haber obtenido la mayoría a favor de sus ideas tiene algo de torcido. Más bien, creemos que una decisión democrática posee ciertos límites morales, como la dignidad humana por ejemplo, lo que probaría que preferimos la regla de la mayoría porque es la que mejor se adecua a un cierto ideal o imagen moral. ¿Cuál sería esa? Se trataría de la imagen de los seres humanos como iguales, como individuos provistos todos de la misma capacidad de decidir. Los procesos electorales democráticos hacen realidad esa imagen conforme a la cual todos somos iguales en nuestra capacidad de decisión, en la posibilidad de decidir qué curso, entre los varios disponibles, habrá de seguir nuestra vida. Preferimos entonces la democracia porque ella permite que los individuos ejerciten su condición de iguales. Ahora bien, esta fundamentación de la democracia es la misma que, como vimos, esgrime Spinoza y los autores posteriores a favor de la libertad de prensa. Así la libertad de expresión y la democracia van unidas, y cuando se desploman lo hacen juntas, porque poseen el mismo fundamento moral. Decirse demócrata y a la vez creer que hay buenas razones para la censura o el control de la opinión es un oxímoron, una contradicción en sí misma.





