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Reconocemos que la vida es un problema profundo, y que por todas partes nos rodea el misterio; pero no somos como las bestias del campo, ignorantes de su origen e inconscientes de lo que está ante ellas. No; «tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 Pedro 1:19). Y es a esta Palabra de Profecía que ciertamente hacemos bien en «estar atentos», a esta Palabra que no tuvo su origen en la mente del hombre sino en la de Dios; «porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pedro 1:21). Al volvernos a la Palabra y ser instruidos por ella, descubrimos un principio fundamental que es preciso sea aplicado a todos los problemas: en vez de empezar con el hombre y su mundo y retroceder hasta Dios, es necesario que empecemos con Dios y descendamos luego hasta el hombre. «En el principio (...) Dios» (Génesis 1:1). Apliquemos este principio a la situación actual. Comencemos a partir del mundo tal como está hoy y tratemos de retroceder hasta llegar a Dios y todo parecerá demostrar que el Supremo Hacedor no tiene relación alguna con el mundo. Pero si empezamos con Dios, siguiendo después hacia abajo, la luz, y luz en abundancia, iluminará el problema. Debido a que Dios es Santo, Su ira se enciende contra el pecado. Debido a que Dios es justo, Sus juicios descienden contra los que contra Él se rebelan. Debido a que Dios es fiel, se cumplen las solemnes amenazas de Su Palabra. Debido a que Dios es Omnipotente, ninguno puede resistirse a Él con éxito y menos aun destruir Su Propósito. Debido a que Dios es Omnisciente, no hay problema que escape a Su conocimiento ni dificultad que confunda Su sabiduría. Es precisamente porque Dios es Quien es y lo que es, que ahora contemplamos lo que está ocurriendo en la tierra: el principio del derramamiento de Sus juicios. Conociendo Su inflexible justicia e inmaculada santidad, no podíamos esperar otra cosa que lo que hoy contemplan nuestros ojos.
Sin embargo, conviene decir muy enfáticamente que el corazón solo puede hallar consuelo y gozo en la bendita verdad de la soberanía absoluta de Dios en tanto que se ejercite la fe. La fe se ocupa continuamente de Dios, ese es su carácter; eso es lo que la diferencia de la teología intelectual. La fe se sostiene «como viendo al Invisible» (Hebreos 11:27); soporta los desengaños, las dificultades y todos los pesares de la vida, reconociendo que todo viene de la mano de Aquel que es infinitamente sabio como para errar e infinitamente amante como para ser cruel. Si atribuimos lo que ocurre a cualquier otra causa que no sea Dios mismo, no habrá reposo para el corazón ni paz para el espíritu. Mas si recibimos todo cuanto afecta a nuestras vidas como de Su mano, entonces, sean cuales fueren las circunstancias o lo que nos rodea, tanto si estamos en una choza como encerrados en una prisión o en la hoguera del martirio, nos será dado poder para decir: «Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos» (Salmo 16:6). He aquí el lenguaje de la fe, y no el de la vista ni de los sentidos.
Sin embargo, si en vez de someternos al testimonio de la Sagrada Escritura, si en vez de andar por fe, andamos en pos de la evidencia de nuestros ojos y razonamos sobre esta base, caeremos en el lodazal de un virtual ateísmo. Asimismo, nuestra paz se acabará si somos guiados por las opiniones y los puntos de vista de otros. Aún admitiendo que hay muchas cosas en este mundo de pecado y sufrimiento que nos desaniman y entristecen; aun admitiendo que muchos aspectos de la providencia de Dios nos sobrecogen y aturden, no es razón suficiente para que nos unamos al incrédulo y al hombre del mundo que dice: «Si yo fuera Dios, no permitiría esto ni toleraría aquello». Es mucho mejor, en presencia del misterio que nos deja perplejos, decir con el salmista: «Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Salmo 39:9). La Escritura nos dice que los juicios de Dios son «insondables», y sus caminos «inescrutables» (Romanos 11:33). Así debe ser si la fe ha de ser probada, si la confianza en Su sabiduría y justicia ha de ser fortalecida, y la sumisión a Su santa voluntad ha de ser sostenida.
Esta es la diferencia fundamental entre el hombre de fe y el incrédulo. El incrédulo es «del mundo», todo lo mide por la vara de lo mundano, considera la vida desde el punto de vista del tiempo y los sentidos y todo lo pesa en la balanza de su propio entendimiento carnal. Mas el hombre de fe tiene la mente de Dios, todo lo mira desde Su punto de vista, valora las cosas según la medida espiritual, y considera la vida a la luz de la eternidad. De esta forma, acepta todo como proviniendo de la mano de Dios, su corazón vive tranquilo en medio de la tormenta y se goza en la esperanza de la gloria del Altísimo.
A continuación presentamos la línea de pensamiento que se sigue a lo largo de este libro: Nuestro primer postulado será, que debido a que Dios es Dios, Él hace lo que Le place, solo como Le place, siempre como Le place; asimismo, que Su interés máximo está puesto en el cumplimiento de Su deseo y la promoción de Su Gloria. Él es el Ser Supremo, y por lo tanto el Soberano del universo. Partiendo de este postulado contemplaremos el ejercicio de la soberanía de Dios, primeramente en la Creación; en segundo lugar en Su administración gubernamental sobre las obras de Sus manos; en tercer lugar en la salvación de Sus elegidos; en cuarto lugar en la reprobación de los impíos, y en quinto lugar, en la operación externa e interna en los hombres. En seguida consideramos la soberanía de Dios en cuanto a su relación con la voluntad humana en particular, y la responsabilidad humana en general, y mostraremos cuál es la única actitud apropiada que debemos tener a la luz de la majestad del Creador. Se ha apartado un capítulo separado para considerar algunas de las dificultades al respecto, y para responder a algunas de las preguntas que muy probablemente surgirán en las mentes de nuestros lectores. Otro capítulo se ha dedicado a una examinación más cuidadosa (aunque breve) acerca de la relación entre la soberanía de Dios y la oración. Finalmente, hemos tratado de mostrar cómo la soberanía de Dios es una verdad revelada en la Escritura para nosotros, con el fin de consolar nuestros corazones, fortalecer nuestras almas y bendecir nuestras vidas. Una comprensión debida de la soberanía de Dios, promueve un espíritu de adoración; provee motivación para la piedad práctica, e inspira celo en el servicio. Es profundamente humillante para el corazón humano, pero glorifica a Dios, pues rebaja al hombre hasta el polvo delante de su Creador
Sabemos perfectamente que lo que acabamos de escribir está en abierta oposición a la mayor parte de lo que normalmente se enseña hoy en día tanto en la literatura religiosa como en los púlpitos. Admitimos gustosamente que el postulado de la soberanía de Dios, con toda su consecuencia, contradice en forma directa las opiniones y pensamientos del hombre natural. En verdad, la mente carnal es completamente incapaz de pensar en estas cosas; no está capacitada para evaluar debidamente el carácter y los caminos de Dios, y es por esto que Dios nos ha dado una revelación con toda claridad: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8–9). A la luz de este texto, solo cabe esperar que gran parte del contenido de la Biblia choque con el sentir de la mente carnal, que es enemistad contra Dios. Por consiguiente, no apelamos a las creencias hoy día populares, ni a los credos de las iglesias, sino a la ley y al testimonio de Jehová. Todo lo que pedimos es un examen imparcial y atento de lo que hemos escrito, y que esto se haga en oración, a la luz de la Lámpara de la verdad. Que el lector esté atento a la exhortación Divina: «Examinadlo todo, retened lo bueno» (1 Tesalonicenses 5:21).
Capítulo 1
DEFINICIÓN DE LA
SOBERANÍA DE DIOS
“Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos”
(1 Crónicas 29:11).
La soberanía de Dios es una expresión que en otros tiempos era generalmente entendida. Era una expresión usada comúnmente en la literatura religiosa, un tema frecuentemente expuesto en el púlpito, una verdad que consolaba a muchos corazones y daba estabilidad al carácter cristiano. Sin embargo, actualmente, mencionar la soberanía de Dios es en muchos sectores como hablar un idioma desconocido. Si anunciáramos desde el púlpito que el tema de nuestro mensaje será la soberanía de Dios, nuestro anuncio sonaría como algo totalmente ininteligible, como si hubiésemos sacado la frase de una de las lenguas muertas. Es lamentable que sea así. Es lamentable que la doctrina que es llave de la historia, intérprete de la providencia, trama de la Escritura y fundamento de la teología cristiana, sea tan poco entendida y se encuentre tan descuidada.
La soberanía de Dios. ¿Qué queremos decir con esta expresión? Nos referimos a la supremacía de Dios, a que Dios es Rey, que Dios es Dios. Decir que Dios es soberano es declarar que es el Altísimo, el que hace todo conforme a Su voluntad, tanto en las huestes de los cielos como entre los habitantes de la tierra, de modo que nadie puede detener Su mano ni decirle: ¿Qué haces? (Daniel 4:35). Decir que Dios es soberano es declarar que es el Omnipotente, el poseedor de toda potestad en los cielos y en la tierra, de modo que nadie puede hacer fracasar Sus consejos, impedir Sus propósitos, ni resistir Su voluntad (Salmo 115:3). Decir que Dios es soberano es declarar que «él regirá las naciones» (Salmo 22:28), levantando reinos, derrumbando imperios y determinando el curso de las dinastías según Le plazca. Decir que Dios es soberano es declarar que es el «solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores» (1 Timoteo 6:15). Tal es el Dios de la Biblia.
¡Cuán diferente es el Dios de la Biblia del Dios de la cristiandad moderna! El concepto de la Deidad que hoy día predomina más ampliamente, aun entre los que profesan estudiar las Escrituras, es una pobre caricatura y una sentimental imitación de la verdad. El dios del siglo XX, es un ser impotente, frágil, que no inspira respeto a nadie. El dios que se percibe en la sociedad es creación del sentimentalismo. El dios predicado en muchos púlpitos de la actualidad es más digno de compasión que de temor reverente. Decir que Dios Padre se ha propuesto la salvación de toda la humanidad, que Dios Hijo murió con la intención expresa de salvar a toda la raza humana, y que Dios Espíritu Santo está ahora procurando ganar el mundo para Cristo, cuando podemos observar claramente que la gran mayoría de nuestros semejantes está muriendo en pecado y está pasando a una eternidad sin esperanza, equivale a decir que Dios Padre ha sido decepcionado, que Dios Hijo ha quedado insatisfecho, y que Dios Espíritu Santo está siendo derrotado. Quizá hayamos planteado el asunto crudamente, pero la conclusión es inevitable. Argumentar que Dios está «haciendo todo lo que puede» para salvar a la humanidad entera, pero que la mayoría de los hombres no deja que lo haga, equivale a decir que la voluntad del Creador es impotente y que la voluntad de la criatura es omnipotente. Echar la culpa al diablo, como muchos hacen, no resuelve la dificultad, pues si Satanás esta frustrando el propósito de Dios, entonces Satanás sería todopoderoso y Dios ya no sería el Ser Supremo.
Declarar que el plan original del Creador ha sido frustrado por el pecado, es destronara Dios. Sugerir que Dios fue tomado por sorpresa en el Edén y que ahora está tratando de remediar una desgracia imprevista, es degradar al Altísimo al nivel de un mortal finito y falible. Argumentar diciendo que el hombre es el que determina exclusivamente su propio destino y que por tanto tiene poder para oponerse a su Hacedor, es despojar a Dios del atributo de la omnipotencia. Decir que la criatura ha rebasado los límites impuestos por su Creador y que Dios es ahora prácticamente un impotente espectador del pecado y el sufrimiento acarreados por la caída de Adán, es rechazar la declaración expresa de la Sagrada Escritura: «Ciertamente la ira del hombre te alabará; Tú reprimirás el resto de las iras» (Salmo 76:10). En resumen, negar la soberanía de Dios es entrar en un sendero que, de seguirse hasta su conclusión lógica, lleva al ateísmo.
La soberanía del Dios de la Escritura es absoluta, irresistible e infinita. Cuando decimos que Dios es soberano, afirmamos Su derecho a gobernar el universo, el cual ha hecho para Su propia gloria, de la manera que a Él le plazca. Afirmamos que Su derecho es el derecho del alfarero sobre el barro; Él puede moldear ese barro en la forma que quiera, haciendo de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra. Afirmamos que Él no está sujeto a norma ni ley alguna fuera de Su propia voluntad y naturaleza, que Dios es ley en Sí mismo y que no tiene obligación alguna de dar cuenta a nadie de Sus acciones.
La soberanía caracteriza a todo el Ser de Dios. Él es soberano en todos Sus atributos. Él es soberano en el ejercicio de Su Poder. Lo ejerce según quiere, cuando quiere y donde quiere. Este hecho está probado en cada página de la Escritura. Durante largo tiempo ese poder pareciera estar dormido, pero de repente surge con potencia irresistible. Faraón se atrevió a poner impedimentos a que Israel saliese a adorar a Jehová en el desierto, ¿y qué ocurrió? Dios ejerció Su poder, Su pueblo fue liberado y los crueles capataces de Faraón fueron muertos. Pero poco después los amalecitas se atrevieron a atacar a estos mismos israelitas en el desierto; ¿y qué ocurrió entonces? ¿Interpuso Dios Su poder en esta ocasión y extendió Su mano como lo hizo en el Mar rojo? ¿Fueron estos enemigos de Su pueblo inmediatamente abatidos y destruidos? No, al contrario, Jehová juró que tendría «guerra con Amalec de generación en generación» (Éxodo 17:16). Asimismo, cuando Israel entró en la tierra de Canaán, el poder de Dios fue manifestado nuevamente de forma memorable. La ciudad de Jericó impedía el avance de los suyos; ¿qué sucedió? Israel no uso un solo arco ni dio un solo golpe: Jehová alzó Su mano y los muros cayeron. Sin embargo, ¡este milagro no se repitió jamás! Ninguna otra ciudad cayó de forma semejante. ¡Todas las demás tuvieron que ser tomadas a espada!
Podrían mencionarse otros muchos ejemplos para ilustrar el ejercicio soberano del poder de Dios. Dios interpuso Su poder y David fue librado del gigante Goliat; las bocas de los leones fueron tapadas y Daniel escapó ileso; los tres jóvenes hebreos fueron echados en el horno de fuego y salieron sin daño ni quemadura. Pero este poder de Dios no siempre se interpuso para liberación de Su pueblo, pues leemos: «Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados» (Hebreos 11:36– 37). Pero, ¿por qué? ¿Por qué estos hombres de fe no fueron librados como los demás? ¿Por qué a aquellos se les permitió seguir viviendo y a éstos no? ¿Por qué había de interponerse el poder de Dios y rescatar a unos y no a otros? ¿Por qué permitió Él que Esteban fuese apedreado hasta la muerte, y luego libró a Pedro de la cárcel?
Dios es soberano en la delegación de Su poder a otros. ¿Por qué dio a Matusalén una vitalidad que le permitió sobrevivir a todos sus contemporáneos? ¿Por qué concedió a Sansón una fuerza que nadie jamás ha podido igualar? Porque está escrito: «Sino acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder para hacer las riquezas» (Deuteronomio 8:18). Pero es evidente que Dios no derrama este poder por igual sobre todas las criaturas. ¿Por qué no? He aquí la única y suficiente respuesta a estas preguntas: porque Dios es soberano y por ser soberano, hace lo que Le place.
Dios es soberano en el ejercicio de Su misericordia. Es necesario que sea así, pues la misericordia está regida por la voluntad de Aquel que es misericordioso. La misericordia no es un derecho del hombre. La misericordia es el adorable atributo de Dios por medio del cual muestra compasión y socorro hacia los desamparados. Sin embargo, bajo el justo gobierno de Dios, nadie es infeliz sin merecerlo. La misericordia se derrama por tanto sobre los desgraciados; estos merecen castigo y no misericordia. Hablar de merecer misericordia es una contradicción de términos.
Dios concede misericordia a quién Él quiere y la retiene según Le parece bien. Una ilustración notable de esta verdad se puede ver en la manera que respondió a las oraciones de dos hombres, hechas bajos dos circunstancias muy diferentes. Se había decretado una sentencia de muerte sobre Moisés por un tan solo acto de desobediencia, y este buscó al Señor para ser perdonado. Pero, ¿fue cumplido este deseo? No; Moisés le dice a Israel: «Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta» (Deuteronomio 3:26). Ahora toma nota del segundo caso: «En aquellos días Ezequías cayó enfermo de muerte. Y vino a él el profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces él volvió su rostro a la pared, y oró a Jehová y dijo: Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas memoria de que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho las cosas que te agradan. Y lloró Ezequías con gran lloro. Y antes que Isaías saliese hasta la mitad del patio, vino palabra de Jehová a Isaías, diciendo: Vuelve, y di a Ezequías, príncipe de mi pueblo: Así dice Jehová, el Dios de David tu padre: Yo he oído tu oración, y he visto tus lágrimas; he aquí que yo te sano; al tercer día subirás a la casa de Jehová. Y añadiré a tus días quince años». (2 Reyes 20:1– 6). Estos dos hombres recibieron una sentencia de muerte y ambos oraron al Señor sinceramente para ser perdonados, uno escribió «No me escuchó» y murió; pero al otro se le dijo: «He oído tu oración» y su vida fue perdonada. ¡Qué gran ilustración y ejemplo de la verdad expresada en Romanos 9:15! «Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca».
El ejercicio soberano de la misericordia de Dios —la compasión demostrada hacia los desventurados— se mostró cuando Jehová Se hizo carne y habitó entre los hombres. Tomemos una ilustración. Durante una de las fiestas de los judíos, el Señor Jesús subió a Jerusalén, llegó al estanque de Betesda donde se encontraban «multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua». Entre esta multitud se encontraba allí «un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo». ¿Qué sucedió? «Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano?» La historia continúa: «Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo. Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo» (Juan 5:1–9). ¿Por qué este hombre fue escogido entre todos los demás? No se nos dice que clamara: «Señor, ten misericordia de mí». No hay ni una sola palabra en este relato que sugiera que este hombre poseía algo que le diese derecho a recibir un favor especial. Se trataba, pues, de un caso del ejercicio soberano de la misericordia divina, pues a Cristo Le era exactamente igual de fácil curar a toda aquella multitud, como a este hombre. Pero no lo hizo. Mostró Su poder aliviando la desventura de este hombre en particular; y por alguna razón, solo por Él conocida, Se abstuvo de hacer lo mismo por los demás. ¡Qué gran ejemplo de Romanos 9:15! —«Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca».
Dios es soberano en el ejercicio de Su amor. ¡Esta es una declaración dura! ¿Quién puede recibirla? Está escrito: «No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo» (Juan 3:27). Cuando decimos que Dios es soberano en el ejercicio de Su amor, queremos decir que Él ama a quienes elije. Dios no ama a todos (examinaremos Juan 3:16 posteriormente); si lo hiciera, amaría a Satanás también. ¿Por qué razón Dios no ama al Diablo? Porque no existe nada en él que pueda ser amado; porque no hay nada en él que atraiga el corazón de Dios. Tampoco existe nada que atraiga el amor de Dios en los hijos de Adán, ya que todos ellos son, por naturaleza, «hijos de ira» (Efesios 2:3). Si no existe nada en ningún miembro de la raza humana capaz de atraer el amor de Dios, y a pesar de ello, Él ama a algunos, entonces necesariamente concluimos que la causa de Su amor se encuentra en Él mismo, lo cual es simplemente otra forma de declarar que el ejercicio del amor de Dios para con los caídos depende solamente de Su buena voluntad. No ignoramos el hecho de que los hombres han inventado la distinción entre el amor de complacencia de Dios, y Su amor de compasión, pero este es un mero invento. La Escritura lo expresa más bien en términos de la «compasión» (Mateo 18:33 LBLA), y dice que Él «es benigno para con los ingratos y malos» (Lucas 6:35).
En el análisis final, el ejercicio del amor de Dios debe ser vinculado a Su soberanía, ya que de otra manera Él estaría amando basado en alguna regla; y si amara basado en una regla, entonces Él se encontraría bajo una ley de amor y si Él estuviera bajo una ley de amor, entonces no sería supremo, sino gobernado por una ley. Pero podrías preguntar: «¿Acaso estás negando que Dios ama a la raza humana?» A lo anterior contestamos, «Como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí» (Romano 9:13). Si Dios amó a Jacob y aborreció a Esaú antes de que ellos nacieran y hubiesen hecho algo bueno o malo, entonces la causa de Su amor no se encontraba en ellos, sino en Él mismo.
Que el ejercicio de Su amor sea de acuerdo solamente a Su soberanía también queda claro en Efesios 1:3–5, en donde leemos: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad». Fue «en amor» que Dios nos predestinó para ser adoptados hijos Suyos por medio de Jesucristo. ¿Según qué? ¿Según alguna bondad que encontró en ellos? No. ¿Según Su previsión de lo que seríamos? No. Veamos detenidamente la respuesta: «Según el puro afecto de su voluntad».
Dios es soberano en el ejercicio de Su gracia. Es necesario que sea así, pues la gracia es el favor mostrado hacia el que nada merece, más aún, al que merece el infierno. La gracia es lo contrario de la justicia, ya que esta exige que la ley sea aplicada imparcialmente. Exige que cada uno reciba lo que legítimamente merece, ni más ni menos. La justicia no concede favores ni hace acepción de personas. La justicia, como tal, no muestra compasión ni muestra misericordia. Sin embargo la gracia divina no se ejerce sobrepasando la justicia, antes bien «la gracia reina por la justicia» (Romanos 5:21); y si la gracia «reina», por tanto es gracia soberana.
La gracia ha sido definida como el favor inmerecido de Dios; y si es inmerecido, nadie puede reclamarlo como derecho inalienable. Un amigo estimado quien gentilmente leyó el manuscrito de este libro (y a quien debemos abundantemente por varias sugerencias excelentes), ha recalcado que la gracia es más que «favor inmerecido». Alimentar a un vagabundo que me lo solicita es «favor inmerecido», pero no llega a ser gracia. Pero supongamos que ese vagabundo me roba, y después de ello yo le doy de comer —eso sería «gracia». La gracia es, pues, conceder favor a aquel que no solamente no tiene mérito, sino que presenta motivos para negárselo. Si la gracia no se gana ni se merece, concluimos que nadie tiene derecho a ella. Si la gracia es un don, nadie puede exigirla. Por consiguiente, puesto que la salvación es por gracia, don gratuito de Dios, Él la concede a quien quiere. Ni aun el más grande de los pecadores está más allá del alcance de la misericordia divina. Así pues, la jactancia es excluida y toda la gloria es de Dios.