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La escuela necesitaba un activismo que iba más allá de las meras obligaciones académicas. Para una institución tan dependiente de los recursos públicos como la Bauhaus, la relación con las administraciones era un asunto crucial. Estaba obligada a poner en marcha iniciativas de promoción que no siempre eran coherentes con los propósitos educativos de la escuela.
Por otra parte, mientras los comunistas rusos fueron durante un tiempo tolerantes con la vanguardia (situación que empezaría a cambiar con la llegada de Stalin), a los socialdemócratas del SPD, enraizados en la tradición del reformismo obrero, las manifestaciones de la vanguardia les resultaban incomprensibles, y a lo más que llegaban era a la tolerancia. Sin embargo, esa relación más distante de los socialistas alemanes ante las innovaciones culturales evitó que intentasen dirigir o controlar la actividad de muchas instituciones a las que apoyaban. Mientras en la Unión Soviética el partido comunista se convirtió en emisor y controlador de cultura, el SPD se mantuvo al margen de un debate que, en general, no entendía. Sin embargo, a pesar de esa distancia, los socialdemócratas (y los demócratas del DDP) fueron la única garantía de que la Bauhaus y otras iniciativas similares pudieran desarrollar sus actividades sin grandes riesgos.
El Arbeitsrat für Kunst
Por otro lado, las artes no pudieron rehuir el compromiso político a que obligaron los movimientos revolucionarios. En aquellos primeros años de la revolución se formó el Arbeitsrat für Kunst (el Consejo de los Trabajadores del Arte) un movimiento vinculado a la arquitectura expresionista representada por Bruno Taut y Erich Mendelsohn, pero al que se unirían Walter Gropius en su condición de miembro de la Deutscher Werkbund y algunos pintores como Lyonel Feininger, Emil Nolde o Max Pechstein. Las pretensiones del consejo, ante todo políticas, eran un reflejo de algunas instituciones similares que habían aparecido en Rusia después de la revolución. En un texto fundacional, los firmantes decían:
“El arte y las personas deben formar una sola entidad. El arte dejará de ser el lujo de unos pocos, para ser disfrutado por las masas. El objetivo es una alianza de las artes bajo la cobertura de la gran arquitectura” (Arbeitsrat für Kunst, 1 de marzo de 1919).
Tras la dimisión de Bruno Taut, Gropius llegó a presidir el Arbeitsrat für Kunst, que finalmente se disolvería en 1921, cuando la Bauhaus ya llevaba unos años en funcionamiento.

Emblema del Arbeitsrat für Kunst, atribuido a Max Pechstein.
Y del mismo modo que la izquierda impulsó las innovaciones de la vanguardia, los nacionalistas de derecha rechazaron todas esas manifestaciones por considerarlas antialemanas. La oposición a cualquier forma de innovación tenía como principal fundamento el carácter ajeno al supuesto espíritu alemán de las experiencias de vanguardia que surgieron en Europa a principios del siglo XX. El Völkischer Beobachter (órgano oficial del NSDAP) mantuvo en sus inicios una opinión indulgente acerca de la Bauhaus y de sus miembros de raza aria. Se referían a ellos como aquellos que habían sido capaces de volver la espalda al falso individualismo que había caracterizado a los tiempos anteriores a la guerra y habían creado alojamientos sociales relativamente baratos.
Sin embargo, cuando vieron el éxito del discurso antimoderno del arquitecto Paul Schultze-Naumburg, autor del libro Kunst und Rasse (Arte y raza) que criticaba las innovaciones arquitectónicas desde una perspectiva racial, comprendieron que no era posible conciliar sus ideas con fórmulas artísticas y arquitectónicas tan alejadas del alma de los alemanes como la Bauhaus. El discurso antisemita y antimarxista incluyó a la arquitectura moderna (y a la Bauhaus), como a tantas otras manifestaciones que debían ser erradicadas en un futuro estado nacionalsocialista.

Erich Mendelsohn, antiguos almacenes Schocken en Chemnitz, 1929. Imagen del edificio antes de su reapertura como Museo de Arqueología. Fotografía de Altsachse.
1. El término Freikorps, que originalmente se refería a las milicias de voluntarios, designaba en los tiempos de la República de Weimar a las organizaciones paramilitares ultranacionalistas que se formaron en muchos casos con los soldados retornados del frente de batalla en 1918.
II.
La fundación de la Bauhaus y el manifiesto de 1919
La cultura de Weimar representó para muchos alemanes un tiempo de esperanza y modernización. A partir de la influencia norteamericana y de su mezcla explosiva con las vanguardias y la revolución social se creó un ambiente propicio para las grandes transformaciones. Por ello era imposible que la Bauhaus se limitara a ser un paso más en el reformismo del Arts and Crafts sobre el que Gropius había pergeñado su proyecto antes de la guerra. En 1919 Gropius, como tantos otros, se dio de bruces con el siglo XX y no tuvo más remedio que acomodarse a los nuevos tiempos, al incesante dinamismo de una sociedad sometida a enormes cambios.
“Recuerdo cuando volví de la Primera Guerra Mundial, pensé que todo volvería ser como había sido siempre. Hasta que un día, de repente, me di cuenta de que nada sería igual a como lo había sido antes. Hubo un momento en mi vida que no puedo olvidar. No sé por qué, pero de repente me di cuenta de que tenía la obligación de participar en algo completamente nuevo, algo que cambiara las condiciones en las que habíamos vivido hasta entonces” (Gropius, 1968).
La guerra y la revolución terminaron con muchas de las discusiones que arrastraban las artes y la arquitectura desde finales del siglo XIX. Como miembro del Arbeitsrat für Kunst, Gropius fue consciente del impacto que las ideas políticas tendrían sobre la nueva sociedad in dustrial, y comprendió que las aspiraciones sociales se habían situado por delante de los viejos problemas formales heredados del movimiento reformista.
El decisivo papel de Walter Gropius
Gropius había nacido en Berlín en 1883 en el seno de una familia de la alta burguesía. En 1903, con veinte años de edad, inició sus estudios de arquitectura bien lejos de su ciudad natal, en la Technischen Hochschule de Múnich, pero al poco lo dejó para seguir un año de instrucción militar en Hamburgo. En 1906 intentaría reanudar su formación, en este caso, en la Technischen Hochschule de Charlottenburg, cerca de Berlín, aunque dos años después abandonó por completo los estudios, sin recibir ninguna titulación. Parece que su incompetencia para el dibujo, por entonces, una destreza imprescindible, fue (entre otras) una de las razones que le llevaron a dejar los estudios de arquitectura. A pesar de carecer de título, empezó a construir edificios sencillos para algunos familiares en Pomerania, donde mostró su inclinación por un nuevo lenguaje arquitectónico todavía poco definido.
Fue entonces, entre septiembre de 1907 y abril de 1908 cuando, acompañado de Helmuth Crisebach, realizó un viaje a España que influyó en su formación personal e intelectual. Se sabe que escribió a su madre una carta desde Medina del Campo en octubre de 1907 donde relataba su visita al castillo de Coca y la profunda impresión que le produjo (Medina Warburg, 2018). Con ese mismo motivo escribiría un artículo que mostraba su interés por la arquitectura española como una forma de síntesis entre lo oriental y lo occidental (MacCarthy, 2019). Este viaje contribuyó a despertar su interés por el análisis arquitectónico que le acompañó toda la vida y fue esencial en su posterior carrera como docente.
En los meses que recorrió la península llegó a adquirir un conocimiento suficiente de la lengua castellana que le permitiría, años más tarde, impartir varias conferencias en España (Bal y Gay, 1930). En aquel primer viaje Gropius llegó a conocer a Antoni Gaudí en Barcelona, pero no consiguió entablar una verdadera relación con el arquitecto catalán, dada su personalidad introvertida y su completa implicación por entonces en el proyecto de la Sagrada Familia.

La villa Metzler, construida por Walter Gropius hacia 1906 en la localidad polaca de Drawsko Pomorskie (antigua Dramburg durante su partencia al reino de Prusia). Tarjeta postal de la época.
Peter Behrens y la Deutscher Werkbund
A su vuelta, se incorporó al estudio de Peter Behrens donde llegaría a trabajar junto a Ludwig Mies van der Rohe (con quien siempre tuvo una relación complicada) y con otros importantes arquitectos del siglo pasado, entre ellos, Le Corbusier. Entre 1910 y 1915 se ocupó en la construcción de la fábrica Fagus en Alfeld, su obra más relevante hasta entonces, que apuntaba ya algunas ideas arquitectónicas que definirían los edificios de la Bauhaus en Dessau.
Pero esos años fueron para Gropius, como para tantos otros, los años de una guerra que retrasaría su ya iniciado proyecto de la Bauhaus. Su actuación en el frente occidental, donde sería herido de gravedad, le haría merecedor de la Cruz de Hierro.
En 1915 contrajo matrimonio con Alma Margaretha Maria Schindler, viuda del compositor austriaco Gustav Mahler, con quien había iniciado una apasionada relación en vida de su marido, y con la que tendría una hija que moriría de poliomielitis a los dieciocho años. El matrimonio terminaría en 1920 y, tras un periodo de relaciones más breves, se casaría en 1923 con la periodista Ise (Ilse) Frank, que permanecería a su lado hasta su muerte en 1968 (MacCarthy, 2019). Ise Gropius tuvo gran importancia en la vida pública en los años de Dessau, donde llegó a ser una especie de primera dama, consciente del carácter esencial de la Bauhaus y del papel de su marido como fundador.

La fábrica Fagus, en la pequeña ciudad de Anfeld en Baja Sajonia, fue proyectada por Walter Gropius y Adolf Meyer y construida entre 1911 y 1915. Fotografía de Carsten Janssen.
Como ya se ha comentado, en 1918 Gropius pasó a formar parte del Arbeitsrat für Kunst, organización que llegaría a presidir en su etapa final tras la marcha de Bruno Taut. Su pertenencia a este movimiento es un claro ejemplo más de los intereses diversos y cambiantes de Gropius durante toda su vida. Cuando se disolvió en 1921, la Bauhaus ya estaba abierta.
Al contrario que Hannes Meyer, Gropius fue ante todo un pragmático sin principios ideológicos definidos, un hombre capaz de adaptarse a los cambios, y dispuesto a hacer las piruetas necesarias para mantener el equilibrio. Creía, ante todo, en si mismo y en su capacidad para sobrevivir en circunstancias adversas. Como demostró en los años de Weimar y en su larga estancia en Estados Unidos, su pragmatismo era el único medio de sobrevivir en un siglo de grandes transformaciones. Esta actitud le permitió en 1918 alinearse con la revolución republicana, y aparecer como un digno representante de la neutralidad conservadora desde su posición en el departamento de arquitectura de la Universidad de Harvard.
En una carta a Tomás Maldonado escrita en 1963 (y publicada en la revista ulm en 1964) acusaba de “falta de intuición política” a Hannes Meyer durante el poco tiempo que dirigió la escuela. Eso es lo que nunca le faltó a Gropius: intuición política y capacidad de adaptación. (Gropius, ulm, 1964). Supo casi siempre de dónde venía el viento y no tuvo reparos en reinterpretar los hechos para dar sentido al mito de la Bauhaus en las siguientes décadas.

Walter Gropius hacia 1919, en una fotografía de Luis Held (1851-1927).
La ofensiva política contra la Bauhaus
Entre 1919 y 1928 Gropius no tuvo otro interés que dirigir la escuela que había fundado, aunque no abandonó por completo su actividad como arquitecto. Era una tarea de gran envergadura, en primer lugar, porque dependía económicamente de la ciudad de Weimar y del estado de Turingia, administraciones con las que era obligado mantener relaciones cordiales. Pero la Bauhaus también supuso una constante tensión por las muchas innovaciones pedagógicas que trajo consigo y las discrepancias que generó su aplicación entre un variopinto cuadro de docentes.
Gropius fue acusado por algunos docentes (y por personas ajenas a la institución) de mantener un estudio privado de arquitectura dentro de la escuela y de utilizar a los alumnos como empleados, aunque tales acusaciones nunca fueron probadas. En todo caso, si parece que sus actividades profesionales pudieron en algún momento colisionar con su responsabilidad como director. En 1927 Fritz Hesse, alcalde de Dessau y en alguna medida responsable del funcionamiento de la escuela, llegó a llamarle al orden por ciertas ausencias injustificadas. Lo cierto es que, por la razón que fuese, en 1928 Gropius abandonó la Bauhaus para dedicarse plenamente a su trabajo como arquitecto y propuso a Hannes Meyer como sucesor. Su lejanía de la dirección no impidió que participase de algún modo en el cese del propio Meyer en 1930, y en el posterior nombramiento de Ludwig Mies van der Rohe.
Tras la llegada al poder del NSDAP en 1933 no mostró Gropius serias resistencias al cambio de régimen. Del mismo modo que otros miembros de la Bauhaus (y de tantos activistas de los movimientos de vanguardia) intentó “un acercamiento a la retórica nacionalsocialista” como demuestran algunas de las conferencias impartidas en 1934, cuando la dictadura era ya un hecho (Medina Warburg, 2018, 59). En esas intervenciones llegó a defender la naturaleza genuinamente germánica de la arquitectura moderna. Pero más que una verdadera convicción, lo que movió a Gropius (como a muchos otros) fue la necesidad de sobrevivir en un ambiente cada vez más adverso (Nerdinger, 1993). Como señalaba Medina Warburg (2018, 59), “no se han superado las narraciones épicas que identificaron el vanguardismo artístico con el compromiso político”, y más en concreto las que hacen referencia al fundador de la Bauhaus.
El sueño americano
A pesar de su prudencia política, Gropius se vio obligado a exiliarse, primero en el Reino Unido, y más tarde en Norteamérica. En Londres publicaría su libro, The new Architecture and the Bauhaus (La nueva arquitectura y la Bauhaus), de 1935, el primero donde inicia su tendencia a reescribir la historia de la escuela para adaptarla a su nueva condición de emigrado.
La manera en que Gropius impulsó una difusión políticamente interesada de sus ideas tras la Segunda Guerra Mundial quedó en evidencia en los viajes que hizo por Iberoamérica, “promovidos y financiados por el departamento de estado como iniciativas de propaganda cultural en el exterior” (Medina Warburg, 2018, 59). Si, como señala Fiona MacCarthy (2019), la arquitectura de Gropius carecía de la carga emotiva que caracterizó a Le Corbusier o de Mies van der Rohe, sus virtudes para relacionar cosas y personas, y crear fenómenos culturales fueron providenciales para quien, como él, tuvo que empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Durante la segunda postguerra, Gropius fue nombrado consejero de las fuerzas de ocupación norteamericanas en Alemania con la misión de estudiar los problemas derivados de la reconstrucción del país. Su relación con el gobierno de Estados Unidos llegó a ser tan estrecha que la CIA sufragó la publicación de algunos de sus libros e impulsó su figura internacionalmente. El encargo de construir la embajada en Atenas no fue ajeno a esta peculiar posición de Gropius ante la administración norteamericana (Betts, 2009, 190).
En 1946 fundó TAC, The Architects Collaboratives, junto a varios arquitectos norteamericanos (Körte, 2019). De este periodo es de singular importancia el mítico edificio Pan Am, concluido a principios de los sesenta, y que despertó tanta controversia, hasta el punto de ser uno de los edificios más detestados por los neoyorquinos, tanto por su forma como por su ubicación (Banham, 1964). En 1964, en la revista ulm, Reyner Banham criticaba a quienes veían “a Gropius como un semidiós, a pesar del edificio de la Pan Am”.
Su estrategia de promoción en Estados Unidos había comenzado con la exposición del MoMA en 1938 que se ocupaba exclusivamente del periodo comprendido entre 1919 y 1928, es decir la época de Gropius. Y como cabría esperar, los posibles méritos de Meyer se resumieron de la manera más escueta en el catálogo de esa exposición donde él, por otra parte, tenía un evidente protagonismo.
Aunque la monografía de Wingler, aparecida en Alemania en 1962, proporcionaba ya una visión algo más amplia, Walter Gropius siguió liderando la interpretación de la Bauhaus hasta sus últimos días. El catálogo de la exposición organizada en 1968, 50 Jahre Bauhaus, presentaba el conocido diagrama circular con la estructura pedagógica de la escuela, ideado en 1922, como algo que estuvo en vigor durante todo el periodo de existencia de la escuela entre 1919 y 1933 cuando no fue así (Droste, 2009).
Gropius no solo consiguió asimilar las ideas de Meyer e incorporarlas a su interesado relato, hizo lo mismo con las de Mies van der Rohe y con cualquier otra aportación que fuera de interés para sus objetivos. Tales cambios fueron posibles gracias al enorme control que tuvo sobre el legado de la escuela que le permitió modelar paulatinamente el relato a su conveniencia. Esas maniobras sirvieron para que la Bauhaus pudiera insertarse en la construcción cultural de esa República Federal y contribuir a dar forma a la sociedad de consumo surgida del crecimiento económico. En tal sentido, no puede negarse su positiva influencia para que el proyecto de la Hochschule für Gestaltung de Inge Scholl, Otl Aicher y Max Bill recibiera el apoyo de Estados Unidos y fuera una realidad en 1953.
En 1968 LIFE dedicó un empalagoso reportaje al fundador de la Bauhaus con motivo de su 85 cumpleaños que apareció también en la versión de la revista en español. En un lenguaje carente del mínimo recato, el reportaje glosaba la figura de un hombre ejemplar y comenzaba con una declaración tan exagerada como innecesaria: “Cuando Walter Gropius, de vacaciones en Arizona, se divierte lanzando chorros de agua, las gotas caen trazando en el aire la trayectoria de un hermoso diseño”.
El resto de las páginas, ilustradas con grandes fotografías, mostraban al matrimonio Gropius completamente integrado en la vida norteamericana, lejos del frío de la costa este en la que vivían.
“Cuando llega el invierno, Gropius y su esposa se van de Massachusetts a Castle Hot Spring, estado de Arizona. Gran jinete, a veces cabalga hora tras hora por el desierto […] excelente tirador hace aquí unos disparos de práctica”.
El propio Gropius añade algunos elogios al país que lo acogió:
“Es imposible aburrirse cuando se anda por el campo […] ‘Me extraña mucho que los norteamericanos no recorran más este país. Encierra grandes maravillas”.
A estas líneas acompañaban unas reflexiones de Peter Blake, por entonces director del Architectural Forum, quien, en un lenguaje algo más sosegado, insistía en los argumentos del mito. Tras referirse a la importancia de Frank Lloyd Wright, Le Corbusier y Mies van der Rohe, Blake afirmaba sin pudor:
“Estos hombres, y quizá uno o dos más, fueron los héroes del movimiento moderno. Pero todos ellos eran, hasta cierto punto, especialistas. Gropius es el único universal. Se ha dedicado a todas las disciplinas y ha aprovechado todas las oportunidades comprendidas en el campo de su visión. Es uno de los principales arquitectos del siglo, el inventor, o poco menos, del proyecto industrial moderno; y sin reservas, el maestro más influyente de la arquitectura, la urbanización y el diseño de los últimos cincuenta años. Él y su viejo socio Marcel Breuer han revolucionado la enseñanza de la arquitectura en Estados Unidos desde que llegaron en 1937 a la facultad de diseño de Harvard” (Blake, 1968, 44),
Walter Gropius falleció el 5 de julio de 1969 en Boston, con 86 años de edad, como consecuencia de una intervención quirúrgica realizada unas semanas antes que no pudo superar por un fallo respiratorio.
Weimar, allí empezó todo
La historia de la Bauhaus dio comienzo en la primavera de 1919, cuando el recuerdo de la revolución aún seguía presente en las calles de Berlín. Fue entonces cuando Gropius puso en marcha un proyecto de integración de arte e industria que enlazaba con la vieja tradición de lo que se dio en llamar Arts and Crafts. Este movimiento, iniciado al final del siglo XIX por William Morris y otros inquietos victorianos, ejerció una desorbitada influencia sobre los artistas e intelectuales del cambio de siglo porque su impacto desbordó los pequeños círculos de artistas y críticos. Como señalaba Hobsbawm, “inspiró a quienes deseaban cambiar la vida humana, y también a individuos pragmáticos interesados en producir estructuras y objetos de uso, así como aquellos otros interesados en los aspectos pertinentes de la educación” y ejerció una poderosa atracción sobre un núcleo de arquitectos, imbuidos de una visión utópica (Hobsbawm, 2001, 239).
La pequeña ciudad de Weimar
Hacia 1919 Weimar tenía poco más de 37 000 habitantes, la mitad aproximadamente de su población actual, y distaba mucho de tener una actividad industrial digna de mención. Que la Bauhaus se fundara en esta pequeña ciudad de Turingia, ajena a la intensa vida cultural de la capital del Reich, se debe en gran medida a la tradición cultural que caracterizó de siempre a Weimar.
Desde antiguo la ciudad acogió a muchas figuras relevantes de la cultura alemana: Lucas Cranach el Viejo terminó allí sus días, y en el poco tiempo que Johan Sebastian Bach pasó allí se extendió su fama como intérprete de órgano. En la segunda mitad del siglo XVIII Johann Wolfgang von Goethe y Friedrich Schiller hicieron de la ciudad un símbolo de la nación germánica.
Tras las guerras napoleónicas Weimar se convirtió en la capital de un territorio próspero de lo que más tarde sería el Gran Ducado de Sajonia. Su condición de pequeña corte atraería artistas e intelectuales durante todo el siglo XIX. Franz Liszt pasaría allí largas temporadas y acogería en su casa a Richard Wagner tras los sucesos revolucionarios de 1848. Fue en el teatro de esa ciudad donde Liszt estrenó Tannhäuser y más tarde Lohengrin, dos de las más conocidas obras de Wagner, por entonces en el exilio. Friedrich Nietzsche pasó en Weimar sus últimos años en la villa Silberblick, una vivienda proyectada por el arquitecto belga Henry van de Velde quien hacia 1911 terminaría la construcción de la escuela de Bellas Artes de esa ciudad. Sería en ese edificio donde pocos años después se instalaría la Bauhaus.

Monumento a Goethe y Schiller levantado en la ciudad de Weimar hacia 1857, obra del escultor Ernst Friedrich August Rietschel. Fotografía de Andreas Trepte.
Ya antes de terminar la guerra, Walter Gropius recibió el encargo de fusionar la Großherzoglich-Sächsischen Hochschule für Bildende Kunst (la Escuela de Bellas Artes del Gran Ducado de Sajonia con la Kunstgewerbeschule (la Escuela de Artes Aplicadas) de la ciudad de Weimar.
“Esta idea de una esencial unidad que integre toda forma de diseño fue el estímulo que me llevó a fundar la Bauhaus […] Uní para ello la Großherzoglich Sächsischen Kunstschule (la Escuela Gran Ducal Sajona de Bellas Artes) con la GroßherzoglichSächsischen Kunstgewerbeschule (la Escuela Gran Ducal Sajona de de Artes Aplicadas), para formar una Hochschule für Gestaltung (Escuela Superior de la configuración), bajo el nombre de Staatliche Bauhaus Weimar” (Gropius, 1935).
Este proyecto de raíces románticas, en buena medida decimonónicas, fue concebido por Gropius en el ambiente que había llevado a la creación de la Deutscher Werkbund en los años de la Belle Epoque cuando la confianza en el progreso no había sido mancillada por la brutalidad de la guerra.