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(Habiéndose Sócrates condenado a sí mismo a la multa por obedecer la ley, los jueces deliberaron y le condenaron a muerte, y entonces Sócrates tomó la palabra y dijo:)
SÓCRATES. —En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia y precipitación vais a cargar con un baldón y dar lugar a vuestros envidiosos enemigos a que acusen a la república de haber hecho morir a Sócrates, a este hombre sabio, porque para agravar vuestra vergonzosa situación, ellos me llamarán sabio aunque no lo sea. En lugar de lo cual, si hubieseis tenido un tanto de paciencia, mi muerte venía de suyo, y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque ya veis que en la edad que tengo estoy bien cerca de la muerte. No digo esto por todos los jueces, sino tan solo por los que me han condenado a muerte, y a ellos es a quienes me dirijo. ¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra, sentencia no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni en medio de la guerra, debe el hombre honrado salvar su vida por tales medios. Sucede muchas veces en los combates, que se puede salvar la vida muy fácilmente, arrojando las armas y pidiendo cuartel al enemigo, y lo mismo sucede en todos los demás peligros; hay mil expedientes para evitar la muerte; cuando está uno en posición de poder decirlo todo o hacerlo todo. ¡Ah!, atenienses, no es lo difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la muerte. Ésta es la razón, por la que, viejo y pesado como estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte; mientras que la más ligera, el crimen, esta adherida a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza. Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis condenado, pero ellos sufrirán la iniquidad y la infamia a que la verdad les condena. Con respecto a mí, me atengo a mi castigo, y ellos se atendrán al suyo. En efecto, quizá las cosas han debido pasar así, y en mi opinión no han podido pasar de mejor modo.
Oh vosotros, que me habéis condenado a muerte, quiero predeciros lo que os sucederá, porque me veo en aquellos momentos, cuando la muerte se aproxima, en que los hombres son capaces de profetizar el porvenir. Os lo anuncio, vosotros que me hacéis morir, vuestro castigo no tardará, cuando yo haya muerto, y será, ¡por Zeus!, más cruel que el que me imponéis. En deshaceros de mí, solo habéis intentado descargaros del importuno peso de dar cuenta de vuestra vida, pero os sucederá todo lo contrario; yo os lo predigo.
Se levantará contra vosotros y os reprenderá un gran número de personas, que han estado contenidas por mi presencia, aunque vosotros no lo apercibíais; pero después de mi muerte serán tanto más importunos y difíciles de contener, cuanto que son más jóvenes; y más os irritaréis vosotros, porque si creéis que basta matar a unos para impedir que otros os echen en cara que vivís mal, os engañáis. Esta manera de libertarse de sus censores ni es decente, ni posible. La que es a la vez muy decente y muy fácil es no cerrar la boca a los hombres, sino hacerse mejor. Lo dicho basta para los que me han condenado, y los entrego a sus propios remordimientos.
Con respecto a los que me habéis absuelto con vuestros votos, atenienses, conversaré con vosotros con el mayor gusto, mientras que los Once estén ocupados, y no se me conduzca al sitio donde deba morir. Concededme, os suplico, un momento de atención, porque nada impide que conversemos juntos, puesto que da tiempo. Quiero deciros, como amigos, una cosa que acaba de sucederme, y explicaros lo que significa. Sí, jueces míos (y llamándoos así no me engaño en el nombre), me ha sucedido hoy una cosa muy maravillosa. La voz divina de mi demonio familiar que me hacía advertencias tantas veces, y que en las menores ocasiones no dejaba jamás de separarme de todo lo malo que iba a emprender, hoy, que me sucede lo que veis, y lo que la mayor parte de los hombres tienen por el mayor de todos los males, esta voz no me ha dicho nada, ni esta mañana cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado a hablaros. Sin embargo, me ha sucedido muchas veces, que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy a nada se ha opuesto, haya dicho o hecho yo lo que quisiera. ¿Qué puede significar esto? Voy a decíroslo. Es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos sin duda si creemos que la muerte es un mal. Una prueba evidente de ello es que si yo no hubiese de realizar hoy algún bien, el Dios no hubiera dejado de advertírmelo como acostumbra.
Profundicemos un tanto la cuestión, para hacer ver que es una esperanza muy profunda la de que la muerte es un bien.
Es preciso de dos cosas una: o la muerte es un absoluto anonadamiento y una privación de todo sentimiento, o, como se dice, es un tránsito del alma de un lugar a otro. Si es la privación de todo sentimiento, una dormida pacífica que no es turbada por ningún sueño, ¿qué mayor ventaja puede presentar la muerte? Porque si alguno, después de haber pasado una noche muy tranquila sin ninguna inquietud, sin ninguna turbación, sin el menor sueño, la comparase con todos los demás días y con todas las demás noches de su vida, y se le obligase a decir en conciencia cuántos días y noches había pasado que fuesen más felices que aquella noche; estoy persuadido de que no solo un simple particular, sino el mismo gran rey, encontraría bien pocos, y le sería muy fácil contarlos. Si la muerte es una cosa semejante, la llamo con razón un bien; porque entonces el tiempo todo entero no es más que una larga noche.
Pero si la muerte es un tránsito de un lugar a otro, y si, según se dice, allá abajo está el paradero de todos los que han vivido, ¿qué mayor bien se puede imaginar, jueces míos? Porque si, al dejar los jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran en los infiernos los verdaderos jueces, que se dice que hacen allí justicia, Minos, Radamanto, Éaco, Triptólemo y todos los demás semidioses que han sido justos durante su vida. ¿No es éste el cambio más dichoso? ¿A qué precio no compraríais la felicidad de conversar con Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Para mí, si es esto verdad, moriría gustoso mil veces. ¿Qué trasporte de alegría no tendría yo cuando me encontrase con Palamedes, con Áyax, hijo de Telamón, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero aún sería un placer infinitamente más grande para mí pasar allí los días, interrogando y examinando a todos estos personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son. ¿Hay alguno, jueces míos, que no diese todo lo que tiene en el mundo por examinar al que condujo un numeroso ejército contra Troya o Odiseo o Sísifo y tantos otros, hombres y mujeres, cuya conversación y examen serían una felicidad inexplicable? Éstos no harían morir a nadie por este examen, porque además de que son más dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan de la inmortalidad, si hemos de creer lo que se dice.
Ésta es la razón, jueces míos, para que nunca perdáis las esperanzas aun después de la tumba, fundados en esta verdad; que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relación con él; porque lo que en este momento me sucede a mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor partido para mí es morir desde luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida. He aquí por qué la voz divina nada me ha dicho en este día. No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aun cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos. Pero solo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico que los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros. Si me concedéis esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos de alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.
Argumento[1] del Critón por Patricio de Azcárate
Sócrates, que en la Apología sólo pudo mantenerse filósofo a condición de divorciarse de la Constitución religiosa de Atenas, se rehace y convierte en este diálogo, por una especie de compensación, en un ciudadano inflexible en la obediencia a las leyes de la república. Someterse a las leyes es una obligación absoluta; es el deber. Tal es el objeto de este diálogo.
Los amigos de Sócrates, después de haber ganado al alcaide de la cárcel donde esperaba el día de su muerte, le enviaron uno de ellos, Critón, para que le suplicara encarecidamente que salvara su vida por la fuga.
Todas las razones que puede inspirar una ardiente amistad para ahogar los escrúpulos de un alma recta. Critón las hizo valer con la más afectuosa insistencia. Pero la tierna solicitud que resalta en su lenguaje, disfraza, sin atenuarla, la debilidad de los motivos de que se inspira comúnmente, en de circunstancias críticas, la acomodaticia probidad del vulgo. Así lo entendió Sócrates. A los lamentos de Critón, en razón del deshonor y de desesperación que amargaban a sus amigos, la suerte que estaba reservada a sus hijos condenados a la orfandad, él opuso esta inevitable alternativa: ¿la fuga es justa o injusta? Porque es preciso resolverse en todos los casos, no por razones de amistad, de interés, de opinión; sino por razones de justicia. Pero la justicia le prohíbe fugarse, porque sería desobedecer las leyes, acto injusto en sí mismo, ejemplo funesto al buen orden público, ingratitud, en fin, para con estas leyes que han presidido como madres y nodrizas a su nacimiento, a su juventud y a su educación. Existe un compromiso tácito entre el ciudadano y las leyes; éstas, protegiéndole, tienen derecho a su respeto. Nadie ignora este pacto; ninguno puede sustraerse a él; ninguno se libra, violándole, de los remordimientos de su conciencia, cualquiera que sea el rodeo que haya tomado para engañarse a sí mismo.
Tal es la inflexible doctrina, por la que Sócrates, destruyendo piedra por piedra el frágil edificio de la moral de Critón, que es la moral del pueblo, prefiere a su salud el cumplimiento riguroso de su deber. ¿Podría ser de otra manera? ¡Qué contradicción resultaría si el mismo hombre que antes, en la plaza pública, a presencia de sus jueces, se había regocijado de su muerte como del mayor bien que podía sucederle, hubiera renegado, fugándose, de ese valor y de esas sublimes esperanzas del día de su proceso! Sócrates, el más sabio de los hombres, se convertiría en un cobarde y mal ciudadano. Critón mismo se vio reducido al silencio por la firme razón de su maestro, quien le despide con estas admirables palabras: «Sigamos el camino que Dios nos ha trazado. Dios es el deber mismo, porque es su origen: realizar su deber es inspirarse en Dios».
Critón o del deber
SÓCRATES — CRITÓN
SÓCRATES: —¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?
CRITÓN: —Es cierto.
SÓCRATES: —¿Qué hora puede ser?
CRITÓN: —Acaba de romper el día.
SÓCRATES. —Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.
CRITÓN. —Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y me debe algunas atenciones.
SÓCRATES. —¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?
CRITÓN. —Ya hace algún tiempo.
SÓCRATES. —¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de despertarme en el acto que llegaste?
CRITÓN. —¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar, temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo rato que estoy aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he querido despertarte, con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates, desde que te conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.
SÓCRATES. —Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la muerte.
CRITÓN. —¡Ah!, ¡cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual desgracia, a quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!
SÓCRATES. —Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?
CRITÓN. —Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti tenga, yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y más aflictiva para mí.
SÓCRATES. —¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el momento de mi muerte?
CRITÓN. —No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio,[1] donde le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates, tendrás que dejar de existir.
SÓCRATES. —Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin embargo no creo que llegue hoy el buque.
CRITÓN. —¿De dónde sacas esa conjetura?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese buque.
CRITÓN. —Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.
SÓCRATES. —El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he tenido esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas despertado.
CRITÓN. —¿Cuál es ese sueño?
SÓCRATES. —Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida de blanco, que me llamaba y me decía: Dentro de tres días estarás en la fértil Pitia.
CRITÓN. —¡Extraño sueño, Sócrates!
SÓCRATES. —Es muy significativo, Critón.
CRITÓN. —Demasiado sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate. Porque en cuanto a mí si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de cuya pérdida nadie podrá consolarme, témome que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a ti ni a mí, crean que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. ¿Y hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos? Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que eres tú el que no has querido salir de aquí cuando yo te he estrechado a hacerlo.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Critón, ¿debemos hacer tanto aprecio de la opinión del pueblo? ¿No basta que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta, sepan de qué manera han pasado las cosas?
CRITÓN. —Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo, y tu ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños hasta los más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.
SÓCRATES. —Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de esta manera sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna, pero no puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o insensatos. El pueblo juzga y obra a la aventura.
CRITÓN. —Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos, acusándonos de haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar nuestros bienes o pagar crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates, destiérrale de tu alma. ¿No es justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y aún mayores, si es necesario? Repito, mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido que te aconsejo.
SÓCRATES. —Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.
CRITÓN. —Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de aquí, no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que podrían acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis bienes, que son tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi ofrecimiento, hay aquí un buen número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario; sólo Sunmias de Tebas ha presentado la suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo mismo y aún hay muchos más.
Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto a lo que decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado, no hubieras sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. A cualquier parte del mundo a donde tú vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí amigos que te obsequiarán como tú mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia. Además, Sócrates, cometes una acción injusta entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y trabajando en que se realice en ti lo que tus enemigos más desean en su ardor por perderte. Faltas también a tus hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que puedas alimentarlos y educarlos. ¡Qué horrible suerte espera a estos infelices huérfanos! Es preciso o no tener hijos o exponerse a todos los cuidados y penalidades que exige su educación. Me parece en verdad, que has tomado el partido del más indolente de los hombres, cuando deberías tomar el de un hombre de corazón; tú, sobre todo, que haces profesión de no haber seguido en toda tu vida otro camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates, que me da vergüenza por ti y por nosotros tus amigos, que se crea que todo lo que está sucediendo se ha debido a nuestra cobardía. Se nos acriminará, en primer lugar, por tu comparecencia ante el tribunal, cuando pudo evitarse; luego por el curso de tu proceso; y en fin, como término de este lastimoso drama, por haberte abandonado por temor o por cobardía, puesto que no te hemos salvado; y se dirá también, que tú mismo no te has salvado por culpa nuestra, cuando podías hacerlo con sólo que nosotros te hubiéramos prestado un pequeño auxilio. Piénsalo bien, mi querido Sócrates; con la desgracia que te va a suceder tendrás también una parte en el baldón que va a caer sobre todos nosotros. Consúltate a ti mismo, pero ya no es tiempo de consultas; es preciso tomar un partido, y no hay que escoger; es preciso aprovechar la noche próxima. Todos mis planes se desgracian, si aguardamos un momento más. Créeme, Sócrates, y haz lo que te digo.
SÓCRATES. —Mi querido Critón, tu solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la justicia; pero por lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más grande es se hace más reprensible. Es preciso examinar, ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no deberemos; porque no es de ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por razones que me parezcan justas, después de haberlas examinado detenidamente. Aunque la fortuna me sea adversa, no puedo abandonar las máximas de que siempre he hecho profesión; ellas me parecen siempre las mismas, y como las mismas las estimo igualmente. Si no me das razones más fuertes, debes persuadirte de que yo no cederé, aunque todo el poder del pueblo se armase contra mí, y para aterrarme como a un niño, me amenazase con sufrimientos más duros que los que me rodean, cadenas, la miseria, la muerte. Paro ¿cómo se verifica este examen de una manera conveniente? Recordando nuestras antiguas conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir que hay ciertas opiniones que debemos respetar y otras que debemos despreciar. ¿O es que esto se pudo decir antes de ser yo condenado a muerte, y ahora de repente hemos descubierto, que si se dijo entonces, fue como una conversación al aire, no siendo en el fondo más que una necedad o un juego de niños? Deseo, pues, examinar aquí contigo en mi nueva situación, si este principio me parece distinto o si le encuentro siempre el mismo, para abandonarle o seguirle.
Es cierto, si yo no me engaño, que aquí hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta estimación y otras que no merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses, ¿te parece esto bien dicho? Porque, según todas las apariencias humanas, tú no estás en peligro de morir mañana, y el temor de un peligro presente no te hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien. ¿No encuentras que con razón hemos sentado, que no es preciso estimar todas las opiniones de los hombres sino tan sólo algunas, y no de todos los hombres indistintamente, sino tan sólo de algunos? ¿Qué dices a esto? ¿No te parece verdadero?
CRITÓN. —Mucho.
SÓCRATES. —¿En este concepto, no es preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar las malas?
CRITÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Las opiniones buenas no son las de los sabios, y las malas las de los necios?
CRITÓN. —No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. —Vamos a sentar nuestro principio. ¿Un hombre que se ejercita en la gimnasia podrá ser alabado o reprendido por un cualquiera que llegue, o sólo por el que sea médico o maestro de gimnasia?
CRITÓN. —Por este sólo sin duda.
SÓCRATES. —¿Debe temer la reprensión y estimar las alabanzas de éste sólo y despreciar lo que le digan los demás?
CRITÓN. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por esta razón ¿debe ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este maestro y no dejarse dirigir por el capricho de todos los demás?
CRITÓN. —Eso es incontestable.
SÓCRATES. —He aquí sentado el principio. ¿Pero si desobedeciendo a este maestro y despreciando sus atenciones y alabanzas, se deja seducir por las caricias y alabanzas del pueblo y de los ignorantes, no le resultará mal?
CRITÓN. —¿Cómo no le ha de resultar?
SÓCRATES. —¿Pero este mal de qué naturaleza será? ¿A qué conducirá? ¿Y qué parte de este hombre afectará?
CRITÓN. —Y su cuerpo, sin duda, que infaliblemente arruinará.
SÓCRATES. —Muy bien, he aquí sentado este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas las demás cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo malo, que eran en este momento la materia de nuestra discusión, ¿nos atendremos más bien a la opinión del pueblo que a la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy hábil, por el que sólo debamos tener más respeto y más deferencia que por el resto de los hombres? ¿Y si no nos conformamos al juicio de este único hombre, no es cierto que arruinaremos enteramente lo que no vive ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la justicia, y que no perece sino por la injusticia? ¿O es preciso creer que todo eso es una farsa?
CRITÓN. —Soy de tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. —Estate atento, yo te lo suplico; si adoptando la opinión de los ignorantes, destruimos en nosotros lo que sólo se conserva por un régimen sano y se corrompe por un mal régimen, ¿podremos vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida? Ahora tratamos sólo de nuestro cuerpo; ¿no es verdad?
CRITÓN. —De nuestro cuerpo sin duda.
SÓCRATES. —¿Y se puede vivir con un cuerpo destruido o corrompido?
CRITÓN. —No, seguramente.
SÓCRATES. —¿Y podremos vivir después de corrompida esta otra parte de nosotros mismos, que no tiene salud en nosotros, sino por la justicia, y que la injusticia destruye? ¿O creemos menos noble que el cuerpo esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la justicia y la injusticia?