- -
- 100%
- +
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación, impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido, se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su inexperto corazoncillo no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
–¡Es la corrida! –exclamaron a un tiempo los dos hombres.
–Pronto, Pablo –dijo el viejo–, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño, con los puños apretados, apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja, que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba, que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de sus edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena, regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente, y por toda respuesta, se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exactamente de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un «¡Vamos!» quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían y el «¡Vamos, padre!» brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero, pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal, adormecido en lo íntimo de su ser, recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajo y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que talvez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo; y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo, el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías. Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él, se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido y, como eslabones nuevos que sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo, los hijos sucedían a los padres y en el hondo pozo, el subir y bajar de aquella marea viviente, no se interrumpía jamás. Los pequeñuelos, respirando el aire emponzoñado de la mina, crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán, el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte, y a pesar de la resistencia y súplicas del niño, lo ató con ella por la mitad del cuerpo y aseguró, enseguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adherido a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura, medio muerta de terror, lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia y hubo que emplear la violencia para arrancarle de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba, tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante y escuchó una vocecilla tenue como un soplo, que clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: «¡Madre! ¡Madre!».
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la veta, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira, y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándola con el afán del presidario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
PAULITA
por Federico Gana
–¿Llueve, Paulita? –le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueño.
–Lloviendo toda la noche sin descansar, señor– me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café. Enseguida, cruza los brazos sobre el pecho y se queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial.
Yo, desde mi lecho, diviso confusamente allá, afuera, las siluetas de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que borbotean sin término en las charcas.
–Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen– agrega Paulita, contemplando tristemente, embebida, el paisaje.
Después se vuelve hacia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy impuesta como llavera del fundo que es, desde hace largos años.
Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello.
Sus cabellos grises, ásperos y fuertes, su color oscuro y bilioso, su estrecha frente y los pómulos y las mandíbulas muy pronunciados, denuncian a las claras su origen araucano. Sólo lo ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes. Por fin le digo:
–¿Y ha sabido de José?
Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:
–¡De José, de Josecito, mi hijo! Sí, señor, ¡cómo no había de saber! Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de este hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero.
Yo lo decía que Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: “Aquí tiene, madre, para que se compre todas sus faltas”. Después, cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios...
Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:
–Y ahora ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?...
–¿Y le ha escrito desde que se fue? ¿Le ha mandado algún recuerdo?
Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito, cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, sonriendo pálidamente:
–Sí... siempre me escribe... desde que se fue, ahí tengo las cartas... se las traeré para que las vea... Es tan atento... También me ha mandado algunos engañitos... Dice que no se viene, porque no quiere llegar pobre aquí–. Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ventana, y continúa:
–Y pensar que va para los tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos. –Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida y, enseguida, agrega con dolorosa sonrisa:
–¡Ah!, señor, ¡qué crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubiera tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora –termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.
Trata de proseguir, pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos, y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos:
–Y él allá... al fin del mundo... y yo tendré que morirme aquí como un perro: ¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!
Se lleva al pecho las manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahogara, se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros.
Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio, leyendo tranquilamente los diarios que acaba de traer el correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros, saludando alegremente al buen tiempo.
Grandes, espesas nubes blancas se divisan allá entre los árboles del camino real, destacándose inmóviles sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagante de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi pecho.
Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla del cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé qué vaga, indefinible esperanza.
De repente siento que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápidas pisadas que yo conozco muy bien resuenan tras de mí sobre la alfombra. Paulita está frente a mí: trae debajo del brazo un pequeño envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante.
Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro parece demacrado, pálido y enfermizo: sus grandes ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe enigmática, maliciosa... Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:
–Hoy me ha llegado carta de él, ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea.
–¡Ah!, José le ha escrito –le digo.
Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:
–Leámela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí.
Es una breve carta que principia con el consabido:
Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una completa salud; yo quedo aquí, bueno, a sus órdenes. Ésta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el mar.
También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerde de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo.
José Morales.
Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.
De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado.
Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:
–José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.
–Ingrato él –me contesta con una expresión de extravío en la mirada–, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda–; y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género oscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!
–Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.
–Sí, ya va a llegar muy pronto –me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.
Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo, su paquete.
Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.
Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:
–Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?
–Lo único que hay de nuevo, señor –me contestó–, es que doña Paulita está en las últimas.
–¡Cómo! –le dije sorprendido–. ¿Y qué tiene?
–Hacía tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora, enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar... Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaución y la confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.
–Vamos a verla –le digo, hondamente conmovido con la noticia.
Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.
En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.
Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de destrucción que se operaba por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre...
–Paulita –le digo en voz baja–, ¿me conoce?
Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas, y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto.
De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil. Destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse. Su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:
–José... Josecito... ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo? ... Acércate... pero... ¡Tan flaco, tan distinto! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame... así... Y tan elegante!.... ¡Dios te bendiga!... ¿Pero ya te vas?.... ¡No vuelvas más!
Después lanzó un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso...
Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:
–Pobre José, ¡cuánto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!
El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:
–José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre...
–¿Cómo? –le digo, mirándolo sorprendido...
–Sí, señor –agrega–, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero...
–¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?
–Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.
–¿Y los regalos?
–Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir... ¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer!–. Y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando al parecer, con la barba apoyada entre las manos.
EL PADRE
por Olegario Lazo
Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta lacre, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca con el grito:
–¡Cabo guardia!
El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.
Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:
–¿Estará mi hijo?
El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.
–El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo –repuso el suboficial.
–Manuel... Manuel Zapata, señor.
El cabo arrugó la frente, y repitió, registrando su memoria.
–¿Manuel Zapata?... ¿Manuel Zapata?...
Y con tono seguro:
–No conozco ningún soldado de ese nombre.
El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:
–¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial de línea...
El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:
–Es el «nuevo»; el recién salido de la Escuela.
–¡Diablos! El que nos «palabrea» tanto...
El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora, y como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia.
El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor.
Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:
–¡Cazuela! ¡Cazuela!
El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos:
–¡Ja, ja, ja!... Sí. Cazuela..., pero para mi niño.
Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:
–¡Cinco años sin verlo!...
Más alegre, rascándose detrás de la oreja:
–No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja!...
«Uno de guardia», pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente.
Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.
El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:
–Lo buscan..., mi teniente.
No sé por qué fenómeno del pensamiento, la escogida figura de su padre relampagueó en su mente...
Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:
–En este pueblo... no conozco a nadie...
El soldado dio detalles no pedidos:
–Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...
Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:
–Está bien... ¡Retírese!
La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarro y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.






