- -
- 100%
- +
Riley sonrió y dejó a Jilly atender la llamada de su hija mayor. Riley escuchó desde el otro lado de la habitación mientras las dos chicas charlaban como las hermanas en las que se habían convertido.
Cuando las chicas terminaron de hablar, Riley se sentó en la portátil para hablar con April mientras que Jilly se acostó en la cama para ver televisión. April parecía seria y preocupada.
Ella preguntó: —¿Cómo crees que saldrá todo?
Mirando hacia el otro lado de la habitación, Riley vio que Jilly parecía bastante interesada en la película. Riley no creía que estaba escuchando lo que ella y April estaban hablando, pero igual decidió tener cuidado con lo que decía.
—Ya veremos —dijo Riley.
April dijo en voz baja para que Jilly no oyera: —Te ves preocupada, mamá.
—Supongo que sí —dijo Riley, también en voz baja.
—Puedes hacerlo, mamá. Sé que puedes.
Riley tragó grueso y dijo: —Eso espero.
Aún en voz baja, la voz de April tembló de emoción: —No podemos perderla, mamá. No puede volver a su antigua vida.
—Lo sé —dijo Riley—. No te preocupes.
Riley y April se miraron en silencio durante unos momentos. Riley de repente se sintió profundamente conmovida por lo madura que su hija de quince años de edad parecía en este momento.
«Está creciendo», pensó Riley con orgullo.
April finalmente dijo: —Adiós, mamá. Llámame tan pronto tengas noticias.
—Sí, eso haré —dijo Riley.
Finalizó la videollamada y regresó a la cama con Jilly. El teléfono sonó a pocos minutos de terminarse la película. Riley sintió otra oleada de preocupación.
Las llamadas telefónicas que había recibido últimamente no habían traído buenas noticias.
Ella cogió el teléfono y escuchó la voz de una mujer: —Agente Paige, estoy llamando de la centralita de Quantico. Acabamos de recibir una llamada de una mujer en Atlanta y… bueno, no estoy segura de cómo manejar esto, pero quiere hablar directamente con usted.
—¿Atlanta? —preguntó Riley—. ¿Quién es?
—Su nombre es Morgan Farrell.
Riley sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
Recordaba a la mujer de un caso en el que había trabajado en febrero. El esposo adinerado de Morgan, Andrew, había sido un sospechoso en un caso de asesinato. Riley y su compañero, Bill Jeffreys, habían entrevistado a Andrew Farrell en su casa y habían determinado que él no era el asesino que estaban buscando. Sin embargo, Riley había detectado señales de que estaba abusando de su esposa.
Había logrado entregarle a Morgan una tarjeta del FBI en silencio, pero nunca se había comunicado con Riley.
«Supongo que por fin quiere ayuda», pensó Riley, imaginando la mujer delgada, elegante y tímida que había visto en la mansión de Andrew Farrell.
Pero Riley se preguntó qué podría hacer por ella en estos momentos, dadas las circunstancias personales en las que se encontraba.
De hecho, lo último que Riley necesitaba en este momento era otro problema que resolver.
La operadora en espera preguntó: —¿Quiere que comunique la llamada?
Riley vaciló un segundo y luego dijo: —Sí, por favor.
Después de un momento, oyó el sonido de la voz de una mujer: —Hola, ¿habla la agente especial Riley Paige?
Ahora recordaba que Morgan no le había dicho ni una sola palabra durante su visita a su casa. Había parecido demasiado aterrada de su esposo como para siquiera hablar.
Pero ahora no sonaba aterrada. De hecho, sonaba muy feliz.
«¿Esta es solo una llamada social?», se preguntó Riley.
—Sí, habla Riley Paige —dijo Riley.
—Bueno, le debía una llamada. Fue muy amable conmigo cuando visitó nuestra casa, y me dejó su tarjeta, y pareció estar realmente preocupada por mí. Solo quería hacerle saber que ya no tiene que preocuparse por mí. Todo va a estar bien ahora.
Riley respiró más tranquila y le dijo a la mujer: —Eso me alegra mucho. ¿Lo dejó? ¿Se divorciarán?
—No —dijo Morgan alegremente—. Maté al bastardo.
CAPÍTULO DOS
Riley se sentó en la silla más cercana, su mente dando vueltas mientras las palabras de la mujer resonaron en su mente.
—Maté al bastardo.
¿Morgan realmente acababa de decir eso?
Luego Morgan preguntó: —Agente Paige, ¿está ahí?
—Todavía estoy aquí —dijo Riley—. Dígame lo que pasó.
Morgan todavía parecía extrañamente tranquila: —Lo que pasa es que no estoy segura. He estado bastante ida últimamente, y tiendo a no recordar las cosas que hago. Pero lo maté sin duda. Estoy mirando su cuerpo tendido en la cama. Tiene cuchilladas por todas partes y sangró mucho. Parece que lo hice con un cuchillo de cocina afilado. El cuchillo está a su lado.
Riley intentó darle sentido a lo que estaba oyendo.
Recordó lo enfermizamente delgada que Morgan había parecido. Riley había estado segura de que era anoréxica. Riley sabía mejor que muchos lo difícil que era asesinar a alguien a puñaladas. ¿Morgan era físicamente capaz de hacer algo así?
Oyó a Morgan suspirar.
—Odio molestar, pero sinceramente no sé qué hacer ahora. Me preguntaba si podría ayudarme.
—¿Le ha contado esto a alguien más? ¿Llamó a la policía?
—No.
Riley tartamudeó: —Me… me encargaré de eso.
—Muchas gracias.
Riley estaba a punto de decirle a Morgan que no colgara mientras hacía una llamada aparte en su propio teléfono celular. Pero Morgan colgó.
Riley se quedó mirando al horizonte por un tiempo.
Oyó a Jilly preguntar: —Mamá, ¿pasó algo?
Riley miró a Jilly y notó que parecía muy preocupada.
Ella dijo: —No hay nada de qué preocuparse, cariño.
Luego cogió su teléfono celular y llamó a la policía de Atlanta.
*
El oficial Jared Ruhl se sentía aburrido e inquieto mientras viajaba en el asiento del pasajero junto al sargento Dylan Petrie. Era de noche, y estaban patrullando uno de los vecindarios más ricos de Atlanta, un área donde casi nunca había actividad criminal. Ruhl era nuevo, y ansiaba acción.
Respetaba mucho a su compañero y mentor afroamericano. El sargento Petrie llevaba aproximadamente veinte años en la fuerza, y era uno de los policías más experimentados.
«Entonces, ¿por qué nos están malgastando en esto?», se preguntó Ruhl.
Como en respuesta a su pregunta no formulada, una voz femenina dijo por la radio policial:
—Cuatro-Frank-trece, ¿me copian?
Los sentidos de Ruhl se agudizaron al oír la identificación de su propio vehículo.
Petrie respondió: —Sí, adelante.
La operadora vaciló, como si no creía lo que estaba a punto de decir.
Luego dijo, —Tenemos una posible ciento ochenta y siete en la residencia Farrell. Diríjanse a la escena.
Ruhl quedó boquiabierto y vio los ojos de Petrie abrirse de par en par. Ruhl sabía que 187 era el código de homicidio.
«¿En la casa de Andrew Farrell?», se preguntó Ruhl.
No lo podía creer, y parecía que Petrie tampoco.
—Repita, por favor —dijo Petrie.
—Un posible 187 en la residencia Farrell. ¿Pueden dirigirse a la escena?
Ruhl vio a Petrie entrecerrar los ojos.
—Sí —dijo Petrie—. ¿Quién es el sospechoso?
La operadora volvió a vacilar y luego dijo: —La señora Farrell.
Petrie jadeó en voz alta y negó con la cabeza.
—¿Es una broma? —dijo.
—No es broma.
—¿Quién reportó el crimen? —preguntó Petrie.
La operadora respondió: —Una agente de la UAC desde Phoenix, Arizona. Yo sé lo raro que parece eso, pero…
La voz de la operadora se quebró.
Petrie dijo: —¿Respuesta código tres?
Ruhl sabía que Petrie estaba preguntando si debían utilizar luces intermitentes y una sirena.
La operadora preguntó: —¿Qué tan cerca están de la escena?
—Estamos a menos de un minuto —dijo Petrie.
—Entonces es mejor que no hagan ruido. Todo esto es…
Su voz se volvió a quebrar. Ruhl supuso que no quería que llamaran mucho la atención. Lo que fuera que estaba pasando en este vecindario lujoso y privilegiado, sin duda lo mejor era mantener a la prensa alejada por el mayor tiempo posible.
Finalmente, la operadora dijo: —Solo echen un vistazo, ¿de acuerdo?
—Copiado —dijo Petrie—. Estamos en camino.
Petrie empujó el acelerador y aceleró por la calle tranquila.
Ruhl miró la mansión Farrell con asombro a la distancia. Nunca había estado tan cerca de ella. La casa se extendía en todas las direcciones, y le parecía más un club de campo que una casa. El exterior estaba cuidadosamente iluminado, por protección, sin duda, pero también para mostrar sus grandes arcos, columnas y ventanas.
Petrie estacionó el auto en la entrada circular y apagó el motor. Él y Ruhl se salieron y se acercaron a la enorme entrada principal. Petrie sonó el timbre.
Después de unos momentos, un hombre alto y delgado abrió la puerta. Ruhl supuso por su esmoquin elegante y su expresión rígida que era el mayordomo de la familia.
Parecía sorprendido de ver dos oficiales de policía… y para nada contento.
—¿Puedo preguntar de qué trata todo esto?
El mayordomo no parecía tener ni idea de que algo había pasado dentro de la mansión.
Petrie miró a Ruhl, quien percibió lo que su mentor estaba pensando… «Solo una falsa alarma. Probablemente una broma telefónica.»
Petrie le dijo al mayordomo: —¿Podríamos hablar con el señor Farrell, por favor?
El mayordomo sonrió de una forma arrogante y dijo: —Me temo que eso es imposible. Está profundamente dormido, y tengo órdenes estrictas de…
Petrie interrumpió: —Tenemos razones para estar preocupados por su seguridad.
El mayordomo frunció el ceño y dijo: —¿En serio? Ya que insiste, le echaré un vistazo. Trataré de no despertarlo. Le aseguro que se molestará si lo hago.
Petrie no le preguntó al mayordomo si podían pasar a la casa. La casa era enorme, con hileras de columnas de mármol que eventualmente conducían a una escalera alfombrada con pasamanos curvos y elegantes. A Ruhl le resultaba cada vez más difícil creer que alguien en realidad vivía allí. Parecía más un plató de cine.
Ruhl y Petrie siguieron el mayordomo por las escaleras y un amplio pasillo a un par de puertas dobles.
—El dormitorio principal —dijo el mayordomo—. Esperen un momento.
El mayordomo entró al dormitorio.
Luego lo escucharon gritar aterrorizado desde adentro.
Ruhl y Petrie entraron a toda prisa a una sala de estar y desde allí a un enorme dormitorio.
El mayordomo ya había encendido las luces. Los ojos de Ruhl se tuvieron que acostumbrar al brillo del enorme dormitorio. Entonces sus ojos se posaron sobre una cama con dosel. Como todo en la casa, también era enorme, como algo salido de una película. Pero pese a su tamaño, parecía pequeña en comparación al resto del dormitorio.
Todo en el dormitorio principal era dorado y negro, a excepción de la sangre por toda la cama.
CAPÍTULO TRES
El mayordomo estaba desplomado contra la pared, una expresión distante en su cara. Ruhl también se sentía un poco mareado.
En la cama yacía el rico y famoso Andrew Farrell, muerto y ensangrentado. Ruhl lo reconoció de las muchas veces que lo había visto en la televisión.
Ruhl nunca había visto un cadáver. Nunca había esperado que pareciera tan extraño e irreal.
Lo que hizo que esta escena fuera especialmente bizarra era la mujer sentada en una silla tapizada justo al lado de la cama. Ruhl también la reconoció. Era Morgan Farrell, anteriormente Morgan Chartier, una famosa modelo ahora retirada. El muerto había convertido su matrimonio en un evento mediático, y le gustaba desfilarla en público.
Llevaba un camisón de aspecto caro que estaba manchado de sangre. Estaba inmóvil, sosteniendo un cuchillo grande. Su hoja estaba ensangrentada, así como también su mano.
—Mierda —murmuró Petrie en voz aturdida.
Luego Petrie habló por su micrófono: —Operadora, habla cuatro Frank trece desde la residencia Farrell. Tenemos un ciento ochenta y siete. Envíe tres unidades, incluyendo una unidad de homicidios. También comuníquese con el médico forense. Mejor dígale al jefe Stiles que venga también.
Petrie escuchó a la operadora por su auricular, luego pareció pensar algo por un momento.
—No, no lo convierta en un código tres. Es mejor mantener esto bajo cuerdas durante el mayor tiempo posible.
Durante este intercambio, Ruhl no pudo quitarle los ojos de encima a la mujer. Le había parecido hermosa en la televisión. Extrañamente, ahora parecía igual de hermosa. Incluso con un cuchillo ensangrentado en la mano, parecía tan delicada y frágil como una muñeca de porcelana.
También estaba tan inmóvil como una muñeca de porcelana, tan inmóvil como el cadáver… y aparentemente inconsciente de que alguien había entrado en el dormitorio. Ni sus ojos se movían mientras seguía mirando el cuchillo en su mano.
Mientras Ruhl siguió a Petrie hacia la mujer, pensó que la escena ya no le recordaba a un plató de cine.
«Es más como una exposición en un museo de cera», pensó.
Petrie tocó suavemente a la mujer en el hombro y le dijo: —Sra. Farrell…
La mujer no parecía nada sobresaltada cuando levantó la mirada.
Le sonrió y dijo: —Hola, oficial. Me preguntaba cuándo llegaría la policía.
Petrie se puso un par de guantes de plástico. Ruhl no necesitó que le dijera que hiciera lo mismo. Entonces Petrie tomó el cuchillo de la mano de la mujer con delicadeza y se la dio a Ruhl, quien lo metió cuidadosamente en una bolsa de pruebas.
Mientras estaban haciendo esto, Petrie le dijo a la mujer: —Por favor, dígame lo que pasó aquí.
La mujer se echó a reír.
—Bueno, esa es una pregunta tonta. Maté a Andrew. ¿No es obvio?
Petrie se volvió a mirar a Ruhl, como si fuera a preguntarle: —¿Es obvio?
Por un lado, no parecía haber ninguna otra explicación para esta extraña escena. Por otro lado…
«Se ve tan débil e indefensa», pensó Ruhl.
No podía imaginarla haciendo tal cosa.
Petrie le dijo Ruhl: —Habla con el mayordomo. Averigua lo que sabe.
Mientras Petrie examinó el cuerpo, Ruhl se acercó al mayordomo, quien todavía estaba en cuclillas contra la pared.
Ruhl le dijo: —Señor, ¿podría decirme qué pasó aquí?
El mayordomo abrió la boca, pero no dijo nada.
—Señor —repitió Ruhl.
El mayordomo entrecerró los ojos como si estuviera muy confundido. Luego dijo: —No sé. Ustedes llegaron y…
Se quedó en silencio de nuevo.
Ruhl se preguntó: «¿Realmente no sabe nada en absoluto?»
Tal vez el mayordomo estaba fingiendo su sorpresa y perplejidad.
Tal vez era el verdadero asesino.
La posibilidad recordó a Ruhl del viejo cliché: —El mayordomo lo hizo.
La idea hasta podría ser divertida en otras circunstancias.
Pero ciertamente no ahora.
Ruhl pensó rápido, tratando de decidir qué preguntas hacerle al hombre.
Luego dijo: —¿Alguien más está aquí?
El mayordomo respondió: —Solo los otros empleados. Seis sirvientes aparte de mí, tres mujeres y tres hombres. ¿Ciertamente no creen que…?
Ruhl no tenía idea de qué pensar, al menos no todavía.
Le preguntó al mayordomo: —¿Es posible que alguien más esté en la casa? ¿Un intruso, tal vez?
El mayordomo negó con la cabeza. —No sé cómo —dijo—. Nuestro sistema de seguridad es de los mejores.
«Eso no es un no», pensó Ruhl.
De repente se sintió muy alarmado. Si el asesino era un intruso, ¿podría aún estar en algún lugar de la casa? ¿O podría estar escabulléndose en este mismo momento?
Entonces Ruhl oyó a Petrie hablar por el micrófono, diciéndole a alguien cómo encontrar el dormitorio en la enorme mansión.
En unos segundos, el dormitorio era un hervidero de policías. Entre ellos estaba el jefe Elmo Stiles, un hombre corpulento e imponente. Ruhl también se sorprendió al ver el fiscal de distrito, Seth Musil.
El fiscal normalmente refinado parecía despeinado y desorientado, como si acababa de ser despertado. Ruhl supuso que el jefe había contactado al fiscal justo cuando se enteró, para luego recogerlo y traerlo aquí.
Él jadeó ante lo que vio y corrió hacia la mujer.
—¡Morgan! —exclamó.
—Hola, Seth —dijo la mujer, como si estuviera gratamente sorprendida por su llegada. A Ruhl no le sorprendió que Morgan Farrell y un político de alto rango como el fiscal se conocían. La mujer aún no parecía estar consciente de la mayor parte de lo que estaba pasando a su alrededor.
Sonriendo, la mujer le dijo a Musil: —Bueno, supongo que es obvio lo que sucedió. Y estoy segura de que no te sorprende que…
Musil le interrumpió apresuradamente: —No, Morgan. No digas nada. Aún no. No hasta que consigas un abogado.
Sargento Petrie ya estaba organizando las personas en el dormitorio.
Le dijo al mayordomo: —Háblales de la distribución de la casa, de hasta el último rincón.
Luego les dijo a los policías: —Quiero que registren toda la casa en búsqueda de algún intruso o señal de entrada forzada. Y hablen con los empleados. Asegúrense de que puedan rendir cuenta de sus acciones durante las últimas horas.
Los policías se reunieron alrededor del mayordomo, quien estaba de pie ahora. El mayordomo les dio instrucciones, y los policías salieron del dormitorio. Sin saber qué más hacer, Ruhl se paró junto al sargento Petrie, mirando la espantosa escena. El fiscal se encontraba parado de manera protectora al lado de la mujer sonriente y llena de sangre.
Ruhl todavía estaba luchando por entender todo lo que estaba viendo. Se recordó a sí mismo que este era su primer homicidio. Se preguntó: «¿Alguna vez trabajaré en uno más extraño que este?»
También esperaba que los policías que estaban registrando la casa no volvieran con las manos vacías. Tal vez volverían con el verdadero culpable. Ruhl odiaba la posibilidad de que esta mujer delicada y hermosa era realmente capaz de asesinar.
Los policías y el mayordomo regresaron varios minutos después.
Dijeron que no habían encontrado a ningún intruso ni ninguna señal de entrada forzada. Habían encontrado a los empleados dormidos en sus camas y no había razón para pensar que cualquiera de ellos era responsable.
El médico forense y su equipo llegaron y comenzaron a trabajar en el cadáver. El enorme dormitorio estaba bastante lleno ahora. La mujer manchada de sangre finalmente parecía estar consciente del bullicio de actividad.
Se levantó de su silla y le dijo al mayordomo: —Maurice, ¿y tus modales? Pregúntales a estas buenas personas si quieren algo de comer o beber.
Petrie caminó hacia ella, sacando sus esposas.
Luego le dijo: —Eso es muy amable de su parte, señora, pero no será necesario.
Luego, en un tono muy educado y considerado, empezó a leerle a Morgan Farrell sus derechos.
CAPÍTULO CUATRO
Riley no pudo evitar sentirse cada vez más preocupada mientras la audiencia avanzaba.
Hasta el momento, todo había salido bien. Riley había declarado respecto al hogar que le brindaba a Jilly, y Bonnie y Arnold Flaxman habían declarado respecto a la gran necesidad de Jilly de pertenecer a una familia estable.
Aun así, el padre de Jilly, Albert Scarlatti, la inquietaba.
Esta era la primera vez que lo veía. A juzgar por lo que Jilly le había hablado de él, se lo había imaginado grotesco y malvado.
Pero su aspecto verdadero la sorprendió.
Su cabello negro estaba lleno de canas y, como había esperado, se veía muy desgastado por sus muchos años de alcoholismo. Aun así, parecía perfectamente sobrio en este momento. Estaba bien vestido, y era amable y encantador con todos.
Riley también pensó en la mujer que estaba sentada al lado de Scarlatti, sosteniendo su mano. Ella también parecía que había vivido una vida muy dura. Su expresión era difícil de interpretar.
«¿Quién es ella?», se preguntó Riley.
Todo lo que Riley sabía sobre la esposa de Scarlatti y la madre de Jilly era que los había abandonado hace muchos años. Scarlatti le había dicho a Jilly varias veces que probablemente había muerto.
Esta no podía ser ella después de todos estos años. Jilly ni siquiera la conocía. Entonces, ¿quién era?
Ahora le tocaba a Jilly declarar.
Riley apretó la mano de Jilly y luego la adolescente subió al estrado.
Jilly parecía pequeña en el gran estrado. Sus ojos se movieron alrededor de la sala con nerviosismo, mirando al juez y luego haciendo contacto visual con su padre.
El hombre sonrió con lo que parecía ser afecto sincero, pero Jilly apartó la mirada apresuradamente.
El abogado de Riley, Delbert Kaul, le preguntó a Jilly cómo se sentía respecto a la adopción.
Todo el cuerpo de Jilly se sacudió de emoción.
—Nunca he deseado algo tanto en mi vida —dijo Jilly con voz temblorosa—. Me he sentido muy feliz viviendo con mamá…
—Te refieres a la Sra. Paige —dijo Kaul, interrumpiendo.
—Bueno, la siento mi madre, y así es como la llamo. Y su hija, April, es mi hermana mayor. Hasta que empecé a vivir con ellas, no tenía ni idea de lo que sería tener una verdadera familia que me amara y me cuidara.
Jilly parecía estar conteniendo lágrimas.
Riley no estaba segura de que ella sería capaz de hacerlo.
Luego Kaul preguntó: —¿Puede hablarle al juez de cómo era vivir con su padre?
Jilly miró a su padre. Luego miró al juez y dijo: —Fue horrible.
Luego contó lo que le había contado a Riley ayer, de cuando su padre la encerró en un clóset durante días. Riley se estremeció mientras volvió a escuchar la historia. La mayoría de las personas en la sala parecía estar profundamente afectadas. Hasta su padre bajó la cabeza.
Cuando Jilly terminó, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Hasta que mi nueva mamá entró en mi vida, todas las personas a las que amaba me terminaban abandonando tarde o temprano. No podían soportar vivir con papá porque era horrible con ellas. Mi madre, mi hermano mayor—hasta mi pequeña cachorra, Darby, se escapó.
Riley sintió un nudo en la garganta. Recordaba que Jilly lloraba cada vez que hablaba de la cachorra que había perdido hace unos meses. Jilly todavía le preocupaba la cachorra y se preguntaba qué había sido de ella.
—Por favor —le dijo al juez—. Por favor, no me obligue a volver a él. Estoy muy feliz con mi nueva familia. No me separe de ellas.
Jilly luego bajó del estrado y volvió a tomar asiento al lado de Riley.
Riley le apretó la mano y le susurró: —Lo hiciste muy bien. Estoy orgullosa de ti.
Jilly asintió y se secó las lágrimas.
Luego, el abogado de Riley, Delbert Kaul, le presentó al juez todos los documentos necesarios para finalizar la adopción. Estaba destacando la autorización firmada por el padre de Jilly.
A Riley le pareció que Kaul estaba haciendo un buen trabajo con la presentación. Sin embargo, su voz y su actitud no eran muy inspiradoras, y el juez, un hombre fornido con el ceño fruncido y ojos pequeños, redondos y brillantes, no parecía estar tan impresionado.
Por un momento, la mente de Riley divagó a la extraña llamada telefónica que había recibido ayer de Morgan Farrell. Riley obviamente había llamado a la policía de Atlanta de inmediato. Si lo que la mujer había dicho era cierto, entonces seguramente ya estaba detenida. Riley no pudo evitar preguntarse lo que realmente había pasado.
¿Era realmente posible que la frágil mujer que había conocido en Atlanta había cometido un asesinato?
«Este no es un buen momento para pensar en eso», se recordó a sí misma.
Cuando Kaul terminó su presentación, la abogada de Scarlatti se puso de pie.
Jolene Paget era una mujer perspicaz de unos treinta años cuyos labios parecían siempre estar sonriendo con superioridad.
Ella le dijo al juez: —Mi cliente desea impugnar esta adopción.











