- -
- 100%
- +
Mi padre, Liam Danann, era agricultor y ganadero, como lo fue su padre, mi abuelo. Era un hombre de complexión fuerte, bastante alto, cabellos largos castaños, de tez curtida por tanto sol, brazos robustos —el arado y el trabajo con los animales requería mucha fuerza en los brazos—. Su cara, por otro lado, se destacaba por lo prominente de su mandíbula cuadrada, ojos pardos, voz ronca y una nariz bastante grande y afinada. Medía alrededor de 1.85 metros, lo que, en conjunto con el resto de su fisonomía, lo hacía ver muy portentoso e imponente en su aspecto, y, ciertamente, inspiraba respeto a quienes lo veían.
Bastante parco también, de poca conversación, y se las arreglaba en medio de tantas tareas diarias, aunque fueran solo unos minutos, para compartir con nosotros, sus hijos y nuestra madre, alguna de esas viejas historias cargadas de imaginación, cantar algún fragmento de la misma canción de siempre, jugar un poco en la pradera y darnos atención y amor.
Mi madre era muy hermosa, su cabello a la cintura, siempre trenzado, era dorado como las espigas del trigo, su rostro de facciones más livianas era delicado y gentil, y portaba una mirada tan dulce como la miel. Era más bajita de estatura y más delgada que mi padre. Su tez, que era bastante clara originalmente, se había teñido de bronce, como la de mi padre, por la exposición permanente al sol en el trabajo del campo, y sus manos, aunque finas, de dedos delgados, se volvieron muy rústicas con la manipulación de animales y el trabajo áspero que hacía cada día con ellas, y, ni aun así, dejaban de ser suaves y sanadoras, bastaba un abrazo de ella y cualquier discordia, literalmente, ¡se esfumaba!
Era una mujer única, en un medio agreste, donde la gente trabajaba tanto cada día y se quejaban por todo, ella, sin embargo, no paraba de reír a toda hora, tenía siempre palabras amables para nuestros vecinos, para mi padre y para sus hijos. Trabajaba tan duro como mi padre, ordeñando, recolectando la cosecha, limpiando los graneros, buscando pasto, cocinando y lavando toda la ropa de la familia en el río. Era imparable, nunca dejó de ser amable, no había forma de hacerla enojar, ni aun cuando estaba tremendamente cansada después de esas faenas tan exigentes y agotadoras.
Nuestra casa era lo confortable que podía ser un hogar con los recursos de una época que no ofrecía demasiadas comodidades, tal como las entendemos hoy en día. Con un techo vegetal muy alto, quizá en su parte central tendría unos siete u ocho metros de altura, un techo, igual que el resto de las casas del entorno, de espigas, juncos, varas y ramas fuertes de abedul, entretejidas de modo tan compacto como lo permitía un trabajo artesanal como ese. Tenía la forma de un sombrero chino, circular y curvo hacia adentro, y las paredes eran una mezcla de adobes de arcilla y rocas, adosadas con pasto, más o menos gruesas, para conservar la temperatura interna por encima de la del medio ambiente. Tenía una sola puerta de entrada o salida y una única ventana también. Por dentro, mi padre hizo dos compartimientos para las habitaciones, y en el centro había un peristilo o tronco central, alrededor del cual se distribuían los espacios para cocinar y comer, sobre un suelo de troncos lisos de madera. Teníamos camas de madera y pieles de animales y, por lo común, entre nosotros, nos sentíamos en un hogar donde no faltaba nada, había de todo lo que pudiéramos necesitar para vivir en bienestar.
Yo, que era el hijo mayor de mis padres, contaba con once años apenas, y por la profundidad del color intenso y brillante de mis ojos, de mis espesas cejas y mis pestañas tan pobladas, en lugar de Lorcan, como era mi nombre original, me llamaban «Ojos Negros». En casa, mi hermano menor Aidan de ocho años y mis padres se acostumbraron a llamarme de esa manera, y yo atendía por ese nombre, así me reconocían todos, como Ojos Negros, la mirada más profunda que un niño puede tener, eran frases que recuerdo que compartían en casa.
Mis padres y abuelos, a menudo, me decían que parecía un viejo en el cuerpo de un niño, debido a que era muy maduro para mi edad y mi mirada tenía un singular encanto, como ellos decían, que sentían que los paralizaba al observarlos sostenidamente.
Esas son sus anécdotas, yo de eso no recuerdo mucho, no prestaba atención a esas conversaciones de adultos y no sabía nada al respecto, solo deseaba aprender a cazar y salir de aventuras, o lo que, para mí, ¡eran aventuras!, claro.
En mi mente de niño, quería explorar el mundo, y el miedo a los peligros, como en la mayoría de los niños, no estaba presente.
Por su parte, mi padre y mi madre, así como mi peluda mascota, Indi, una bestia amorosa que lucía como podrían figurarse algo similar a un golden retriever salvaje, juguetón y bastante más grande de los que viven por las calles de hoy, pesaba al menos unos treinta kilos, creo yo, ¡en realidad, jamás lo pesé! ¡Ja, ja, ja!, no existía nada como una báscula ni soñábamos que algo como pesarse tuviera alguna importancia, ¿para qué?, ¿verdad?

ARCA III
Nuestro padre, aunque era de poca conversación, de tez, rasgos y carácter fuertes, en realidad, en su corazón guardaba una natural generosidad e inclinación protectora hacia toda la familia y hacia todos los que conocía.
Siempre estaba en una natural disposición de contribuir, de atender las necesidades de cuantos podía, y no faltaba el intercambio de los frutos de la caza y los alimentos que lograba recolectar, no deseaba que nadie que él pudiera ayudar pasara miserias. Enseñaba a todos lo que sabía para que pudieran ayudarse y que el pequeño pueblo saliera adelante.
No obstante, nuestro padre podía ser muy estricto en las exigencias a sus hijos, nos estaba preparando para que nosotros, sobre todo yo, que era el mayor, estuviéramos listos para suplirlo en caso de que llegara a faltar, pues él pensaba que cualquier jornada podía ser «el día de morir».
Me encontraba yo una tarde bastante fría de enero, puesto que el invierno había sido más fuerte ese año de lo usual, en el mercado de las afueras de la aldea, y como niño al fin, estaba ahí, sin prestar atención a nada más que buscar animalitos en las pequeñas ranuras del suelo, que era de piedras y tierra en muchas partes del poblado, más aún en esta época, donde los verdes se llenaban de neblinas gruesas.
Entre varios niños que vivíamos en los alrededores, lanzábamos piedras al lago o, como ese día, escarbábamos en el suelo, jugando a ver quién encontraría primero algún gusanito o lagartija. Cualquier animalito, hubiera dado lo mismo.
Después de mucho rato de revisar, de hurgar y llenarme de tierra la ropa, las uñas y las manos, atrapé a un gusanito marrón muy peludo, bastante pequeño, pero suficiente para ganar a mis amigos. Aquel día, ¡me alcé con ese pequeño triunfo!
¡Era una jornada de suerte para mí!
Eso creí en ese instante.
Las horas pasaron y cayó la noche pronto, los días son cortos en invierno, y todos nos regresamos a nuestras casas, allí nos esperan.
De repente, me acordé de que tenía una encomienda de mi padre, algo que me había ordenado hacer y que debía llevar al regresar a casa conmigo, pero yo ¡me había olvidado por completo!
«¿Cómo pude olvidarme de algo tan importante?», decía para mí mismo. Esa distracción ¡me podía costar una paliza! Sabía que me había metido en problemas…
Se me ocurrió devolverme y correr fuera de la aldea, a ver si aún alcanzaba a buscar lo que mi padre muy seriamente me había pedido.
Mis amigos siguieron a sus casas y ¡yo corrí saltando las calles como loco!
Casi no se veía el camino, ya estaba más oscuro, y la neblina había empezado a bajar, aunque corrí con todas mis fuerzas, con todo lo que mis piernas me dieron, no pude llegar, no veía nada hacia donde iba, estaba todo el suelo humedecido, me resbalaba a cada paso y no me hallaba tan cerca como para llegar a tiempo.
No tuve más alternativa que regresarme a casa antes de que me perdiera entre la capa de la niebla.
Entre vergüenza y miedo, seguí adelante, mi padre era muy paciente, pero no le gustaba que lo desobedeciera, y sabía que no tenía salida, en esos tiempos, los hijos no preguntábamos a nuestros padres, ellos nos daban una tarea y había que cumplirla sin chistar.
Abrí calladamente la puerta de nuestra casa y, sin poder ocultarme, mi padre se encontraba allí, justo frente a ella, con su rostro entre preocupado y molesto, porque ya había oscurecido y mi hermano y yo no tenemos permiso de estar fuera de casa después del atardecer.
Con su voz ronca, me preguntó:
—Lorcan, ¿dónde está lo que te pedí?
Cuando se enfadaba, no me llamaba Ojos Negros.
Yo solo fui capaz de guardar silencio, no tenía ningún pretexto que ofrecerle.
—¿Qué te he dicho de faltar a tu palabra, de desobedecer una orden mía? ¿Acaso no escuchaste que era muy importante que lo trajeras?
Con mi cara hacia el suelo, le dije que lo había olvidado y que por eso regresé más tarde, porque, cuando lo recordé, me había devuelto a buscarlo y me di cuenta de que ya no podía ver nada en el camino para llegar al lugar y regresar antes de que anocheciera.
—Lo siento, padre, ¡no ocurrirá otra vez, lo prometo…
Y así fue. No sucedió otra vez. No desobedecí nunca más a mi padre Liam en ningún otro momento de mi vida.

A la mañana siguiente, estábamos todos en casa, protegiéndonos de ese frío que se colaba entre las ranuras del techo y de la puerta o la ventana de la casa, harían unos seis o siete grados centígrados.
Al frío se sumaban esos hilos de viento que no podían pasar a sus anchas y generaba una música particular de silbidos, típicos del viento cuando cruza entre espacios muy pequeños y choca con los objetos, haciendo que la casa se mantuviera en esas temperaturas, a pesar del fuego de la hoguera que ardía desde la noche anterior.
Yo sentía que algo más pasaba. Había señales por todas partes.
Mi padre, que siempre se levantaba antes del amanecer a atender su trabajo fuera de casa, aún estaba allí, y eran casi las siete de la mañana.
Se encontraba sentado al pie de su cama, muy cerca de mi madre, que permanecía acostada.
Que no se hubiera levantado a esa hora era inusual, porque ella, para cuando amanecía cada día, ya habría horneado algo y estaría haciendo el desayuno para todos, pero no había ni olor ni movimiento alguno en la cocina de nuestra casa.
Era extraño, pensé, ellos madrugan a diario y suelen salir de casa muy temprano, las tareas de campo lo exigen así.
ARCA IV
No pasó mucho rato para que entrara a la casa, invitado por mi padre, un personaje de túnica blanca, con un gran abrigo gris de piel de oveja muy largo y un gorro que apenas dejaba ver su cara del color del cobre.
Mi hermano y yo no sabíamos de quién se trataba, no lo habíamos visto antes.
Eran especialmente comunes, en estas zonas del norte de Irlanda, que las túnicas se realzaran con esos pequeños botones semiesféricos de bronce, distintivos en las prendas de vestir de las élites, de los magos o de los religiosos. Y este extraño visitante portaba una así.
Para mí, en mi visión de niño y preadolescente, el extraño era alguien con atributos especiales, no era agricultor ni ganadero o herrero, y venía a ver a mi madre por alguna razón que no podía entender, ya que los padres nunca explicaban mucho a sus hijos sobre las cosas que ocurrían en el entorno familiar ni en la aldea. Ellos manejaban la información a su discreción, y los niños nunca interveníamos en sus conversaciones, ni siquiera nos permitían estar cuando charlaban.
Entre tanto, ese hombre de aspecto raro podría haber sido un chamán, quienes se consideraron los primeros médicos de la humanidad, se decía de ellos que ejercían su sabiduría y su sanación a partir de hierbas, raíces, sugestión o rituales e, inclusive, eran ellos los que presidían los llamados «ritos de transición» —pubertad, fecundidad y muerte—.
De mi memoria, solo puedo asociar esa imagen, como la de ese hombre que llegó a mi casa casi al amanecer, con la tarea de reconocer la condición de salud de mi madre, que yacía en su cama todavía.
Mirando un poco hacia atrás en mis recuerdos, en esas últimas semanas de este invierno que había hecho tanto frío, junto a esa humedad que calaba todo a nuestro alrededor, Aidan, mi hermano, y yo notamos que ella no lucía tan fresca ni tan animada como siempre, y nosotros, siendo niños, no entendíamos mucho de enfermedades ni padecimientos, porque no habíamos vivido nada de eso en nuestra familia. Por ello, ignorábamos que lo que le ocurría a nuestra madre era que estaba enferma y que no respiraba bien.
Entonces supimos que ella en verdad estaba mal, que necesitaba ese brebaje que la podría haber ayudado a tolerar y superar esa condición de debilidad, a disminuir las altas fiebres intermitentes que estaba padeciendo, que la sostuviera a salvo en medio de esa crisis.
Pero… ¡eso no sucedió!
Se había debilitado mucho, sus pulmones colapsaron con esa terrible neumonía y no resistieron.
Y el encargo de mi padre, ese que no cumplí, era un preparado de raíces, que habría hecho que la fiebre disminuyera, que su cuerpo reaccionara, sin embargo, no fue así, ya que nunca recibió ese remedio del curandero.
¡Y fui yo quien lo olvidó! Apenas caía en cuenta de las consecuencias. Mi madre había muerto, yo era el único responsable. ¡No tengo perdón! ¡Acabé con su vida sin saberlo!
Mi padre, que siempre ha sido un hombre de gran fortaleza, de temple firme y sosegado, había roto en llanto inconsolable.
El chamán lo había confirmado, ya no había nada que hacer…
Desde ese momento, ¡todo cambió!
Recuerdo que, sin pensarlo, salí corriendo de ahí, de la casa, de la aldea, y corrí sin detenerme, corrí y corrí tan rápido como podía hacerlo, sin parar, atravesando los senderos hasta las montañas, quería perderme, que me tragaran los árboles, la tierra, las ciénagas del camino, morirme, no merecía estar vivo… Me alejé lo más que pude, ¡no deseaba ser encontrado por nadie!
Rato después, ya fatigado, las horas habían pasado, escuchaba el riachuelo que estaba cerca de mí y me senté por horas, sin darme cuenta del tiempo.
Allí, sentado entre las piedras, en esa mañana tan gris y triste de mi vida, donde creía que nadie podía encontrarme, me quedé, enmudecido, paralizado, recuerdo que no podía llorar, ni hablar, apenas respirar, no tenía fuerzas para moverme. No quería pensar, deseaba dejarme morir ahí mismo.
No tenía ganas de volver a la aldea ni a nuestra casa, solo pensaba en que acabara rápido y marcharme junto a ella, ir a hacerle compañía a mi madre.
Lo que había hecho no tenía nombre, ¿en qué me había convertido?
Con solo once años, había sido capaz de ignorar una petición tan importante de mi padre. Mi madre yacía enferma, mientras yo jugaba sin tenerlo en consideración. Únicamente tenía una tarea simple: buscar ese brebaje y llevarlo a tiempo para que ella pudiera sanarse.
Pero no, tenía que quedarme ahí, como un tonto, jugando a buscar gusanos, a competir y a ganarle a mis amigos, a desobedecer una petición urgente que mi padre, que nunca nos molestaba a mi hermano ni a mí, me hizo antes de salir de casa.
¡Solo me pidió que fuera al pueblo a traerle eso!
¡Por qué no lo hice!
¡Era tan fácil! Me entregó una receta que debía darle al curandero y traerlo a casa…, eso era todo.
En ese momento, y por mucho tiempo después, me recriminaba todo eso, cada día era una tortura, no podía perdonarme, ¡la culpa se había instalado en mi corazón!
¿Cómo pude ser tan irresponsable, tan cruel, tan descuidado?
Mi madre, el ser más maravilloso y dulce, el más alegre del mundo, ya no estaría más.
¡Por mi culpa!
Fui yo, Ojos Negros, el único responsable de su muerte.
Daba lo mismo que le hubiera enterrado una daga en su corazón o que le hubiera dado un sorbo de veneno, acabé con ella, sin ninguna razón, y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo.
Pasaron algunas horas más desde que llegué a ese paraje, ya era de tarde y ni el frío ni el hambre habían podido hacerme olvidar ese dolor tan intenso, tampoco fui capaz de aclarar mi mente tan confundida, atormentada… Escuchaba sus voces en mi cabeza, ¡todas al mismo tiempo! Susurrando y gritando a la vez… en mi mente enloquecida…
«¡Mataste a tu madre!», clamaba mi padre.
Mientras, mi pobre hermano Aidan, sin percatarse de nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, no reaccionaba, era aún tan pequeño, su inocencia lo protegía de la realidad.
En esos instantes, yo solo quería una cosa: ¡retroceder en el tiempo y deshacerlo todo!
Era tanto el dolor, el arrepentimiento por mis acciones, que, incluso siendo niño, sentía que estaba enloqueciendo.
Ya no quería vivir, no había razón para seguir.
Anhelaba morirme de frío, meterme en el río y ahogarme, o como fuera, pero no quería continuar con vida, no lo merecía, no era justo con ella. Pero era muy niño para quitarme la vida. Para eso, supongo, se necesitaba ¡más valentía de la que yo tenía!
Imagino que mi madre, desde el cielo, me estaba impidiendo que avanzara en mis deseos y me cuidaba de nuevo.
Las horas del día habían transcurrido mientras estuve ahí sentado.
Desde que llegué a estas piedras, en las primeras horas de la mañana, no tenía noción de cuánto había transcurrido, pero, sin duda, pasé todo el día en ese lugar. Estaba sudado, con la ropa humedecida por correr tanto rato, más el frío y la humedad que reinaba en el ambiente —era invierno—. El sol solo mostraba su luz, no obstante, su calor se escondía en algún lado, porque ¡no se notaba para nada!
Supongo que las nubes tan pesadas se lo roban todo o lo usan para poder ¡soltar sus chaparrones!, los que abundan mucho en esta temporada.
Fue hasta ese instante que me percaté de todo lo que recorrí en la mañana para llegar a donde estaba. Cuando corrí todo ese rato sin parar, había avanzado mucho en la falda de la montaña, justo donde están los sitios a los que mi padre se refería cuando nos decía que no debíamos venir solos. Había caídas de agua, por muchos lados, bajando de las partes más altas, mojando todo alrededor, y el suelo resbalaba, con huecos en los senderos por donde bajaba el agua y donde podría haberme precipitado. Las muchas y grandes raíces de los árboles sobresalían al piso, donde caer y romperse las rodillas resultaba muy fácil, además de algunas otras cosas propias de este lado más salvaje de mi mundo.
Estando ya bastante oscuro, la temperatura bajaba un poco más, y en medio de mi mente ya agotada de tanta intensidad comencé a escuchar sonidos que venían de la montaña, espeluznantes, parecía que habían salido algunos animales a cazar sus presas ahora que, prácticamente, no se ve nada.
¡Casi no puedo describirlos, solo recordarlos y se me eriza la piel!
Me empezaba a temblar un poco el cuerpo de miedo, los extraños ruidos de las lechuzas, esos que todos narraban en las historias de la aldea, que son aves de mal agüero, que acechan a todos en la montaña, que vuelan silenciosamente durante la noche y que hacen ruidos que parecen sonidos de duendes y espectros, como siseos tan fuertes, atemorizadores, que, en esos momentos, en vivo, yo presenciaba.
No sabía si era mi mente…
Pero los estaba escuchando todos, las lechuzas detuvieron sus ruidos por unos minutos, y, sin previo aviso, ¡me quedé paralizado, el pánico me tomó por completo!
Un zorro rojo, famoso por su sigilo para moverse en la noche sin ser notado, se hallaba a unos metros de mí, como observando, no podía ver claramente por la bruma de la niebla, pero estaba seguro de que era un zorro rojo, era el que más abundaba en la región, y los había visto con anterioridad, en la distancia, pero su fama de ferocidad ¡lo precedía!
Yo había pedido morir desde que llegué a ese lugar, pero ahora que me sentía amenazado, esa idea ya no me parecía tan importante, ahora, ¡me encontraba en peligro de verdad!
Se detuvo muy cerca de donde yo estaba, parecía merodear buscando su presa. Podía distinguir a medias su silueta, debido a que la espesura de la neblina no me permitía verlo nítidamente.
Pero, si me quedaban dudas de que fuera uno de ellos, se disiparon, deben creerlo, ¡cuando escuché su grito! ¡Por todos los cielos!
Fue corto, explosivo, ¡un chillido portentoso y escalofriante!, como el que podría emitir una persona a quien persiguieran, que tuviera mucho mucho miedo o quien estuviera en algún ¡grave apuro!
¡Nunca me había asustado tanto en mi vida!
Me sentí en pánico, ¡sudaba a mares!, el frío helaba el sudor, pero no podía parar de hacerlo, mi corazón estaba a mil por segundo. ¡Los hilos de sudor me corrían por todo el cuerpo! Es lo más terrorífico que hubiera presenciado en mis escasos once años.
No sabía qué hacer, si correr hacia abajo por las piedras o quedarme quieto donde estaba, si esconderme y meterme en el río, pero temía tanto que el ruido que yo pudiera provocar al moverme me pusiera en mayor riesgo y ¡que el zorro decidiera atacarme!
¡Qué indecisión! La cabeza me daba vueltas, no sabía qué hacer, ¡nunca había vivido algo parecido!
Tenía tanto miedo que sentía que el corazón se me iba a salir por la boca, ¡me parecía que el zorro escucharía mis latidos! Tenía que aguantar mi miedo, respirar o aguantar… ¡lo más que pudiera!
¡No supe cómo lo conseguí!, pero supongo que, por instinto, logré quedarme tan quieto como uno de esos árboles y me mantuve así por unos minutos ¡que se me hicieron eternos! Suponía que, si no me movía, el zorro no me vería bien y no se acercaría, eran apenas unos seis u ocho metros o algo así, pero la niebla y algunos arbustos me protegían de que diera conmigo, bueno, eso pensaba yo.
Pasaron pocos minutos en ese suspenso, en la mayor tensión de mi vida, cuando, por fin, ¡el zorro optó por irse! ¡Oooh!
¡Se había marchado!
¡No lo podía creer! Mi madre debió intervenir desde su nueva morada para que ese peligro pasara sin dañar a su primogénito.
Pude respirar de nuevo, continuaba sudando como loco y ¡me había mojado los pantalones del susto!
Cuando pude relajarme un poco, me moví de ahí, tenía que buscar un espacio donde guarecerme en las siguientes horas de la noche, protegerme del frío y de los animales que pudieran acercarse.
No sabía exactamente dónde estaba, había corrido mucho, sin pensar hacia dónde, y estaba un poco perdido, desubicado y aturdido entre todo lo que estaba sucediéndome, ¡sin contar ese gran susto que acababa de pasar!
Caminando un poco hacia abajo, encontré un pequeño agujero debajo de unos árboles, hecho de las mismas raíces, y pensé que podía ser un poco más seguro para mí. Entre las ramas hice un poco de espacio hasta que pude sentarme y ahí me oculté.
Cubrí mis pantalones con ramas para camuflarme ante los animales que pudieran pasar y tapé un poco la entrada también con unas cuantas ramas grandes que conseguí ahí mismo.
Pero ¡eso no fue suficiente!
Era inaudito, me encontraron unos sapos marrones, grandes y babosos que saltaban entre las hojas y ¡croaban casi encima de mí!
No pude quedarme más ¡en aquel refugio que me había inventado!
Los sapos reclamaban su espacio, sus sonidos eran fuertes.
No alcancé a ver a todos, apenas observé unos cuatro, muy cerca, y decidí que no me quedaría a averiguar si venían con el resto de su familia. Enseguida me levanté con un gran esfuerzo, me sentía demasiado cansado, hambriento, con frío y con la ropa mojada, entre sudor y esas otras cosas —más vergonzosas que les pasan a las personas— ¡cuando se asustan bastante!
Tenía mucho miedo, no puedo negarlo, ni pudiera haberlo negado entonces, y esa emoción tan movilizadora me había permitido comprender lo que decía mi padre acerca de que era peligroso estar fuera de casa de noche, sobre todo en épocas invernales de nieblas espesas como esta, era verdad.