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PROTARCO. —SOY completamente de tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. —Te he explicado las tres primeras especies, y me comprendes bien.
PROTARCO. —Creo comprenderte. Distingues, a mi entender, en la naturaleza de las cosas una especie, que es el infinito; una segunda, que es el finito; pero con respecto a la tercera, no concibo bien lo que entiendes por ella.
SÓCRATES. —Eso nace, mi querido amigo, de que la multitud de las producciones de esta tercera especie te ha asustado. Sin embargo, el infinito nos ha mostrado también un gran número; pero como todas llevaban el sello del más y del menos, se nos han presentado bajo una sola idea.
PROTARCO. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —En lo finito no se daban muchas producciones, y no hemos negado que fuese uno por su naturaleza.
PROTARCO. —¿Cómo hubiéramos podido negarlo?
SÓCRATES. —De ninguna manera. Di, pues, que comprendo en una tercera especie todo lo que es producido por la mezcla de las otras dos, y que la medida que acompaña a lo finito produce el paso a la generación de la esencia.[4]
PROTARCO. —Lo entiendo.
SÓCRATES. —Además de esos tres géneros, es preciso ver cuál es aquel que hemos dicho que es el cuarto. Vamos a hacer esta indagación juntos. Mira si te parece necesario, que todo lo que se produce sea producido en virtud de alguna causa.
PROTARCO. —Me parece que sí, porque ¿cómo podría suceder sin esto?
SÓCRATES. —¿No es cierto que la naturaleza de aquello que produce no difiere de la causa más que en el nombre, de suerte que puede decirse con razón, que la causa y aquello que produce son una misma cosa?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —En igual forma encontraremos, como antes, que entre lo que es producido y el efecto no hay diferencia sino en el nombre. ¿No es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Lo que produce, ¿no precede siempre por su naturaleza, y lo que es producido no marcha después, en tanto que efecto?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente son dos cosas y no una misma; son la causa y lo que obedece a la causa en su tránsito a la existencia.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero las cosas producidas y aquellas de que son producidas nos han suministrado tres especies de seres.
PROTARCO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —DIGAMOS, pues, que la causa productora de todos estos seres constituye una cuarta especie, y que está suficientemente demostrado, que difiere de las otras tres.
PROTARCO. —DIGÁMOSLO resueltamente.
SÓCRATES. —Para que las grabe cada cual mejor en su memoria, es conveniente contar por su orden estas cuatro especies así distinguidas.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Por lo tanto pongo, como primera, el infinito; como segunda, lo finito; después, como tercera, la existencia, producida por la mezcla de las dos primeras; y para la cuarta, la causa de esta mezcla y de esta producción. ¿Cometo al decir esto, alguna falta?
PROTARCO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Veamos. ¿Qué es lo que nos resta por decir, y cuál es el objeto que nos ha conducido hasta aquí? ¿No es éste?: indagábamos si el segundo puesto pertenece al placer o a la sabiduría; ¿no es verdad?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Ahora, una vez hechas todas estas distinciones, ¿no nos formaremos probablemente un juicio más seguro sobre el primero y el segundo puesto, con relación a los objetos sobre que se ha promovido esta discusión?
PROTARCO. —Probablemente.
SÓCRATES. —Hemos concedido la victoria a la vida mezclada de placer y de sabiduría. ¿No es así?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Vemos sin duda cuál es esta vida, y en qué especie es preciso comprenderla.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —Diremos, me parece, que forma parte de la tercera especie; porque ésta no resulta de la mezcla de dos cosas particulares, sino de la de todos los finitos ligados por lo infinito. Por esto tenemos razón para decir que esta vida mezclada, a la que pertenece la victoria, forma parte de esta especie.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —En buena hora. Y tu vida de placer que no tiene mezcla, Filebo, ¿en cuál de estas especies es preciso colocarla para señalarle su verdadero puesto? Pero antes de decirlo, respóndeme a lo siguiente.
FILEBO. —Habla.
SÓCRATES. —¿El placer y el dolor tienen límites, o son de las cosas susceptibles del más y del menos?
FILEBO. —Sí, son de este número, Sócrates. Porque el placer no sería el soberano bien si por su naturaleza no fuese infinito en número y en magnitud.
SÓCRATES. —Sin esto igualmente, Filebo, el dolor no sería el soberano mal. Por esto es preciso echar una mirada a otro punto que a la naturaleza del infinito, para descubrir lo que comunica al placer una parte del bien. Sea lo que quiera, pongámoslo en el número de las cosas infinitas. Pero en qué clase, Protarco y Filebo, ¿podemos, sin impiedad, colocar la sabiduría, la ciencia y la inteligencia? Me parece que no es poco arriesgado responder bien o mal a esta cuestión.
FILEBO. —Pones bien en alto tu diosa, Sócrates.
SÓCRATES. —Y tú no levantas menos la tuya, mi querido amigo. Pero no por eso puedes dejar de responderme a lo que yo he propuesto.
PROTARCO. —Sócrates, tienes razón; es preciso satisfacerte.
FILEBO. —¿No te has comprometido, Protarco, a discutir en lugar de mí?
PROTARCO. —Convengo en ello; pero me veo ahora en un conflicto, y te conjuro, Sócrates, para que quieras servirme de intérprete en este caso, a fin de no hacernos culpables de ninguna falta para con nuestra adversaria[5] no sea que se nos escape inadvertidamente alguna palabra inconveniente.
SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, Protarco, tanto más cuanto que lo que exiges de mí no es difícil; pero verdaderamente he producido en ti una turbación, como ha dicho Filebo, cuando, poniendo a tanta altura la inteligencia y la ciencia, como en tono de chanza, he reclamado de ti que me digas a qué especie pertenecen.
PROTARCO. —Eso es cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —Sin embargo, no era difícil responder, porque todos los sabios están conformes, y hasta de ello hacen alarde, en que la inteligencia es la reina del cielo y de la tierra, y quizá tienen razón. Examinemos, si quieres, de qué género es y hasta dónde se extiende.
PROTARCO. —Habla como te plazca, Sócrates, sin temer extenderte, porque por nuestra parte no lo sentiremos.
SÓCRATES. —Muy bien. Comencemos, pues, interrogándonos de esta manera.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —¿Diremos, Protarco, que un poder, desprovisto de razón, temerario y que obra al azar, gobierna todas las cosas que forman lo que llamamos universo?, ¿o, por el contrario, hay, como han dicho los que nos han precedido, una inteligencia, una sabiduría admirable, que preside el gobierno del mundo?
PROTARCO. —¡Qué diferencia entre estas dos opiniones, divino Sócrates! Me parece que no puede sostenerse lo primero sin incurrir en culpa. Pero decir que la inteligencia lo gobierna todo es un sentimiento digno del aspecto de este universo, del sol, de la luna, de los astros y de todas las revoluciones celestes. No podría yo hablar ni pensar de otra manera sobre este punto.
SÓCRATES. —¿Quieres que, uniéndonos a los que han sentado antes que nosotros esta doctrina, sostengamos su certeza, y que, en lugar de limitarnos a exponer sin peligro las opiniones de otro, corramos el mismo riesgo, y participemos del mismo desdén, cuando un hombre hábil pretenda que el desorden reina en el universo?
PROTARCO. —¿Por qué no he de quererlo?
SÓCRATES. —Pues adelante, y examina la reflexión que sigue.
PROTARCO. —No tienes más que hablar.
SÓCRATES. —Con relación a la naturaleza de los cuerpos de todos los animales, vemos que el fuego, el agua, el aire y la tierra, como dicen los marinos de la tempestad, entran en su composición.
PROTARCO. —Es cierto. Estamos, en efecto, como en medio de una tempestad por el conflicto en que nos pone esta disputa.
SÓCRATES. —Además fórmate la idea siguiente, con motivo de cada uno de los elementos de que nos componemos.
PROTARCO. —¿Qué idea?
SÓCRATES. —Que no tenemos más que una pequeña y despreciable parte de cada uno, que no es pura en manera alguna ni en ninguno, y que la fuerza que ella despliega en nosotros no responde de ningún modo a su naturaleza. Tomemos un elemento en particular, y lo que de él digamos, apliquémoslo a todos los demás. Por ejemplo, hay fuego en nosotros, y lo hay igualmente en el universo.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —El fuego que tenemos nosotros, ¿no es pequeño en cantidad, débil y despreciable, mientras que el del universo es admirable por la cantidad, la belleza y por toda la fuerza natural del fuego?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿el fuego del universo es formado, alimentado y dominado por el que está en nosotros, o, por el contrario, mi fuego, el tuyo, el de todos los animales proceden del fuego del universo?[6]
PROTARCO. —Esa pregunta no tiene necesidad de respuesta.
SÓCRATES. —Muy bien. Creo que lo mismo dirás de esta tierra que habitamos, y de la que se componen todos los animales que respecto de la que existe en el universo, así como de todas las demás cosas sobre las que hace un momento te interrogaba. ¿Responderás lo mismo?
PROTARCO. —¿Pasaría yo por un hombre sensato si respondiera otra cosa?
SÓCRATES. —No, ciertamente. Pero atiende a lo que voy a decir. ¿No es a la reunión de todos los elementos de los que acabo de hablar a la que hemos dado el nombre de cuerpo?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Figúrate, pues, que lo mismo sucede con lo que llamamos universo, porque, componiéndose de iguales elementos, es también por la misma razón un cuerpo.
PROTARCO. —Dices muy bien.
SÓCRATES. —Te pregunto ahora si nuestro cuerpo es nutrido por el del universo, o si este saca del nuestro su nutrimento, y si ha recibido y recibe de él lo que entra, según hemos dicho, en la composición del cuerpo.
PROTARCO. —Y esa pregunta, Sócrates, no hay para qué responder.
SÓCRATES. —Pero esta pregunta reclama otra; ¿qué piensas de esto?
PROTARCO. —Proponla.
SÓCRATES. —¿No diremos que nuestro cuerpo tiene un alma?
PROTARCO. —Evidentemente lo diremos.
SÓCRATES. —¿De dónde la ha sacado, mi querido Protarco, si el mismo cuerpo del universo no está animado [no tuviera alma], y si no tiene las mismas cosas que el nuestro y otras más bellas aún?
PROTARCO. —Es claro, Sócrates, que no ha podido salir de otra parte.
SÓCRATES. —Porque no nos fijamos sin duda, Protarco, en que de estos cuatro géneros, el finito, el infinito, el compuesto de uno y otro, y la causa, este cuarto elemento que se encuentra en todas las cosas, que nos da un alma, que sostiene el cuerpo, que cuando está enfermo lo vuelve la salud, y hace en miles de objetos otras combinaciones y reformas, recibe el nombre de sabiduría absoluta y universal, siempre presente bajo la infinita variedad de sus formas; y que el género más bello y excelente se halla en la extensa región de los cielos, en donde se encuentra todo lo que está en nosotros, pero más en grande y con una belleza y una pureza sin igual.
PROTARCO. —No; eso sería de todo punto inconcebible.
SÓCRATES. —Por lo tanto, puesto que no se puede usar este lenguaje, será mejor decir, siguiendo los mismos principios, lo que hemos dicho muchas veces: que en este universo hay mucho de infinito y una cantidad suficiente de finito, a los que preside una causa, no despreciable, que arregla y ordena los años, las estaciones, los meses y que merece con razón el nombre de sabiduría y de inteligencia.
PROTARCO. —Con mucha razón, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero no puede haber sabiduría e inteligencia allí donde no hay alma.
PROTARCO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Asíes que no tendrás reparo en asegurar, que en la naturaleza de Zeus, en su cualidad de causa, hay un alma real, una inteligencia real, y en los otros otras bellas cualidades que cada uno gusta que se le atribuyan.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —No creas, Protarco, que hayamos hecho este discurso en vano, porque, en primer lugar, tiene por objeto apoyar la opinión de aquellos que en otro tiempo sentaron el principio de que la inteligencia preside siempre a este universo.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —En segundo lugar, suministra la respuesta a mi pregunta; a saber: que la inteligencia es de la misma familia que la causa, que es una de las cuatro especies que hemos reconocido. Ahora ya sabes cuál es nuestra respuesta.
PROTARCO. —Si, lo concibo muy bien; sin embargo, al pronto no me había apercibido de que tú respondieses.
SÓCRATES. —Algunas veces, Protarco, el estilo festivo es un desahogo en las indagaciones serias.
PROTARCO. —Dices bien.
SÓCRATES. —Así, mi querido amigo, hemos demostrado suficientemente, para lo sucesivo, de qué género es la inteligencia, y cuál es su virtud.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —En cuanto al placer, hace largo tiempo que hemos visto también a qué género pertenece.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Acordémonos, respecto de una y de otra, que la inteligencia tiene afinidad con la causa; que es poco más o menos del mismo género; que el placer es infinito por sí mismo, y que es de un género que no tiene, ni tendrá nunca en sí, ni por sí, principio ni medio ni fin.
PROTARCO. —Doy fe de que nos acordaremos.
SÓCRATES. —Después de esto, es preciso examinar en qué objeto el uno y la otra residen, y qué afección los hace nacer siempre que se producen. Veamos, por lo pronto, el placer; y como hemos comenzado por él a indagar el género, guardaremos aquí el mismo orden. Pero nunca podremos conocer a fondo el placer, sin hablar igualmente del dolor.
PROTARCO. —Marchemos por esta vía, puesto que es indispensable.
SÓCRATES. —¿Piensas lo mismo que yo sobre el nacimiento del uno y de la otra?
PROTARCO. —¿Cuál es tu dictamen?
SÓCRATES. —Me parece que, según el orden de la naturaleza, el dolor y el placer nacen del género mixto.
PROTARCO. —Recuérdanos, te lo suplico, mi querido Sócrates, cuál es, entre todos los géneros reconocidos, del que quieres hablar aquí.
SÓCRATES. —Es lo que voy a hacer con todas mis fuerzas, querido amigo.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Por el género mixto es preciso entender el que colocamos en tercer lugar entre los cuatro.
PROTARCO. —¿Es del que hiciste mención después del infinito y el finito, y en el que colocaste la salud, y aun creo que también la armonía?
SÓCRATES. —Exactamente. Préstame en adelante toda tu atención.
PROTARCO. —No tienes más que hablar.
SÓCRATES. —Digo, pues, que cuando la armonía se rompe en los ANIMALES, desde el mismo momento la naturaleza se disuelve, y el dolor nace.
PROTARCO. —Lo que dices es muy cierto.
SÓCRATES. —Que en seguida, cuando la armonía se restablece y entra en su estado natural, es preciso decir que el placer nace entonces, para expresarme en pocas palabras y lo más brevemente que es posible sobre objetos tan importantes.
PROTARCO. —Creo que hablas bien, Sócrates; intentemos, sin embargo, dar a este punto mayor claridad.
SÓCRATES. —¿No es fácil concebir estas afecciones ordinarias conocidas de todo el mundo?
PROTARCO. —¿Qué afecciones?
SÓCRATES. —El hambre, por ejemplo, es una disolución y un dolor.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Comer, por el contrario, es una repleción y un placer.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —La sed es igualmente un dolor y una disolución; por el contrario, la cualidad de lo húmedo, que llena lo que seca, origina un placer. Lo mismo la sensación de un calor excesivo y contra naturaleza causa una separación, una disolución, un dolor; en lugar de lo cual, el restablecimiento al estado natural y el refresco son un placer.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —El frío, que congela contra naturaleza lo húmedo del animal, es un dolor; en seguida los humores, tomando su curso ordinario y separándose, ocasionan un cambio conforme a la naturaleza, que es un placer. En una palabra, mira, si te parece razonable decir, con relación al género animal formado naturalmente de la mezcla de lo infinito y de lo finito, como se dijo antes, que cuando el animal se corrompe, la corrupción es un dolor; que, por el contrario, el retroceso de cada cosa a su constitución primitiva es un placer.
PROTARCO. —Sea así. Me parece, en efecto, que esta explicación contiene una noción general.
SÓCRATES. —De esta manera contamos lo que pasa en estas dos suertes de afecciones por una especie de dolor y de placer.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Considera ahora en el alma el espectáculo de estas dos sensaciones; espectáculo agradable y lleno de confianza cuando tiene el placer por objeto, lleno de doloroso sentimiento cuando tiene por objeto el temor.
PROTARCO. —Hay otra especie de placer y de dolor, en los que el cuerpo no tiene parte, y que el espectáculo solo del alma hace nacer.
SÓCRATES. —Has comprendido muy bien. En cuanto yo puedo juzgar, espero, que en estas dos especies puras y sin mezcla de placer y de dolor veremos claramente si el placer, tomado totalmente, es digno de ser buscado, o si es preciso atribuir esta ventaja a cualquier otro de los géneros de los que hemos hecho mención precedentemente; y si con el placer y el dolor sucede como con lo caliente y lo frío y otras cosas semejantes, que unas veces se buscan y otras se desechan, porque no son buenas por sí mismas, y que solamente algunas, en ciertos casos, participan de la naturaleza de los bienes.
PROTARCO. —Dices con razón que por este camino es por donde debemos marchar para el descubrimiento de lo que buscamos.
SÓCRATES. —Hagamos, pues, en primer lugar la observación siguiente. Si es cierto, como dijimos antes, que cuando la especie animal se corrompe siente dolor, y placer cuando se restablece, veamos con relación a cada animal, cuando no experimenta alteración, ni restablecimiento, cuál será en esta situación su manera de ser. Estate muy atento a lo que habrás de responder: ¿no es de toda necesidad que durante este intervalo el animal no sienta dolor ni placer alguno, ni pequeño ni grande?
PROTARCO. —Es una necesidad.
SÓCRATES. —He aquí, pues, un tercer estado para nosotros, diferente de aquel en que se tiene placer, y de aquel en que se experimenta dolor.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Adelante; haz el mayor esfuerzo para acordarte; porque importa mucho tener presente en el espíritu este estado, cuando se trate de decidir la cuestión sobre el placer. Si te parece bien, digamos aún algo más.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —¿Sabes que nada impide que viva de esta manera el que ha abrazado la vida sabia?
PROTARCO. —¿Hablas del estado que no está sujeto al goce ni al dolor?
SÓCRATES. —Hemos dicho, en efecto, en la comparación de los géneros de vida, que el que ha escogido vivir según la inteligencia y la sabiduría, no debe gustar nunca ningún placer, ni grande ni pequeño.
PROTARCO. —Es cierto; lo hemos dicho.
SÓCRATES. —Este estado, pues, es el suyo, y quizá no sería extraño que de todos los géneros de vida fuese el más divino.
PROTARCO. —Siendo así, hay trazas de que los dioses no estén sujetos a la alegría, ni a la afección contraria.
SÓCRATES. —No solo hay trazas, sino que es cierto, por lo menos, que hay un no sé qué de rebajado en una y otra afección. Pero examinaremos por extenso más adelante este punto, si conviene para nuestra discusión, y tendremos cuenta de esta ventaja para el segundo puesto en favor de la inteligencia, si no podemos arribar al primero.
PROTARCO. —Muy bien dicho.
SÓCRATES. —Pero la segunda especie de placeres, que solo el alma percibe, como lo hemos dicho, debe enteramente su origen a la memoria.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Me parece que es preciso explicar antes lo que es la memoria, y antes de la memoria, lo que es la sensación, si queremos formarnos una idea clara de la cosa de que se trata.
PROTARCO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Da por sentado como cierto que entre las afecciones que nuestro cuerpo experimenta ordinariamente, unas se extinguen en el cuerpo mismo antes de pasar al alma, y la dejan sin ningún sentimiento; otras pasan del cuerpo al alma, y producen una especie de conmoción, que tiene alguna cosa de particular para el uno y para la otra, y de común a las dos.
PROTARCO. —Lo supongo.
SÓCRATES. —¿No tendremos razón para decir que las afecciones que no se comunican a los dos escapan al alma, y que las que van hasta ella las percibe?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Cuando digo que escapan al alma, no se crea que quiero hablar aquí del origen del olvido; porque el olvido es la pérdida de la memoria, y en el caso presente la memoria no tiene cabida; y es un absurdo decir que se puede perder lo que no existe, ni ha existido. ¿No es así?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Cambia en algo los términos.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —En vez de decir que cuando el alma no siente las conmociones ocurridas en el cuerpo, estas conmociones se le escapan, llama insensibilidad a lo que llamabas olvido.
PROTARCO. —Entiendo.
SÓCRATES. —Pero cuando la afección es común al alma y al cuerpo, y ambos son conmovidos, no te engañarás en dar a este movimiento el nombre de sensación.
PROTARCO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿Comprendes ahora lo que entendemos por sensación?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pero si se dice que la memoria es la conservación de la sensación, se hablará con exactitud, por lo menos a juicio mío.
PROTARCO. —Así lo pienso yo.
SÓCRATES. —¿No decimos que la reminiscencia es diferente de la memoria?
PROTARCO. —Quizá.
SÓCRATES. —¿Esta diferencia no consiste en lo siguiente?
PROTARCO. —¿En qué?
SÓCRATES. —Cuando el alma sin el cuerpo, y retirada en sí misma, recuerda lo que ha experimentado en otro tiempo con el cuerpo, llamamos a esto reminiscencia. ¿No es así?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y cuando habiendo perdido el recuerdo, sea de una sensación, sea de un conocimiento, lo reproduce en sí misma, llamamos a todo esto reminiscencia y memoria.
PROTARCO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Lo que nos ha comprometido en todo este pormenor es lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Es concebir de la manera más perfecta y más clara lo que es el placer, que el alma experimenta sin el cuerpo, y al mismo tiempo lo que es el deseo; porque lo que se acaba de decir nos da a conocer lo uno y lo otro.
PROTARCO. —Veamos, Sócrates, lo que viene detrás.
SÓCRATES. —Según las apariencias, nos veremos obligados a entrar en la indagación de muchas cosas, para llegar al origen del placer y a todas las formas que él toma. En efecto, nos es preciso explicar antes lo que es el deseo, y cómo se forma.
PROTARCO. —Examinémoslo, que en ello nada perderemos.
SÓCRATES. —Por el contrario, Protarco, cuando hayamos encontrado lo que buscamos, desaparecerán nuestras dudas sobre estos objetos.
PROTARCO. —Tu réplica es justa, pero sigamos adelante.
SÓCRATES. —Hemos dicho que el hambre, la sed y otras muchas afecciones semejantes son especies de deseos.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Qué vemos de común en estas afecciones tan diferentes entre sí, que nos obliga a darles el mismo nombre?
PROTARCO. —¡Por Zeus!, quizá no es fácil explicarlo, Sócrates; es preciso, sin embargo, decirlo.
SÓCRATES. —Para eso tomemos el punto de partida desde aquí.
PROTARCO. —Si quieres, dime desde dónde.
SÓCRATES. —¿No se dice ordinariamente que se tiene sed?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Tener sed, ¿no es advertir un vacío?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —La sed ¿no es un deseo?