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SÓCRATES. —Lo que he dicho, Protarco, se concibe claramente aplicándolo a las letras; atiende, pues, a lo que te han enseñado desde la infancia.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —La voz, que sale de la boca, es una y al mismo tiempo infinita en número para todos y para cada uno.
PROTARCO. —Estoy de acuerdo.
SÓCRATES. —No somos por esto sabios; ni porque reconozcamos que la voz es infinita, ni porque reconozcamos que es una. Pero saber cuántos son los elementos distintos de cada una y cuáles son, es lo que nos hace gramáticos.
PROTARCO. —Eso es muy cierto.
SÓCRATES. —Lo mismo sucede con el músico.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —La voz considerada con relación a este arte es una.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Podemos considerarla de dos maneras: la una grave, la otra aguda y una tercera de tono uniforme, ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Si no sabes más que esto, no serás por eso hábil en la música; y si lo ignoras, no eres, por decirlo así, capaz de nada en este asunto.
PROTARCO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero, mi querido amigo, solo cuando has aprendido a conocer el número de los intervalos de la voz, tanto para el sonido agudo como para el grave, la cualidad y los límites de estos intervalos, y los sistemas que de ellos resultan, que los antiguos han descubierto y trasmitido los a los que marchamos sobre sus huellas con el nombre de armonías; y que nos han enseñado las propiedades semejantes que se encuentran en el movimiento de los cuerpos, que, estando medidos por los números, deben llamarse ritmos y medidas; y al mismo tiempo cuando te hayas hecho cargo reflexivamente de que es preciso proceder de esta manera en todo lo que es uno y muchos; cuando hayas comprendido todo esto, entonces podrás llamarte sabio. Y cuando, siguiendo el mismo método, has llegado a conocer cualquier otra cosa, sea la que sea, entonces has adquirido la inteligencia de esta cosa. Pero la infinidad de los individuos y la multitud que se encuentra en ellos es causa de que estés por lo ordinario desprovisto de esta inteligencia de las cosas, y que no merezcas que se te estime ni que se te tenga por un hombre hábil, porque nunca te has fijado en ninguna cosa.
PROTARCO. —Me parece, Filebo, que lo que acaba de decir Sócrates está perfectamente dicho.
FILEBO. —Yo pienso lo mismo, pero ¿qué significa este discurso, y adónde quiere Sócrates llevarnos?
SÓCRATES. —Filebo nos hace esta pregunta muy a tiempo, Protarco.
PROTARCO. —Ciertamente; respóndele.
SÓCRATES. —Lo haré después de decir algunas palabras sobre esta materia. En la misma forma que cuando se ha tomado una unidad cualquiera, decimos que no debemos fijarnos desde luego sobre el infinito, sino sobre un cierto número; lo mismo cuando se ve uno forzado a dirigirse desde luego al infinito, tampoco se debe pasar de repente a la unidad, sino fijar sus miradas sobre cierto número, que encierre una cantidad de individuos, e ir a parar por fin a la unidad. Tratemos de concebir esto tomando de nuevo las letras como ejemplo.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Descubrir que la voz es infinita fue la obra de un dios o de algún hombre divino, como se refiere en Egipto de un cierto Tot que fue el primero que apercibió en este infinito las vocales, viendo que eran, no una, sino muchas; después otras letras, que sin participar de la naturaleza de las vocales tienen, sin embargo, cierto sonido, y reconoció en ellas igualmente un número determinado; distinguió también una tercera especie de letras, que llamamos hoy día mudas; y después de estas observaciones, separó una a una las letras mudas o privadas de sonido; en seguida hizo otro tanto con las vocales y las medias, hasta que, habiendo descubierto el número de ellas, dio a todas y a cada una el nombre de elemento. Además, viendo que ninguno de nosotros podría aprender ninguna de estas letras aisladamente, sin aprenderlas todas, imaginó el enlace como una unidad, y representándose todo esto, como formando un solo todo, dio a este todo el nombre de gramática, considerándolo como un solo arte.
FILEBO. —He comprendido esto, Protarco, más claramente que lo que antes se había dicho, y lo uno me ha servido para concebir lo otro. Pero ahora, como antes, encuentro siempre la misma cosa para volver al mismo tema.
SÓCRATES. —¿No es, Filebo, saber la relación que todo esto tiene con nuestro objeto?
FILEBO. —Si, eso es lo que buscamos, hace mucho tiempo, Protarco y yo.
SÓCRATES. —En verdad que estáis a medio camino de lo que buscáis después de tanto tiempo; bien podéis decirlo.
FILEBO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Nuestra conversación ¿no tiene por objeto desde el principio la sabiduría y el placer, para saber cuál de los dos es preferible al otro?
FILEBO. —Así es.
SÓCRATES. —¿No dijimos que cada uno de ellos es uno?
FILEBO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Y bien, el discurso que acabáis de escuchar os demuestra cómo cada uno de ellos es uno y muchos, y cómo no son en seguida infinitos, sino que contienen el uno y la otra un cierto número antes de llegar al infinito.
PROTARCO. —Sócrates, después de mil rodeos, nos has metido en una cuestión que no es fácil resolver. Mira quién de nosotros dos ha de responderte. Quizá es ridículo que, habiendo ocupado tu lugar en esta discusión y habiéndome comprometido a sostenerla, te emplace a ti para que respondas, puesto que yo no tengo fuerzas para hacerlo. Pero pienso que sería más ridículo aún que no pudiéramos responder ni el uno ni el otro. Discurre ahora el partido que hemos de tomar. Me parece que Sócrates nos pregunta si el placer tiene especies o no, cuántas y cuáles son; y espera de nosotros la misma respuesta con relación a la sabiduría.
SÓCRATES. —Dices verdad, hijo de Calias. En efecto, si no pudiéramos satisfacer a esta cuestión sobre lo que es uno, semejante a sí y siempre lo mismo y sobre su contraria, ninguno de nosotros, como lo ha demostrado el discurso precedente, será nunca hábil en cosa alguna.
PROTARCO. —Sócrates, todas las apariencias son de que así sucederá. A la verdad, es muy bueno para un sabio conocerlo todo; pero me parece que en segundo término está el no desconocerse a sí mismo. Voy a decirte por qué hablo de esta manera. Nos has concedido esta entrevista, Sócrates, y te has entregado a nosotros, para descubrir juntos cuál es el más excelente de los bienes humanos. Habiendo dicho Filebo que es el placer, la alegría, el goce, has sostenido tú, por el contrario, que los mejores bienes no son estos, sino los otros, cuyo recuerdo se repite en nosotros, y con razón, para que se grabe mejor en nuestra memoria, en vista del examen que haremos de todos. Decías, pues, a lo que me parece, que la inteligencia, la ciencia, la prudencia, el arte, son un bien de un orden superior al placer, y que es preciso trabajar para adquirir todos los bienes de este género, y no los otros. Habiéndose empeñado la discusión por ambas partes, te hemos amenazado, en tono de confianza, con no dejarte volver a casa hasta que no quede zanjada esta cuestión. Tú has consentido en ello, y en este concepto te has consagrado a nosotros. Ahora decimos como los niños, que no se puede quitar lo que ha sido bien dado. Por lo tanto, cesa de oponerte, en la forma que lo estás haciendo, a lo que se ha convenido.
SÓCRATES. —Pues ¿qué es lo que hago?
PROTARCO. —Nos pones obstáculos y nos suscitas cuestiones, a las que no podemos dar en el acto una respuesta satisfactoria. Porque no imaginamos que el objeto de esta conversación sea el reducirnos a no saber qué decir. Pero si llegamos a vernos en tal estado, tendrás tú que hacerlo, porque así nos lo has prometido. En este punto, delibera sobre si nos has de dar la división del placer y de la sabiduría en sus especies, o si lo dejas en tal estado, a calidad de que quieras y puedas explicarnos de otra manera el objeto de nuestra discusión.
SÓCRATES. —Después de lo que acabo de oír, no puedo temer nada malo de vuestra parte. Esta frase: si tú quieres, me pone a salvo de todo temor en este punto. Además, me parece, que un dios me ha traído ciertas cosas a la memoria.
PROTARCO. —¿Cómo y cuáles son?
SÓCRATES. —Me acuerdo ahora de haber oído en otro tiempo, no sé si en sueños o despierto, con motivo del placer y de la sabiduría, que ni el uno ni la otra son el bien, sino que este nombre pertenece a una tercera cosa, diferente de ellas y mejor que ambas. Si descubrimos con evidencia que es así, no queda al placer esperanza de victoria, porque el bien no será ya el placer: ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Ya en este caso no tenemos necesidad de dividir el placer en sus especies a mi parecer; el resultado de esta discusión lo probará más claramente.
PROTARCO. —Has comenzado muy bien; acaba igual.
SÓCRATES. —Convengamos antes en algunos puntos poco importantes.
PROTARCO. —¿Qué puntos?
SÓCRATES. —¿Es o no una necesidad que la condición del bien sea perfecta?
PROTARCO. —La más perfecta de todas, Sócrates.
SÓCRATES. —¡Pero cómo!, ¿es el bien suficiente por sí mismo?
PROTARCO. —Así es, y en eso estriba su diferencia respecto de todo lo demás.
SÓCRATES. —Lo que me parece más indispensable es afirmar del bien que todo el que lo conoce lo busca, lo desea, se esfuerza por conseguirlo y poseerlo, y le importan poco todas las demás cosas, menos aquellas que se adquieren con el bien mismo.
PROTARCO. —No puede menos de convenirse en todo eso.
SÓCRATES. —Examinemos ahora y juzguemos la vida del placer y la vida de la sabiduría, considerando cada una aparte.
PROTARCO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Que la sabiduría no entre para nada en la vida del placer, ni el placer en la vida de la sabiduría. Porque si uno de los dos es el bien, es preciso que no haya absolutamente necesidad de nada más, y si el uno o el otro nos parece que necesita otra cosa, no es ya el verdadero bien que buscamos.
PROTARCO. —¿Cómo puede verificarse?
SÓCRATES. —¿Quieres que hagamos en ti mismo la prueba de ello?
PROTARCO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Respóndeme, pues.
PROTARCO. —Habla.
SÓCRATES. —¿Consentirías, Protarco, en pasar toda tu vida en el goce de los mayores placeres?
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Si no te faltase nada por este rumbo, ¿creerías que tienes aún necesidad de alguna otra cosa?
PROTARCO. —De ninguna.
SÓCRATES. —Examina bien si no tendrías necesidad de pensar, ni de concebir, ni de razonar cuando fuera necesario, ni de nada semejante, ¿qué digo, ni aun de ver?
PROTARCO. —¿Para qué?, teniendo el sentimiento del placer, lo tendría todo.
SÓCRATES. —¿No es cierto que viviendo de esta suerte, pasarías los días en medio de los mayores placeres?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero como no tendrías inteligencia, ni memoria, ni ciencia, ni opinión, estarías privado de toda reflexión, y necesariamente ignorarías si tenías placer o no.
PROTARCO. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —En igual forma, desprovisto de memoria, es también una consecuencia necesaria que no te acuerdes si has tenido placer en otro tiempo, y que no te quede el menor recuerdo del placer que sientes en el momento presente. Además, al no tener ninguna opinión verdadera, no crees sentir goce en el momento que lo sientes; y al estar destituido de razonamiento, serás incapaz de concluir que te regocijarás en el porvenir; en una palabra, que tu vida no es la de un hombre sino la de una esponja, o de esa especie de animales marinos que viven encerrados en conchas. ¿Es esto cierto?, ¿o podemos formarnos otra idea de este estado?
PROTARCO. —¿Y cómo podría formarse otra idea?
SÓCRATES. Y —bien, ¿es apetecible una vida semejante?
PROTARCO. —Ese razonamiento, Sócrates, me reduce a no saber qué decir.
SÓCRATES. —Aún no hay que desanimarse; pasemos a la vida de la inteligencia y considerémosla.
PROTARCO. —¿De qué vida hablas?
SÓCRATES. —Cualquiera de nosotros, ¿podría vivir teniendo sabiduría, inteligencia, ciencia, memoria, a condición de no sentir ningún placer, pequeño, ni grande, ni tampoco dolor alguno, y de no experimentar absolutamente sentimientos de esta naturaleza?
PROTARCO. —Ni una ni otra condición, Sócrates, me parecen envidiables, ni creo que puedan aparecer a nadie como tales.
SÓCRATES. —¿Y si se juntasen estas dos vidas, Protarco, y no formasen más que una, de manera que participase de la una y de la otra?
PROTARCO. —¿Hablas de una vida, en la que el placer, la inteligencia y la sabiduría entrasen a la par?
SÓCRATES. —Sí, de esa misma hablo.
PROTARCO. —No hay nadie que no la prefiera a cualquiera de las otras dos; no digo este o aquel, sino todo el mundo.
SÓCRATES. —¿Concebimos lo que resulta ahora de lo que se acaba de decir?
PROTARCO. —Sí, y es que de los tres géneros de vida que se han propuesto, hay dos que no son suficientes por sí mismos, ni apetecibles para ningún hombre, ni para ningún ser.
SÓCRATES. —Es ya evidente para lo sucesivo, respecto a estas dos vidas, que el bien no se encuentra en la una ni en la otra; puesto que si así fuese, sería cada una suficiente, perfecta, digna de ser elegida por todos los seres, plantas y animales, que tuviesen la capacidad requerida para vivir de la misma manera; y que si alguno de nosotros se sometiese a otra condición, esta elección sería contra la naturaleza de lo que es verdaderamente apetecible, y un efecto involuntario de la ignorancia o de cualquiera otra falsa necesidad.
PROTARCO. —Parece, efectivamente, que la cosa es así.
SÓCRATES. —Hemos demostrado suficientemente, a mi parecer, que a la diosa de Filebo no debe mirársela como el Bien mismo.
FILEBO. —Tu inteligencia, Sócrates, tampoco es el bien, porque está sujeta a las mismas objeciones.
SÓCRATES. —La mía sí, quizá, Filebo; pero con respecto a la verdadera y a la vez divina inteligencia, pienso, que no es lo mismo, y hasta imagino que es otra cosa distinta. En la vida mixta no disputo la victoria en favor de la inteligencia, pero es preciso ver y examinar qué partido tomaremos con relación al que haya de ocupar el segundo puesto. Quizá diremos, yo que la inteligencia, tú que el placer, es la principal causa de la felicidad en esta condición mixta, y de esta manera, aunque ni la una ni la otra sean el bien, podrían ser miradas la una o la otra como si fueran la causa. Sobre este punto estoy dispuesto, como nunca, a sostener contra Filebo, que cualquiera que sea la cosa que haga apetecible y dichosa esta vida de combinación, la inteligencia tiene más afinidad y semejanza con ella que el placer. Y en esta suposición puede decirse con verdad, que el placer no tiene derecho a aspirar al primero ni al segundo puesto, y hasta lo considero lejano del tercero, si es preciso que deis fe por el momento a mi inteligencia.
PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que el placer queda batido y por tierra, en cierta manera como herido por las razones que acabas de exponer, porque él aspiraba al primer puesto, y he aquí que resulta vencido. Pero según las apariencias, también es preciso decir que la inteligencia no tiene razón para aspirar a la victoria, puesto que está en el mismo caso. Si el placer se viese también privado del segundo puesto, sería una ignominia para él respecto de sus amantes, a cuyos ojos no aparecería ya igualmente bello.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no vale más dejarlo para en adelante tranquilo, en lugar de atormentarlo, haciéndole sufrir un examen riguroso y llevándolo hasta la exageración?
PROTARCO. —Eso es como si nada dijeras, Sócrates.
SÓCRATES. —Es porque he dicho: «atormentar el placer,» lo cual es una cosa imposible.
PROTARCO. —No solo por eso, sino porque no sabes que ninguno de nosotros te dejará partir sin que esta discusión se haya terminado enteramente.
SÓCRATES. —¡Oh dioses!, ¡cuán largo discurso nos espera aún, Protarco!; y añado que de ninguna manera es fácil en este momento. Porque si aspiramos al segundo puesto en favor de la inteligencia, veo que nos será preciso emplear otros medios, y por decirlo así, otras razones que las del discurso precedente, si bien aún hay algunas de las que podremos servirnos. ¿Hay que hacer esto?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Estemos, pues, muy en guardia, al sentar la base de este nuevo discurso.
PROTARCO. —¿Cuál es esa base?
SÓCRATES. —Dividamos en dos o más órdenes, si quieres en tres, todos los seres de este universo.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Repitamos algo de lo que ya hemos dicho.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Hemos dicho, que Dios nos ha hecho conocer a los seres, los unos como infinitos, los otros como finitos.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —Contamos, pues, dos especies de seres y reconocemos una tercera, la que resulta de la mezcla de aquellas dos. Pero ya veo que me voy a poner en ridículo con estas divisiones de especies y con la manera de contarlas.
PROTARCO. —¿Qué quieres decir con eso, querido amigo?
SÓCRATES. —Me parece que tengo necesidad de un cuarto género.
PROTARCO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Coge con el pensamiento la causa de la mezcla de las dos primeras especies, ponla con las tres, y tendrás la cuarta.
PROTARCO. —¿No sería posible un quinto género, con el que se pudiese hacer la separación?
SÓCRATES. —Quizá; pero en este momento no lo creo conveniente. En todo caso si yo advirtiese la necesidad, no llevarías a mal que me fuese en busca de una quinta manera de ser.
PROTARCO. —No.
SÓCRATES. —De estas cuatro especies pongamos por lo pronto aparte tres; procuremos en seguida examinar las dos primeras, que tienen muchas ramas y divisiones; después comprendamos cada una bajo una sola idea, y tratemos de descubrir cómo en una y en otra se dan lo uno y lo mucho.
PROTARCO. —Si te explicas con más claridad en este punto, quizá podré seguirte. SÓCRATES. —Digo, que las dos especies, que he sentado por lo pronto, son la una infinita y la otra finita. Voy a esforzarme en probarte, que la infinita es en cierta manera muchos. En cuanto a lo finito, que nos espere.
PROTARCO. —Nos esperará.
SÓCRATES. —Fíjate, pues, porque lo que quiero que consideres es difícil y no exento de dudas, y así míralo bien. En primer lugar, examina si descubrirás algún límite en lo que es más caliente o más frío, o si el más o el menos que reside en esta especie de seres, en tanto que en ellos permanece, no les impide tener un límite; porque desde el momento en que un fin sobreviene ellos dejan de existir.
PROTARCO. —Eso es muy cierto.
SÓCRATES. —Lo más y lo menos, decimos, se encuentran siempre en lo más caliente y en lo más frío.
PROTARCO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, la razón nos hace siempre entender, que estas dos cosas no tienen fin, y, al no tener fin, necesariamente son infinitas.
PROTARCO. —Muy vigoroso estás, Sócrates.
SÓCRATES. —Has comprendido perfectamente mi pensamiento, mi querido Protarco, y me recuerdas que el término vigoroso de que acabas de valerte, y el de suave, tienen la misma propiedad que el más y el menos, porque en cualquier punto en que se encuentren, no consienten que la cosa tenga una cantidad determinada, sino que pasando siempre de lo más fuerte en relación a lo más suave, y recíprocamente, hacen que nazca el más y el menos, y obligan a que desaparezca el cuánto. En efecto, como ya se ha dicho, si no hiciesen desaparecer el cuánto, y lo dejasen ocupar el lugar de lo más y de lo menos, de lo fuerte y de lo suave, desde aquel acto no subsistirían en el punto que ellos ocupaban. Habiendo admitido el cuánto ya no serían más calientes, ni más fríos, porque lo más caliente crece siempre sin nunca detenerse, y lo mismo lo más frío, en lugar de lo cual el punto fijo es fijo, y cesa de serlo desde que marcha adelante. De donde se sigue que lo más caliente es infinito, lo mismo que su contrario.
PROTARCO. —Por lo menos la cosa parece así, Sócrates. Pero como decía antes, esto no es fácil de comprender. Quizá a fuerza de insistir en ello nos pondremos perfectamente de acuerdo, tú interrogando y yo respondiendo.
SÓCRATES. —Tienes razón, y es lo que procuraremos hacer. Por ahora, mira si admitimos ese carácter distintivo de la naturaleza del infinito, para no extendernos demasiado recorriéndolos todos.
PROTARCO. —¿De qué carácter hablas?
SÓCRATES. —Todo lo que nos parezca hacerse más o menos, consentir lo fuerte y lo suave y aun lo demasiado y demás cualidades semejantes, es preciso que lo reunamos en cierta manera en uno, colocándolo en la especie del infinito, según lo que hemos dicho antes de que, en la medida de lo posible, debíamos reunir las cosas separadas y divididas en muchas ramas y marcarlas con el sello de la unidad; ¿te acuerdas?
PROTARCO. —Sí, me acuerdo.
SÓCRATES. —Parece que obraremos bien si ponemos en la clase de lo finito lo que no admite estas cualidades y sí las contrarias, primeramente lo igual y la igualdad, en seguida lo doble, y todo lo que es como un número respecto a otro número, y una medida respecto a otra medida. ¿Qué piensas de esto?
PROTARCO. —Así debe ser, Sócrates.
SÓCRATES. —Sea así. ¿Bajo qué idea representaremos la tercera especie que resulta de la mezcla de las otras dos?
PROTARCO. —Yo espero que eso me lo enseñarás tú.
SÓCRATES. —No seré yo, sino un dios, si alguno se digna oír mis súplicas.
PROTARCO. —Suplica, pues, y reflexiona.
SÓCRATES. —Reflexiono, y me parece, Protarco, que alguna divinidad nos ha sido favorable en este momento.
PROTARCO. —¿Cómo dices eso, y qué medio tienes para conocerlo?
SÓCRATES. —Te lo diré; fija bien tu atención.
PROTARCO. —No tienes más que decir.
SÓCRATES. —Hablamos antes de lo caliente y de lo frío; ¿no es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Añadid lo más seco y lo más húmedo, lo más y lo menos NUMEROSO, lo más ligero y lo más lento, lo más grande y lo MÁS pequeño, y todo lo que hemos comprendido antes BAJO una sola especie, a saber, la que consiente el más y EL MENOS.
PROTARCO. —Hablas al parecer de la del infinito.
SÓCRATES. —Sí. Mezcla ahora con esta especie los caracteres de la del finito.
PROTARCO. —¿Qué caracteres?
SÓCRATES. —Los que debemos reunir bajo una sola idea, como lo hicimos respecto de los del infinito, pero que no llegamos a hacerlo. Quizá ahora llegaremos a lo mismo, porque, estando reunidas estas dos especies, la tercera se mostrará a nuestros ojos.
PROTARCO. —¿Cuál y cómo la entiendes?
SÓCRATES. —Entiendo la especie de lo igual, de lo doble, en una palabra, de lo que hace cesar la enemistad entre los contrarios, y produce entre ellos la proporción y el acuerdo por medio del número que ella introduce.
PROTARCO. —Lo concibo. Me parece que quieres decir, que si se mezclan estas dos especies, resultarán de cada mezcla ciertas generaciones.
SÓCRATES. —No te engañas.
PROTARCO. —Prosigue.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que en las enfermedades la debida mezcla de lo finito con lo infinito engendra el estado de salud?
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —¿Y que la misma mezcla, cuando recae en lo que es agudo y grave, ligero y pesado, que pertenece a lo infinito, imprime en ello el carácter de lo finito, dando una forma perfecta a toda la música?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —De igual modo, cuando tiene lugar respecto a lo frío y a lo caliente, quita él lo demasiado y lo infinito, sustituyéndolo con la medida y la proporción.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Las estaciones y todo lo que hay de bello en la naturaleza, ¿no nace de esta mezcla de lo infinito y de lo finito?
PROTARCO. —Cierto.
SÓCRATES. —Paso en silencio una infinidad de cosas, tales como la belleza y la fuerza en la salud, y en las almas otras cualidades numerosas y muy bellas. En efecto, la diosa misma, mi buen Filebo, fijando su atención en el libertinaje y en la intemperancia de todos géneros, y viendo que los hombres no ponen ningún límite a los placeres y a la realización de sus deseos, ha hecho que penetraran en ellos la ley y el orden, que son del género finito. Tú pretendes que limitar el placer es destruirlo, y yo sostengo, por el contrario, que es conservarlo. Protarco, ¿qué te parece?