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Capítulo 3
Sufrimientos Compensados
“Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.” — Romanos 8:18
Ah, dice alguno, eso debió haber sido escrito por un hombre que era ajeno al sufrimiento, o por uno que no conocía sino las irritaciones medianas de la vida. No es así. Estas palabras fueron escritas bajo la dirección del Espíritu Santo, y por uno que bebió el fondo de las penas, sí, uno que sufrió aflicciones en las formas más agudas. Escucha su propio testimonio: “De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez” (2 Corintios 11:24-27). “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.”
Este era la convicción inamovible no de uno de los que aparecen en la revista Fortune, no de uno que encontró su viaje por esta vida allanado para él, o un camino rodeado de rosas, sino, por el contrario, de uno que fue odiado por los de su nación, que fue golpeado brutalmente muchas veces, que sabía lo que era ser privado no solo de las comodidades de esta vida sino de las mismas necesidades básicas. ¿Cómo, pues, podemos comprender su optimismo eufórico? ¿Cuál es el secreto con el que se mantiene por encima de sus problemas y dificultades?
La primera cosa con la que el apóstol solitario se consolaba a sí mismo era que los sufrimientos del cristiano son solo de duración corta: están limitados al “tiempo presente”. Esto contrasta completa y seriamente con los sufrimientos de cualquiera que rechaza a Cristo. Sus sufrimientos serán eternos: para siempre atormentados en el lago de fuego. Pero es muy distinto para el creyente. Sus sufrimientos están restringidos a esta vida en la tierra, la cual se compara a una flor que sale de la tierra y se corta, a una sombra que se desvanece y deja de ser. Unos cuantos años a lo mucho, y pasaremos de este valle de llantos hacia aquella ciudad alegre donde los lamentos y suspiros nunca se escuchan.
Segundo, el apóstol miraba hacia adelante con los ojos de fe a “la gloria”. Para Pablo “la gloria” era algo más que solo un bonito sueño. Era una realidad práctica, la cual ejercía una influencia poderosa sobre él, consolándole en las horas de adversidad más candentes y difíciles. Esta es una de las pruebas reales de la fe. El cristiano tiene un apoyo sólido en el tiempo de la aflicción, mientras el incrédulo no lo tiene. El hijo de Dios sabe que en la presencia de su Padre hay “plenitud de gozo”, y que a Su diestra hay “delicias para siempre”. Y la fe les afirma, les hace suyos, y vive en sus ánimos confortantes incluso ahora. Así como el pueblo de Israel en el desierto se animó al echar un vistazo a lo que les esperaba en la tierra prometida (Números 13:23,26), así aquel que hoy anda por fe, y no por vista, contempla aquello que ojo no vio, ni oído oyó, pero que Dios por medio de Su Santo Espíritu nos las reveló a nosotros (1 Corintios 2:9,10).
Tercero, el apóstol se regocija en “la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”. No somos capaces de comprender todo lo que esto significa. Pero se nos ha concedido más de una pista. Allí habrá:
a) La “gloria” de un cuerpo perfeccionado. En aquel día esta corrupción se vestirá de incorrupción, y esto mortal de inmortalidad. Aquello que haya sido sembrado en deshonra, resucitará en gloria, y aquello que haya sido sembrado en debilidad, resucitará en poder. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial (1 Corintios 15:49). El contenido de estas expresiones se resumen y se amplían en Filipenses 3:20-21: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”.
b) Allí habrá la gloria de una mente transformada. “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12). ¡Oh, qué mundo de iluminación intelectual será cada mente glorificada! ¡Qué intensidad de luz tendrá! ¡Qué capacidad de entendimiento disfrutará! Entonces todos los misterios serán aclarados, todos los problemas resueltos, todas las discrepancias reconciliadas. Entonces cada verdad de la revelación de Dios, cada evento de Su providencia, cada decisión de Su gobierno, será aún más brillantemente clara y resplandeciente que el mismo sol. En tu búsqueda diaria por entendimiento espiritual, ¿te lamentas de la oscuridad de tu mente, de las debilidades de tu memoria y de las limitaciones de tus facultades intelectuales? Entonces, regocíjate en la esperanza de la gloria que ha de ser revelada en ti: cuando todos tus poderes intelectuales sean renovados, desarrollados, perfeccionados, de tal forma que conozcas como eres conocido.
c) Lo mejor de todo, allí habrá la gloria de la santidad perfecta. La obra de gracia de Dios en nosotros estará terminada. Él ha prometido que “cumplirá su propósito en mí” (Salmo 138:8). Entonces será la consumación de la pureza. Hemos sido predestinados para ser “hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Romanos 8:29), and cuando Le veamos, “seremos semejantes a él” (1 Juan 3:2). Allí nuestras mentes ya no serán contaminadas por pensamientos malos, nuestras conciencias ya no serán manchadas por un sentido de culpa, nuestros amores ya no estarán atados a objetos indignos. ¡Qué perspectiva tan maravillosa es esta! ¡Una “gloria” será revelada en mi persona, que ahora ni siquiera puede reflejar un rayo solitario de luz! ¡En mí: tan obstinado, tan indigno, tan pecador; que vivo en tan poca comunión con Aquel que es el Padre de las luces! ¿Puede ser que en mí sea revelada esta gloria? Esto afirma la infalible Palabra de Dios. Si soy un hijo de luz por estar “en Él”, quien es el resplandor de la gloria del Padre, aunque ahora viva en medio de las sombras del mundo, un día eclipsaré el resplandor del firmamento. Y cuando el Señor Jesús regrese a esta tierra, Él será “admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:10).
Finalmente, el apóstol aquí sopesó los “sufrimientos” de esta vida presente contra la “gloria” que en nosotros ha de manifestarse, y al hacerlo declaró que aquellos “no son comparables” con lo que viene. Lo primero es transitorio, lo otro es eterno. Como no hay proporción entre lo finito y lo infinito, así no hay comparación entre los sufrimientos terrenales y la gloria celestial. Un segundo en el cielo es más valioso que una vida entera de sufrimiento. ¡Dónde quedan los años de arduo trabajo, de enfermedad, de batallar con la pobreza, de todo tipo de tristeza, cuando se comparan con la gloria de la tierra de Emanuel! Un sorbo del río de la dicha a la diestra de Dios, un aliento del Paraíso, una hora en medio de los lavados por su sangre que están alrededor del trono, compensará mucho más por todas las lágrimas y llantos terrenales. “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.” Que el Espíritu Santo permitan tanto al escritor como al lector apropiarnos de esto con fe y vivir el presente como poseyéndolo y gozándolo para la alabanza de la gloria de la gracia Divina.
Capítulo 4
El Dador Supremo
“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”— Romanos 8:32
Este versículo nos provee una muestra de la lógica Divina, y contiene una conclusión extraída de una premisa: pues, si Dios entregó a Cristo por todos los suyos, entonces todo lo demás que ellos necesitan será suplido con seguridad. Hay muchos ejemplos en las Sagradas Escrituras de este tipo de lógica Divina. “Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe?” (Mateo 6:30). “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10). “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?” (Mateo 7:11). De la misma manera en nuestro versículo, no podemos evitar razonarlo y eso nos lleva al entendimiento y al corazón. Nuestro texto nos habla del carácter benévolo de nuestro amoroso Dios como se puede interpretar por el don de Su Hijo. Y esto, no meramente para la instrucción de nuestras mentes, sino también para el consuelo y la seguridad de nuestros corazones. La dádiva de Su propio Hijo es la garantía de las bendiciones venideras que Dios da a su gente. Lo mayor abarca lo menor; Sus dones espirituales indecibles son la promesa de que todas las misericordias temporales necesarias serán suplidas.
Note usted cuatro cosas de nuestro versículo:
1. El sacrificio de alto precio del Padre
Esto nos trae ante una verdad en la que temo que meditamos muy pocas veces. Nos deleitamos en pensar en el maravilloso amor de Cristo, quien amó a pesar de la muerte, y quien no escatimó el sufrimiento como algo demasiado grande por Su pueblo. Pero, ¡qué debió haber significado para el Padre cuando su Hijo dejó Su morada celestial! Dios es amor, y nada es tan sensible como el amor. Yo no creo que la Deidad sea carente de emociones, como lo representan los estoicos, los escolares de la edad media. Yo creo que el enviar a Su Hijo fue algo que se sintió en el corazón del Padre, que fue un verdadero sacrificio para Él.
Entonces, pesa bien el hecho solemne de la premisa en que se basa la promesa que le sigue: ¡Dios “no escatimó ni a su propio Hijo”! ¡Son palabras expresivas, profundas, enternecedoras! Sabiéndolo completamente, como solamente Él podía, todo lo que involucraba esta redención: la ley rígida e ineludible, insistiendo en una obediencia perfecta y demandando la muerte de sus transgresores. La justicia, tan severa e inexorable, requiriendo una satisfacción completa, y rehusándose a “pasar por alto la falta”. Aun así, Dios no reservó el único Sacrificio que podría satisfacer la demanda. Dios “no escatimó ni a su propio Hijo”, aun sabiendo perfectamente de la humillación y la ignominia del pesebre de Belén, la ingratitud de los hombres, el no tener donde reclinar su cabeza, el odio y la oposición de los impíos, la enemistad y agresividad de Satanás; aun así Él no titubeó. Dios no rebajo ninguno de los requisitos para Su trono, ni abatió una pizca de Su terrible maldición. No, Él “no escatimó ni a su propio Hijo”. Se demandó hasta el último centavo; incluso la última gota del cáliz de su ira debía ser vaciada. Aun cuando Su Amado clamó en el jardín, “si es posible, pase de mí esta copa”, Dios no lo “escatimó”. Aun cuando manos viles le clavaron al madero, Dios clamó, “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor” (Zacarías 13:7).
2. El diseño misericordioso del Padre
“Sino que lo entregó por todos nosotros.” Aquí se nos dice por qué el Padre hizo tal sacrificio de alto precio; ¡Él no escatimó (retuvo) a Cristo, para poder escatimarnos (retenernos) a nosotros! ¡No se trataba de falta de amor hacia el Salvador, sino de un maravilloso, sublime y admirable amor por nosotros! Oh, maravíllate en el magnífico diseño del Altísimo. “De tal manera amó Dios al mundo que ha dada a su hijo unigénito”. Verdaderamente, tal amor sobrepasa todo entendimiento. Además, Él hizo este sacrificio costoso no de mala gana o renuentemente, sino con liberalidad: por puro amor. Una vez Dios dijo al rebelde Israel, “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín?” (Oseas 11:8). Dios tenía infinitas razones para decirle esto a El Santo, Su muy Amado, Aquel en quien Su alma se complacía diariamente. Sin embargo, Él “lo levantó” para vergüenza y escarnio, para odio y persecución, para sufrimiento y para la misma muerte. ¡Y Él lo entregó por nosotros, descendientes del rebelde Adán, depravados y contaminados, corruptos y pecadores, viles y sin valor! Para nosotros quienes han ido a “una provincia apartada” de enemistad contra Él, y allí gastamos nuestros bienes viviendo perdidamente. Sí, “por nosotros” quienes se han apartado como ovejas, cada cual por “su propio camino”. Por nosotros quienes “éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” en quienes no mora ningún bien. Por nosotros quienes nos hemos rebelado en contra de nuestro Creador, odiado Su santidad, despreciado Su Palabra, quebrantado Sus mandamientos, resistido a Su Espíritu. Por nosotros que bien merecemos ser echados en el fuego eterno y recibir la paga que nuestros pecados nos deben. Sí, por usted, mi hermano cristiano, quien muchas veces está tentado a interpretar sus sentimientos como muestras de la dureza de Dios, quien considera su pobreza como una señal de Su desdén, y sus temporadas de oscuridad como evidencia de Su abandono. Oh, confiésele a Él las maldades de estas dudas deshonrosas, y nunca más cuestiones el amor de Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros. La fidelidad demanda que yo señale pronombre calificativo de nuestro versículo. No dice que Dios “lo entregó por todos”, sino “por todos nosotros”. Esto se define apropiadamente en los versículos que preceden. En Romanos 8:31 se hace la pregunta, “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” En Romanos 8:30 se define este “nosotros” como aquellos a quienes Dios ha predestinado y les ha “llamado” y “justificado”. Los “nosotros” son los favoritos del cielo, los objetos de la gracia soberana; los elegidos de Dios. Y sin embargo, en sí mismos ellos son, por naturaleza y práctica, merecedores de ira y nada más. Aun así, gracias a Dios, se trata de “todos nosotros”: tanto de los peores como de los mejores, del deudor de cien denarios, como el deudor de diez mil talentos.
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