Antes de que Codicie

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De inmediato, descubrió que le habían metido en otro caso. Este tenía que ver con la falsificación de permisos de residencia. Los archivos adjuntos a los emails le proporcionaban más de trescientas páginas de testimonios, documentos gubernamentales, y jerga legal para utilizar como recursos. Le parecía increíblemente aburrido.
Echando humo, Mackenzie miró el teléfono. Tenía acceso a los servidores, lo que significaba que podía conseguir el número de McGrath. Se preguntó cómo le respondería si le llamaba y le preguntaba por qué le estaba castigando de esta manera.
Se convenció a sí misma para no hacerlo. En vez de ello, imprimió cada uno de los documentos y creó distintos montones con ellos sobre su escritorio.
Tras veinte minutos realizando esta tarea tan soporífera, escuchó un leve golpe en la entrada a su cubículo. Cuando se dio la vuelta y vio a McGrath allí parado, se quedó congelada por un instante.
McGrath le sonrió de la misma manera que cuando se había acercado a ella después de la graduación. Algo en su sonrisa le dejó claro que sinceramente, el no tenía ni idea de que ella se pudiera sentir despreciada porque le habían puesto en un cubículo.
“Perdona que me haya llevado tanto tiempo hablar contigo,” dijo McGrath. “Quería pasar por aquí y ver cómo te las estás arreglando.”
Ella reprimió las primeras respuestas que le vinieron a la mente. Solo se encogió de hombros sin ánimo y dijo: “Estoy arreglándomelas bien. Es solo… en fin, estoy algo confundida.”
“¿Cómo así?”
“Bueno, en unas cuantas ocasiones diferentes, me dijiste que no podías esperar a tenerme como agente en activo. Supongo que no pensé que eso implicaría estar sentada a un escritorio e imprimir documentos sobre tarjetas de residencia.”
“Ah, lo sé, lo sé, pero confía en mí. Hay razones ocultas para todo ello. Mantén la discreción y sigue hacia delante. Llegará tu hora, White.”
En su mente, ella escuchó la voz de Ellington de nuevo. El hombre es realmente inteligente sobre cómo utilizar a los nuevos agentes.
Si tú lo dices, pensó ella.
“Nos pondremos al día muy pronto,” dijo McGrath. “Hasta entonces, cuídate.”
Igual que Hasbrook el día anterior, McGrath parecía tener mucha prisa para alejarse de los cubículos. Ella le observó marcharse, preguntándose qué tipo de lecciones o capacidades se suponía que tenía que estar aprendiendo. Odiaba sentirse especial, pero por Dios…
Lo que Ellington le había dicho sobre McGrath… ¿realmente se suponía que tenía que creerlo? Pensando en Ellington, se preguntó si sabía qué tipo de tarea le habían asignado. Entonces pensó en Harry y se sintió culpable por no llamarle los últimos días. Harry había estado callado porque sabía lo poco que le gustaba sentirse presionada. Era una de las razones por las que continuaba viéndose con él. Ningún hombre había sido así de paciente con ella jamás. Hasta Zack tenía su punto de ebullición y la única razón por la que habían durado tanto tiempo juntos era porque se habían acomodado entre ellos y no querían molestarse con la incomodidad de tener que cambiar.
Mackenzie terminó con la última pila de documentos para cuando llegó el mediodía. Antes de sumergirse en la locura que le aguardaba en los formularios y las notas, pensó en irse a comer y tomar una enorme taza de café.
Caminó por el pasillo hacia los ascensores. Cuando llegó el ascensor y las puertas se abrieron de par en par, le sorprendió encontrarse a Bryers del otro lado. Parecía sorprendido de verla pero le sonrió abiertamente.
“¿Qué estás haciendo aquí?” le preguntó ella.
“La verdad es que venía a verte. Pensé que quizá quisieras salir a comer.”
“A eso iba. Suena genial.”
Bajaron juntos en el ascensor y se sentaron a una mesa de una pequeña delicatessen a una manzana de distancia. Cuando ya estaban sentados con sus bocadillos, Bryers le hizo una pregunta muy cargada.
“¿Cómo va todo?” le preguntó.
“Bueno… pues va sin más. Estar atascada detrás de un escritorio, atrapada en un cubículo, y leyendo un sinfín de hojas de papel no era precisamente lo que tenía en mente.”
“Si eso proviniera de cualquier otro nuevo agente, podría sonar como alguien consentido,” dijo Bryers. “Pero la verdad es que estoy de acuerdo. Te están desperdiciando. Por eso estoy aquí: he venido a rescatarte.”
Ella le miró de frente, tratando de adivinar de qué se trataba.
“¿Qué tipo de rescate?”
“Otro caso,” respondió Bryers. “Claro que si quieres seguir con tu actual grupo de tareas y seguir estudiando el fraude en inmigración, lo entenderé. Pero creo que tengo algo que será de mayor interés para ti.”
El corazón de Mackenzie se empezó a acelerar.
“¿Y puedes sacarme de esto así sin más?” preguntó ella con un aire de desconfianza.
“Sin duda que puedo. A diferencia de la última vez, tienes el apoyo total de todos. Recibí la llamada de McGrath hace media hora. No es que a él le encante la idea de que pases directamente a la acción, pero le retorcí el brazo un poquito.”
“¿De veras?” preguntó ella, sintiéndose aliviada y, como Bryers había indicado, un tanto consentida.
“Te puedo mostrar mi historial de llamadas si quieres. Te iba a llamar para decírtelo él mismo pero le pedí el favor de ser yo el que te lo comunicara. Creo que sabía desde ayer que acabarías en esto pero queríamos asegurarnos de tener un caso sólido.”
“¿Y es así?” preguntó ella. Una pequeña bola de emoción comenzó a crecer en la boca de su estómago.
“Sí, así es. Encontramos un cadáver en un parque en Strasburg, Virginia. Se parece muchísimo a otro cadáver que encontramos en la misma zona hace cerca de dos años.”
“¿Crees que están conectados?”
Él pasó la pregunta por alto y le dio un bocado a su sándwich.
“Te lo contaré por el camino. Por ahora, comamos. Disfruta del silencio mientras puedas.”
Ella asintió y picoteó su sándwich, aunque de repente se le había pasado todo el hambre que tenía.
Sentía emoción, pero también miedo, y tristeza. Alguien había sido asesinado.
Y de ella iba a depender que todo fuera aclarado.
CAPÍTULO CUATRO
Salieron de Quantico en cuanto terminaron de comer. A medida que Bryers conducía, en dirección al suroeste, a Mackenzie le dio la impresión de que la estaban rescatando del aburrimiento, solo para ponerla en peligro certero.
“¿Qué puedes decirme de este caso?” preguntó por fin.
“Encontraron un cadáver en Strasburg, Virginia. El cadáver fue hallado en un parque estatal, en unas condiciones que son muy similares a las de un cadáver que se descubrió muy cerca de la misma zona hace dos años.”
“¿Crees que están conectados?”
“Lo tienen que estar, si quieres saber mi opinión. El mismo lugar, el mismo estilo brutal de asesinato. Tengo los archivos en mi bolsa en el asiento de atrás por si quieres echar un vistazo.”
Extendió la mano al asiento de atrás y cogió el maletín que Bryers solía llevar consigo cuando iba a tener lugar cierta investigación. Sacó una sola carpeta del maletín, sin dejar de hacer preguntas mientras lo hacía.
“¿Cuándo descubrieron el segundo cadáver?” preguntó ella.
“El domingo. Hasta el momento, no tenemos ni rastro de algo que nos ponga en marcha. Aquí no hay un camino claro, como la última vez. Te necesitamos.”
“¿Por qué a mí?” preguntó, curiosa.
Él miró hacia atrás, también con curiosidad.
“Ahora ya eres una agente—y una muy buena además,” dijo él. “La gente ya ha empezado a murmurar sobre ti, gente que no sabía quién eras cuando llegaste a Quantico por primera vez. Aunque no es habitual darle un caso como este a un nuevo agente, tampoco es que tú seas la agente habitual, ¿cierto o no?”
“¿Es eso algo bueno o algo malo?” preguntó Mackenzie.
“Eso depende de tu rendimiento, supongo,” dijo él.
Ella dejó reposar la conversación en ese punto, devolviendo su atención a la carpeta. Bryers le echó unas cuantas ojeadas mientras ella repasaba los contenidos—para calibrar su reacción o para ver qué estaba mirando en ese momento. A medida que ella repasaba la carpeta, él le narró el caso.
“Nos tomó solo unas cuantas horas antes de que estuviéramos bastante convencidos de que el asesinato está conectado a otro cadáver que se halló a unas treinta y cinco millas de distancia hace dos años. Las fotografías que ves en la carpeta son de ese cadáver.”
“Hace dos años,” dijo Mackenzie con voz de desconfianza. En la fotografía, vio un cuerpo que había sido horriblemente mutilado. Era tan horrible, que tuvo que desviar la mirada por un instante. “¿Cómo conectaríais tan fácilmente los dos cadáveres con una distancia temporal tan grande entre ambos?”
“Porque ambos cuerpos fueron hallados en el mismo parque estatal y en las mismas condiciones de mutilación. ¿Y ya sabes lo que decimos sobre las coincidencias en el Bureau, verdad?”
“¿Qué no existen?”
“Exacto.”
“Strasburg,” dijo Mackenzie. “No me suena de nada. Es un pueblo pequeño, ¿no es cierto?”
“Eh, cerca del tamaño medio. Con una población de unos seis mil. Una de esas localidades sureñas que sigue aferrada a la guerra Civil.”
“¿Y hay un parque estatal allí?”
“Eso parece,” dijo Bryers. “También fue algo nuevo para mí. Bastante grande, además. Parque Estatal Little Hill. Unas setenta millas de terrenos en total. Casi llega hasta Kentucky. Es popular para ir de pesca, de camping, y a hacer senderismo. Un montón de bosque sin explorar. Ese tipo de parque estatal.”
“¿Cómo se descubrieron los cadáveres?” preguntó Mackenzie.
“Un campista encontró el último el sábado por la noche,” dijo Bryers. “El cuerpo que encontraron hace dos años era una escena espantosa. Se descubrió el cuerpo semanas después del asesinato. Había factor de descomposición y algunas fieras le habían dado unos bocados, como puedes ver en las fotografías.”
“¿Alguna indicación clara sobre cómo fueron asesinados?”
“Ninguna que podamos identificar. Los cuerpos fueron mutilados de manera bastante salvaje. El primero, hace dos años, había sido decapitado casi por completo, los diez dedos de las manos habían sido cortados y no se encontraron jamás, y faltaba la pierna derecha de la rodilla hacia abajo. El más reciente estaba como esparcido por toda la zona. Se encontró la pierna izquierda a setenta metros del resto del cuerpo. Le habían cortado la mano derecha y todavía tienen que encontrarla.”
Mackenzie suspiró, abrumada por un instante por toda la maldad en el mundo.
“Eso es brutal,” dijo ella en voz baja.
Él asintió.
“Lo es.”
“Tienes razón,” dijo ella. “Las similitudes son demasiado escalofriantes como para ignorarlas.”
Él se detuvo aquí y dejó salir una tos profunda, que cubrió con el interior de su codo. Era una tos honda, una de esas toses secas y largas que a menudo llegan directamente después de tener un mal catarro.
“¿Te encuentras bien?” preguntó ella.
“Sí, estoy bien. El otoño está al caer. Mis estúpidas alergias vuelven a la vida en esta época. ¿Pero qué hay de ti? ¿Te encuentras bien? La graduación ya pasó, eres oficialmente una agente, y el mundo entero es tu ostra. ¿Te emociona o te aterroriza?”
“Un poco de ambos,” dijo ella con sinceridad.
“¿Vino alguien de la familia a verte el sábado?”
“No,” dijo ella. Y antes de que él tuviera tiempo de poner una cara tristona o expresar sus condolencias, añadió: “Pero está bien. Mi familia nunca ha estado muy cerca de mí.”
“Te entiendo,” dijo él. “Es lo mismo conmigo. Mis padres eran buenas personas pero entonces me convertí en un adolescente y empecé a actuar como un adolescente y ahí empezaron a pasar de mí. No era lo suficientemente cristiano para ellos. Me gustaban demasiado las chicas. Esa clase de cosas.”
Mackenzie guardó silencio porque estaba realmente sorprendida. Esto era lo máximo que él le había contado sobre sí mismo desde que se conocían—y todo ello había llegado en una ráfaga repentina, inesperada, de doce segundos.
Entonces, antes de que fuera consciente siquiera de que lo estaba haciendo, ella habló de nuevo. Y cuando las palabras salieron de sus labios, casi sintió como si hubiera vomitado.
“Mi madre me hizo algo parecido,” dijo ella. “Me hice mayor y entonces vio que ya no me controlaba como antes. Y si no podía controlarme, no quería tener nada que ver conmigo. Pero cuando perdió ese control sobre mí, también perdió el control sobre casi todo lo demás.”
“Ah, los padres, ¿no son geniales?” dijo Bryers.
“A su manera especial.”
“¿Qué hay de tu padre?” preguntó Bryers.
La pregunta era como un aguijón en su corazón pero de nuevo se sorprendió a sí misma al responder: “Está muerto,” con un tono cortante en su voz. Aun así, parte de ella quería contarle todo sobre la muerte de su padre y sobre cómo había encontrado el cadáver.
Aunque el tiempo que habían pasado separados parecía haber mejorado su relación laboral, todavía no se sentía del todo preparada para compartir esas heridas con Bryers. Aun así, a pesar de su fría respuesta, Bryers parecía estar ahora mucho más hablador, abierto y dispuesto a relacionarse. Ella se preguntó si eso se debería a que ahora estaba trabajando con ella con la confianza y la aprobación de los que les supervisaban.
“Lamento oír eso,” dijo él, comentando de tal manera que le dejaba claro que había captado su falta de disposición para hablar del tema. “Mis viejos… no entendían que quisiera hacer esto como trabajo. Por supuesto, eran unos cristianos muy estrictos. Cuando les dije que no creía en Dios con diecisiete años, básicamente me dieron por perdido. Desde entonces, ambos han acabado en el camposanto. Mi padre aguantó unos seis años después de que muriera mi madre. Mi padre y yo medio hicimos las paces después de la muerte de mi madre. Nos reconciliamos antes de que muriera de cáncer de pulmón en 2013.”
“Al menos tuviste la oportunidad de arreglar las cosas,” dijo Mackenzie.
“Cierto,” dijo él.
“¿Alguna vez te casaste? ¿Tienes hijos?”
“Estuve casado siete años. Tengo dos hijas de aquello. Una de ellas está en la universidad en Texas en este momento. La otra está en alguna parte de California. Me dejó de hablar hace diez años, en el momento que salió de la secundaria, se quedó embarazada y se comprometió con un chico de veintiséis años.”
Ella asintió, sintiendo que la conversación se había puesto demasiado incómoda como para continuar. Era raro que él se estuviera abriendo de tal manera con ella, pero lo apreciaba. Sin embargo, algo de lo que le había dicho tenía sentido. Bryers era un hombre bastante solitario, y eso encajaba con la tensa relación que había mantenido con sus padres.
No obstante, la información sobre las dos hijas con las que raramente hablaba—eso había sido una enorme revelación. En cierto modo, eso venía a encajar con el hecho de que se abriera de esa manera con ella y de que pareciera disfrutar trabajando con ella.
Llenaron las dos horas siguientes con una escasa conversación, principalmente sobre el caso entre manos y el tiempo que Mackenzie había pasado en la academia. Era agradable tener a alguien con el que hablar de esas cosas y le hizo sentir un tanto culpable por haberle parado los pies cuando le había preguntado por su padre.
Pasaron otra hora y quince minutos antes de que Mackenzie comenzara a ver las señales anunciando la salida para Strasburg. Mackenzie podía prácticamente palpar como el aire dentro del coche cambiaba cuando ellos cambiaron de marcha, concluyendo con los asuntos personales para concentrarse solamente en el trabajo que tenían entre manos.
Seis minutos después, Bryers giró el sedán hacia la salida a Strasburg. Cuando entraron a la ciudad, Mackenzie sintió como se tensaba su cuerpo. Era una tensión buena—la misma clase de tensión que había sentido cuando entraba al aparcamiento antes de la graduación con el arma de perdigones de pintura en la mano.
Ya había llegado. No solo a Strasburg, sino a una etapa de su vida con la que había estado soñando desde que había aceptado su primer trabajo degradante de escritorio en Nebraska antes de que le dieran una oportunidad de verdad.
Dios mío, pensó. ¿Y eso fue hace tan solo cinco años y medio?”
Sí, así era. Y ahora que la estaban conduciendo literalmente hacia la realización de todos esos sueños, los cinco años que separaban el trabajo de escritorio del momento actual en el asiento del copiloto del coche de Bryers parecían una barricada que separaba esos dos lados de sí misma. Y por lo que a Mackenzie concernía, eso estaba muy bien.
Su pasado no había hecho más que detenerla, y ahora que por fin parecía haberlo superado, le alegraba poder dejarlo atrás, muerto y en descomposición.
Vio la señal para el Parque Estatal Little Hill, y mientras él detenía el coche, su corazón se aceleró. Aquí estaba. Su primer caso como agente oficial del FBI. Era consciente de que todas las miradas estaban sobre ella.
Había llegado su hora.
CAPÍTULO CINCO
Cuando Mackenzie se apeó del coche en el aparcamiento del Parque Estatal Little Hill, se preparó mentalmente, sintiendo de inmediato la tensión del asesinato en el ambiente. No entendía por qué podía sentirlo, pero así era. Era una especie de sexto sentido que ella tenía que a veces deseaba no tener. Ningún otro compañero de trabajo con el que había coincidido parecía tenerlo.
En cierto modo, pensaba que tenían suerte. Era una suerte, pero también una maldición.
Atravesaron el aparcamiento, dirigiéndose hacia el centro para visitantes. A pesar de que el otoño todavía no había envuelto a Virginia, estaba haciéndose sentir con cierto adelanto. Las hojas que les rodeaban empezaban a amarillear, mostrando una gama de rojos, amarillos y dorados. Había una cabina de seguridad detrás del centro, y una mujer de aspecto aburrido les saludó desde la cabina con la mano.
El centro para visitantes era como mucho una trampa para turistas sin ningún atractivo. Unas cuantas hileras de ropa exhibían camisetas y botellas de agua. Una baldita en el lado derecho contenía mapas de la zona y unos cuantos folletos con consejos para la pesca. En medio de todo ello, había una sola anciana, que había pasado la edad de jubilación, sonriéndoles desde el otro lado del mostrador.
“¿Son del FBI, no es cierto?” preguntó la mujer.
“Así es,” dijo Mackenzie.
La mujer asintió rápidamente y tomó el teléfono fijo que había detrás del mostrador. Marcó un número que copió de un trozo de papel junto al teléfono. Mientras esperaba, Mackenzie se dio la vuelta y Bryers le siguió.
“¿Dices que no has hablado directamente con el departamento de policía de Strasburg, ¿no es cierto?” preguntó ella.
Bryers sacudió la cabeza.
“¿Llegamos como amigos o como un obstáculo?”
“Supongo que tendremos que verlo.”
Mackenzie asintió mientras se daban la vuelta para volver al mostrador. La mujer acababa de colgar el teléfono y les estaba mirando de nuevo.
“El Sheriff Clements estará aquí en unos diez minutos. Quiere que os encontréis con él en la cabina del guarda que hay fuera.”
Salieron a la calle y se dirigieron a la cabina del guarda. De nuevo, Mackenzie se sintió casi hipnotizada por los colores que reverberaban en los árboles. Caminaba despacio, admirándolo todo.
“¿Eh, White?” dijo Bryers. “¿Te encuentras bien?”
“Sí, ¿por qué lo preguntas?”
“Estás temblando. Un poco pálida. Como agente experimentado del FBI, mi corazonada es que estás nerviosa—muy nerviosa.”
Ella apretó sus manos con fuerza, consciente del ligero temblor en ellas. Sí, claro que estaba nerviosa pero esperaba estar ocultándolo. Por lo visto, no lo estaba haciendo demasiado bien.
“Mira, ahora todo va en serio. Puedes estar nerviosa, pero trabaja con ello. No te pelees o lo escondas. Ya sé que no suena nada lógico pero tienes que confiar en lo que te digo.”
Ella asintió, un poco avergonzada.
Continuaron sin decir otra palabra, mientras los colores salvajes de los árboles que les rodeaban parecían asentarse. Mackenzie miró hacia delante a la cabina del guarda, ojeando la barra que colgaba de la cabina y cruzaba la carretera. Por tonto que pudiera parecer, no pudo evitar la sensación de que su futuro le estaba esperando al otro lado de aquella barra y se dio cuenta de que se sentía tan ansiosa como intimidada al cruzarla.
En cuestión de segundos, ambos escucharon el ruido del pequeño motor. Casi de inmediato, un carrito de golf hizo aparición, doblando la curva. Parecía estar yendo a toda velocidad y el hombre al volante estaba prácticamente agazapado sobre él, como si quisiera que el carrito fuera aun más rápido.
El carrito aceleró hacia delante y Mackenzie obtuvo su primer atisbo del hombre que asumió era el Sheriff Clements. Era un tipo duro de cuarenta y tantos años. Tenía la mirada glacial del que ha recibido una mala mano en la vida. Su pelo oscuro estaba empezando a blanquear sobre las sienes y tenía ese tipo de sombra bordeando su rostro que parecía estar siempre allí.
Clements aparcó el carrito, apenas miró al guarda en la cabina, y rodeó la barra para verse con Mackenzie y Bryers.
“Agentes White y Bryers,” dijo Mackenzie, ofreciéndole la mano.
Clements la estrechó de manera pasiva. Hizo lo mismo con Bryers antes de devolver su atención al sendero pavimentado por el que acababa de descender.
“Si les soy sincero,” dijo Clements, “aunque sin duda aprecio el interés del bureau, no estoy tan seguro de que necesitemos su ayuda.”
“Bueno, ya que estamos aquí, deja que veamos si os podemos echar una mano,” dijo Bryers, de la manera más amigable que le fue posible.
“Está bien, montad en el carrito y veamos,” dijo Clements. Mackenzie estaba haciendo lo que podía para examinarle mientras se montaban en el carrito. Su principal preocupación desde el principio fue la de decidir si Clements estaba simplemente bajo un enorme estrés o si era tan imbécil por naturaleza.
Ella se montó junto a Clements en la parte delantera del carrito mientras que Bryers se quedó en la de atrás. Clements no dijo ni una palabra. De hecho, parecía que estuviera haciendo lo posible para que se enteraran de que se sentía molesto de tener que hacer de guía para ellos.
Tras un minuto más o menos, Clements giró el carrito hacia la derecha en el lugar en que la carretera asfaltada se bifurcaba. Aquí se acababa el pavimento y se convertía en un sendero todavía más estrecho que era apenas suficiente para el ancho del carrito.
“¿Así que cuáles son las instrucciones que le han dado al guarda en la cabina?” preguntó Mackenzie.
“Que no entra nadie,” dijo Clements. “Ni siquiera cuidadores del parque o policías a menos que tengan mi permiso por adelantado. Ya tenemos suficiente gente tirándose pedos por ahí, haciendo las cosas más difíciles de lo que tienen que ser.”
Mackenzie tomó su no tan sutil indirecta y se deshizo de ella. No estaba por la labor de entrar en una discusión con Clements antes de que Bryers y ella hubieran tenido tiempo de examinar la escena del crimen.
Aproximadamente cinco minutos después, Clements pisó los frenos. Saltó del carrito incluso antes de que este se hubiera detenido por completo. “Vamos,” dijo, como si estuviera hablando con un crío. “Por aquí.”
Mackenzie y Bryers se bajaron del carrito. Alrededor de ellos, el bosque se elevaba por encima de sus cabezas. Era hermoso pero estaba lleno de un silencio pesado que Mackenzie había empezado a reconocer como cierto tipo de presagio—una señal de que había antagonismo y problemas en el aire.
Clements les guió por el interior del bosque, caminando deprisa por delante de ellos. No había un sendero real de por sí. Aquí y allá Mackenzie podía ver señales de viejas huellas serpenteando entre el follaje y alrededor de los árboles pero eso era todo. Sin darse cuenta de que lo hacía, se puso por delante de Bryers al tratar de seguirle el ritmo a Clements. De vez en cuando, tenía que apartar una rama que colgaba de un árbol o quitarse hilos sueltos de telarañas del rostro.








