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El chico era moderadamente atractivo, con el pelo rubio oscuro y desgreñado que le caía por encima del lado derecho de la frente. Estaba bronceado, pero no era un moreno de playa. Era demasiado uniforme y perfecto. Jessie sospechó que visitaba una sala de solárium periódicamente. Estaba en buena forma, pero parecía delgado de un modo que no resultaba natural, como un lobo que no ha comido en mucho tiempo.
Era obvio que venía de su trabajo, ya que todavía llevaba “su uniforme”—un traje, zapatos abrillantados, y la corbata ligeramente aflojada como para indicar que estaba relajándose. Eran casi las 10 de la noche, y si acababa de salir del trabajo, eso sugería que su trabajo requería de largas horas en la oficina. Quizá trabajaba en finanzas, aunque por lo general, eso requería más bien empezar temprano y no salir muy tarde.
Era más probable que se tratara de un abogado, aunque no para el gobierno; quizá era un asociado que estaba en su primer año en alguna compañía de alto nivel donde le estaban exprimiendo. Le pagaban bien, como demostraba el traje de sastre, pero no tenía mucho tiempo para disfrutar de los frutos de su labor.
Parecía estar decidiendo la entrada que iba a utilizar para hablar con ella. No podía ofrecerle un trago porque ya tenía uno que estaba medio lleno. Jessie decidió echarle una mano.
“¿Qué compañía?”, le preguntó, volviéndose hacia él.
“¿Qué?”.
“¿Con qué compañía legal trabajas?”, repitió, casi gritando para que le oyera por encima de la música que les envolvía.
“Benson & Aguirre”, respondió con un acento de la costa este que Jessie no pudo identificar del todo. “¿Cómo supiste que soy abogado?”.
“Pura suerte; parece que te están haciendo trabajar de lo lindo. ¿Acabas de salir?”.
“Hace como media hora”, dijo él, con una voz que mostraba un tono más bien del Atlántico medio que de New York. “Llevo tres horas deseando tomarme un trago. Podría tomarme un agua con hielo, pero tendré que conformarme con esto”.
Le dio un trago a su cerveza.
“¿Cómo se compara Los Ángeles con Filadelfia?”, preguntó Jessie. “Ya sé que han pasado menos de seis meses, pero ¿te parece que te estás adaptando bien?”.
“Pero bueno, ¿qué diablos es esto? ¿Eres algo así como un detective privado? ¿Cómo sabes que soy de Filadelfia y que me mudé aquí el pasado agosto?”.
“Es una especie de talento que tengo. Me llamo Jessie, por cierto”, dijo, extendiéndole la mano.
“Doyle”, dijo él, estrechándosela. “¿Me vas a contar cómo haces ese truco de salón? Porque me estás asustando un poco”.
“No quiero desvelar el misterio. El misterio es muy importante. Deja que te haga otra pregunta, solo para completar la imagen. ¿Fuiste a Temple o a Villanova para estudiar leyes?”.
Él se la quedó mirando con la boca abierta de par en par. Tras pestañear unas cuantas veces, se recompuso.
“¿Cómo sabes que no fui a Penn?”, le preguntó, fingiendo sentirse insultado.
“De ningún modo, no pedías aguas heladas en Penn. ¿Cuál de ellas es?”.
“¡Guau, guau, y más guau, chica!”, le gritó. “¡Vamos Wildcats!”.
Jessie asintió con entusiasmo.
“Soy una chica troyana también”, dijo ella.
“Oh, vaya. ¿Fuiste a USC? ¿Te enteraste de lo de eso chico Lionel Little—que solía jugar a baloncesto allí? Le han matado hoy”.
“Algo escuché”, dijo Jessie. “Qué historia tan triste”.
“Escuché que le mataron por sus deportivas”, dijo Doyle, sacudiendo la cabeza. “¿Puedes creerlo?”.
“Deberías cuidar de tus zapatos, Doyle. Tampoco parecen baratos”.
Doyle bajó la mirada, y después se inclinó y le susurró al oído. “Ochocientos dólares”.
Jessie silbó fingiendo admiración. Estaba perdiendo rápidamente todo el interés en Doyle, cuya juvenil exuberancia se veía superada por su juvenil autocomplacencia.
“¿Y cuál es tu historia?”, le preguntó.
“¿No quieres intentar adivinarla?”.
“Oh bueno, no soy tan bueno con esas cosas”.
“Haz un intento, Doyle”, le exhortó ella. “Puede que te sorprendas a ti mismo. Además, un abogado tiene que ser perspicaz, ¿no es cierto?”.
“Eso es cierto. Muy bien, lo intentaré. Diría que eres una actriz. Eres lo bastante bonita como para serlo. Aunque el centro de Los Ángeles no sea el territorio habitual de las actrices. Es más bien Hollywood y apunta hacia el oeste. ¿Modelo quizás? Podrías serlo, pero pareces demasiado inteligente como para que eso sea tu actividad principal, tu profesión. Quizá hiciste algo de modelaje de adolescente, pero ahora te has metido en algo más profesional. Ah, ya lo sé, eres relaciones públicas. Por eso eres tan buena en leer a las personas. ¿He acertado? Sé que lo he hecho”.
“Te has quedado muy cerca, Doyle, pero no del todo”.
“¿Entonces, a qué te dedicas?”, le preguntó con exigencia.
“Soy criminóloga para el L.A.P.D.”.
Le sentó bien decirlo en voz alta, sobre todo mientras veía cómo se le abrían los ojos de sorpresa.
“¿Como en esa serie Mindhunter?”.
“Sí, algo así. Ayudo a la policía a meterse en las mentes de los criminales para que tengan más posibilidades de atraparles”.
“Vaya, vaya. ¿Así que atrapas a asesinos en serie y cosas así?”.
“Lo llevo haciendo un tiempo”, dijo Jessie, sin mencionar que su búsqueda se reducía a un asesino en serie en particular y que no tenía nada que ver con el trabajo.
“Eso es fascinante. Qué trabajo tan interesante”.
“Gracias”, dijo Jessie, presintiendo que por fin había reunido el valor para preguntarle lo que tenía en mente desde hace un rato.
“¿Y entonces cuál es tu situación actual? ¿Estás soltera?”.
“Divorciada”.
“¿De verdad?”, dijo él. “Pareces demasiado joven para estar divorciada”.
“Ya lo sé. Circunstancias inusuales. No acabó funcionando”.
“No quiero ser grosero, pero ¿puedo preguntarte qué fue tan inusual? Quiero decir, eres todo un trofeo. ¿Eres una psicópata o algo así?”.
Jessie sabía que no tenía intención alguna de herirla con la pregunta. Estaba genuinamente interesado tanto en la respuesta como en ella y acababa de estropearlo todo de un modo terrible. Aun así, podía percibir cómo todo el interés que le quedaba por Doyle desaparecía en ese momento. En el mismo instante, la pesadez del día y sus tacones altos empezaron a asomar sus feas cabezas. Decidió concluir la noche con una explosión.
“No diría que soy una psicópata, Doyle. No cabe duda de que tengo mis problemas, hasta el punto de que me despierto gritando la mayoría de las noches. ¿Pero psicópata? No diría eso. La verdad es que nos divorciamos porque mi marido era un sociópata que asesinó a una mujer con la que se estaba acostando, intentó inculparme por ello, y al final intentó matarme a mí a y a dos de nuestros vecinos. Realmente se tomó en serio eso de “hasta que la muerte nos separe”.
Doyle se la quedó mirando, con la mandíbula tan abierta que podrían haberle entrado hasta moscas. Esperó a que se recuperara, sintiendo curiosidad por ver la maestría con la que se iba a librar del asunto. No mucha, por lo que pudo comprobar.
“Oh, eso es realmente terrible. Te preguntaría más sobre ello, pero acabo de acordarme de que tengo que presentar una deposición a primera hora de la mañana. Seguramente, debería irme a casa. Espero verte por aquí en algún momento”.
Se levantó del taburete y ya estaba a mitad de camino de la entrada antes de que Jessie pudiera pronunciar un “Adiós, Doyle”.
*
Jessica Thurman tiró de la manta para cubrir su cuerpecito medio congelado. Ya llevaba sola en la cabaña con su madre muerta tres días. Estaba tan delirante por la falta de agua, calor, e interacción humana que a veces creía que su madre le estaba hablando, a pesar de que su cadáver seguía tirado, inmóvil, con los brazos en lo alto sujetos por los grilletes que colgaban de las vigas de madera.
De repente, dieron unos golpes a la puerta. Había alguien fuera de la cabaña. No podía tratarse de su padre. No tenía ninguna razón para llamar. Entraba en cualquier parte siempre que le daba la gana.
Los golpes se repitieron, solo que esta vez sonaban diferentes. Había un zumbido mezclado con ellos. Eso no tenía ningún sentido. La cabaña no tenía timbre en la puerta. El zumbido volvió a sonar, esta vez sin que hubiera sonido de golpes en absoluto.
De repente, los ojos de Jessie se abrieron de par en par. Estaba tumbada en la cama, concediéndole un segundo a su cerebro para que procesara que el zumbido que estaba escuchando provenía de su celular. Se inclinó para cogerlo, notando que, aunque le latía el corazón a toda velocidad y su respiración era jadeante, no estaba tan sudorosa como era costumbre después de una pesadilla.
Era el detective Ryan Hernández. Al responder a la llamada, echó un vistazo a la hora: las 2:13 de la madrugada.
“Hola”, dijo Jessie, sin apenas sonar somnolienta.
“Jessie. Soy Ryan Hernández. Disculpa que te llame a esta hora, pero he recibido una llamada para investigar una muerte sospechosa en Hancock Park. Garland Moses ya no atiende llamadas en medio de la noche y todos los demás están ocupados. ¿Te apetece unirte?”.
“Claro”, respondió Jessie.
“Si te envío la dirección por mensaje de texto, ¿puedes estar aquí en treinta minutos?”, le preguntó.
“Puedo estar allí en quince”.
CAPÍTULO SIETE
Cuando Jessie aparcó delante de la mansión en Lucerne Boulevard. a las 2:29 de la madrugada, ya había allí delante varios coches patrulla, una ambulancia, y el vehículo del examinador médico. Se bajó del coche y caminó hacia la entrada, intentando parecer lo más profesional posible, dadas las circunstancias.
Había vecinos apostados en el pavimento, muchos de ellos envueltos en albornoces para protegerse del fresco de la noche. Este tipo de cosas no era lo habitual en un vecindario acomodado como Hancock Park. Acurrucado entre Hollywood al norte y el distrito de Mid-Wilshire al sur, era un enclave de las familias de dinero de tradición de Los Ángeles, o al menos de tanta tradición como podía darse en una ciudad tan indiferente a la historia como esta. La gente que vivía aquí no eran las estrellas del celuloide o los gigantes de Hollywood que uno se podía encontrar en Beverly Hills o en Malibú. Estas eran las residencias de los que llevaban generaciones siendo ricos, que podían elegir si trabajaban o no. Si lo hacían, solía ser meramente para evitar el tedio. Pero esta noche no tenían que preocuparse de estar aburridos. Después de todo, uno de los suyos había muerto y todos sentían curiosidad por saber de quién se trataba.
Jessie sintió cierta excitación mientras subía por la escalinata que llevaba a la puerta principal, que estaba marcada con cinta policial amarilla. Esta era la primera vez que llegaba a una escena del crimen sin la compañía de un detective. Y eso quería decir que era la primera vez que iba a tener que mostrar sus credenciales para acceder a una zona restringida.
Recordó que había sentido la misma emoción cuando se las dieron por primera vez. Hasta había practicado con Lacy el gesto de presentarlas unas cuantas veces en el apartamento. Pero ahora, mientras las rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta, tratando de localizarlas, se sentía sorprendentemente nerviosa.
No tenía necesidad de estarlo. El agente que había en la parte superior de las escaleras apenas las miró mientras retiraba la cinta policial para dejarle pasar.
Jessie encontró a Hernández con otro detective de pie justo en la recepción de la casa. Parecía como si al hombre más joven le hubiera tocado el palito más corto. La mayor experiencia del detective Reid le había debido permitir pasar por alto esta llamada. Jessie se preguntó por qué Hernández no había aprovechado su rango para hacer lo propio. La vio y le hizo un gesto para que entrara.
“Jessie Hunt, no sé si ya has conocido al detective Alan Trembley. Era el detective de guardia esta noche y va a trabajar en este caso conmigo”.
Cuando Jessie le estrechó la mano, no pudo evitar notar que, con su cabello rubio descuidado y las gafas que le llegaban hasta la mitad del puente de la nariz, parecía estar tan disperso como ella misma se sentía.
“Nuestra víctima está en la zona de la piscina”, dijo Hernández mientras comenzaba a caminar, guiando sus pasos. “Se llama Victoria Missinger. Treinta y cuatro años de edad. Casada, sin hijos. Está en un pequeño cubículo oculto en la sala principal, que puede ayudar a explicar por qué se tardó tanto en encontrarla. Su marido llamó esta tarde, diciendo que no había podido dar con ella durante unas horas. Había cierta preocupación de que pudiera darse una situación de petición de rescate, así que no se llevó a cabo un barrido completo de la casa hasta hace unas horas. Encontraron su cuerpo gracias al perro entrenado para encontrar cadáveres”.
“Jesús”, murmuró Trembley en voz baja, haciendo que Jessie se preguntara qué clase de experiencia tenía para que le alterara la noción de un perro busca-cadáveres.
“¿Cómo murió?”, preguntó Jessie.
“El examinador médico sigue aquí y todavía no se ha analizado la sangre. Pero la teoría inicial es que se trata de una sobredosis de insulina. Se encontró una aguja cerca de su cuerpo. Era diabética”.
“¿Puedes morir de una sobredosis de insulina?”, preguntó Trembley.
“Sin duda, si no se trata a tiempo”, dijo Hernández mientras bajaban por el largo pasillo de la residencia principal hacia la puerta de atrás. “Y parece que estuvo sola en la habitación durante horas”.
“Parece que últimamente estamos tratando un montón de incidentes relacionados con agujas, detective Hernández”, apuntó Jessie. “Sabes, estoy dispuesta a manejar algún tiroteo de vez en cuando”.
“Pura coincidencia, te lo aseguro”, le respondió, sonriendo.
Salieron afuera y Jessie se dio cuenta de que la enorme mansión delantera ocultaba un jardín trasero incluso más grande. Una piscina enorme llenaba la mitad del espacio. Detrás de ella, estaba la casa de la piscina. Hernández se dirigió hacia allí y los otros dos le siguieron.
“¿Qué te hace sospechar que no fue simplemente un accidente?”, le preguntó Jessie.
“Todavía no he sacado ninguna conclusión”, le respondió. “El examinador médico podrá darnos más datos por la mañana. Pero la señora Missinger ha tenido diabetes toda la vida y, según su marido, nunca ha tenido un accidente como este con anterioridad. Suena como que sabía cuidar bien de sí misma”.
“¿Ya has hablado con él?”, le preguntó Jessie.
“No”, respondió Hernández. “Un agente uniformado tomó su declaración inicial. En este momento, le están atendiendo en la sala de los desayunos. Hablaremos con él después de que te muestre la escena”.
“¿Qué sabemos acerca de él?”, preguntó Jessie.
“Michael Missinger, treinta y siete años. Heredero de la fortuna del petróleo de los Missinger. Vendió sus activos hace unos años y comenzó un fondo de inversión que invierte exclusivamente en tecnologías sostenibles y ecológicas. Trabaja en el centro en la pent-house de uno de esos edificios que te hacen doblar el cuello hacia atrás para mirar el tejado”.
“¿Algún antecedente?”, preguntó Trembley.
“¿Estás de broma?”, espetó Hernández. “Oficialmente, este tipo es más perfecto que nadie. Ningún escándalo personal. Ningún problema financiero. Si tiene secretos, están bien ocultos”.
Habían llegado a la casa de la piscina. Un agente uniformado retiró la cinta policial para que pudieran pasar a su interior. Jessie siguió a Hernández, que lideró el camino. Trembley se puso a la cola.
Cuando pasó adentro, Jessie intentó librar su mente de todo pensamiento adicional. Este era su primer caso de asesinato potencial de alguien importante y no quería tener ninguna distracción que le sacara de la tarea que tenía entre manos. Quería concentrarse exclusivamente en su entorno.
La casa de la piscina rezumaba una elegancia sutil como de otra época. Le recordaba a esas cabañas para tomar el sol que se imaginaba utilizaban las estrellas de cine de los años 20 cuando visitaban la playa. El sofá alargado al final de la sala principal tenía un marco de madera, pero estaba cubierto por unos cojines despampanantes que parecían invitarle a una a echar una siesta.
La mesita de café daba la impresión de haber sido construida a mano con maderas recicladas, algunas de ellas parecían ser partes antiguas de cascos de barcos. El arte que colgaba de las paredes parecía ser de origen polinesio. En la esquina opuesta de la habitación había una mesa de billar. La televisión de pantalla plana estaba escondida detrás de una cortina gruesa, de un beige sedoso que Jessie sospechaba había costado más que el Mini Cooper que había aparcado en la puerta. No había ni rastro de que aquí hubiera pasado nada de mención.
“¿Dónde está el cubículo oculto?”, preguntó.
Hernández hizo de guía a lo largo del bar que había junto a la pared más cercana. Jessie vio más cinta policial delante de lo que parecía ser un armario para sábanas. Hernández la retiró y abrió la puerta del armario con una mano cubierta por un guante. Entonces pasó al interior y dio la impresión de que había desaparecido.
Jessie le siguió y vio que el armario sí que contenía unas baldas con toallas y algunos productos de limpieza, pero a medida que se acercaba más, vio una apertura estrecha a la derecha entre la puerta y las baldas. Parecía que había allí una puerta deslizante que se metía dentro de la pared.
Jessie se puso un par de guantes y cerró la puerta. Para una mirada inexperta, simplemente parecía ser otro panel en la pared. La deslizó para abrirla de nuevo y pasó al interior de una pequeña habitación donde estaba Hernández esperándola.
No es que hubiera gran cosa dentro—un silloncito y una mesita de madera al lado. Sobre el suelo había una lámpara que, por lo visto, habían derribado de un golpe. Habían saltado algunas esquirlas que habían acabado sobre la lujosa moqueta blanca.
Tirada sobre el silloncito en una postura relajada que fácilmente podía dar la impresión de que estaba dormida, estaba Victoria Missinger. Había una aguja sobre el cojín junto a ella.
Incluso muerta, Victoria Missinger era una mujer bellísima. Era difícil adivinar su estatura, pero estaba delgada, con aspecto de ser una mujer que se reunía habitualmente con su entrenador. Jessie tomó una nota mental para hacer lo propio.
Tenía la piel cremosa y vibrante, incluso mientras aparecía el rigor mortis. Jessie solo podía imaginarse cómo había sido en vida. Tenía el cabello rubio y largo que le cubría parte del rostro, pero no lo bastante como para ocultar su perfecta estructura ósea.
“Era bonita”, dijo Trembley, quedándose corto.
“¿Crees que hubo una pelea?”, le preguntó Jessie a Hernández, haciendo un gesto a la lámpara rota sobre la moqueta.
“Es difícil decirlo con certeza. Puede que ella le diera un empujón al intentar levantarse. O podría significar que hubo un forcejeo de algún tipo”.
“Creo que tienes una opinión, pero te la estás guardando”, presionó Jessie.
“Bueno, como dije, odio llegar a conclusiones prematuras, pero esto me pareció algo peculiar”, dijo, señalando a la moqueta.
“¿El qué?”, preguntó ella, incapaz de discernir nada notorio excepto lo gruesa que era la moqueta.
“¿Ves lo profundas que son las marcas en la moqueta debido a nuestras pisadas?”.
Jessie y el detective Trembley asintieron.
“Cuando vinimos al principio después de que la encontrara el perro, no había ninguna huella en absoluto.”
“¿Ni siquiera las suyas?”, preguntó Jessie, empezando a entenderlo.
“No”, respondió Hernández.
“¿Qué quiere decir eso?”, preguntó Trembley, que todavía no lo captaba.
Hernández se lo explicó.
“Quiere decir que, o esta lujosa moqueta tiene una capacidad sin precedentes para volver a su estado natural o alguien pasó la aspiradora después de los hechos para ocultar la existencia de otras huellas que no fueran las de Victoria”.
“Eso es interesante”, dijo Jessie, impresionada por la atención al detalle del detective Hernández. Ella estaba orgullosa de saber leer a la gente, pero jamás hubiera captado un detalle físico como este. Eso le recordó que este era el hombre que había contribuido de manera importante a la captura de Bolton Crutchfield y de que no debía menospreciar sus habilidades. Podía aprender mucho de él.
“¿Encontraste una aspiradora?”, preguntó Trembley.
“No por aquí cerca”, dijo Hernández. “Pero los agentes la están buscando en la casa principal”.
“Es difícil de imaginar que alguno de los Missinger realizara mucho trabajo de limpieza”, dedujo Jessie. “Me pregunto si saben siquiera donde se guarda la aspiradora. ¿Puedo asumir que tienen una asistenta?”.
“Sin duda, así es”, dijo Hernández. “Se llama Marisol Méndez. Por desgracia, está fuera de la ciudad toda la semana, aparentemente de vacaciones en Palm Springs”.
“Así que la asistenta está descartada”, dijo Trembley. “¿Hay alguien más que trabaje por aquí? Deben de tener un montón de empleados”.
“No tantos como puedas creer”, dijo Hernández. “Su jardín es mayormente resistente a la sequía, así que solo tienen a un jardinero que viene un par de veces al mes para su mantenimiento. Tienen una compañía de mantenimiento de piscinas y Missinger dice que viene alguien una vez por semana, los jueves”.
“Entonces, ¿con quién nos deja eso?”, preguntó Trembley, temeroso de decir la respuesta obvia en voz alta por miedo a ser demasiado obvio.
“Nos deja con la misma persona con la que empezamos”, dijo Hernández, sin miedo a decir lo que estaba pensando. “El marido”.
“¿Tiene coartada?”, preguntó Jessie.
“Eso es exactamente lo que vamos a averiguar”, respondió Hernández al tiempo que sacaba su radio y hablaba por el aparato. “Nettles, haz que lleven a Missinger a comisaría para interrogarle. No quiero que nadie más le haga ninguna pregunta hasta que le tengamos en la sala de interrogatorios”.
“Lo siento, detective”, respondió una voz tímida y aprensiva por la radio. “Pero ya lo ha hecho alguien más. Está de camino ahora mismo”.
“Maldita sea”, juró Hernández mientras apagaba la radio. “Tenemos que irnos ahora mismo”.
“¿Cuál es el problema?”, preguntó Jessie.
“Quería estar allí esperando cuando Missinger llegara a comisaría—para ser el policía amable, su salvavidas, su confidente. Pero si llega allí primero y ve todos esos uniformes azules, las armas, y las luces fluorescentes, se va a asustar y a exigir ver a su abogado antes de que pueda hacerle ninguna pregunta. Cuando eso suceda, no sacaremos nada útil de él”.
“Entonces será mejor que nos demos prisa”, dijo Jessie, pasándole de largo y saliendo por la puerta.
CAPÍTULO OCHO
Cuando llegaron a la estación, Missinger ya llevaba allí diez minutos. Hernández había llamado por adelantado y le había ordenado al sargento de guardia que le pusiera en la sala para familias, que estaba destinada para las víctimas de delitos y las familias de los fallecidos. Era un poco menos clínica que el resto de la comisaría, con un par de viejos sofás, algunas cortinas en las ventanas, y unas cuantas revistas de meses anteriores sobre la mesa del café.
Jessie, Hernández, y Trembley se apresuraron hasta llegar a la puerta de la sala para familias, donde había un agente muy alto montando la guardia afuera.
“¿Cómo está él?”, preguntó Hernández.
“Está bien. Desgraciadamente, exigió ver a su abogado en el segundo que entró por la puerta”.
“Genial”, espetó Hernández. “¿Cuánto tiempo lleva esperando para hacer la llamada?”.
“Ya la ha hecho, señor”, dijo el agente, moviéndose con incomodidad.
“¿Qué? ¿Quién le dejó hacer eso?”.
“Yo lo hice, señor. ¿No se supone que debía hacerlo?”.
“¿Cuánto tiempo llevas en el cuerpo, agente… Beatty?”, preguntó Hernández, mirando la placa con su nombre sobre la camisa del agente.
“Casi un mes, señor”.
“Muy bien, Beatty”, dijo Hernández, tratando obviamente de controlar su frustración. “No hay nada que hacer al respecto ahora. Pero, en el futuro, no tienes por qué darle un teléfono de inmediato a un potencial sospechoso en el segundo que te lo pida. Le puedes poner en una sala y decirle que vas a encargarte de ello. ‘Encargarte de ello’ puede llevarte unos minutos, quizá hasta una hora o dos. Es una táctica para darnos tiempo a preparar una estrategia y mantener al sospechoso desconcertado. ¿Puedes intentar recordar eso en el futuro?”.







