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Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que lo mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exégetas para saber lo que debía hacer, sin preocuparse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas lo mataron antes de que el hombre que mi padre envió volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio, que ellos pretenden que no ha cometido, y aun dado el caso de que lo hubiera cometido, sostienen que yo no debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!
SÓCRATES. —Pero ¡por Zeus! ¿Crees, Eutifrón, tú que conoces tan exactamente las cosas divinas, y que distingues con precisión lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las cosas de la manera que dices, puedas perseguir a tu padre, sin temor de cometer una impiedad?
EUTIFRÓN. —Me estimaría bien poco, y Eutifrón no tendría ventaja sobre los demás hombres, si no conociese todas estas cosas perfectamente.
SÓCRATES. —¡Oh maravilloso Eutifrón! Estoy convencido de que el mejor partido que yo puedo tomar es hacerme tu discípulo y hacer saber a Méleto, antes del juicio de mi proceso, que hasta aquí he mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy día, viendo que me acusa de haber caído en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas sobre la divinidad, me he pasado a tu escuela. Así, pues, le diré: Méleto, si confiesas que Eutifrón es hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos sentimientos que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que Eutifrón no es ortodoxo, emplaza al maestro antes de tomarla con el discípulo, puesto que él es el que pierde a los dos ancianos, su padre y yo; a mí por enseñarme una religión falsa, y a su padre por perseguirle, fundado en los principios de esta misma religión. Pero si se desentiende de mi petición y continúa en perseguirme, o dejándome se dirige a ti, tú no dejarás de comparecer y decir lo mismo que yo le hubiera significado.
EUTIFRÓN. —¡Por Zeus!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.
SÓCRATES. —Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Méleto; ese hombre que penetra hasta tal punto el fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.
Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?
EUTIFRÓN. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío.
EUTIFRÓN. —Llamo santo, por ejemplo, a lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano o cualquier otro; y llamo impío no perseguirlos. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se lo he dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea. Todo el mundo sabe que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia; y Cronos no trató con menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo a mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradicción, juzgando de tan distinto modo la acción de los dioses y la mía.
SÓCRATES. —¿No es esto mismo, Eutifrón, lo que motiva hoy mi acusación ante el tribunal, porque cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy persuadido que éste será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religión, estás de acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que nosotros lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingenuamente no tener ningún conocimiento de estas materias. Ésta es la razón para pedirte, en nombre del dios que preside a la amistad, que no me engañes, y que me digas: ¿crees que todas estas cosas se hayan realmente verificado?
EUTIFRÓN. —No solo estas, sino también otras más sorprendentes, que el pueblo ignora.
SÓCRATES. —¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas las demás pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en sus cuadros, de que se hace ostentación por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesión a la ciudadela del Acrópolis durante las Panateneas?[5] Eutifrón, ¿debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?
EUTIFRÓN. —No solo estas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije antes, que te explicaré si quieres, y que te sorprenderán bajo mi palabra.
SÓCRATES. —No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasión que estemos más despacio. Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has satisfecho plenamente a mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Solo me has dicho, que lo santo es lo que tú haces, acusando a tu padre de homicidio.
EUTIFRÓN. —Te he dicho la verdad.
SÓCRATES. —Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?
EUTIFRÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una o dos cosas santas entre un gran número de otras que lo son igualmente; sino que me des una idea clara y distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas; porque tú mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean santas; así como un solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te acuerdas?
EUTIFRÓN. —Sí, me acuerdo.
SÓCRATES. —Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que teniéndolo siempre a la vista, y sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros hagan, que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.
EUTIFRÓN. —Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto a satisfacerte.
SÓCRATES. —Ciertamente es lo que quiero.
EUTIFRÓN. —Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los dioses, e impío lo que les es desagradable.
SÓCRATES. —Muy bien, Eutifrón. Me has contestado con precisión a lo que te había preguntado; mas en cuanto a saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero indudablemente me convencerás de que lo es.
EUTIFRÓN. —Te satisfaré.
SÓCRATES. —Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es una cosa, es un hombre que es agradable a los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un hombre, es una cosa, que les es desagradable, y de este modo lo santo y lo impío son directamente opuestos; ¿no es así?
EUTIFRÓN. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —¿Te parece que está esto bien definido?
EUTIFRÓN. —Lo creo.
SÓCRATES. —¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos?
EUTIFRÓN. —Sí; sin duda.
SÓCRATES. —Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?
EUTIFRÓN. —Es claro.
SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondríamos a medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?
EUTIFRÓN. —En el acto.
SÓCRATES. —Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa por medio de una balanza?
EUTIFRÓN. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Pues qué es lo que podría hacemos enemigos irreconciliables, si llegáramos a disputar sin tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna de estas cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque ¿no son estas las que por falta de una regla suficiente para ponemos de acuerdo en nuestras diferencias, nos arrojan a deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.
EUTIFRÓN. —He aquí, en efecto, la causa de nuestros disentimientos.
SÓCRATES. —Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre sí sobre cualquier cosa, ¿no es preciso que recaigan necesariamente sobre alguna de las mismas que dejo expresadas?
EUTIFRÓN. —Eso es de toda necesidad.
SÓCRATES. —Por consiguiente, según tú, excelente Eutifrón, los dioses están divididos sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden tener otro objeto de disputa; ¿no es así?
EUTIFRÓN. —Como lo dices.
SÓCRATES. —¿Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra honestas, buenas y justas las ama, y aborrece las contrarias?
EUTIFRÓN. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les es al mismo tiempo agradable y desagradable.
EUTIFRÓN. —Así parece.
SÓCRATES. —Y por consiguiente, lo santo y lo impío ¿no son una misma cosa según tú?
EUTIFRÓN. —La consecuencia parece ser exacta.
SÓCRATES. —Aún no has respondido a mi pregunta, incomparable Eutifrón; porque yo no te preguntaba lo que es a la vez santo e impío, agradable y desagradable a los dioses; de manera que podrá suceder muy bien sin milagro que la acción que haces hoy persiguiendo en juicio a tu padre, agrade a Zeus y desagrade a Urano y a Cronos; que sea agradable a Hefesto y desagradable a Juno; y así a todos los demás dioses que no estén conformes en una misma opinión.
EUTIFRÓN. —Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que ninguno de ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.
SÓCRATES. —Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oído jamás que se haya atrevido nadie a sostener que el que ha cometido una muerte infamemente, o cometido cualquier otra injusticia, pueda quedar sin castigo?
EUTIFRÓN. —No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales. Dos que han cometido injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.
SÓCRATES. —¿Pero esas gentes, Eutifrón, confiesan que han cometido injustamente aquello de que se los acusa? ¿O bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?
EUTIFRÓN. —No lo confiesan, Sócrates.
SÓCRATES. —No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven a sostener ni suponer que siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos no han cometido injusticia. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —Es cierto.
SÓCRATES. —No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la cuestión es saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.
EUTIFRÓN. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, si es cierto, como antes has confesado, que los dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son injustos? Estos últimos ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre nosotros, no hay uno que se atreva a decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.
EUTIFRÓN. —Todo lo que dices es cierto, por lo menos en general.
SÓCRATES. —Di también en particular, porque las disputas de todos los días de los dioses y de los hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa, precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal acción es justa, y diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifrón, y dime, para mi instrucción particular, qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono; el cual, de resultas de haber quitado la vida a palos a un esclavo, había sido cargado de hierros por el dueño de este, causándole la muerte, antes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta que esperaba. Hazme ver que en este suceso es una acción piadosa y justa, que un hijo acuse a su padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Si consigues esto, no cesaré toda mi vida de celebrar tu habilidad.
EUTIFRÓN. —Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.
SÓCRATES. —Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque respecto a ellos, les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los dioses desaprueban la acción de tu padre.
EUTIFRÓN. —Se lo haré ver claramente, con tal de que quieran escucharme.
SÓCRATES. —¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal de que les dirijas bellos discursos; pero he aquí una reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré adelantado en la cuestión? ¿Conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?
La muerte del colono ha desagradado a los dioses, según se pretende, y yo convengo en ello; pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. También doy por sentado que los dioses encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que nos atengamos a esta definición de lo santo y de lo impío?
EUTIFRÓN. —¿Quién lo impide, Sócrates?
SÓCRATES. —No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él me enseñarás mejor lo que me has prometido.
EUTIFRÓN. —Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, e impío lo que todos ellos aborrecen.
SÓCRATES. —¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin examen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda suelta a nuestra imaginación y a nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?
EUTIFRÓN. —Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar es justo.
SÓCRATES. —Eso es lo que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos?
EUTIFRÓN. —No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.
SÓCRATES. —Voy a explicarme. ¿No decimos que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?
EUTIFRÓN. —Me parece que lo comprendo.
SÓCRATES. —La cosa amada ¿no es diferente de la cosa que ama?
EUTIFRÓN. —Vaya una pregunta.
SÓCRATES. —Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra razón?
EUTIFRÓN. —Porque se la lleva, sin duda.
SÓCRATES. —¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Luego no es cierto que se ve una cosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un ser que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así?
EUTIFRÓN. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.
EUTIFRÓN. —Esto es más claro que la luz.
SÓCRATES. —¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses, como tú lo has sentado?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón?
EUTIFRÓN. —Precisamente porque es santo.
SÓCRATES. —Luego es amado por los dioses porque es santo; mas ¿no es santo porque es amado?
EUTIFRÓN. —Así me parece.
SÓCRATES. —Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman?
EUTIFRÓN. —¿Quién puede negarlo?
SÓCRATES. —Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes.
EUTIFRÓN. —¿Cómo es eso, Sócrates?
SÓCRATES. —No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?
EUTIFRÓN. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿No estamos también de acuerdo en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?
EUTIFRÓN. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los dioses lo aman, y el otro es amado porque merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.
EUTIFRÓN. —Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza.
SÓCRATES. —Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de mi ancestro, Dédalo.[6] Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has percibido.
EUTIFRÓN. —Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serían firmes.
SÓCRATES. —Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Éste solo sabía dar esta movilidad a sus propias obras, cuando yo, no solo la doy a las mías, sino también a las ajenas; y lo más admirable es que soy hábil a pesar mío, porque preferiría incomparablemente más que mis principios fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi ancestro. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo.
EUTIFRÓN. —No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan solo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son?
EUTIFRÓN. —No puedo seguirte, Sócrates.
SÓCRATES. —Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad.
Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta:
¿Por qué se tiene temor de celebrar
a Zeus que ha creado todo?
La vergüenza es siempre compañera del miedo.
No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué?
EUTIFRÓN. —Sí, tú me obligas a decirlo.
SÓCRATES. —No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los días gentes que temen a las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así?
EUTIFRÓN. —Soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su resultado?
EUTIFRÓN. —Cómo no ha de temer.
SÓCRATES. —Por consiguiente no es cierto decir:
La vergüenza es siempre compañera del miedo.
Sino que es preciso decir:
El miedo es siempre compañero de la vergüenza.
Porque es falso que la vergüenza se encuentre dondequiera que esté el miedo. El miedo tiene más extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Dondequiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar, pero dondequiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora?
EUTIFRÓN. —Muy bien.
SÓCRATES. —Esto es precisamente lo que te pregunté antes: ¿si dondequiera que se encuentre lo justo allí está lo santo, y si dondequiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este principio, o eres tú de otra opinión?