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Este entusiasmo por las mujeres que realizaban acciones masculinas coexistía con los puntos de vista que enfatizaban roles más convencionales. María del Pilar era la encarnación de la feminidad: otras mujeres habían matado a hombres que vivían con ellas, pero ella venía de “las alturas de su lecho virginal de niña mimada” como “una virgen fuerte y justiciera” en un cuerpo pequeño.103 Tejeda Llorca ofrecía un contraste adecuado: era musculoso, adinerado e intocable, y amenazaba la pureza de la acusada. Incluso los abogados defensores de la acusada desempeñaron el papel de protectores caballerescos de mujeres indefensas. La reputación de Moheno, después de todo, se basaba en un récord perfecto en la defensa de mujeres asesinas.104 La lección moral del melodrama era tan fuerte como el grado en el que sus personajes resultaban emblemáticos de los roles de género.
Por lo tanto, no debe sorprender encontrarse con respuestas negativas a la acción criminal de las mujeres en los mismos lugares y a veces por parte de los mismos actores que habían elogiado la actuación de María del Pilar. En múltiples casos en los que los hombres asesinaban a mujeres por cuestiones de celos, los abogados justificaban el homicidio como una reacción natural en contra de la libertad que las mujeres estaban obteniendo. En un discurso de 1925 en defensa de un diputado que había matado a otro miembro del Congreso que lo había acusado de ser de “sexo dudoso”, el también diputado agrarista Antonio Díaz Soto y Gama sostuvo que el asesinato era una obligación en esas situaciones. “Si [el diputado Macip] no lo hacía, las mujeres se van a volver más terribles contra los hombres, como las prostitutas que defiende Moheno.”105 Díaz Soto y Gama advirtió acerca de los desafíos a las jerarquías sexuales que casos como ése parecían alentar: “La mujer mexicana se está convirtiendo en una mujer criminal, bravía, peor que aquellas mujeres que se nos contaba de España, que llevan la navaja debajo de la media. Ya nuestras mujeres ya casi no son mujeres; es para dar miedo quizás.”106 El asesinato de Tejeda Llorca por parte de una joven y débil mujer ofrecía un ejemplo gráfico del desorden de género. Las transcripciones de su autopsia en la prensa presentaban gráficamente el cuerpo del político expuesto y vulnerable: una de las balas, según los médicos, había salido a través de su pene. La violencia contra las mujeres podía, por lo tanto, ser justificada como una manera de restablecer el equilibrio. Mientras se desarrollaba el juicio de María del Pilar, muchos otros casos de hombres que mataban en defensa de su honor terminaban en su absolución o el retiro prematuro de los cargos. Esto se debía a la orden del procurador general del Distrito Federal para que los fiscales facilitaran la liberación de los hombres acusados de asesinato en esas circunstancias. En un juicio posterior, Moheno, a quien nunca le preocuparon las contradicciones, le pidió al jurado que absolviera a un hombre que había matado por motivo de celos.107
En este contexto, el fin del sistema de jurados en México puede interpretarse como un esfuerzo por mantener el monopolio masculino de la justicia. Los últimos tres casos notables que llegaron al jurado antes de su abolición en 1929 involucraban a mujeres que habían matado a varones. Los juzgados en adelante se volvieron espacios aún más dominados por hombres, en los que las mujeres estaban perdiendo hasta la más mínima protección. Preservar un rol limitado para las mujeres en la vida nacional era a todas luces el objetivo generalizado cuando el Congreso Constituyente de 1916-1917 debatió los derechos al voto: las asambleas y las masas no eran racionales, sostenían los diputados, sino que gobernaban por “sentimentalismo”, la influencia de “idealistas[,] soñadores” y el clero. De modo que decidieron no aprobar una propuesta para otorgar el derecho al voto a las mujeres.108 En contraste, durante los años veinte, el gobierno vio la intervención del Estado en el ámbito doméstico como una herramienta clave para la reconstrucción social y económica. Esto significó una mayor preocupación por la niñez y un renovado énfasis en las responsabilidades domésticas de las mujeres. El movimiento a favor del sufragio fracasó en el esfuerzo por capitalizar la movilización de las mujeres durante los años veinte y treinta, y no logró una reforma constitucional pese a los intentos del gobierno solidario de Lázaro Cárdenas (1934-1940).109 Pero puede que ésa no sea la manera correcta de abordar esta historia particular. María del Pilar Moreno personificó un estilo valiente de feminidad, pero a la vez era un ejemplo de la domesticidad perturbada por la política. Tras su momento de fama, parece haberse apartado por completo de la vida pública. Su juicio movilizó las emociones como un elemento legítimo de la vida pública, cultivó nuevos públicos que incluían a mujeres y reconfiguró los vínculos entre la verdad y la justicia de una manera que, al menos por un muy breve lapso, cuestionó el poder del Estado.
TORAL, CONCHITA Y EL DESCENSO HACIA LA OPACIDAD
Un ejemplo de un desafío similar al poder del Estado puede encontrarse en el caso más importante jamás dirimido ante un jurado en México. El 17 de julio de 1928, el presidente electo Álvaro Obregón fue asesinado por José de León Toral en un restaurante del barrio de San Ángel, en el sur de la Ciudad de México. El asesinato sucedió en un momento de gran tensión entre la élite política, marcado por amenazas de rebelión militar, una guerra religiosa que se propagaba en algunos estados del occidente del país y confrontaciones entre los obregonistas y los grupos políticos que se identificaban más con el presidente Plutarco Elías Calles. Era tal la complejidad de la situación, que aquellos que vieron a Toral dispararle a Obregón se abstuvieron de matar al asesino para saber quién lo había mandado. Un grupo de políticos confrontó a Calles en las siguientes horas y le dijo que la opinión pública estaba culpando a Luis N. Morones, líder del Partido Laborista Mexicano, leal al presidente y enemigo abierto de Obregón; le dijeron, según la autobiografía de Emilio Portes Gil, que la gente no confiaba en el actual jefe de la policía y exigía que el general Antonio Ríos Zertuche, conocido obregonista, se pusiera a cargo del Departamento y la investigación.110 Calles pronto se dio cuenta de que el liderazgo caudillista heredado de la Revolución y personificado por Obregón tenía que ser reemplazado por un sistema más estable. En los meses que siguieron, negoció el fin de la guerra civil con la jerarquía eclesiástica, dejó de lado la idea de su propia reelección, se aseguró de que Portes Gil fuese nombrado presidente interino y fundó un partido oficial. También maniobró políticamente para mantener una influencia preeminente durante los siguientes seis años.
A Calles no le quedó más remedio que acceder a las demandas de los hombres que lo confrontaron tras el asesinato: se dio cuenta de que su posición era débil y de que él mismo no sabía lo que había sucedido. Si bien no podía sacrificar a Morones de inmediato, porque hacerlo habría sido una señal de debilidad, como le explicó a Portes Gil, Calles se aseguró de que la verdad del caso saliera a la luz. Él mismo interrogó a Toral poco después del asesinato, pero no pudo extraer nada de él; el asesino se rehusó a hablar, salvo para decir que estaba haciendo el trabajo de dios. A pesar de que la investigación en sí no se apartó de las prácticas comunes de la policía mexicana, las consecuencias políticas y jurídicas del juicio fueron inesperadas. Entre los agentes que trabajaron con Ríos Zertuche estaba el famoso detective Valente Quintana (del que se hablará en el capítulo 3), a quien se le pidió que regresara de la práctica privada para sumarse al esfuerzo, así como otros hombres cercanos a la víctima, entre ellos el vengativo coronel Ricardo Topete, que había visto a Toral actuar de manera sospechosa en el restaurante, pero que no logró evitar que le disparara a su jefe. Torturaron a Toral y amenazaron a su familia durante varios días antes de que se decidiera a hablar, revelara su verdadero nombre y llevara a Quintana y a Topete a detener a Concepción Acevedo de la Llata, la “madre Conchita”, una monja que también sería acusada del asesinato. Al cabo de unos días emergió una explicación: Toral era un fanático religioso que había decidido matar a Obregón para detener la persecución de católicos por parte del Estado. Se arrestó también a las personas que habían influido en él y le habían ayudado, pero los hallazgos no condujeron con claridad a ningún otro autor intelectual, más allá de Acevedo. Se trataba de una religiosa de espíritu independiente que había alojado a Toral y a otros personajes de la resistencia católica urbana en un convento ilegal, donde vivía con otras monjas desde que tuvieron que desalojar su morada original a raíz de un decreto gubernamental.
La acusación en contra de Toral era parte de los esfuerzos de Calles para fomentar la institucionalización del régimen. Descubrir las verdaderas motivaciones detrás del crimen mediante un proceso judicial regular debía restablecer cierta sensación de normalidad de cara a una serie de circunstancias más bien extraordinarias. Como consecuencia, la policía no ejecutó a Toral inmediatamente después de su crimen, como lo había hecho con otros católicos sospechosos de atentar contra Obregón el año anterior. En noviembre de 1927, días después de que se lanzara una bomba al auto del caudillo de camino a una corrida de toros, un pelotón de fusilamiento le disparó a cuatro hombres, sin que mediara juicio, en el cuartel central de la policía. A pesar de que las pruebas en contra de algunos de ellos eran poco convincentes, Calles ordenó una ejecución rápida que sirviera de lección para los cristeros. El suceso se fotografió cuidadosamente pero, en lugar de infundir miedo, las imágenes se volvieron parte de la devoción popular a una de las víctimas, el jesuita Miguel Agustín Pro.111 A su funeral asistieron decenas de miles de personas y, a ojos del pueblo, su sacrificio se volvió un ejemplo de los abusos del régimen.
Un año después, el contexto político y la creciente fuerza de la resistencia católica obligaron a Calles a probar un nuevo enfoque. Un juez le concedió a Toral un amparo después de su arresto para prevenir su ejecución y fue consignado, interrogado por un juez y juzgado de manera adecuada, junto con Acevedo, ante un jurado popular, al igual que otros criminales comunes. Tratar el crimen como un homicidio común era fundamental para la estrategia del gobierno. El objetivo era proyectar una imagen de paz y progreso para la opinión pública del país y del resto del mundo. Las audiencias tuvieron lugar en el cabildo de San Ángel, no lejos del lugar del asesinato, en la sala de reuniones del ayuntamiento. Se eligió para el jurado a nueve residentes locales de origen humilde. Toral y Acevedo estaban representados por buenos abogados: el más importante de ellos era Demetrio Sodi, el crítico porfirista del jurado, ya una figura reconocida en el gremio. Como Toral había confesado y había decidido no alegar demencia, Sodi se enfocó en evitar su ejecución, invocando el artículo 22 de la Constitución, que prohibía la pena de muerte por crímenes políticos. La fiscalía ignoró la protección constitucional siguiendo de cerca la definición en el código penal de asesinato con circunstancias agravantes. El procurador de justicia del Distrito Federal, Juan Correa Nieto, en función de fiscal, no previó ningún problema, ya que el crimen había sido condenado casi universalmente. El marco judicial era sólo un espacio para que la sociedad canalizara la “indignación justa” de la nación. Incluso la jerarquía de la iglesia católica se distanció de Toral y Acevedo, ya que le urgía resolver su conflicto con el gobierno y controlar una rebelión religiosa que estaba rebasando su propia autoridad.112
Sin embargo, como en otros juicios por jurado de la época, las cosas se le salieron de control al gobierno. Si bien no cabía la menor duda de la culpabilidad de Toral, el juicio hipnotizó a la nación y refrescó la memoria de los juicios a otros criminales famosos. Con su trasfondo político y religioso, atrajo demasiada atención. Según Excélsior, el nivel de interés sólo podía compararse con el que recibió el juicio de Maximiliano en 1867, otro caso en el que un régimen liberal ejecutaba a un enemigo conservador. Como sucedió con la ejecución de Pro, un acto que buscaba servir de propaganda terminaría por manchar aún más al gobierno. La cobertura de los medios fue vasta. Los procesos judiciales en la sala de sesiones de San Ángel fueron transmitidos por la cadena de radio de la Secretaría de Educación Pública en todo el país.113 Una cámara de cine filmó a los sospechosos. Se puso una mesa especial para los numerosos reporteros y fotógrafos de la prensa nacional e internacional. Excélsior prometió ofrecer “la más estupenda, al par que la más verídica e imparcial información que jamás haya publicado órgano alguno de la prensa nacional”, y el periódico desplegó a fotógrafos, al famoso caricaturista Ernesto García Cabral, al escritor Rafael Heliodoro Valle y a varios reporteros. También le pagó a estenógrafos para que escribieran cada palabra pronunciada durante el juicio. Querido Moheno escribió comentarios y observaciones, y M. de Espinosa Tagle escribió una columna titulada “Lo que opina una mujer sobre el jurado”.114
Durante los primeros días del juicio, que empezó el 2 de noviembre de 1928, Excélsior le dedicó varias páginas, al menos dos de ellas con grandes composiciones fotográficas que mostraban a los “personajes centrales” del drama, las multitudes dentro y fuera del ayuntamiento de San Ángel, el arma que se usó en el crimen y el dibujo de Obregón que Toral había usado como excusa para acercarse a su víctima. Los lectores estaban absortos con cada uno de los detalles del proceso. Breves entrevistas con los actores principales ofrecían una sensación de proximidad con los sucesos, la cual se complementaba con el uso de retratos fotográficos o dibujados. Después de que se sortearon los nombres de los miembros del jurado, un reportero encontró sus direcciones en San Ángel, los entrevistó y les tomó fotos. Varios de ellos eran trabajadores de la industria textil, un par eran dueños de pulquerías y todos respondieron a las preguntas del reportero acerca del jurado como institución y sus expectativas del caso. J. Cruz Licea, un empleado de una fábrica cercana, declaró que no daría opinión alguna hasta que le mostraran las pruebas y pudiera “resolver conforme a mi conciencia”, sin influencia externa de ningún tipo.115 Los reporteros registraron cuidadosamente los gestos y las reacciones de juez, miembros del jurado, abogados, testigos y sospechosos, y los columnistas escribieron sus “observaciones psicológicas”. García Cabral le mostraba sus dibujos a Toral, que también era artista, y el sospechoso hacía gestos de aprobación. Acevedo le pedía a los fotógrafos que la retrataran con Toral y el fiscal Correa Nieto fuera de la sala de sesiones. Los periodistas extranjeros elogiaban el “color” y la “intimidad” del escenario. Excélsior recibió felicitaciones por su cobertura durante los primeros días del juicio, incluso aplausos del público afuera del juzgado. Sus tirajes se agotaron durante esos días, a pesar de que los vendedores aumentaron su precio a un peso.116
La gente que se reunía afuera, según un reportero, quería ver el juicio “entre un ambiente de tragedia griega”. Pero no era distinta a “estas multitudes que van a presenciar espectáculos impresionantes: gente de cara apacible, buenos burgueses de los que se ven en fiestas y paseos, y, sobre todo, mujeres jóvenes, del tipo de la flapper, que ríen y comentan con una indiferencia que tiene sus ribetes de perversidad”.117 Las mujeres también eran prominentes en el interior de la sala de sesiones. Además de Acevedo, estaban la madre de Toral, su esposa, que estaba a punto de dar a luz a su tercer hijo, y la hija de Sodi, entre muchas otras. Según Espinosa Tagle, las mujeres solían estar excluidas del público de los jurados, pero “Hoy con el modernismo que ha cambiado las costumbres, se nota decidido entusiasmo entre el elemento femenino para presenciar estos debates […] El caso de Toral ha venido a comprobar esta afición.”118 Al igual que con el juicio de María del Pilar, la visibilidad de las mujeres en el tribunal de justicia preocupó a algunos observadores de sexo masculino. Excélsior detalló el comportamiento femenino en esas multitudes: “El público, que es por naturaleza impresionista, no va a los jurados ni a los teatros […] los Jurados son centros teatrales pagados por el Estado, con ánimo de razonar: su juicio [el del público] se mece en la hamaca de las sensaciones, y según el lado original del impulso determina sus afectos.”119 Los sucesos que tuvieron lugar durante los últimos días del juicio revertirían el tono desenfadado del inicio.
Como sucedía a menudo con los juicios por jurado de alto perfil, los sospechosos se volvieron los protagonistas. José de León Toral (figura 3) era, según se dice, un hombre tímido, un devoto católico, un buen padre y marido, estudiante de arte y jugador de futbol. No encajaba mucho en el centro de una cause célèbre. Cuando llegó para el inicio del juicio en San Ángel, una multitud lo rodeó y él saludó con un semblante relajado, incluso se quitó el sombrero para las fotos. En una imagen, le sonríe a la cámara mientras se come algo sencillo en su celda. En otra, parece que está sosteniendo una agradable conversación con la madre Conchita. Y todo a pesar de que lo más probable era que estuviese a unas cuantas semanas de ser ejecutado. Rafael Cardona explicó:
La personalidad de José de León Toral ha despertado, desde los hechos del 17 de julio último, la general curiosidad. Abogados, médicos, gentes aficionadas al estudio de la psicología y literatos, todos los elementos capaces, en fin, de penetrar el misterio de la criminalidad […] así como los periodistas […] han expresado ya sus convencimientos, lanzando hipótesis y sugerido ideas sobre el carácter de Toral, sus móviles criminales, sus antecedentes, su constitución mental, etc.
Cardona creía que Toral no había mentido en su testimonio, aunque sí reveló cierta susceptibilidad a la influencia femenina: según él mismo admitía, las palabras de Acevedo (quien había dicho de manera casual que sólo la muerte de Obregón y Calles resolvería la situación de los católicos) habían sido parte de la motivación de sus actos, al igual que la historia bíblica de Judith, quien sedujo y decapitó al asirio Holofernes en defensa de su ciudad. A pesar de que no se utilizaron insultos como “afeminado” ni nada similar en contra suya durante el juicio, la imagen pública de Toral se parecía muy poco a la masculinidad dominante de la política revolucionaria. Quizá su apariencia pulcra, delgada y juvenil le haya ayudado a acercarse a Obregón en La Bombilla, donde pasó por artista sin despertar ninguna sospecha.120

FIGURA 3. José de León Toral, Concepción Acevedo de la Llata y guardias fuera de la sala de sesiones de San Ángel. Colección Casasola, Fototeca Nacional, INAH.
Desde el inicio, Toral evadió los interrogatorios hostiles del juez y los fiscales, y presentó su historia con un gran cuidado, mirando a los miembros del jurado, ocasionalmente consultando sus notas, citando los periódicos, mostrando sus dibujos y asegurándose de que el micrófono capturase su voz. La sección en inglés de Excélsior mencionó que, gracias a su “extraordinaria compostura, su evidente inteligencia y un intenso fervor religioso, el joven asesino prácticamente condujo su propio caso”.121 A pesar de que su plan inicial era que lo mataran inmediatamente después de asesinar a Obregón, según explicó, ahora estaba aprovechando la plataforma que le ofrecía el juicio. Le dijo a Excélsior que no sabía cómo funcionaban los juicios por jurado, pero que confiaba en que se haría justicia si se escuchaban los argumentos de su defensa y la de Acevedo. Aceptó la estrategia de Sodi de tratar de evitar la pena de muerte; no haberlo hecho, explicó, habría sido como un suicidio. Preparar una defensa también significaba prolongar la oportunidad de hablarle directamente al país en los medios, lo cual hizo sistemáticamente. Antes de que se iniciara el juicio, dio entrevistas y, durante las audiencias de San Ángel, le pidió permiso al juez para leer los periódicos de modo que pudiera responderles y evitar repeticiones en sus declaraciones.122
Toral no presentó un argumento abiertamente político, aun si hacerlo hubiera respaldado el argumento de Sodi, sino que ofreció un mensaje que consideró más profundo. Confesó y dio detalles de la preparación de su crimen y de su ejecución. Insistió en que había actuado solo y en que Acevedo sólo había influido en su decisión de manera involuntaria, pero que más allá de eso no estaba involucrada en el crimen. Toral explicó que le preocupaba la libertad religiosa y admiraba el ejemplo de su amigo y compañero de futbol Miguel Agustín Pro. Toral no odiaba a Obregón, pero había tenido que matarlo al servicio de una causa más elevada. Por esa causa, también, esperaba sufrir como un mártir y, como tal, volverse testigo de la verdad. Esto resonó en los medios. Toral era, para Excélsior, “un muerto que anda”, que “mira el mundo como los fantasmas: más allá de toda condescendencia moral”.123 Aludiendo a su obligación legal y religiosa de hablar con verdad y rigor acerca de las circunstancias del caso, en un momento dado Toral interrumpió el interrogatorio del fiscal y comenzó a relatar con detalle la forma en que había sido torturado en la comisaría. A pesar de que los detalles eran impactantes y sorprendentes para todos, la revelación no fue cuestionada por el juez ni los fiscales, ni fue invocada por la defensa para desestimar sus declaraciones anteriores.124 Más que utilizar su tortura como un argumento en contra del gobierno, Toral la presentó como prueba de su sacrificio y su fiel lealtad a la verdad fáctica.
El historiador Renato González Mello ha sostenido que los dibujos de Toral también revelan su interés principal, como artista y sujeto jurídico, por la verdad. Mientras estuvo en la cárcel, dibujó en un papel las diferentes posiciones en las que lo habían torturado (colgado de los pulgares, de las axilas, de los tobillos y las muñecas), escribió “Mi martirio” y, con permiso del juez, le mostró los dibujos a los miembros del jurado. A pesar de que estaba listo para el martirio desde el momento en que concibió el crimen, Toral también quería lograrlo dentro de las reglas de la justicia secular: “Quiero que se vaya entendiendo esto, que es la verdad lo que digo a ver si algún día se me llega a justificar.” Cuando Toral se reunió con Calles el día del asesinato, le dijo: “Lo que hice fue para que Cristo pudiera reinar en México.” Cuando Calles le pidió que le explicara de qué reino hablaba, Toral le dijo que “es un reinado sobre las almas, pero completo, absoluto, no a medias”.125 Quizás estaba haciendo alusión a Juan 18:36-37, donde Jesús declara que “mi reino no es de este mundo” y que “para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha Mi voz.”126 El juicio le otorgó a Toral la mejor oportunidad para adoptar el papel del mártir como testigo del sufrimiento de Cristo. Explicó que, tras su arresto, “Sólo pedí una gracia para los días del jurado: que Él hablara por mi boca. No busqué defenderme sino justificarme y hacerlo amar para preparar su pronta venida.”127 La verdad de Toral, que expresó con aparente sinceridad ante los miembros del jurado, era tan subjetiva como religiosa. El naturalismo de sus dibujos de tortura y otras imágenes con temas religiosos producidos en la cárcel utilizaban su cuerpo juvenil y masculino para transmitir el dolor solitario y la humildad que emulaban el sacrificio de Cristo. En los tres meses que estuvo preso, entre la sentencia y su ejecución, Toral escribió pensamientos religiosos en pequeñas tarjetas que le regalaba a quienes venían a visitarlo: “Conocer a Jesús es amarlo”, decía una de las más comunes.128 La verdad, en el testimonio de Toral, era la palabra de dios que su cuerpo debía transmitir.
Concepción Acevedo de la Llata (1891-1978) también declaraba hablar con la verdad, pero contrastaba de manera rotunda con Toral, ya que su reputación era la de una mujer desafiante en el centro de un entorno rebelde de activistas católicos. Se trataba de una monja capuchina que dirigió un convento en Tlalpan hasta que el gobierno lo cerró en 1927. A pesar de las órdenes oficiales de la jerarquía eclesiástica, continuó viviendo con otras hermanas en casas donde, liberada de las estrictas reglas del convento, la visitaban hombres y mujeres que querían leer la Biblia, asistir a misa o socializar. Ahí conoció a Miguel Agustín Pro y, tras su ejecución, empezó a llevarle alimentos a otros católicos presos. Su popularidad en los círculos católicos a menudo derivaba en conflictos con sus superiores, quienes habían criticado su énfasis en una severa penitencia física en el convento. Durante el juicio, Correa Nieto reveló que Acevedo había utilizado una marca de hierro para quemar las iniciales de Cristo en sus brazos y había llevado a otras monjas a hacer lo mismo. Otro miembros de la resistencia católica usaron la marca como una forma de sellar su compromiso con la causa.129 Acevedo no buscaba ser el centro de atención durante el juicio, pero tampoco evadió sus consecuencias. Cuando Toral trajo a la policía hasta su puerta, le preguntó si estaba dispuesta a morir con él y ella dijo que sí. Las circunstancias políticas que habían causado el cierre del convento la estaban empujando hacia una nueva forma de sufrimiento místico. Acevedo fue encarcelada, juzgada y enviada a la colonia penal de las islas Marías. En sus memorias, describió su sufrimiento con lujo de detalle: hambre, humillación, enfermedad y hasta un hueso roto como resultado de los ataques de los obregonistas en la sala de sesiones. También su nueva fama era una forma de castigo, ya que había jurado dedicar su vida a dios en silencio y humildad. Se volvió objeto de una escandalosa especulación: mientras que los fiscales trataban de describirla como una figura poderosa que presionó a Toral para que cometiese el crimen, otros que estaban del lado del gobierno la criticaban desde un punto de vista moral: “era una perversa, muy guapa, muy sensual […] tenían grandes orgías con champaña”.130 Las multitudes hostiles en la sala la llamaron “puta”.131 Rechazó las falsas acusaciones en su contra porque quería “ir al martirio por medio de la verdad y la justicia”. La verdad que buscaba se centraba en la persecución de los católicos por parte del gobierno. En sus declaraciones durante y después del juicio, definió su sacrificio como una obligación religiosa y política. Tenía, no obstante, que ser cautelosa, no mostrar vanidad. Después de todo, era una mujer cuyo papel religioso exigía paciencia y piedad.132