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YO ELEGÍ
ARQUITECTURA
DAVID ANTONIO GONZÁLEZ PIÑA

Yo elegí Arquitectura
© 2020, David Antonio González Piña
©Primera edición 2020 por Grupo Editorial Portable, un sello de Portable Publishing Group LLC, 30 N Gould St, Ste R, Sheridan,
WY 82801, Estados Unidos de América.

www.editorialportable.com
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ISBN: 978-1-953540-09-6
Impreso en México – Printed in Mexico
Tabla de contenido
PRÓLOGO
PREFACIO
EL FUNDAMENTO DEL ARQUITECTO
Introducción
En qué consiste ser arquitecto
EL ARQUITECTO MEXICANO
El origen del arquitecto mexicano
La imagen del arquitecto: “Los ingenieros”
APTITUDES BÁSICAS PARA ESTUDIAR ARQUITECTURA
Formación por inspiración
Yo elegí Arquitectura
LA FORMACIÓN DEL ARQUITECTO
Aprender a ser arquitecto
El arte de enseñar arquitectura
Desafío en el aula: “El Mosco”
PARA EJERCER COMO PROFESIONAL
La importancia de titularse
LOS CAMBIOS TECNOLÓGICOS EN LA PRODUCCIÓN DE PROYECTOS ARQUITECTÓNICOS
El conocimiento también envejece
Cómo era estudiar y ejercer la arquitectura antes del predominio de la informática, y cómo es ahora
A todos nos llega el tiempo de cambiar y de adaptarnos
Anecdotario: “Mi encuentro con el Maestro”
EL PROYECTO ARQUITECTÓNICO
Cómo se elabora un proyecto arquitectónico: “El método”
EL CONCEPTO EN ARQUITECTURA
La filosofía del proyecto
CÓMO SISTEMATIZAR LAS EXPERIENCIAS
En los proyectos
Con los equipos de trabajo
CÓMO TRATAR A LOS CLIENTES
Credibilidad, ante todo: “El médico”
El arquitecto ante la crítica
QUÉ HACER SI SE DESEA OBTENER UN POSGRADO EN ARQUITECTURA
Por qué y para qué un posgrado
Diversas opciones para elegir
OTRAS ACCIONES LABORALES CON EL TÍTULO DE ARQUITECTO
El arquitecto en otros campos de trabajo
Impulsado a la docencia
El saber profesional y el saber pedagógico
LECCIONES DE LOS SISMOS DE 1985 Y 2017
Lo que nos enseñan los terremotos
El comportamiento de una estructura
Mi experiencia con el terremoto del año l985
Mi experiencia con el terremoto del año 2017
CÓMO LLEGAR A SER UN DRO
Lo que significa ser un DRO
Las responsabilidades del DRO van más allá de sus propias decisiones
El verdadero valor de la firma
EL ARQUITECTO CONTEMPORÁNEO EN MÉXICO
El papel del nuevo arquitecto mexicano
Los edificios brillan de noche
Lecciones de sencillez y de honradez
Apéndice 1
Apéndice 2
Apéndice 3
Apéndice 4
Obras consultadas
Mamá me levantó justo a tiempo de la cama. Unos segundos después, el juguetero cayó encima. Nos quedamos mirando la ventana y vimos cómo se movían todos los edificios. Estábamos en noveno piso. Me abrazó fuerte.
—No va a pasar nada —me dijo con voz temblorosa.
Con una mano me acariciaba la cara, con la otra sobaba su panza de ocho meses de embarazo. Nuestro edificio logró quedar en pie. Habíamos sobrevivido al sismo de 1985.
México y terremoto pueden ser sinónimos. Entonces surge un peculiar personaje que tiene que ver con ambos: el arquitecto. ¿Se ha preguntado usted cuánta importancia tienen esos singulares profesionales? ¿En dónde están cuando sucede un sismo? ¿En dónde están cuando se derrumba un edificio, una casa, una escuela? ¿Qué necesitamos de ellos? ¿Cómo pedirles sin ofender un plano dibujado en una servilleta?
Son preguntas que Yo elegí Arquitectura aborda de una manera muy directa y humana. La lectura va más allá de un perfil vocacional para el arquitecto. Puede ayudarle a este a reconocer el valor agregado de su propia profesión. De esa forma logrará darse cuenta de que el trabajo de un arquitecto también puede ser de vida o muerte. Pero para ello hay que pasar por ciertas pruebas de vida que el libro pone ante sus ojos.
Yo elegí Arquitectura podrá darle a usted, que no tiene nada que ver con la profesión, un viaje por nuestra ciudad y zona conurbada. Antes y después de los terremotos. Conoceremos otras ciudades también con la óptica del arquitecto. Esto nos permitirá valorar los espacios en donde nos movemos. Veremos que las ciudades tienen personalidad, humor, historia, rabietas.
Podremos conocer personajes que bien podrían encajar en nuestras propias historias universitarias. Situaciones que ponen a prueba al arquitecto y a cualquier profesionista. El libro tiene la particularidad de que trasciende generaciones. Bien podría aportar cierto legado a las generaciones presentes y futuras. Está cargado de vocación y de habilidades. Por lo tanto, los jóvenes, sobre todo, podrían encontrar ciertas situaciones que les hagan amar sus profesiones. Sobre todo, podrían encontrar la manera de trascender y sacudir su realidad para bien.
Este libro, estimado lector, ciertamente tiene información sobre la arquitectura y su aplicación técnica y humana; sin embargo, decir que el objetivo es solo ese sería un error grande. Yo elegí Arquitectura es para todo público. Aprender un poco sobre arquitectura mexicana sirve para entender muchas cosas sobre nuestro pasado, nuestra idiosincrasia o nuestra forma de vivir. Las historias e información de este libro no tratan de plasmar hábitos y costumbres arraigadas en el mexicano. Todo lo contrario. En cierta parte trata de identificar nocivos hábitos de trabajo y propone una nueva forma de ser mejor profesional y mejor persona poniendo en práctica habilidades que permitan el éxito.
El libro no pretende dictar una cátedra universitaria. Trata de humanos, de jóvenes, de maestros, de padres, de amigos, de compañeros, de la sociedad. Se parece más a un llamado a la acción que a una biografía. Una buena y ambiciosa intención del libro tiene que ver con adaptarse a la adversidad. Lo importante es que, por medio de estas páginas, se pueda ver uno mismo en su labor cotidiana y analizar qué estamos aportando a este país.
Si desea tomar el viaje, le tengo una sola petición:
Cuando termine de leer Yo elegí Arquitectura, usted verá que a un profesional de esta área se le puede pedir un proyecto, una idea, un esquema, una estructura, un consejo. Al arquitecto se le puede exigir diseño y funcionalidad. Se le pueden exigir formas y fondos. Pero siempre hay que ver quiénes están detrás de esas personas. Cómo lograron enamorarse de la profesión. Por qué les apasiona el mundo de la mezcla, la arena y las resistencias. Conoceremos héroes anónimos que edifican nuestras ciudades y que viven en ellas silenciosamente. Por eso, la pertinencia de libros como estos. Si lo pensamos bien, muchos de nosotros estamos en sus manos. Casi podemos decir que de su destreza y habilidad depende nuestra vida.
Aunque tengo que hacer también una advertencia: jamás le pida simplemente “un dibujito”.
Sigamos sobreviviendo a nuestros sismos.
Daniel Arellano
PREFACIO
-Las motos no son para todos —dice alguien a quien respeto mucho.
¿Por qué subirse a una? Si en la infancia no te subiste a un triciclo, tampoco a una bicicleta. ¡Podría ser fatal!
Yo tuve la fortuna de incursionar en los tres.
Tuve una motocicleta algo pesada para la época. No era último modelo, aunque me funcionaba muy bien. Hablamos de los años ochenta. Con aquellas máquinas que no desarrollaban el aerodinamismo de la nueva tecnología, ese solía ser mi sistema de transporte, que resolvía la movilidad de mi casa-trabajo-escuela.
El tanque para la gasolina pintado de un verde metálico brillaba contra los rayos del sol. Ese era su atractivo. Lo demás era color negro incluyendo el motor. En su escape cromado se reflejaban mis piernas, aunque se calentaba como un fierro salido de un brasero al rojo vivo. Los espejos cromados hacían juego con él.
De alguna forma me las arreglaba para cargar mis cosas, incluyendo el famoso portaplanos y la regla T, que son difíciles de maniobrar; eso sí, indispensables para un estudiante de arquitectura.
Me sentí afortunado cuando miraba que algunos de mis compañeros utilizaban el transporte masivo llamado comúnmente “guajolotero”. Aquellos autobuses sucios rebasaban el cupo: llevaban gente colgada de sus puertas, pero servían para transportarlos después de la jornada escolar, cansados y desvelados. Eran camiones muy ruidosos e incómodos que se alejaban entre una nube de humo negro. Tenían su piso de lámina de acero inoxidable, esa que propagaba la vibración desde los pies hasta la cabeza al momento del frenado. Yo también los utilizaba de vez en cuando.
Otros compañeros, desde luego un número menor, se transportaban en sus propios automóviles. Autos caros, novedosos, inalcanzables para muchos de nosotros. Me preguntaba cómo habían adquirido sus autos nuevos con rines deportivos y quemacocos.
La respuesta estaba detrás de la mentira. Sus unidades fueron regalos de los padres, de los tíos, de los hermanos y de quién sabe quién más. Ellos no los habían comprado. Eso no mermaba la sana convivencia, sin envidias ni competencias desleales, solo risas y amistades amalgamadas en diferentes formas. Fuimos cómplices y amigos de grupo.
Una mañana de sábado, reunidos en un punto previsto para realizar un trabajo de equipo que consistía en el levantamiento del museo de Tlatilco, nos encontramos para ir a medirlo, fotografiarlo y tomar apuntes. Para eso nos preparamos con cintas, el famoso metro y con nuestras carpetas para la toma de datos. Vaya tareas con las que se pierde el tiempo; eso sí, muy útiles para la convivencia de fin de semana.
En los ochentas, sobre la vía Doctor Gustavo Baz se podía transitar fluido, sin obstáculos ni autos estacionados en los costados de la avenida. Por ahí regresábamos de la visita a una velocidad promedio de noventa y cinco kilómetros por hora. ¡Quién iba a pensar que, presa del pánico, Pol venía aterrado y se sujetaba con las uñas del costado del asiento de mi moto!
Pol, mi compañero de generación, se sintió con la destreza adecuada y decidió subirse detrás de mí para volver al punto de reunión. Al principio, se mostró muy animado y sonriente. Hoy creo que no fue buena idea dejarlo subir.
¿Por qué decidió subirse a la moto? Jamás se lo pregunté. Tal vez nunca había experimentado la velocidad o quizá lo traicionaron sus nervios y fue cuando, presa del pánico, no supo reaccionar.
Entre los movimientos que realizaba en el camino de vuelta, mi amigo se asustó y… ¡decidió saltar! Se lanzó por el costado izquierdo.
¡¿Pero quééé carajooo…?!
Sentí que la motocicleta se tambaleó logrando desestabilizarme.
Pol no cayó parado. La física cumplió su objetivo y, para cada acción, corresponde una reacción. Qué feo sentí cuando la moto salió de su curso. Hubiera preferido llevar en ancas a Isaac Newton. Él no hubiera pasado por alto su tercera ley.
Trasladarte en motocicleta implica conducir entre vehículos de todo tipo en movimiento, filtrarse junto a ellos a gran velocidad, frenar y acelerar con mayor rapidez que los autos en distancias cortas. Tal vez eso fue lo que le ocasionó el miedo a mi amigo, y su nerviosismo lo llevo a tomar la decisión de “salvarse”. Pensó que algo pasaría entre los coches, y entonces sucedió la tragedia: colisionamos con un vehículo que se encontraba tratando de ingresar a un predio de lado izquierdo de la avenida por el carril de alta velocidad. Lo golpeamos con la empuñadura izquierda de mi moto sobre la parte alta de la cajuela, por encima de la calavera, a unos centímetros para librarlo.
Pol intentó bajarse de la motocicleta con un impulso brusco justo cuando él se percató del vehículo estacionado. Ese pequeño dizque brinco causó la gran desventura.
¡¡Cuas!! ¡¡Pum!!
Hubo un golpe seco, ¡brutal!, que hizo virar la dirección hacia la izquierda. La inercia propició que la rueda delantera se torciera perpendicular al eje, causando la primera de cinco o seis volteretas a las que se le conocen como el salto del toro.
El choque fue estruendoso. Comenzamos a girar en forma de rueda, de arriba para abajo, yo quedé enredado en la moto. Por un momento miré a Pol caer a mitad de la calle. Es curioso, pero lo recuerdo de cabeza, o tal vez era yo el que estaba en esa posición.
Vi caer a mi amigo entre miles de chispas encendidas por el roce de los fierros contra el suelo. Mi casco rebotaba como una cáscara de nuez que se fracturaba con los continuos choques en el pavimento.
Al primer encontronazo de mi cabeza contra el asfalto, el casco amortiguó un golpe fatal y, frente a mis ojos, la visera de policarbonato de alta resistencia estalló en mil pedazos.
Traté de librarme de aquel enredo, pero no pude. La moto misma me lo impidió. Inevitablemente rodé aparatoso y sin control rayando el piso. A veces flotaba, a veces caía para volver a chocar mi cuerpo contra el duro concreto. Un instante fugaz en que, sin apoyo, estaba yo arriba o abajo, todo en cuestión de segundos, sintiendo punzones en mis piernas.
En eso, sentí que se detuvo el tiempo. Todo se volvió lento como si hubiera entrado a otra dimensión; me pareció un instante eterno. Recordé mi vida, como si fuera una película que se proyecta dentro de mi mente. Vi pasajes aleatorios desde que era niño hasta llegar a adulto; solo escenas evocadas, sin diálogos. Yo era el actor principal. Los actores secundarios se manifestaban como siluetas difusas que interactuaban sin protagonismo. Todo pasó en un par de segundos mientras rodaba. También estaba atento a la realidad.
Escuchaba el claxon de los autos. Hubo rechinidos y derrapes de algunos que frenaban detrás de mí para desviar su trayectoria y evitar arrollarme. Sucedió a lo largo de casi treinta o cuarenta metros desde donde se produjo el primer giro.
Hubo descontrol y le grité a mi amigo:
—¡¡Poooool!!
Aún con el casco puesto y fracturado, mi cuerpo terminó de rodar por la calle. Mi instinto de supervivencia me impulsaba a reaccionar y levantarme rápido, pero me sentí desorientado. Las cosas a mi alrededor pasaban como en cámara lenta. Solo escuchaba un zumbido intenso dentro de las almohadillas del casco que se comenzaban a saturar de algún líquido.
“¿Serán lágrimas?... ¡No creo! No me duele nada. Creo que es mi sudor”, pensé en ese instante.
El momento resultó confuso. No había dolor, no sentía nada, y tardé en reaccionar.
Me traté de incorporar, pero, al apoyar la pierna izquierda para levantarme, no me respondió y caí como un bulto sobre mi costado. Todo me daba vueltas, aunque poco a poco fue llegando la calma hasta convertirse en un silencio total. El tráfico y el ruido de los motores cesó y solo quedó aquel pitido intenso en mi cerebro: “Piiiiiiiiiii…”.
La gente poco a poco comenzó a acercarse. Se colocaban alrededor de donde yacía yo tirado, en medio de aquella avenida ancha. Yo vi un paisaje arquitectónico decolorado y deteriorado. Las fachadas se mostraban antagónicas y de feo aspecto. Cientos de cables atravesando la calle. Qué horrible y desolador paisaje. No podía ver las caras de la concurrencia por el sol de frente; se veían como sombras formando un círculo.
De repente, alguien se abrió paso entre los presentes y se acercó a mí. De cuclillas me susurro:
—Soy médico. Dime si algo te duele… No te muevas, por favor. Me dices si te duele la cabeza.
Pensé en resistirme.
—Gracias, estoy bien —le dije.
No quería que nadie viera mi rostro. No quería quitarme lo que quedaba del casco, pero la visera había desaparecido por completo y lo demás sonaba roto. ¡Qué pena! Todos me miraban.
El líquido que escurría por mi cara ya se comenzaba a colar por los oídos hasta llegar al cuello. Esa sensación caliente y húmeda, como de agua tibia que resbala, se propagaba rápidamente entre mi chaqueta.
Escuché que alguien gritó:
—¡Ya viene la ambulancia!
La llamaron por teléfono.
—Retírense un poco para que no le quiten el aire —pidió el médico, y me volvió a decir—: Dime si te duele algo. —Me comenzó a revisar—. No muevas la mano izquierda— me dijo, y al llegar a la rodilla exclamó—: ¡Hay que esperar a que lleguen los paramédicos! ¡Creo que la tienes rota!
El momento comenzó a parecerme eterno. Entre más tiempo pasaba, más gente se acumulaba alrededor de mí y el líquido ya lo sentía en la espalda.
Sentía el pavimento caliente. Creo que hace mucha falta forestar las calles. Ese sol abrazador quema la piel y ningún árbol cerca. Muchos postes llenos de cables como telarañas, un transformador; uno, dos, otro por allá. Debe haber negocios que necesiten corriente alterna de doscientos veinte volts. ¡Eso qué importa! En ese momento ya no distinguía a nadie. Podía ver a la gente asustada. Algunos gritaban, otros miraban; quizá algún amigo trataba de hablar bajito. Los que bajaban la cabeza, como forma de expresar tristeza o desánimo, se imaginaban cosas peores. Pensarían que moriría, tal vez….
Por fin se escuchó la sirena de la ambulancia y, apartando la barrera de personas, se abrieron paso dos hombres. Eran dos paramédicos de la Cruz Roja. Con mucho cuidado, comenzaron a retirarme lo que quedaba de casco. Entre crujidos y rechinidos liberaron mi cabeza, y menuda sorpresa me llevé. Aquel líquido no eran lágrimas, tampoco sudor: era sangre que me salía del perímetro del ojo derecho.
Al girar mi cabeza, escuché ese sonido peculiar de quien pisa una charca, y miré los zapatos blancos inmaculados de los paramédicos teñirse de rojo. Se empapaban como si fueran árboles nutriéndose, por ósmosis, de savia, a través de sus raíces, aspirando frenéticamente el líquido del suelo.
—Fue una astilla de la visera —me dijo el camillero—. No te muevas porque te vamos a rasgar el pantalón para revisar tus piernas.
En ese momento se acercó una señora de complexión robusta cargando su bolsa vacía. Al parecer, se dirigía a comprar su despensa. Con tanto bullicio tuvo curiosidad y se acercó… Al verme ahí tirado, hizo la señal de la cruz en su cara, frunció su ceño y se alejó con terror.
Me pregunté qué la asustó tanto. ¿Qué sería lo que ella vio? Entonces traté de levantar mi cabeza para mirar mis piernas.
Lo que la asustó fue aquella escena dantesca. La sangre regada en el piso, mi pierna izquierda con una enorme cortada que dejaba los huesos expuestos, esa lesión que fue ocasionada por la palanca de velocidades al enterrarse desde la espinilla hasta el empeine. Tenía quemaduras múltiples en ambas piernas que me habían dejado sin piel: comenzaban desde el talón hasta llegar a los muslos. Esas fueron producidas por el contacto con el escape caliente y cromado. Mi mano izquierda, dislocada por el brusco golpe del manubrio contra la cajuela del automóvil, no la sentía.
Esas fueron las heridas “leves”. Lo fatal fueron las lesiones severas en mis pernas. Una de ellas había quedado doblada al revés de su movimiento natural, tenía rotos los ligamentos mediales, cruzado anterior y posterior, meniscos y ligamentos laterales, hechos pedazos.
Mi chaqueta, destruida, dejaba ver las múltiples lesiones de mi espalda. Mis codos y mis hombros tenían heridas que se miraban con la carne viva, color rojo muy intenso, también sin piel, pero ocultaba las contusiones que dentro de mi sentía. No sabía si tenía hemorragia interna. ¡Cómo saberlo en ese momento, cómo saber si el peso de la moto pudo haberme causado una lesión en mis órganos vitales! Desangrarme me llevaría a un estado de shock, o tal vez solo era sangre que comenzaba a salir de mi boca por alguna mordida a mi lengua. Yo mismo sacaba mis conclusiones tratando de mantenerme despierto.
Para entonces, no solo las sombras de las personas me obstruían la vista, sino también la sangre que se había acumulado en mis ojos. Mientras, el paramédico me auscultaba y entablillaba mis extremidades.
A mí no me impactó la escena. De hecho, todavía no reaccionaba ni pensaba con claridad. Otra cosa era la que me preocupaba…
Una pregunta del paramédico me hizo despertar del letargo. Me dijo sarcástico:
—¿Te volverías a subir a la moto?
No contesté. Solo asentí con la cabeza un sí, pero eso no me quitó del pensamiento lo que me rondaba en el cerebro.
Pensé: “¿Qué será de mi mamá y mi papá cuando me vean en este estado? Verme tirado ahí, destruido y roto. ¿Qué les voy a decir después de tantas recomendaciones que me hacían para no usar la motocicleta?”. ¡Eso sí me preocupaba!
Y si muero en el camino, ¿quién les dará la noticia?
Estaba colapsado como los edificios que se derrumban con un sismo y quedan los escombros apilados entre puntas de varillas y pedazos de piedra, esos que alguna vez formaban una estructura armónica.
Pronto me vi acostado dentro de la ambulancia. A través de sus ventanas se podían ver las fachadas del entorno. Cuando inició su marcha, todos aquellos frentes de casas y comercios pasaban uno tras otro formando una línea gris amorfa entre cables y anuncios. ¡Qué gran contaminación visual! Entre postes y árboles secos llegamos al edificio de la Cruz Roja. Ahí me bajaron en una de esas camillas altas con rueditas como en las películas.
En aquellas instalaciones frías y precarias, me recostaron sobre una plancha de concreto forrada de azulejos blancos, fría como el hielo. Los médicos, rápidamente, comenzaron a realizar su trabajo sin que me diera cuenta del tiempo que transcurrió. Después, mientras estaba solo, me percaté de un reloj viejo colgado a un costado de la pared. Por algún motivo, no funcionaba. Supongo que a nadie le importaba reemplazar sus baterías y se había detenido a las seis. A mí me recordó aquel cuento de Giovanni Papini: “Reloj parado a las siete”.
Luego observé a lado mío una mesa que contenía instrumentos como tenazas y tijeras de acero inoxidable. Apenas me comenzaba a estabilizar entre el dolor y la carga moral. Minutos después, apareció la enfermera que, por órdenes del médico, me cortaba con tijera la piel que se había desgarrado en la espinilla. Pretendía regularizar la herida. Después la comenzó a coser en una sola línea de cuarenta puntadas, y me dijo: