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JC: Un aspecto básico de la antología es la consciencia que abre el diálogo entre el cuerpo propio y su entorno. La consciencia de mi cuerpo es mi reivindicación y mi transgresión dentro del orden político que establece la marginación de la mujer. El cuento de Hilma Contreras, “La espera”, reivindica el encuentro de los cuerpos del mismo sexo.
SV: Las escritoras de esta antología se juegan el cuerpo y lo convierten en lenguaje. En esa consciencia de sí mismas, de su corporeidad y de lo que implica, está la consciencia de que son capaces de sentir placer. Pero también en muchos casos tienen que reconocer que están con parejas que solo las ven como objetos. Un subtexto presente es la prescripción social de que las mujeres se casan para siempre y tendrán que soportarlo todo, lo que sea que les haya tocado en el azar de la vida matrimonial. Vemos personajes femeninos con mundos interiores asombrosos, mientras viven a expensas del marido o amo, reducidas al cuidado servil del hogar o incluso asumiendo tareas de manutención sin ganar nada con ello, ni reconocimiento ni revalorización. Son vidas que ellas viven para alguien más.
JC: La consciencia del cuerpo supone también una consciencia no solo del placer sino también del deseo. Estas escritoras se zambullen en el derecho al placer y en un lenguaje del deseo con las parejas sentimentales y sexuales. En sus historias no hay un reconocimiento de la sexualidad de la mujer. Nuevamente estamos ante un cuerpo silenciado, un cuerpo despojado de su sexualidad, ante un proceso de cosificación de la mujer por parte del hombre. En “Guayacán de marzo”, de Bertalicia Peralta, la pareja de la protagonista es un hombre cuyo único lenguaje es la violencia. En el cuento de Susy Delgado, “La sangre florecida”, la sexualidad va quedando con el paso del tiempo cercenada. Los personajes femeninos pasan a ser simplemente un objeto de propiedad del hombre. Ahí se acaba cualquier tipo de diálogo. Esta denuncia surge, sin duda, de un compromiso de narrar en libertad.
SV: Al mismo tiempo, la magia y el arte literario de estas autoras van muchísimo más allá de una sensualidad frustrada. El cuento “Cuando las mujeres quieren a los hombres”, de Rosario Ferré, es un artefacto único. Qué cosa tan exuberante y rica, un deslumbramiento total con la capacidad verbal de la autora. Una historia magnífica que toca el tema del doble, la prostitución, las relaciones de poder más íntimas, y donde aparece esa figura compleja que es la amante como reverso de la esposa, una especie de oxímoron. Un hombre que gestiona su vida con dos mujeres, y las dos se llaman Isabel. Dos personajes a través de los cuales vemos la construcción del mundo masculino y el poder que viene de la capacidad económica y la tolerancia social. El hombre va de un lecho a otro, disponiendo de las vidas de esas mujeres incluso después de muerto.
Y por otro lado, en “Barlovento” de Marvel Moreno la protagonista está a punto de casarse y entrar a una vida perfectamente planificada; pero antes de eso tiene que cumplir con un destino que han seguido otras mujeres en su familia, una experiencia iniciática que está por ocurrir en la selva. Fíjate en el consejo que le da la abuela: tú puedes hacer todo, pero en secreto. Cómo van encontrando estas mujeres de universos tan distintos, por vericuetos disímbolos y asumiendo los costos, sus caminos para llegar a sentirse libres.
JC: En “Guayacán de marzo” su protagonista debe luchar sola, sin medios y en secreto por su propia vida y la de sus hijos. Un personaje que se enfrenta al derecho a decidir sobre su cuerpo abriendo un debate pendiente en pleno siglo XXI. Es un perfil de personaje recurrente por la ausencia del hombre, que voluntariamente abandona a la mujer y muchas veces a los hijos. Una consecuencia de esta situación es la mujer como responsable única del ámbito doméstico. Antes hablabas, Socorro, de personajes que gritan, y este personaje de Bertalicia Peralta nos impresionó mucho porque bramaba en la montaña.
SV: Es una expresión que asociamos con los animales. Hay un dolor tan profundo, tan sin márgenes, que la única expresión que halla la autora para transmitirlo es un bramido. Ahí escapa todo lo acumulado. Me gusta mucho encontrar esos momentos en que los personajes descubren la posibilidad de cambiar algo o a sí mismos. El lugar común dicta que nadie cambia. La literatura nos muestra lo contrario, y lo tremendo que puede ser eso. En estas historias los personajes centrales, que generalmente son mujeres, ahondan en las grietas para revelarnos con frecuencia una transformación inesperada. En el cuento de Magda Zavala, “De la que amó a un toro marino”, se da cuenta de un matrimonio de esos que pueden durar toda una vida o ni un minuto más. Es una de las pocas historias donde se habla del cuerpo del marido, una descripción breve del amado en donde ella está abarcando las esquinas que le importan de su vida cotidiana. Y descubre que existe la posibilidad de la separación. Recordemos que estamos ante escritoras viviendo intensamente su tiempo, cuando ya se puede y se debe hablar de divorcio. Llegamos a ese punto en la historia (con hache minúscula y mayúscula) donde las mujeres saben que el matrimonio no es el único destino posible.
Lo vemos también en el cuento de Susy Delgado, y allí me interesa mucho cómo se habla de la sexualidad en la vejez. La autora escribe en guaraní y en español, y en este cuento introduce palabras y expresiones en ese idioma que están debidamente traducidas por ella misma para los lectores. Gracias a Susy podemos mostrar una arteria fundamental de algunos territorios de la literatura latinoamericana, también invisible: la enorme riqueza de las lenguas originarias. Susy es una autora que decide —y es una decisión política— no dejar al margen su lengua materna, sino ponerla en juego y expresarla en su historia. “Jacinta Piedra”, de Mercedes Durand, también narra el cuerpo envejecido, oculto bajo “una piel de cebolla arrinconada”.
JC: En este desarrollo de los personajes femeninos hay puntos de inflexión ante la ausencia del otro o una presencia invisible. En “La sangre florecida”, por ejemplo, Susy Delgado muestra un matrimonio envejecido en el que ella toma una decisión definitiva que condiciona el cuento. No todos los personajes deben decidir sobre la convivencia con un hombre. La decisión cabe esperarla de la amenaza imprevisible que puede llegar a encarnar el personaje masculino. Al respecto hay dos cuentos que conversan. En “Las chicas de la yogurtería”, de Pilar Dughi, la protagonista, insertada en una ciudad desconocida se enfrenta al ataque de un hombre, y en el cuento de la venezolana Silda Cordoliani, “Sur”, una mujer viaja hasta una zona fronteriza, inestable y salvaje. Allí, de quien menos lo espera, un médico, recibe una propuesta inesperada. La antología dibuja esta cartografía poblada de hombres que empujan a los personajes femeninos a decidir.
SV: En ese sentido, uno de los personajes masculinos que me parece más interesante es el que perfila María Luisa Puga, gran escritora mexicana que nos muestra la crisis de una relación que está en términos más igualitarios en su cuento “Inmóvil sol secreto”. A diferencia de otras historias, allí no encontramos infidelidad masculina. La narradora, con una enorme sabiduría, va deshaciendo una madeja para comprender la historia que vive. El naufragio arroja a dos seres que tienen que reconstruirse, pero lo que tienen que salvar no es necesariamente el amor de pareja, sino el propio.
En otra tesitura, la escritora hondureña Mimí Díaz Lozano nos ofrece el que quizás es el gran cuento sobre la maternidad en este libro. Entramos de golpe a la escena de un parto donde la mujer es asistida por un médico y está presente el marido, una figura sumamente violenta. Siento que en él hay una oscuridad, un egoísmo, un hoyo negro que solo podía llevarse cosas. Lo que me conmueve mucho en esta historia es cómo la madre habla del niño y cómo le concede una dignidad. Le reconoce al recién nacido una soledad que lo hace único, humano.
JC: En ese cuento, “Ella y la noche”, más allá de la revelación final, durante el transcurso del parto se modela la verdadera naturaleza del padre. Es un presagio terrible. Se subraya con fuerza el grito del que hablábamos. Ese grito que se conecta con el bramido de “Guayacán de marzo”. Este cuento posee un mar de fondo que es la infancia y la maternidad. Pienso que la infancia no es un tema esencial aquí, pero sí es un condicionante para los personajes.
Por otro lado, si asistimos a una procesión de hombres ausentes, maltratadores, malos amantes, ¿qué espacio queda para estos personajes? ¿Qué tipo de relación pueden establecer? El personaje se ve abocado a la maternidad como último reducto. Se cierra así un gran tema que arranca con el cuerpo. Un cuerpo que es poderoso y palpita en toda la antología. La maternidad y esa infancia adquieren de este modo una funcionalidad narrativa de peso: un lugar desde donde pensarse, construirse y rebelarse.
SV: Y quizá la única historia donde hay niños o adolescentes como protagonistas es en el cuento de María Luisa de Luján Campos, “Cómplices de extraños juegos”, donde se rompe con al menos dos lugares comunes: la condescendencia hacia los niños, pensar que de ellos solo pueden esperarse actuaciones simples o anodinas, como si la infancia fuera ese territorio blanco donde no ocurre nada o lo que llega a ocurrir no es importante; y se rompe también con la condescendencia hacia los pobres, de manera que vemos a un grupo de niños capaces de tener pensamientos crueles o de asumir un papel de superioridad ante los desfavorecidos. Están llevando una caja de muerto a un barrio de pobres, además es para un niño, un “angelito”, lo llaman. En ese viaje, narrado por una niña, vamos descubriendo una estructura de muñecas rusas, pasando poco a poco de una realidad a otra, asfixiándonos para saber más de los personajes, de las relaciones de poder infranqueables que se tejen entre niños, y que por supuesto existen. Un cuento difícil de asir.
JC: Ese cuento tiene una capacidad extraordinaria de desubicar e incomodar al lector. Conmueve cuando hay eslabones tan complicados de unir como es la infancia y la muerte, jugando la una con la otra. Y además María Luisa de Luján lo realiza con la naturalidad anatómica de un forense. La muerte en esta antología es un rumor que cohesiona distintos cuentos, apareciendo de un modo central o simplemente tangencial. Ocurre algo similar con el tema de la infancia. Son esos elementos casi invisibles que confieren coherencia a la antología. Desde este punto de vista la antología es orgánica y un continuo diálogo entre los textos a través de canales más visibles unas veces, subterráneos otras. Asimismo, en la atmósfera que hemos otorgado a esta selección, “Cómplices de extraños juegos” apuesta un poco a despistar. Sucede también con los cuentos “Muerte por alacrán”, de Armonía Somers, o “Locura”, de María Luisa Elío, que asaltan el ritmo y enriquecen la propuesta de lectura. El broche de esta intención es “El occiso”, de María Virginia Estenssoro, un cuento poético y bello, un instante de quietud, la epifanía del cuerpo más allá de la muerte.
SV: El cuento de Estenssoro revela una muerte larvaria, donde ya no hay ni siquiera un cuerpo: queda solo la consciencia de la muerte, y porque existe esa consciencia sigue habiendo vida, si es que se le puede llamar así. Se publicó en 1937, lo menciono porque podría haber cierta resonancia con Pedro Páramo de Rulfo, que se publicó casi veinte años después. Imposible no recordar también La amortajada, de María Luisa Bombal, publicada en 1938. Historias inquietantes en las que no existe la vida y sin embargo hay un hecho vital, la enunciación de la muerte rodeando a esos seres.
JC: Hay un cuento que debemos mencionar, “Nadie llama de la selva”, de Mirta Yáñez, un texto crepuscular, intencionadamente moroso y con una carga simbólica poderosísima. Habla del final del camino y de esa soledad a la que parece que estamos destinados. Ese eco de la muerte y de aquellos que la pueblan resuena en “Jacinta Piedra”, de Mercedes Durand, donde los personajes pudieran estar vivos o solo ser un recuerdo de quien vive la plenitud de la muerte. En el proceso de lectura te confesé mi enamoramiento pleno con el texto de Mercedes Durand.
SV: Un cuento brevísimo, intenso, de una belleza que nos traspasa. Hay una economía del lenguaje y una austeridad que tiene que ver con la forma de hablar de una etapa terminal de la vida. Está en la vejez, pero más allá. Son muertos pero se les ha olvidado, como si la muerte fuera una distracción que se prolonga conversando.
JC: Por otro lado, hemos incluido cuentos muy cortos que tienen una capacidad elíptica maravillosa. “Desaparecida”, de Yvonne Recinos, una historia de dos páginas, es un ejemplo clave; pasa lo mismo con “Jacinta Piedra”, o “Locura”, de María Luisa Elío, con su fragmentación.
SV: Igual que a ti, me ha sorprendido María Luisa Elío, cómo es posible que no la haya leído antes. Esa reconstrucción que ella hace de la memoria, esa ambigüedad entre lo que ocurrió en la realidad patente y verificable, y lo que sucedió en un plano onírico, en una secreta vida interior, y todo eso mezclado constituye su universo narrativo.
JC: Ella hace perfectamente lo que no debe hacerse en un cuento y por eso crea una obra maestra. Es lo que hemos perseguido con esta antología: ese momento en que cierras sus páginas y sientes que has tenido entre tus manos algo que nunca habías leído. Si lo hemos logrado, la ventana estará abierta, la luz vindicta prenderá.
Después de tantos meses de pasión por esta antología siento que podría estar hablando horas y horas. Sin embargo, antes de terminar, quiero volver a decirte Socorro que trabajar durante todos estos meses, en momentos tan terribles para todos, ha sido un placer, un oasis y un bálsamo de lectura. Estoy feliz de participar como editor en la recuperación de escritoras latinoamericanas que debemos reivindicar y vengar. Esta convicción debe sustituir la pasada, y abrir puertas y ventanas para que entre la luz y no volvamos a ver tumbas sin nombre.
SV: Me ha encantado editar a cuatro manos, Juan. Nos tocó el tiempo más extraño para hacer un libro, pero al mismo tiempo pienso que tuvimos una suerte enorme y mucha solidaridad y apoyo de amigas escritoras e investigadoras. Eso hace este libro entrañable para mí. La posibilidad de amplificar aquí las voces de estas autoras, vale todo. Por otro lado, es duro pero necesario decir que la invisibilización de las mujeres es un hecho histórico, pero no del pasado. Vindictas nos reafirma en la convicción de que no podemos abandonar la lucha permanente para exigir sociedades igualitarias y tener el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras historias; la lucha para que nos lean sin prejuicios, que no haya debate ni discusión sobre “lo que necesitan las mujeres” sin nosotras, que no se organicen programas académicos sin nosotras, ni coloquios ni enseñanza de la literatura sin escritoras, y que el mundo entero sea una habitación propia.
*Este prólogo procede de una conversación vía Zoom que tuvo lugar el 21 de agosto de 2020, desde Madrid y Ciudad de México.


INMÓVIL SOL SECRETO
MARÍA LUISA PUGA
También él tiene miedo, pensó Díaz Grey al cruzar la calle, unidos por el miedo, sería tan melodramático como unidos por la culpa o por el remordimiento pero mucho más verdadero.
J. C. ONETTI, Juntacadáveres
Llegamos a la isla por la mañana. Siempre la llamamos isla, pero en realidad era una aldea porque la isla era enorme y nosotros estábamos en una de sus puntas. Había cuarenta casas, no nos habían dicho. Cuarenta, de las cuales una era una escuela abandonada. Había, nos dijeron, solo dos niños. Y un adolescente. Los demás eran todos viejos, cansados, parecían sabios en su quietud amodorrada. Mujeres invisibles, gordas cuando rara vez salían, de aire latinoamericano, faldas floreadas, blusas a cuadros, risa fácil, murmullos, codazos. No vimos un solo vestido negro o miradas torvas, hostiles, herméticas. Pero no hablaban con nadie.
Cefalonia no fue nunca invadida por los turcos.
A raíz de un terremoto más o menos reciente, casi toda la gente se había ido, y aunque nuestra aldea estaba completamente reconstruida, persistía un aire de catástrofe, de terror callado. Pero lucía valiente sus flamantes casitas horrorosas, sus caminos pulcramente pavimentados invadiendo el cerro hosco y seco que enclaustraba un poco a la aldea. La electricidad llegaría en unos cuantos meses. Todo era nuevo y barato y contrastaba con las escasas embarcaciones de color azul cielo o de un blanco espeso, lleno de grumos.
Enfrente estaba Ítaca. Ítaca, decía Enrique, mirándola con ojos entrecerrados por el sol. Ítaca, repetía tanteando la salida de nuestra depresión.
Y en el aire flotaba una música lastimera y los cencerros de los corderos que parecían no llegar jamás a ninguna parte. Por todos lados se aparecía el mar violeta, hinchado.
No era triste, pero nos sentimos abandonados, olvidados para siempre y agobiados por nuestra decisión de quedarnos ahí, asidos de la mano, sintiendo desinflarse nuestra esperanza entre las miradas curiosas de la gente y el taxista que creía más conveniente gritar sin soltar la portezuela de su auto a acercarse a la mujer que se esforzaba por oírle desde la puerta del café.
Ya otros extranjeros habían venido antes que nosotros, nos había contado el taxista en el camino. Pero no era un pueblo de turismo. No había restoranes ni hoteles como en Argostolión o en Sami. Ni los yates se acercaban a Fiskardo. Para qué, si no había nada. Con todo, este grupo de extranjeros volvía cada año en el verano y siempre ocupaban el faro abandonado que quedaba un poco apartado de la aldea. Eran jóvenes. Americanos, creía el taxista en su italiano atroz, pero nosotros tampoco hablábamos, de manera que ahí nos entendíamos con gestos y miradas, fingiendo comprender antes de tiempo.
Extranjeros, en fin, ellos los mismos siempre. Ellas distintas cada vez, pero los extranjeros, se alzaba de hombros el taxista. En el pueblo los aceptaban bien. Habían ayudado a apagar un incendio. A veces trabajaban en la colecta de aceitunas. A cambio de comida porque eran pobres. Se vestían con harapos, vivían en el faro abandonado. Pero eran extranjeros, y el taxista nos miraba por el espejo y no nos preguntaba a qué veníamos.
Toda esta historia nos había inquietado un poco. Más gringos. Más hippies.
Nos trataba como a fuereños y no extranjeros y pensé que a lo mejor era porque desde el principio Enrique había especificado rudamente que éramos americanos.
Alquilamos un cuarto. No era la casita maravillosa, aislada y toda blanca cuyas puertas se abrían al mar. No era la arena traslúcida y llena de silencios y caparazones nacarados que uno imagina cuando piensa en una isla desierta en Grecia. Era una casa bastante horrenda y llena de colorines, más apropiada para el suburbio frío de una ciudad sobrepoblada que para ese sol ardiente que nos caía encima sin darnos tiempo a nada. Como un panal. Cuartos llenos de puertas, de pasillitos, de carpetitas tejidas y fotos de familia. Objetos de plástico, recuerdos de bodas y calendarios de rubias voluptuosas, grotescamente exóticas con textos en griego al pie.
Nuestro cuarto era pequeño, cargado de mesas y roperos y una cama enorme. Dos ventanas. Alquilamos también el uso de la cocina junto a la cual había un baño, hecho de mosaicos baratos y sin agua. Afuera, en la entrada, había una especie de plataforma de cemento en torno a un pozo. Ahí se bañaba todo el mundo cuando se bañaba. El agua era cristalina, pura. Helada. Alrededor de la casa, una pequeña huerta y más allá un gran terreno baldío, basura, maleza y moscas, ladrillos rotos y olivos polvosos separaban la casa del pueblo. Atado a uno de estos olivos había un perro que giraba incansablemente hasta enrollarse por completo y luego en sentido contrario. Cuando se aburría de este ejercicio, se trepaba al árbol con un certero salto y ahí parecía meditar largamente, ladrando de cuando en cuando y sin motivo especial. Hacía seis años que estaba ahí.
Luego encontramos un cobertizo de madera en donde se guardaban las herramientas y con la autorización de nuestra casera que nos veía organizarnos un tanto sorprendida, hicimos una especie de estudio que con el tiempo fue convirtiéndose en observatorio de arañas.
Así nos instalamos, sintiendo un optimismo casi histérico, y después bajamos a conocer el pueblo.
Son tan transparentes los sitios la primera vez que uno los ve, tan desprovistos de tormentos e ironías, tan secundaria la manera en que el espacio está distribuido o los colores combinados. Tan inocentes las puertas y ventanas y los cuadros que cuelgan y los objetos que yacen por ahí con su aire de permanencia indiscutible.
Pero es que además éste era un café conmovedor porque tenía un cierto aire de adaptabilidad a la vida que se iba desdoblando idéntica, cambiando solo por lo bajo, a causa de la distracción de alguien que sin querer había corrido con el pie la mesa de su sitio eterno o había olvidado una bolsita de papel marrón barato que quedaría ahí para siempre. Y no era solo que era diminuto, era que había latas enormes y polvosas de aceite de oliva que se iban acumulando, invadiéndolo todo, y que nuestra casera debía sacudir una a una cada vez para encontrar la única llena.
Un café en donde todo era azul añil y luego mil colores despedazados por todas partes. En donde había que blanquear el piso periódicamente con una escobilla rala y tiesa porque las manchas no salían pese a las vigorosas lavadas diarias. No obstante, un implacable olor o la amenaza de un olor a trapo siempre húmedo, de aceite mil veces recalentado, persistía y poco a poco acababa por asociarse con el hambre.
Nuestra casera, Irini, era una mujer bajita de color saludable. La cara redonda y ojos muy azules. La cacique del pueblo, prácticamente. Durante cuarenta años había trabajado sin descanso, nos contaba entusiasmada esa primera noche, aceptando nuestra sonrisa cortés, llena de buenas intenciones. Tenía dos hijas casadas y un hijo marinero que volvería un día. Y un marido. Enfermo. Un perfil largo y melancólico, inverosímilmente apuesto, que observaba el mar apenas respondiendo a los saludos de la gente que pasaba. Caminaba con dificultad, con una lentitud medio sensual, luciendo una sonrisa dulce y apartada que dejaba por fuera la actividad febril de su mujer.
Era así, nos decía Irini con sus manos regordetas. No la podía ayudar gran cosa. Estaba enfermo.
A Enrique lo invadía una curiosidad amable, dispuesta y optimista que le dictaba las preguntas. ¿De qué vivían? ¿Pescaban a diario? Más gestos que palabras y lo veía animarse, encariñarse con su nueva situación. Recordaba su cara ensombrecida de unos meses antes, la súbita idea de venirnos a Grecia y tratar de comenzar de nuevo. Veía, o por segunda vez descubría, como después de haberlo olvidado imperdonablemente, su calma envidiable y sospechosa, sus ganas de vivir a su manera. Valiente y al mismo tiempo hipócrita porque, decía con su mirada quieta, no concebía el estar sufriendo a causa de alguien cuando tenía tanto que hacer con esto de vivir. Sentirse atormentado resultaba fatigante.
¿Por qué lo llamaba hipócrita? La acusación se me salía al percibir su impecable honor y dignidad a la española y comprendía que le era imposible mentir, y si lo hacía, era porque tenía motivos muy precisos que convertían a la mentira en una opción noble, casi heroica.
Esa manera suave de mirar, directa; entre pudor y ansia de distancia, que a veces, inopinadamente, dejaba evaporar permitiendo un asombroso contacto, real e ineludible que le era siempre agradecido. Increíble.
Desde ese primer día conocimos a los gringos, que en realidad eran de todas partes, no solo gringos, hasta un brasileño había, pero en inglés, gringos, gringos, jugando a la bondad y al mensaje de paz todos. Un tenue imperialismo emotivo. Enrique se retrajo de inmediato.