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El soberano ejercicio de la gracia se ilustra en todas las páginas de la Escritura. Se permite que los gentiles anden en sus propios caminos, mientras que Israel se convierte en el pueblo del pacto de Jehová. Ismael, el primogénito, es desechado relativamente sin bendición, mientras que Isaac, hijo de la vejez de sus padres, es hecho hijo de la promesa. Se niega la bendición al generoso Esaú, mientras que el gusano Jacob recibe la herencia y es convertido en vaso para honra. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento. La verdad divina está oculta a los sabios y prudentes, pero es revelada a los niños. Se permite que los fariseos y saduceos vayan por sus propios caminos, mientras los publicanos y las rameras son atraídos por los lazos del amor.
La gracia divina actuó de manera notable en tiempos del nacimiento del Salvador. La encarnación del Hijo de Dios fue uno de los más grandes acontecimientos de la historia del universo, y, sin embargo, el hecho y el momento del suceso no fueron dados a conocer a toda la humanidad; en cambio, fueron especialmente revelados a los pastores de Belén y a los magos de oriente. Todos estos detalles tenían un sello profético que apuntaba al carácter de esta dispensación, pues aún hoy Cristo no es dado a conocer a todos. Habría sido cosa fácil para Dios enviar una legión de ángeles a toda nación a anunciar el nacimiento de Su Hijo. Pero no lo hizo. Dios pudo fácilmente haber atraído la atención de toda la humanidad hacia la estrella; pero tampoco lo hizo. ¿Por qué? Porque Dios es soberano y concede Sus favores como Le agrada. Observemos particularmente las dos clases de personas a quienes se dio a conocer el nacimiento del Salvador −las clases más inapropiadas: pastores y gentiles de un país lejano. ¡Ningún ángel se presentó ante el Sanedrín a anunciar el advenimiento del Mesías de Israel! ¡Ninguna estrella se apareció a los escribas y doctores de la ley cuando estos, en su orgullo y propia justicia, escudriñaban las Escrituras! Escudriñaron diligentemente para descubrir dónde había de nacer y, sin embargo, no les fue dado a conocer que Él ya había venido. ¡Qué demostración de la soberanía divina! ¡Humildes pastores escogidos para un honor particular, mientras los eruditos y eminentes son pasados por alto! ¿Y por qué el nacimiento del Salvador fue revelado a estos magos extranjeros y no a aquellos en medio de los cuales había nacido? Vean en esto una maravillosa prefiguración del proceder de Dios con nuestra raza a través de toda la dispensación cristiana; soberano en el ejercicio de Su gracia, otorgando Sus favores a quien Él quiere; frecuentemente, a los más inapropiados e indignos.
Notemos que la soberanía de Dios se muestra en el lugar que Él escogió para que Su Hijo naciera. No fue a Grecia o Italia que la Gloria del Señor descendió, sino a la insignificante tierra de Palestina. Y no fue en Jerusalén, la ciudad real, que nació Emmanuel, sino en Belén, la cual era «pequeña para estar entre las familias de Judá» (Miqueas 5:2). Y fue en la despreciada Nazaret que el Salvador creció. ¡Verdaderamente los caminos de Dios no son como nuestros caminos!
Capítulo 2
LA SOBERANÍA DE DIOS
EN LA CREACIÓN
“Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Apocalipsis 4:11).
Habiendo visto que la soberanía caracteriza a todo el Ser de Dios, observemos ahora cómo este carácter soberano imprime su sello sobre todos Sus caminos y Su proceder.
En el gran espacio de la eternidad, que se extiende antes de Génesis 1:1, el universo no había nacido aún y la Creación existía tan solo en la mente del Gran Creador. En Su majestad soberana, Dios vivía solo. Nos referimos a aquel período tan distante, antes de la Creación de los cielos y la tierra. Pero aún en aquel tiempo (si tiempo puede llamarse) Dios era soberano. Podía crear o no crear conforme a Su buena voluntad. Podía crear un mundo o un millón de mundos y, ¿quién habría de resistir Su voluntad? Podía llamar a la existencia a un millón de criaturas diferentes y colocarlas en absoluta igualdad, dotándolas de las mismas facultades y colocándolas en el mismo ambiente; o podía crear un millón de criaturas, todas diferentes entre sí, sin más característica común que su carácter de criaturas y, ¿quién habría de discutir Su derecho a hacerlo? Si quería, podía llamar a la existencia a un mundo tan inmenso que sus dimensiones escaparan por completo al alcance del cálculo finito, como crear un organismo tan pequeño que ni aún el más poderoso microscopio hubiera podido revelar su existencia al ojo humano. Quedaba dentro de Su derecho soberano tanto el crear al exaltado serafín para que brillara en torno a Su trono, como al diminuto insecto que muere en la misma hora en que nace. Si el Dios poderoso, en lugar de una uniformidad completa, hubiera decidido crear una vasta variedad en Su universo, desde el más sublime serafín al reptil que se arrastra silencioso, desde los mundos que giran en torno a sus ejes a los átomos que flotan en el espacio, del macrocosmos al microcosmos, ¿quién habría de disputar Su soberana voluntad? Consideren, pues, la acción de la soberanía divina mucho antes de que el hombre viera la luz. ¿Con quién consultó Dios en la Creación y disposición de Sus criaturas? Vean los pájaros volando por el aire, las bestias vagando por la tierra, los peces nadando en el mar y luego pregunten: ¿Quién los hizo diferentes entre sí? ¿No fue su Creador el que soberanamente les asignó sus diversos lugares y características?
Levanten los ojos al cielo y observen los misterios de la soberanía divina: «Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria» (1 Corintios 15:41). Pero, ¿por qué? ¿Por qué había de ser el sol más glorioso que los planetas que giran alrededor suyo? ¿Por qué había de haber estrellas de primera magnitud y otras inferiores? ¿Por qué tan sorprendentes desigualdades? ¿Y por qué había de haber estrellas fugaces o estrellas errantes (Judas 13)? La única respuesta posible es la siguiente: «Y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Apocalipsis 4:11).
Contemplemos ahora nuestro propio planeta. ¿Por qué dos terceras partes de su superficie habían de estar cubiertas de agua y por qué tan enorme extensión de la otra tercera parte restante había de ser inadecuada para el cultivo o la vivienda? ¿Por qué había de haber vastas porciones de pantanos, desiertos y bancos de hielo? ¿Por qué un país habría de ser tan inferior topográficamente a otro? ¿Por qué uno habría de ser fértil y otro casi estéril? ¿Por qué uno habría de ser rico en minerales y otro no producir ninguno? ¿Por qué el clima de uno habría de ser grato y saludable y el de otro todo lo contrario? ¿Por qué habría de abundar el uno en ríos y lagos, y otro estar casi desprovisto de ellos? ¿Por qué uno había de estar constantemente sacudido por terremotos y otro no conocerlos? ¿Por qué? Porque así agradó al Creador y Sustentador de todas las cosas.
Contemplemos el reino animal y observemos la maravillosa variedad del mismo. ¿Es posible comparar entre el león y el cordero, el oso y el cabrito, el elefante y el ratón? Algunos como el caballo y el perro, están dotados de gran inteligencia; mientras otros, como las ovejas y los cerdos, casi carecen de ella. ¿Por qué? Algunos están destinados a ser bestias de carga, mientras otros disfrutan de una vida de libertad. ¿Por qué la mula y el asno habían de estar encadenados a una vida de afanoso trabajo, mientras se permite que el león y el tigre vaguen por la selva a su gusto? Algunos sirven de alimento al hombre, otros no; algunos son hermosos, otros feos; algunos están dotados de gran fortaleza, otros parecen ser completamente impotentes; algunos son ligeros en el andar, otros apenas pueden arrastrarse; algunos son útiles al hombre, otros parecen carecer de todo valor; unos viven muchos años, otros unos cuantos meses; unos son mansos, otros son feroces. Y, ¿por qué todas estas variaciones y diferencias? Lo que hemos dicho sobre los animales cuadrúpedos, se puede aplicar igualmente a las aves y peces.
Pero ahora consideremos el reino vegetal. ¿Por qué las rosas habían de tener espinas, mientras los lirios no las tienen? ¿Por qué una flor había de exhalar aroma fragante y otra no tener ninguno? ¿Por qué un árbol había de llevar fruto comestible y otro venenoso? ¿Por qué una planta había de resistir la helada y otra marchitarse con ella? ¿Por qué un manzano había de ir cargado de manzanas, y otro árbol de la misma edad y en el mismo huerto ser casi estéril? ¿Por qué una planta había de florecer doce veces al año y otra sólo una vez cada siglo? Verdaderamente «todo lo que Jehová quiere, lo hace, en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos» (Salmo 135:6).
Consideremos ahora las huestes angélicas. Cualquiera hubiera dicho que aquí encontraríamos uniformidad; pero no es así. Como en otros campos, también en este se muestra la misma voluntad soberana del Creador. Algunos de estos seres tienen un rango más elevado que otros; son más poderosos y están más cerca de Dios. La Escritura revela una jerarquía concreta y bien definida en las filas angélicas. De arcángel pasando por serafín y querubín, llegamos a los «principados y autoridades» (Efesios 3:10) y de los principados y potestades a los «gobernantes» (Efesios 6:12) y luego a los propios ángeles, y aun entre ellos leemos de «los ángeles escogidos» (1 Timoteo 5:21). De nuevo preguntamos: ¿Por qué esta desigualdad, esta diferencia en rangos y orden? Todo lo que podemos responder es: «Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho» (Salmo 115:3).
Por tanto, si vemos la soberanía de Dios desplegada en toda la Creación, ¿por qué ha de considerarse cosa extraña si la contemplamos actuando en la raza humana? ¿Por qué ha de tenerse por extraño que Dios se complazca en dar cinco talentos a uno y a otro solamente uno? ¿Por qué ha de tenerse por cosa extraña si uno nace con una constitución robusta y otro hijo de los mismos padres es débil y enfermizo? ¿Por qué ha de tenerse por cosa extraña que Abel muera en la flor de su juventud, mientras que se permite que Caín siga viviendo durante años? ¿Por qué ha de considerarse extraño que unos nazcan negros y otros blancos; unos discapacitados y otros con elevadas dotes intelectuales; unos pasivos y otros rebosantes de dinamismo; unos con temperamento egoísta, rebelde, ambicioso, y otros abnegados, sumisos y desprendidos? ¿Por qué ha de tenerse por extraño que la naturaleza dote a algunos para dirigir y gobernar, mientras otros son solamente aptos para seguir y servir? La herencia y el medio ambiente no pueden explicar todas estas variaciones y desigualdades. No; es Dios Quien hace la diferencia. ¿Por qué? «Sí, Padre, porque así te agradó» (Mateo 11:26), ha de ser nuestra respuesta.
Debemos aprender esta verdad básica: el Creador es soberano absoluto, ejecuta Su propia voluntad, efectúa lo que Le agrada y no considera sino Su propia gloria. «Todas las cosas ha hecho Jehová para sí mismo» (Proverbios 16:4). ¿Y acaso no tenía perfecto derecho a hacerlo? Puesto que Dios es Dios ¿quién pretenderá disputar Sus decisiones? Murmurar contra Él es solamente rebelión; discutir Sus caminos es contradecir Su sabiduría; criticarle es pecado de la peor especie. ¿Hemos olvidado Quién es Él? «Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es. ¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?» (Isaías 40:17–18).
Capítulo 3
LA SOBERANÍA DE DIOS EN
SU ADMINISTRACIÓN
“Jehová estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos” (Salmo 103:19).
Primero, una palabra referente a la necesidad de que Dios gobierne el mundo material. Supongamos lo contrario por un momento. Supongamos que Dios creó el mundo, designó y estableció ciertas leyes (lo que los hombres denominan «las leyes de la naturaleza») y que, habiéndolo creado, se retiró abandonándolo a su suerte y a dichas leyes. Si así fuera, tendríamos un mundo sobre el cual no habría ningún Administrador inteligente que lo presidiera, un mundo controlado solamente por leyes impersonales; concepto digno del materialismo burdo y el ateísmo puro. Sin embargo, supongámoslo por un momento; y a la luz de tal suposición, ponderemos con detenimiento la siguiente pregunta: ¿Qué garantía tenemos de que en algún día cercano el mundo no sea destruido? Basta una observación superficial a «las leyes de la naturaleza» para percatarnos de que no trabajan uniformemente. Prueba de ello es que ninguna estación del año es igual a otra. Si las leyes de la naturaleza son irregulares en su operación, ¿qué garantía tenemos de que alguna catástrofe no azote nuestra tierra? «El viento sopla de donde quiere» (Juan 3:8), lo cual significa que el hombre no puede sujetarlo ni obstaculizarlo. A veces sopla con gran furor, y bien podría aumentar repentinamente en volumen e intensidad, hasta convertirse en un huracán de proporciones mundiales. Si no hay otras leyes que las de la naturaleza para regular el viento, quizá mañana pueda producirse un tornado tremendo que barra y destruya todo lo que existe sobre la superficie de la tierra. ¿Qué garantía tenemos contra semejante calamidad? En los últimos años hemos oído y leído mucho sobre nubes que se descargan e inundan comunidades enteras, causando espantosos estragos. Si el hombre es impotente ante estas cosas, si la ciencia no puede poner remedio alguno a que esto ocurra, ¿cómo sabremos que estas nubes no van a multiplicarse indefinidamente y que la tierra no será inundada por el torrente? De todas formas no sería nada nuevo; ¿por qué no habría de repetirse el diluvio de los tiempos de Noé? ¿Y qué decir de los terremotos? Cada cierto número de años, alguna isla o alguna gran ciudad es barrida de la faz de la tierra por uno de ellos; ¿y qué puede hacer el hombre? ¿Dónde está la garantía de que dentro de poco un terremoto de tremendas proporciones no vaya a destruir el mundo entero? Confiamos en que todo lector comprenda lo que estamos procurando demostrar: si negamos que Dios está gobernando la materia, si negamos que Él es «quién sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (Hebreos 1:3), ¡desaparecería todo sentido de seguridad!
Sigamos un razonamiento similar en lo que respecta a la raza humana. ¿Está Dios gobernando este mundo? ¿Está Él rigiendo los destinos de las naciones, controlando la marcha de los imperios, determinando la duración de las dinastías? ¿Ha prescrito Él los límites de los malhechores diciendo: «hasta aquí llegarás»? Supongamos por un momento lo contrario. Supongamos que Dios ha dejado la dirección en manos de Sus criaturas y veamos a dónde nos conduce tal suposición. Supongamos que todo hombre viene a este mundo dotado de una voluntad completamente libre y que es imposible controlarlo sin destruir su libertad. Vamos a suponer que además del conocimiento del bien y del mal, tiene el poder de escoger entre ellos, y que es completamente libre para decidir su propio camino ¿que significaría eso? bueno, la conclusión sería que el hombre es soberano, porque él estaría haciendo según su voluntad, constituyéndose como el arquitecto de su futuro. Pero en tal caso no tendríamos seguridad de que por mucho tiempo el hombre rechazara el mal y escogiera el bien. Si así fuera, no tendríamos garantía alguna de que la raza humana no cometería un suicidio moral. Si se eliminaran todos los frenos divinos y el hombre quedara absolutamente libre para hacer lo que gustase, todas las distinciones éticas pronto desaparecerían, la barbarie predominaría universalmente y un caos infernal se enseñorearía de la tierra. ¿Por qué no? Si una nación quita a sus gobernantes y repudia su constitución, ¿qué impide que todas las naciones hagan lo mismo?
Si hace poco más de cien años la sangre de los revoltosos corría por las calles de París, ¿qué certeza tenemos que antes de terminar el presente siglo cada ciudad de este mundo no va a presenciar un espectáculo similar? ¿Qué impide que el desorden y la anarquía lleguen a ser universales? Y es debido a estos interrogantes que nos hemos propuesto demostrar la necesidad, la permanente necesidad, de que Dios ocupe el trono, tome el principado sobre Su hombro y controle las actividades y destinos de Sus criaturas.
¿Pero acaso tiene algún problema el hombre de fe en percibir el gobierno de Dios sobre este mundo? ¿Acaso no puede el ojo ungido discernir, incluso entre tanta confusión y caos, que la mano de Dios controla y dirige los asuntos de los hombres, incluso aquellos relativos a la vida cotidiana? Consideren por ejemplo al labrador y sus cultivos, ¿qué pasaría si Dios no los controlara? ¿Qué impediría que todos ellos sembraran pasto en sus tierras cultivables y se dedicaran solamente a la crianza del ganado? Si así fuera, ¡habría una hambruna mundial de trigo y maíz! Y en cuanto al trabajo del correo. Supongamos que a todos se les ocurriera escribir cartas solamente los lunes, entonces los responsables no podrían manejar el correo de los martes. Lo mismo con los que atienden en las tiendas. ¿Qué pasaría a cada ama de casa se le ocurriera hacer compras los miércoles y se quedaran en casa los demás días? Pero en lugar de que ocurran tales cosas, existen granjeros en diferentes países que crían el ganado y que cultivan granos de diferente tipo para proveer a las casi incalculables necesidades de la raza humana, el correo se distribuye casi uniformemente a lo largo de toda la semana, y algunas personas compran los lunes, otras el martes y así sucesivamente. ¿Acaso estas cosas no evidencian que la mano de Dios controla y domina sobre todas las cosas?
Habiendo demostrado de manera resumida la necesidad imperiosa de que Dios reine sobre este mundo, observemos ahora el hecho de que Dios efectivamente gobierna y que Su dominio se extiende a todas las cosas y todas las criaturas y es ejercido sobre ellas.
1. Dios gobierna la materia inanimada.
El hecho de que Dios gobierna la materia inanimada y que esta materia cumple Su deseo y lleva a cabo Sus decretos, se demuestra claramente en el propio hecho de la revelación divina. «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz (…) Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así (…) Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así». (Génesis 1:3, 9, 11) Como declara el salmista: «Porque él dijo, y fue hecho; él mandó y existió» (Salmo 33:9).
Lo que se declara en el primer capítulo de Génesis se ilustra después en toda la Biblia. Cuando las iniquidades de los hombres antes del diluvio habían alcanzado su plenitud, Dios dijo: «Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra morirá» (Génesis 6:17); y en cumplimiento de esto leemos: «El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches» (Génesis 7:11–12).
Observemos también el control absoluto y soberano de Dios sobre la materia inanimada en las plagas de Egipto. A su mandato, la luz fue convertida en tinieblas y un río en sangre; cayó granizo y la muerte se apoderó del impío país del Nilo, hasta que su altivo monarca se vio obligado a clamar pidiendo liberación. Notemos particularmente cómo la Escritura hace énfasis aquí en el control absoluto de Dios sobre los elementos:
Y Moisés extendió su vara hacia el cielo, y Jehová hizo tronar y granizar, y el fuego se descargó sobre la tierra; y Jehová hizo llover granizo sobre la tierra de Egipto. Hubo, pues, granizo, y fuego mezclado con el granizo, tan grande, cual nunca hubo en toda la tierra de Egipto desde que fue habitada. Y aquel granizo hirió en toda la tierra de Egipto todo lo que estaba en el campo, así hombres como bestias; asimismo destrozó el granizo toda la hierba del campo, y desgajó todos los árboles del país. Solamente en la tierra de Gosén, donde estaban los hijos de Israel, no hubo granizo (Éxodo 9:23–26). La misma distinción se observa en conexión con la novena plaga: «Jehová dijo a Moisés: Extiende tu mano hacia el cielo, para que haya tinieblas sobre la tierra de Egipto, tanto que cualquiera las palpe. Y extendió Moisés su mano hacia el cielo, y hubo densas tinieblas sobre toda la tierra de Egipto, por tres días. Ninguno vio a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones» (Éxodo 10:21–23).
Los ejemplos mencionados no son casos aislados. Ante el decreto de Dios, el fuego y el azufre descendieron del cielo y las ciudades del llano fueron destruidas, al tiempo que un fértil valle quedaba convertido en un nauseabundo mar de muerte. A su mandato, las aguas del Mar Rojo se dividieron para que los israelitas pasaran en seco y a Su palabra se volvieron a juntar destruyendo a los egipcios que los perseguían. Una palabra Suya y la tierra abrió sus fauces para tragarse a Coré y a su grupo de rebeldes. El horno de Nabucodonosor fue calentado «siete veces más» su temperatura normal y en él fueron echados tres hijos de Dios; pero el fuego ni siquiera quemó sus ropas, aunque mató a los hombres que se habían acercado a él.
¡Qué formidable demostración del poderoso gobierno del Creador sobre los elementos nos fue ofrecida cuando, hecho carne, habitó entre los hombres! Véanle dormido en la barca. Se levanta la tormenta, el viento ruge y las olas azotan con furor. Los discípulos están con Él, temerosos de que su pequeña embarcación se inunde, despiertan a su Señor, diciendo: «Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?» Y entonces leemos: «Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza» (Marcos 4:38–39). Observen también cómo el mar, ante la voluntad de su Creador, lo sostuvo sobre sus olas. A Su palabra la higuera se secó; a Su contacto la enfermedad huyó instantáneamente.
Las grandes luminarias celestes son también gobernadas por su Hacedor y obedecen Su voluntad soberana. Tomemos dos ilustraciones. Al mandato de Dios el sol retrocedió diez grados en el reloj de Acaz para ayudar a la débil fe de Ezequías (2 Reyes 20:11). En tiempos del Nuevo Testamento, Dios hizo que una estrella anunciara la encarnación de Su Hijo, la estrella que se apareció a los magos de oriente, de la cual se nos dice que: «iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño» (Mateo 2:9).
¡Cuán descriptiva es esta declaración!: «El envía su palabra a la tierra; velozmente corre su palabra. Da la nieve como lana, y derrama la escarcha como ceniza. Echa su hielo como pedazos; ante su frío, ¿quién resistirá? Enviará su palabra, y los derretirá; soplará su viento, y fluirán las aguas» (Salmo 147:15–18). Las mutaciones de los elementos están sujetas al control soberano de Dios. Es Dios Quien retiene la lluvia y es Dios Quien la da cuando quiere, como quiere y a quien quiere. Los observatorios meteorológicos se atreven a predecir el tiempo, pero ¡cuán frecuentemente se burla Dios de sus cálculos! Las «manchas» solares, las actividades cambiantes de los planetas, la aparición y desaparición de los cometas, las perturbaciones atmosféricas, son simples causas secundarias, pues tras ellas está Dios mismo. Habla Su Palabra una vez más: «También os detuve la lluvia tres meses antes de la siega; e hice llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no hice llover; sobre una parte llovió, y la parte sobre la cual no llovió, se secó. Y venían dos o tres ciudades a una ciudad para beber agua, y no se saciaban; con todo, no os volvisteis a mí, dice Jehová. Os herí con viento solano y con oruga; la langosta devoró vuestros muchos huertos y vuestras viñas, y vuestros higuerales y vuestros olivares; pero nunca os volvisteis a mí, dice Jehová. Envié contra vosotros mortandad tal como en Egipto; maté a espada a vuestros jóvenes, con cautiverio de vuestros caballos, e hice subir el hedor de vuestros campamentos hasta vuestras narices; mas no os volvisteis a mí, dice Jehová» (Amós 4:7–10).