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La investigación que presentamos recoge la memoria de una comunidad de fe perteneciente a la Iglesia Evangélica Cuadrangular del corregimiento de El Garzal, en el municipio de Simití, sur del departamento de Bolívar. A diferencia de otras investigaciones realizadas sobre víctimas y memoria histórica, este es un caso donde la tragedia no solo es superada, sino, en buena parte, evitada. Es un caso que genera esperanza y enseña a creer en los colombianos y en su capacidad de resistencia y resiliencia ante las dificultades y la tragedia. Hace parte del proyecto de investigación Memoria de resistencias desde la fe 1985-2005, que busca rescatar tres casos emblemáticos de resistencia desde la fe en Colombia y que contó con el apoyo financiero del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y la Universidad Industrial de Santander17.
Metodológicamente, se utilizó la propuesta del CNMH de estudiar los llamados ‘casos emblemáticos’. El CNMH se refiere a ellos en los siguientes términos:
El área de MH [Memoria Histórica] ha decidido contar la memoria histórica del conflicto armado a partir de ‘casos emblemáticos’ seleccionados entre investigadores y actores regionales para, por medio de ellos, ilustrar los conflictos y disputas de la guerra, las lógicas que movían y mueven a los actores armados, los mecanismos que cada actor utilizaba y sigue utilizando en ciertas regiones para avanzar, dominar y defender sus intereses, el papel de la población civil y los impactos que los eventos tuvieron y siguen teniendo sobre la vida comunitaria y regional18.
Lo casos emblemáticos buscan ilustrar los conflictos y disputas de la guerra, las lógicas que movían y siguen moviendo a los actores armados, los mecanismos que cada actor utilizaba y sigue utilizando en ciertas regiones para avanzar, dominar y defender sus intereses, el papel de la población civil y los impactos que los eventos tuvieron y siguen teniendo sobre la vida comunitaria y regional19. El caso escogido aquí cumple lo señalado por el CNMH: es representativo, es decir, que recoge y ejemplifica un grupo de casos de características similares (las comunidades de fe que se enfrentan pacíficamente a la violencia y a los violentos) y es particular, pues el caso en sí mismo ofrece características particulares que el equipo investigador considera deben ser conocidas y difundidas por su dramatismo, pero, especialmente, por ser un ejemplo para una pedagogía de la paz.
El caso de la comunidad de fe de El Garzal llegó a nosotros gracias a la ONG Justapaz, que ha venido acompañando a esta comunidad desde hace varios años. Para su estudio se emplearon técnicas desarrolladas para formar memoria histórica que incluyeron historias de vida20, entrevistas a profundidad21 a grupos focales y talleres de construcción de memoria utilizando los mapas de memoria y las líneas de tiempo22. También nos servimos de información de prensa y proveniente de las distintas ONG que han acompañado el proceso, a través de sus sitios web o documentos de trabajo publicados. Finalmente, se utilizó bibliografía para construir contextos y marcos interpretativos. Se buscó en todo momento resaltar la palabra y visión de los actores del proceso, de manera que las interpretaciones de los investigadores no cuestionen u opaquen, sino que más bien acompañen respetuosamente la narrativa de las víctimas y resistentes, tal como corresponde a un ejercicio de memoria histórica.
El libro está dividido en pequeños capítulos que siguen criterios temáticos y cronológicos, así: en el primer capítulo (Los cristianos y el conflicto armado) se exponen las principales interpretaciones sobre la relación de la iglesia católica y distintas denominaciones protestantes con el conflicto armado colombiano, desde su génesis; el segundo capítulo (El Garzal) contextualiza geográfica, social y culturalmente la población de El Garzal, escenario y actor de esta historia. El tercer y cuatro capítulos (Las iglesias y El pastor) exponen, por una parte, las principales interpretaciones sobre la participación político-social de las iglesias pentecostales en Colombia, y por otra, en ese contexto, presenta una pequeña biografía de Salvador Alcántara, líder del proceso de resistencia efectuado por la comunidad de El Garzal. Los capítulos que siguen se concentran en la descripción del proceso de resistencia propiamente dicho. Así, el capítulo El gigante narra la primera parte de la historia de Manuel Enrique Barreto y su relación con la comunidad de El Garzal, en los años 80. A continuación, en A contracorriente se cuenta cómo Salvador Alcántara, líder religioso, llega a constituirse en líder social y político de la comunidad en los años 90, y las controversias que tuvo que afrontar. En Los paracos se narra el arribo y establecimiento del paramilitarismo en el sur de Bolívar a partir de finales de los años 90, y a continuación, en La (segunda) amenaza, la reaparición de Manuel Enrique Barreto, convertido ahora en presunto jefe paramilitar, que intenta desplazar a las más de 350 familias que habitaban El Garzal, amenaza que fue respondida y resistida por la comunidad gracias a su organización social y religiosa y a unos acontecimientos calificados como sobrenaturales (La revelación). El capítulo La resistencia expone el proceso de resistencia que la comunidad El Garzal ha mantenido en varios aspectos: desde la consecución de apoyos externos y la formación de líderes, hasta su lucha jurídica por la obtención de la titulación de las tierras donde han habitado por generaciones, y las actividades encaminadas a generar proyectos económicos viables y sustentables. Finalmente, en La fe se realiza una interpretación sobre el rol que la religión, en sus distintos elementos constitutivos, ha jugado en todo este proceso de resistencia y organización social.
Se trata de un caso que anima a creer en los colombianos, en su fortaleza y capacidad de resiliencia, y que sin duda contribuye a una pedagogía de la paz, en el trascendental momento que vive el país. El autor y todo el equipo que participó en el proceso de investigación esperan que este libro contribuya a guardar la memoria de un episodio difícil y a la vez esperanzador de la historia reciente de Colombia, que ejemplifica lo peor y lo mejor de nuestra gente, donde la ambición, la ilegalidad, la violencia, la corrupción y el odio son respondidos con organización, fe, constancia, ética y esperanza.
3 Entrevista a Salvador, parte 3. [audio digital]. 19 de septiembre de 2014, transcripción p. 12-13. La negrilla es nuestra.
4 Ibíd, p. 14.
5 Ibíd, p. 14.
6 Ibíd, p. 14.
7 Ibíd, 14.
8 Ibíd, p. 15.
9 Ibíd, p. 15-16.
10 Ibíd, p. 16.
11 MOLINA VALENCIA Nelson. Resistencia comunitaria y transformación de conflictos. Un análisis desde el conflicto político-armado colombiano. Athenea Digital, 2004, n.° 6., p. 4.
12 Ibíd, p. 4.
13 Ibíd, p. 5.
14 Ibíd, p. 5-7.
15 Ibíd, p. 4.
16 Se habla de casi doscientos años si incluimos las nueve guerras civiles generales del siglo XIX —sin hablar de las guerras civiles regionales— y la violencia campesina originada por el conflicto bipartidista partir la década de 1930. Véase: PALACIOS Marco. Entre la legitimidad y la violencia. Colombia 1875- 1994. Bogotá: Norma, 2003; PALACIOS Marco y SAFFORD Frank. Colombia: país fragmentado, sociedad dividida. Su historia. Bogotá: Norma, 2007; ORTIZ Luis Javier. Guerras civiles en Colombia: un péndulo entre la construcción y la destrucción de la Nación en el siglo XIX. En: MAYA RESTREPO Adriana — BONNETT VÉLEZ Diana (comps.). Balance y desafíos de la historia de Colombia al inicio del siglo XXI. Bogotá: Universidad de los Andes, 2003; PÉCAUT Daniel. Orden y violencia: evolución sociopolítica de Colombia entre 1930 y 1953. Bogotá, Norma, 2001.
17 Este proyecto incluye además el proceso de organización social y resistencia a grupos guerrilleros y paramilitares liderado por la Pastoral Social de la Diócesis de Barrancabermeja (años 1970-2005) y el proceso que de formación campesina y resistencia liderado por la diócesis de Socorro y San Gil en las décadas de 1980 y 1990.
18 RIAÑO ALCALÁ Pilar y WILLS María Emma [coords.] Recordar y narrar. Herramientas para reconstruir memoria histórica. Bogotá: Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2009, p. 24.
19 Ibíd, p. 24.
20 Las historias de vida contribuyen a la tarea de reconstrucción de memoria histórica y, en particular, a la dignificación de la memoria de las víctimas. De manera que, la reconstrucción de la vida de una persona es un medio mediante el cual se conserva su memoria y se le rescata del silencio o de las versiones segmentadas sobre quiénes fueron, cómo eran, lo que hacían, lo que pensaban, lo que sufrieron. Las historias de vida o biografías sociales contribuyen específicamente a que las voces de las diferentes personas relacionadas con los hechos tengan una voz propia y puedan contar desde sus propias experiencias como sintieron o sienten el conflicto, como les afecta o les afecto y que mecanismos o estrategias individuales o colectivos desarrollaron en el transcurso de este: CASSIA DE GONÇALVES Rita y KLEBA LISBOA Teresa. Sobre o método da história oral em sua modalidade trajetórias de vida. Revista Katálysis, 2007, n.° 10, pp. 83-92.
21 Las entrevistas a profundidad nos permiten conocer de forma más íntima, cercana y personal el punto de vista del entrevistado, su percepción particular frente a los hechos ocurridos y su participación individual en ellos. Las entrevistas y las preguntas se estructuran de manera que posibiliten un encuentro respetuoso y seguro de escucha de parte del entrevistador, que permita la narración histórica y ofrecer un testimonio vivo de parte del entrevistado. Las entrevistas de construcción de memoria histórica tienen como fin que las preguntas y actitud del entrevistador deben suscitar la evocación de recuerdos, la construcción de un relato detallado acerca de ciertos eventos en el pasado, en donde la víctima narre su historia de vida, de manera que el entrevistado pueda ser contextualizado. RIAÑO y WILLS. Op. Cit., p. 99.
22 Los talleres de construcción de memoria son reuniones grupales en las cuales, siguiendo unas reglas y estrategias, la comunidad recuerda y reconstruye de forma colectiva aquellos hechos y acontecimientos que afectaron su vida, incluyendo los contextos en que se dieron y las lógicas de los actores armados. RIAÑO y WILLS. Op. Cit., p. 103. Entre los talleres utilizados en la investigación se encuentran las líneas de tiempo (los participantes elaboran una línea temporal señalando hechos, contextos y sentimientos) y los mapas de la memoria (los participantes elaboran un mapa de la zona, donde señalan los hechos que los afectaron y la relación entre estos y el espacio).
Los cristianos23 y el conflicto armado
Técnicamente, Colombia ha padecido un conflicto armado desde el momento mismo de su emancipación de España, en 1810. Aparte de la Guerra de Independencia (1810-1819), durante el siglo XIX este país sudamericano experimentó por lo menos siete guerras civiles generales (1839-1841, 1854, 1859-62, 1876-77, 1885, 1895, 1899-1903) motivadas por las diferencias entre los dos partidos políticos tradicionales (Liberal y Conservador) ante el modelo de Estado a instaurar, y por intereses de gamonales y caudillos regionales por el poder político y económico. La Iglesia Católica, que luchaba por mantener lugares privilegiados dentro del nuevo Estado, fue un actor importante en estos conflictos y en diversas ocasiones colaboró en su detonación24. En un contexto de lucha bipartidista por el poder, las doctrinas tradicionalistas que llegaban desde Roma y Europa, colaboraban en mantener una cultura de intransigencia25 con los miembros del Partido Liberal, quienes, por lo demás, eran en su casi totalidad, católicos.
Tras el fin de las hostilidades en 1903, que conllevó la separación de Panamá del territorio colombiano, Colombia vivió unos 30 años de relativa paz, lo que facilitó el inicio del proceso de industrialización del país y el avance de proyectos de modernización (inversiones en obras públicas, vías, auge de la economía cafetera, etc.). Este periodo coincide con la permanencia en el poder del Partido Conservador y una alianza con la Iglesia Católica, a la que se le otorgaron varios privilegios (tutelar la educación pública, encargarse de las misiones, no pagar impuestos, subsidios, etc.) a cambio de encargarse del aparato de beneficencia del Estado (hospitales, asilos, leprosorios, orfanatos y varios colegios) y de las tierras de misión.
El arribo del Partido Liberal al poder en 1930 y su permanencia allí durante los siguientes 15 años, revivió las antiguas actitudes intransigentes e intolerantes por parte de los conservadores, de miembros del clero y de no pocos liberales, que conllevó el inicio de hechos de violencia rural, específicamente el asesinato de personas y familias por su filiación partidista. Pero fue con el asesinato, en 1948, de Jorge Eliécer Gaitán, político populista, candidato a la presidencia por el Partido Liberal, que el conflicto armado entre grupos políticos se recrudeció, al punto que durante más de una década los campos colombianos fueron testigo de brutales acciones en nombre de un grupo político y hasta de la religión. En algunos lugares portar el color del partido contrario podía pagarse con la vida. A eso se agregó la persecución de socialistas, comunistas (el nuevo enemigo) y hasta de iglesias protestantes que desde comienzos de siglo se instalaban con dificultad en zonas rurales y fronterizas26. Esta década sangrienta se conoce en la historia de Colombia como la Época de la Violencia (con v mayúscula). En realidad, se trató de una guerra civil no declarada, en la cual por primera vez no se involucraban directamente las élites políticas y económicas, contrario a lo sucedido en el siglo anterior. Los campesinos se asesinaban entre sí, muchas veces sin saber cuál era el verdadero significado de ser ‘liberal’ o ‘conservador’. Una actitud de rabia, revancha y venganza generó una ola de violencia que provocó el éxodo de miles de personas de los campos a las ciudades, que se sobrepoblaron en poco tiempo27.
A finales de la década de 1950, los partidos en conflicto realizaron un pacto de no agresión y de compartir el poder sucesivamente durante los siguientes 16 años, y se llevaron a cabo procesos de negociación entre el gobierno y las guerrillas liberales y conservadoras que permitieron la desmovilización de estos grupos. La institución eclesiástica también cambió de actitud frente al Estado y tras la dictadura de Rojas decidió apoyar el nuevo pacto de poderes entre los dos partidos tradicionales, el llamado Frente Nacional. El liberalismo dejaba de ser el enemigo y las miras se centraban ahora en el comunismo que desde la URSS y China parecía amenazar el orden mundial en un contexto de Guerra Fría28.
Pese a los pactos y tratados, la violencia en Colombia no cesó del todo y pronto renació. Lo hizo, debido a que no se atendieron las causas estructurales que la alimentaban: la desigualdad social, la restricción del acceso a la educación, la concentración de la tierra en pocas manos, la falta de oportunidades, y además, la exclusión de grupos políticos distintos de los tradicionales. Los ecos de la victoria de la Revolución Cubana (1959) y la Guerra Fría hicieron el resto. Así, en 1964, nacieron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC– de inspiración marxista leninista, sostenidas por la Unión Soviética. Ese mismo año nacía el Ejército de Liberación Nacional –ELN– también marxista, apoyado por el régimen cubano, pero con fuerte participación de estudiantes universitarios, intelectuales y sectores cristianos descontentos por la situación del país29.
Mientras tanto, en el interior de la Iglesia católica se venían dando algunas transformaciones. Nuevas corrientes pastorales, que pronto desembocaron en el Concilio Vaticano II, llegaron a algunos sectores del clero que empezaron a cuestionarse sobre el statu quo y el rol que jugaba la Iglesia en su conservación. Conceptos como justicia, equidad, pobreza y cambio social circularon entre clérigos y laicos sin encontrar apoyo en la jerarquía eclesiástica, la cual buscaba simplemente acomodarse a la nueva situación y defender sus antiguos privilegios institucionales. Es en este contexto que varios sacerdotes sensibles preocupados por la situación social y política del país no vieron otra salida que la lucha armada como única vía para llegar el anhelado cambio. En una entrevista, en 1965, Camilo Torres Restrepo dijo:
Estoy convencido de que es necesario agotar todas las vías pacíficas y que la última palabra sobre el camino que hay que escoger no pertenece a la clase popular, ya que el pueblo, que constituye la mayoría, tiene derecho al poder. Es necesario más bien preguntarle a la oligarquía cómo va a entregarlo; si lo hace de una manera pacífica, nosotros lo tomaremos igualmente de una manera pacífica, pero si no piensa entregarlo o lo piensa hacer violentamente nosotros lo tomaremos violentamente. Mi convicción es la de que el pueblo tiene suficiente justificación para una vía violenta30.
Según Martínez Morales «es en la tradición cristiana y católica en que Camilo encuentra su justificación de la violencia, acogiendo de manera fiel el legado de su Iglesia en lo tocante a las tesis de la guerra justa y de la legitimidad de la insurrección contra la tiranía. En este sentido, es claro suponer, dado el desenlace de los hechos, que la decisión por la lucha armada que vinculó a Camilo con la lucha guerrillera fue más acorde con la doctrina eclesial católica que con el legado evangélico»31. Camilo no estaba solo. En esos años causó mucho revuelo la constitución del llamado grupo sacerdotal Golconda, que, bajo el liderazgo del obispo Gerardo Valencia Cano, se declaró dispuesto a trabajar por el cambio –revolucionario– de las estructuras político-sociales que generaban dominación y exclusión32. Algunos de sus miembros, como los curas españoles Domingo Laín y Manuel Pérez Martínez, ingresaron al ELN, llegando a ser comandantes de esta organización. Otros clérigos fueron colaboradores de las FARC, aunque esta última, de línea comunista-leninista, solía despreciar a la religión, considerándola como el “opio del pueblo”. Según el sacerdote Jorge Eliécer Soto, testigo de estos acontecimientos, en los años 60, 70 y 80 ocurrió que tanto las fuerzas insurgentes como el mismo ejército buscaron tener “de su lado” a los clérigos, por su alto valor simbólico en sus propósitos:
Lo que sí es cierto, insisto, es que tanto guerrilla como ejercito entendían que el valor, el carácter de la religión como institución era importante en la línea de poder tener control sobre el pueblo. Por tanto, ellos entendían que por vía de la religión también debían manejar el tema, primero, de la ideologización y el adoctrinamiento del pueblo; segundo, de la penetración y control de las poblaciones. Por eso insisto, era muy fuerte la penetración el intento de reclutar curas para la guerrilla, como lo fue también para el paramilitarismo y para el ejército, para las fuerzas del Estado. O sea, el gobierno esperaba que los curas fuéramos los primeros informantes del ejército, que fuéramos los primeros en pasarle información a inteligencia militar. La guerrilla esperaba curas guerrilleros y el paramilitarismo esperaba curas que les guardaran las guacas, que les guardaran la plata, que les guardaran las armas en sus parroquias33.
La debilidad misma de las guerrillas y de las fuerzas militares provocó que el conflicto armado se extendiera indefinidamente. Luego, acciones de las guerrillas contra ganaderos y terratenientes (secuestros, amenazas, robo de ganado y propiedades, extorsiones) y la impotencia que mostraba el Estado para protegerlos, hizo que a comienzos de los años 80 se organizaran grupos de autodefensas privadas que pronto se independizaron de sus gestores y se convirtieron en ejércitos contrainsurgentes paramilitares.
El conflicto armado se agudizó a partir de los años 80, cuando surgieron los grandes carteles del narcotráfico (Cali, Medellín y Valle) que inundaron el país de dólares, que armaron ejércitos privados y que pronto se enfrentaron al Estado, el cual, presionado por Estados Unidos, les declaraba la guerra. Los años 80 son recordados en Colombia por el secuestro y asesinato de políticos, jueces, magistrados, periodistas y, luego, por las explosiones de bombas en varias ciudades del país, que sembraron el terror en la población. Las ciudades, que antes “protegían” de una guerra que solo afectaba a los campesinos, dejaban de ser “seguras”. Por primera vez la violencia tocaba a las altas esferas del poder y a todos los sectores de la población.
La guerra de los carteles contra el Estado finalizó con el aparente triunfo de este último. Los grandes capos fueron asesinados o capturados y extraditados a los Estados Unidos. Al tiempo, éxitos procesos de paz con algunas guerrillas (el M-19, el EPL y el Quintín Lame) hacían pensar en que la “oscura noche” se iba y un nuevo amanecer se vislumbraba. El país aprovechó para expedir una nueva constitución política (1991) incluyente, democrática, pluralista en materia religiosa y cultural y llena de otros buenos propósitos difíciles de cumplir por un Estado que seguía siendo débil y corrupto.
Mientras tanto, la jerarquía eclesiástica, liderada por el entonces arzobispo de Medellín, cardenal Alfonso López Trujillo, se alineaba con el gobierno en contra de los grupos armados de izquierda, que eran, por otra parte, apoyados por algunas bases cristianas, al tiempo que desde Roma se lanzaba un fuerte cuestionamiento a la Teología de la Liberación, a la cual se le equiparó de marxista y materialista, promotora de conflicto y odio y por tanto incompatible con el catolicismo. La censura a teólogos de esta línea no se hizo esperar y las divergencias internas generaron una crisis en el movimiento34 que en Colombia nunca llegó a ser fuerte, a diferencia de otros países del continente35. El miedo a la “sociologización” de la acción pastoral, como la llamaban los obispos, conllevó una reacción en torno a reafirmar su autoridad y evitar avanzar en el análisis de la realidad colombiana, al punto que aún en 1986 los documentos de la Conferencia Episcopal, bajo el liderazgo del cardenal López Trujillo, consideraban al “peligro comunista” como causa principal de la crisis de la sociedad colombiana. Al tiempo, ofrecían discursos en pro de la tolerancia y la paz, pero en un plano meramente abstracto36.
Las posiciones del episcopado se vieron claramente durante el fallido proceso de paz con las FARC en 1984: una parte de los obispos, aunque apoyaron el Proceso de Paz, privilegiaron explícitamente el diálogo con la guerrilla; otro grupo advirtió a la opinión pública sobre la doble estrategia de los grupos guerrilleros –negociar en apariencia, para así fortalecer sus intereses –, y criticó desde un comienzo todo esfuerzo encaminado a facilitar el acercamiento entre el Gobierno y los alzados en armas37.
En cuanto a las iglesias cristianas de origen protestante –mayoritariamente pentecostales– estas asumieron principalmente una posición de neutralidad y de no involucramiento en el conflicto armado. Esta posición se basaba en una particular interpretación del Evangelio y su predicación, basada en la conversión individual y el correspondiente cambio de vida, que evitaba tratar asuntos políticos e involucrarse en el mundo político. Pronto empezaron a ser considerados por la guerrilla –especialmente por las FARC– como promotores del statu quo y en varios lugares se atacaron iglesias38. En otras zonas estas iglesias fueron bien vistas por los paramilitares, que las consideraban focos espiritualistas que apaciguaban a la población e impedían que participara en movimientos sociales, organizaciones de izquierda y en la guerrilla misma. Además, eran consideradas como elementos de “protección” mágico-religiosa para los combatientes39.
Pero la desaparición de los grandes carteles a comienzos de la década de 1990 y la pérdida de las fuentes de financiamiento de las guerrillas (con la caída del bloque socialista) hizo que la guerra tomara otro rumbo. El narcotráfico dejó de estar controlado por pocos grupos y se convirtió en el principal combustible –y al parecer inagotable – del conflicto armado. Las guerrillas sobrevivientes, especialmente las FARC, adquirieron un nuevo poderío, en gran medida, gracias a este dinero. Los paramilitares, por su parte, integrados desde 1995 en una federación (las Autodefensas Unidas de Colombia) también ganaron un poder sin precedentes, amparados y hasta protegidos por sectores de las Fuerzas Militares oficiales. Los años 90 y comienzos de los 2000 experimentaron entonces un embate, por una parte, de las FARC, que amenazaron por primera vez con poner en jaque a la capital y a otras grandes ciudades del país, y de los paramilitares, que asumieron el control de varias zonas estratégicas. La población civil que quedaba en medio del conflicto, o era masacrada sin piedad, o debía huir a las ciudades, generando un nuevo éxodo campo-ciudad. Las tierras que dejaban eran despojadas y acaparadas por terratenientes, paramilitares y guerrilleros que con sus armas y los dólares provenientes del narcotráfico intimidaban y corrompían la administración estatal regional.