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EUTIFRÓN. —A mi parecer, este principio no puede ser combatido.
SÓCRATES. —Ten en cuenta lo que voy a decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par, y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no desiguales. ¿No lo crees como yo?
EUTIFRÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Haz pues el ensayo de enseñarme a tu vez, qué parte de lo justo es lo santo a fin de que indique a Méleto que ya no hay materia para acusarme de impiedad; a mí que tan perfectamente he aprendido de ti lo que es la piedad y la santidad y sus contrarias.
EUTIFRÓN. —Me parece a mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo que corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los hombres se deben entre sí.
SÓCRATES. —Muy bien, Eutifrón; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses es el mismo que el que se tiene por todas las demás cosas? Porque decimos todos los días, que solo un jinete sabe tener cuidado de un caballo; ¿no es así?
EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —El cuidado de los caballos ¿compete propiamente al arte de equitación?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Todos los hombres no son a propósito para enseñar a los perros, sino los cazadores.
EUTIFRÓN. —Sólo los cazadores.
SÓCRATES. —Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio.
EUTIFRÓN. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Pertenece solo a los labradores tener cuidado de los bueyes?
EUTIFRÓN. —Sí.
SÓCRATES. —La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Todo cuidado no tiene por objeto el bien y utilidad de la cosa cuidada? ¿No ves hacerse mejores y más dóciles los caballos que están al cuidado de un entendido picador?
EUTIFRÓN. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —¿El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene de sus bueyes, no hace mejores lo mismo a los unos que a los otros, y así en todos los casos análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda a dañar lo que se cuida?
EUTIFRÓN. —No, sin duda, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —¿Tiende pues a hacerlos mejores?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender a su utilidad, y tiene por objeto hacer a los dioses mejores. ¿Pero te atreverías a suponer que, cuando ejecutas una acción santa, haces mejor a alguno de los dioses?
EUTIFRÓN. —Jamás, ¡por Zeus!
SÓCRATES. —No creo tampoco que sea ese tu pensamiento, y ésta es la razón por la que te he preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querías hablar, bien convencido que no era este.
EUTIFRÓN. —Me haces justicia, Sócrates.
SÓCRATES. —Éste es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la santidad?
EUTIFRÓN. —El cuidado que los criados tienen por sus amos.
SÓCRATES. —Ya entiendo; ¿la santidad es como la sirviente de los dioses?
EUTIFRÓN. —Así es.
SÓCRATES. —¿Podrías decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No restablecen la salud?
EUTIFRÓN. —Sí.
SÓCRATES. —El arte de los constructores de buques ¿para qué es bueno?
EUTIFRÓN. —Sin duda, Sócrates, para construir buques.
SÓCRATES. —¿El arte de los arquitectos, no es para construir casas?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Dime, ¿para qué puede servir la santidad, este cuidado de los dioses? Es claro, tú debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo.
EUTIFRÓN. —Con razón lo dices, Sócrates.
SÓCRATES. —Dime, pues, ¡por Zeus!, lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra piedad.
EUTIFRÓN. —Muy buenas cosas, Sócrates.
SÓCRATES. —También las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad?
EUTIFRÓN. —Muy cierto.
SÓCRATES. —Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar al hombre con los productos de la tierra.
EUTIFRÓN. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Dime, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de nuestra santidad, cuál es la principal?
EUTIFRÓN. —Ya te dije antes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que puedo decirte en general es que agradar a los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; a la vez que desagradar a los dioses es entregarse a la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos.
SÓCRATES. —En verdad, Eutifrón, si hubieras querido, habrías podido decirme con menos palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes estabas en el camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar?
EUTIFRÓN. —Lo sostengo.
SÓCRATES. —Sacrificar es dar a los dioses. Orar es pedirles.
EUTIFRÓN. —Muy bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir a los dioses.
EUTIFRÓN. —Has comprendido perfectamente mi pensamiento.
SÓCRATES. —Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego a ti absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el arte de servir a los dioses? ¿No es, según tu opinión, darles y pedirles?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de recibir de ellos?
EUTIFRÓN. —Nada más verdadero.
SÓCRATES. —Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar a alguno cosas de las que no tenga ninguna necesidad.
EUTIFRÓN. —Es imposible hablar mejor.
SÓCRATES. —La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres?
EUTIFRÓN. —Si así lo quieres, será un tráfico.
SÓCRATES. —Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto que no somos partícipes del bien más pequeño que no lo debamos a su liberalidad. ¿Pero de qué utilidad son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que solo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna?
EUTIFRÓN. —¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros?
SÓCRATES. —¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas?
EUTIFRÓN. —Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor.
SÓCRATES. —Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos?
EUTIFRÓN. —No, yo creo que por encima de todo está el ser amado por los dioses.
SÓCRATES. —Lo santo, a lo que parece, es aún lo que es amado por los dioses.
EUTIFRÓN. —Sí, por encima de todo.
SÓCRATES. —¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes de que vuelven sin cesar sobre sí mismos? ¿Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas?
EUTIFRÓN. —Me acuerdo.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa.
EUTIFRÓN. —Así parece.
SÓCRATES. —Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad, Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrías fulminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos.
EUTIFRÓN. —Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión de dejarte.
SÓCRATES. —¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Méleto, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa.
Argumento[1] de la Apología de Sócrates por Patricio de Azcárate
La apología puede dividirse en tres partes, cada una de las cuales tiene su objeto.
En la primera parte, la que precede a la deliberación de los jueces sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado, Sócrates responde en general a todos los adversarios que le han ocasionado su manera de vivir lejos de los negocios públicos y sus conversaciones de todos los días en las plazas, en las encrucijadas y en los paseos de Atenas. Sócrates, se decía, es un hombre peligroso, que intenta penetrar los misterios del cielo y de la tierra, que tiene la habilidad de hacer buena la peor causa, y que enseña públicamente el secreto. Sócrates responde que jamás se ha mezclado en las cosas divinas; que su enseñanza no era como la de los sofistas que exigían un salario, si bien sobre este último punto no había acusación. En fin, en apoyo de esta enseñanza popular, esforzándose en hacer ver a los unos su falsa ciencia, y a los otros su ignorancia, invoca una misión sagrada recibida del dios de Delfos. ¿Era éste el camino de congraciarse, teniendo en frente los resentimientos profundos que hacía mucho tiempo había excitado su punzante ironía? No; toda esta justificación, que elude los cargos más bien que los rechaza, solo podía servir para aumentar la desconfianza de los jueces, prevenidos ya en su contra.
Así es que su verdadero valor y su interés aparecen por entero en la consecuencia moral, que Sócrates procura deducir con tanta profundidad como ironía. Dice que ha conversado sucesivamente con los poetas, con los políticos, con los artistas y con los oradores; es decir, con los hombres que pasan por los más hábiles y los más sabios de todos; y como ha visto en los unos y en los otros, en medio de su exagerada pretensión a una sabiduría y a una habilidad universales, igual incapacidad para justificarlos hasta en el dominio limitado de su respectivo arte, declara que a sus ojos la sabiduría humana es bien poca cosa, o más bien, que no es nada si no se inspira en la única verdadera sabiduría, que reside en dios, y que solo se revela al hombre por las luces de la razón.
Pero los enemigos de Sócrates no se contentaron con acusaciones generales, y formularon, por boca de Méleto, estas dos acusaciones concretas: primero, que corrompía a los jóvenes; segundo, que no creía en los dioses del Estado y que los sustituía con extravagancias demoníacas. Estos dos cargos se llamaban y apoyaban el uno al otro, porque tenían por fundamento común el crimen de ultraje a la religión.
Sobre el primer punto, Sócrates responde solamente que por su interés personal no era fácil que corrompiera a los jóvenes, porque los hombres deben esperar más mal que bien de aquellos a quienes dañan. Su defensa sobre el segundo punto no es más categórica. Porque, en lugar de probar a Méleto que cree en los dioses del Estado, Sócrates cambia los términos de la acusación, y prueba que cree en los dioses, puesto que hace profesión de creer en los demonios, hijos de los dioses. ¿Pero estos dioses son los de la república? Sobre esto nada dice.
Su arenga toma de repente un carácter de elevación y fuerza, cuando invocando su amor profundo a la verdad y la energía de su fe en la misión de que se cree encargado, revela, delante de los jueces, el secreto de toda su vida. Si no ha vivido como los demás atenienses, si no ha ejercido las funciones públicas, no ha sido por capricho ni por misantropía. Obedecía resueltamente la voluntad de un dios, que desde su juventud lo forzaba a consagrarse a la educación moral de sus conciudadanos. Así es que contra sus intereses más queridos, se ha visto, aunque voluntariamente, convertido en instrumento dócil de la divinidad. ¿Y no preveía las luchas y los odios que debía causarle semejante misión? Sí; pero estaba resuelto a sacrificar en su obsequio hasta la vida. Esta confianza admirable, que enlaza y domina el debate, hace ver claramente que Sócrates cuidaba menos del resultado de su causa que del triunfo de sus doctrinas morales. En este último discurso, que le es permitido, solo ve la ocasión de dar una suprema enseñanza, la más brillante y eficaz de todas.
Se nota, sin embargo, una gran oscuridad sobre la naturaleza de ese demonio familiar, que Sócrates invoca tantas veces. ¿Era en él la luz de la conciencia, singularmente fortalecida y aclarada por la meditación y por una especie de exaltación mística? No hay dificultad en creerlo. Pero también hay materia para suponer, fundándose en algunos pasajes del Timeo y del Banquete, que Sócrates admitía, como todos los antiguos, la existencia de seres intermedios entre Dios y el hombre, cuya inmensa distancia llenan mediante la diferencia de naturaleza, y ejercen en un ministerio análogo al de los ángeles en la teología cristiana. Los griegos los llamaban demonios, es decir, seres divinos. ¿Y era alguno de estos genios el que se hacia escuchar por Sócrates? Piénsese de esto lo que se quiera, la duda no desvirtúa en nada el efecto moral de las páginas más originales de la Apología.
En la segunda parte, comprendida entre la primera decisión de los jueces y su deliberación sobre la aplicación de la pena, Sócrates, reconocido culpable, declara sin turbarse que se somete a su condenación. Pero su firmeza parece convertirse en una especie de orgullo, que debió herir a los jueces, cuando rehusando ejercitar el derecho que le daba la ley para fijar por sí mismo la pena, se cree digno de ser alimentado en el Pritaneo[2] a expensas del Estado, que era la mayor recompensa que en Atenas se dispensaba a un ciudadano. Moralmente tuvo razón; pero bajo el punto de vista de la defensa, no puede negarse que esta actitud altanera debió aumentar el número de los votos que le condenaron a muerte.
Éste era indudablemente el voto secreto del acusado, puesto que en la última parte de la Apología, una vez pronunciada la pena, dejó ver una alegría que no era figurada. Su demonio familiar le había advertido el resultado que daría el procedimiento, inspirándole la idea de no defenderse, y su muerte era a sus ojos la suprema sanción de sus doctrinas y el último acto necesario de su destino. Así es que la idea que desde aquel acto le preocupó más, fue probar que miraba la muerte como un bien. De dos cosas, una: o la muerte es un anonadamiento absoluto, y entonces es una ventaja escapar por la insensibilidad a todos los males de la vida, o es el tránsito de un lugar a otro, y en este caso ¿no es la mayor felicidad verse trasportado a la mansión de los justos? Esta despedida de la vida, llena de serenidad y de esperanza, deja tranquilo el pensamiento sobre la creencia consoladora y sublime de la inmortalidad; creencia que una boca pagana jamás había reconocido hasta entonces con palabras tan terminantes. Ella implica ciertamente la distinción absoluta del alma y del cuerpo y la espiritualidad del alma. Aquí se ve que la Apología de Sócrates, si bien está escrita en la forma ordinaria de las defensas forenses, en el fondo es menos política que filosófica, y Platón no la ha sometido tanto al examen de los ciudadanos de Atenas, como a la de los filósofos y moralistas de todos los países. Si su objeto principal hubiera sido justificar civilmente la conducta de su maestro, su defensa sería pobre, porque no consiguió probar, ni la falsedad de las acusaciones intentadas contra Sócrates, ni su inocencia ante las leyes atenienses. ¿Sócrates había atacado realmente la religión y las instituciones religiosas de Atenas? Ésta es la cuestión.
Siendo la religión, como las leyes mismas, una parte esencial de la constitución, el atacarla, sea valiéndose de la ironía, o por medio de una polémica franca, era un crimen de Estado. Además, no solo era un derecho, sino que era un deber en todo ciudadano acusar y perseguir públicamente ante los tribunales al autor de tales ataques.
Y es preciso confesar, que el hombre que en el Eutifrón se burla de los dioses del Olimpo; que califica de cuentos insensatos las tradiciones mitológicas y de tráfico ridículo las ceremonias del culto; el hombre que se pone en guerra abierta con el politeísmo, no podía sustraerse a la acusación de impiedad. He aquí por qué Platón lo defiende mal. Pero, a decir verdad, importa poco a sus ojos, y quizá entraba en su plan, sacrificar la defensa legal a fin de probar la superioridad moral de su maestro sobre los hombres de su tiempo, por la profunda incompatibilidad de sus creencias con las de estos. Sócrates no hubiera aparecido como un gran filósofo si hubiera sido absuelto. Entre otros caracteres, ¿su originalidad no consiste en haber creído en un solo Dios en pleno politeísmo? ¿Y no consiste su grandeza en haberlo dicho, y en haber muerto por haberse atrevido a decirlo?[3]
Apología de Sócrates
SÓCRATES — MÉLETO
(Ante un jurado compuesto por más de 500 ciudadanos de Atenas, Sócrates tomó la palabra para contestar a las acusaciones de corrupción de jóvenes atenienses e impiedad perpetradas por Méleto y Ánito,[1] y dijo:)
SÓCRATES. —Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.
Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevención que os han hecho de que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad, no, ¡por Zeus!, en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad venir, atenienses, ante vosotros como un joven que hubiese preparado un discurso.
Por esta razón, la única gracia, atenienses, que os pido es que cuando veáis que en mi defensa emplee términos y maneras comunes, los mismos de que me he servido cuantas veces he conversado con vosotros en la plaza pública, en las casas de contratación y en los demás sitios en que me habéis visto, no os sorprendáis, ni os irritéis contra mí; porque es ésta la primera vez en mi vida que comparezco ante un tribunal de justicia, aunque cuento más de setenta años.
Por lo pronto soy extraño al lenguaje que aquí se habla. Y así como si fuese yo un extranjero, me disimularíais que os hablase de la manera y en el lenguaje de mi país, en igual forma exijo de vosotros, y creo justa mi petición, que no hagáis aprecio de mi manera de hablar, buena o mala, y que miréis solamente, con toda la atención posible, si os digo cosas justas o no, porque en esto consiste toda la virtud del juez, como la del orador: en decir la verdad.
Es justo que comience por responder a mis primeros acusadores, y por refutar las primeras acusaciones, antes de llegar a las últimas que se han suscitado contra mí. Porque tengo muchos acusadores cerca de vosotros hace muchos años, los cuales nada han dicho que no sea falso. Temo más a estos que a Ánito aunque sean estos últimos muy elocuentes; pero son aquellos mucho más temibles, por cuanto, compañeros vuestros en su mayor parte desde la infancia, os han dado de mí muy malas noticias, y os han dicho, que hay un cierto Sócrates, hombre sabio que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra y que sabe convertir en buena una mala causa.
Los que han sembrado estos falsos rumores son mis más peligrosos acusadores, porque prestándoles oídos, llegan los demás a persuadirse de que los hombres que se consagran a tales indagaciones no creen en la existencia de los dioses. Por otra parte, estos acusadores son en gran número, y hace mucho tiempo que están metidos en esta trama. Os han prevenido contra mí en una edad que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte o muy jóvenes cuando me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es que no me es permitido conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias. Todos aquellos que por envidia o por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, es preciso que yo me bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningún adversario aparezca.
Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas con dos suertes de acusadores, como os he dicho: los que me están acusando hace mucho tiempo, y los que ahora me citan ante el tribunal; y creedme, os lo suplico, es preciso que yo responda por lo pronto a los primeros, porque son los primeros a quienes habéis oído y han producido en vosotros más profunda impresión.
Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y arrancar de vuestro espíritu, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia envejecida, y que ha echado en vosotros profundas raíces. Desearía con todo mi corazón, que fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi apología pudiese servir para mi justificación. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión. Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse.
Remontémonos, pues, al primer origen de la acusación, sobre la que he sido tan desacreditado y que ha dado a Méleto confianza para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué decían mis primeros acusadores? Porque es preciso presentar en forma su acusación, como si apareciese escrita y con los juramentos recibidos. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas».
He aquí la acusación; ya la habéis visto en la comedia de Aristófanes,[2] en la que se representa un cierto Sócrates, que dice, que se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes, que yo ignoro absolutamente; y esto no lo digo, porque desprecie esta clase de conocimientos; si entre vosotros hay alguno entendido en ellos (que Méleto no me formule nuevos cargos por esta concesión), sino que es solo para haceros ver, que yo jamás me he mezclado en tales ciencias, pudiendo poner por testigos a la mayor parte de vosotros.