La fuente última del acompañamiento

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Las idolatrías se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad una y otra vez en forma de utopías, de líderes, de naciones, de espacios sagrados, de arcadias felices o de edades de oro, todas ellas nostalgias de Egipto o de proyecciones de paraísos imaginarios. A la postre, esos territorios sagrados bajo el control de la voluntad de los hombres resultan ser espejismos o quimeras que los arrastran a unos contra otros, a divisiones irreconciliables, a distopías irreversibles. Aarón sabe que los ídolos se ofrecen como formas de vida nueva, de órdenes sociales seguros, de solución frente a la incertidumbre, pero al final frustran las expectativas que prometen. Israel es un pueblo elegido como paradigma de la historia de las naciones que han de ser atraídas por YHWH, por eso debe aprender de la experiencia. Por esa razón, Aarón les pide las joyas, el oro y la plata de las mujeres, porque los ídolos reclaman todo cuanto de valor posee el hombre. Mediante el ejemplo universal de Israel, YHWH quiere enseñar que lo que prometen los ídolos es falso, es un mero espejismo de felicidad. La vida, la felicidad, consiste en otra cosa distinta al dinero, al trabajo seguro, a la cobertura de las necesidades primarias, a una tierra en propiedad o una nueva nación. Israel tiene que aprender que no solo de pan, de cambiar la historia o de adorar al trabajo de sus manos se puede vivir, sino de tener a Dios mismo por acompañante. Tiene que aprender a esperar con paciencia, a escuchar, a mirar la historia con los ojos de YHWH. El acompañado debe descubrir por él mismo que aquellas cosas en las que está apoyándose para dar sentido a la vida, o para llenarla, son armas de doble filo: por un lado, ofrecen el regusto inmediato; por otro, nos piden toda nuestra dedicación, nuestro ser.
A veces, el mediador, Moisés, pierde los nervios. Cuando baja y ve la fiesta pagana de la que, en honor a Baal, están disfrutando los israelitas, da rienda suelta a su cólera y destroza el becerro con las Tablas de la Ley. No está justificado perder los nervios con aquel que tienes que acompañar, porque YHWH siempre da una nueva oportunidad. Eso es el acompañamiento verdadero, no dar por cerrado nada; el acompañado solo aprende después de haber tenido la experiencia. Tampoco pasa nada por que salga el pecado del acompañante. Todo puede ser reparado con el perdón. La humillación es fantástica en el camino de la fe.
En el Sinaí, Dios hace una alianza con ellos y quedan constituidos como su pueblo; reciben la Ley. Luego llegan al otro lado del mar Muerto y ven de lejos la Tierra. Mandan emisarios a explorar; cuando vuelven, traen racimos de uva gigantescos y leche y miel en abundancia. Dicen que la tierra de Canaán es fertilísima, pero que está habitada por siete naciones de hombres gigantescos y fuertes. El pueblo murmura de nuevo y se acobarda por la magnificación de los habitantes de Canaán (cf. Nm 13-14). Dios parece que se cansa y les hace retroceder por el desierto durante cuarenta años, pero es una estrategia para endurecer la debilidad del pueblo y dotarlo de nuevo de confianza en sí mismo y en Él. Los tempos de Dios no son los tempos de los hombres. Las promesas se renovarán en sus hijos, los que sí entrarán en la Tierra Prometida de la mano de un nuevo acompañante: Josué.
Isaías, al estilo de Moisés, como todos los profetas, se convertirá en altavoz de YHWH recordando a Israel con una paciencia infatigable la voluntad amorosa de YHWH (Is 8:11). Oseas muestra la pedagogía del castigo de YHWH (Os 7:12, 10:10): paciencia infinita ante la infidelidad (Os 2:4-15; Am 4:6-11). Es el pueblo mismo el que tiene que preguntar al profeta por qué obra así. No vale la instrucción asertiva o didáctica que pone toda la carga en lo convincente del discurso o en lo contundente y avasallador que sea: el acompañado tiene que asombrarse de la conducta del acompañante y preguntar, porque, si no, no interioriza el mensaje ni la experiencia que debe extraer por él mismo. Si sucede esa autoconciencia a través del modelo, entonces el pueblo será capaz de aceptar la corrección y la experiencia habrá sido fructífera. Jeremías insiste en lo mismo: «Déjate amonestar, Jerusalén» (Jer 6:8). Obviamente, el éxito no depende de lo que ponga YHWH o el profeta, sino de lo que acepte el Pueblo. Por eso, a veces, no perciben la lección existencial e histórica del profeta y se niegan a dejarse instruir (Jr 2:30, 7:28; Sof 3:2.7). «Se han hecho una frente más dura que la roca» (Jer 5:3). A veces Israel tiene que estrellarse contra la historia, contra los muros que levanta desde su libertad contra sí mismo, pero de esa experiencia aprende: el dolor y la frustración se convierten en corrección, una corrección más dura que un castigo infligido desde fuera. Esa corrección comedida, y no en caliente, con la ira que mata (Jer 10:24, 30:11, 46:28; Sal 6:2, 38, 2), puede ser la fuente de una conversión compungida y sincera: «Tú me has corregido y he recibido la corrección como un toro indómito» (Jr 31:18). Conversión que hace brotar una oración verdadera que consiste en reconocer la impotencia para darse la vida a sí mismo y para retornar a la Alianza desde las propias fuerzas: «Haz que vuelva, y volveré, pues tú eres mi Dios» (Jer 31:18). Entonces se está dispuesto a aceptar de nuevo las condiciones de la corrección divina: «Mis riñones me instruyen de noche» (Sal 16:7), «Dichoso el hombre al que Dios corrige; sé dócil a la lección de Saddai» (Job 5:17).
En este recorrido vital del pueblo, por los caminos que le traza el acompañante por excelencia y sus mediadores, aparece tempranamente en el Deuteronomio la palabra clave shemá. Lo que trata YHWH de inculcar es la necesidad de escuchar. La gran tarea que acompañante y educador tienen por delante es que el acompañado o discípulo aprenda a escuchar. Porque YHWH quiere el bien del hombre. Sin embargo, el hombre sospecha que eso no es así, porque YHWH no se pliega a la voluntad humana de no querer sufrir. Si YHWH dice en el Génesis que todo está bien hecho, y el hombre piensa que eso no es así, se necesita un intérprete de la historia. El Espíritu tiene esa función: a través de los mediadores, transmite al pueblo la esperanza en el sufrimiento. El Espíritu enseña la paciencia, muestra la bondad de todos los sucesos del mundo y de la historia. Al preñarlo de esperanza, no lo elimina, pero le da sentido, por lo que amortigua su poder destructor y lo convierte en motivo de alegría.
4. ENSEÑAR A INTERPRETAR EL CÓDIGO DEL LENGUAJE DIVINO. EL DISCERNIMIENTO Y LA PATERNIDAD
Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu [...]. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar. Solo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida.
Papa Francisco. Evangelii gaudium, n.º 171.
Todo en la revelación de un Dios que sale al encuentro del hombre es el intento por parte de Aquel, la mayoría de las veces infructuoso, de ser comprendido. El acompañante necesita escuchar al acompañado, y el acompañado ha de aprender a escuchar a Dios, que habla en la historia. De ahí la centralidad de la escucha en los procesos de acompañamiento. Para poder escuchar, hay que entender los códigos del lenguaje de Dios. La semiótica y la sintaxis son explícitas en la Escritura, la semántica depende de la intención del corazón del que escucha.
YHWH actúa como un gran acompañante: yo te cuido, te instruyo con acontecimientos, tú los interpretas (aprendes a ver en ellos mi acción bondadosa) y tú experimentas liberación… si el hombre quiere, claro está, porque Dios nunca te quita la libertad. La salud del ser humano es la liberación de la influencia de los ídolos. La idolatría es lo que nos hace enfermar: esperar que el otro, que las cosas nos den, sacien el anhelo de eternidad que todos tenemos. Pero los deseos finitos realizados no pueden saciar los deseos infinitos con los que hemos sido concebidos.
DESPERTAR PREGUNTAS, DESCUBRIR RESPUESTAS, SOSTENER DECISIONES
Acompañar es ayudar a que el acompañado se haga preguntas. ¿Qué te está diciendo Dios a través de estos acontecimientos?, ¿qué significado (sentido) tiene esto para ti?, ¿para qué Dios ha permitido esto?… Eso es lo que hace la palabra, la comunidad, la vida de Iglesia cuando nos acompañan: nos interpelan, nos hacen preguntas, devuelven comprensión. Israel, como pueblo, tiene que aprender a hacerse preguntas. Todos los acontecimientos que narra la Escritura son intentos de YHWH de hacer que el pueblo se interrogue: ¿para qué hemos salido de Egipto?, ¿para qué nos está haciendo pasar por el desierto cuarenta años? Estas preguntas son fácilmente traducibles a nuestra propia historia en el siglo XXI: ¿Dios nos ha abandonado?, ¿por qué nos pasan esas cosas?, ¿por qué no encontramos el descanso en nada de lo que hacemos?, ¿por qué nos persiguen?, ¿por qué nuestros hijos tienen que sufrir? Teóricamente no existe un momento en la vida en el que el hombre no se pueda hacer estas preguntas: ¿qué es lo bueno, lo bello, lo verdadero?, ¿qué es lo mejor?
Las preguntas adecuadas, así como las respuestas y decisiones auténticas, requieren un buen acompañamiento y discernimiento. El discernimiento es el acto propio del ser humano y el acto propio del cristiano. Discernir consiste en distinguir la voz de Dios de la voz del enemigo para poder acoger la palabra y que llegue a plenitud puesta por obra. La palabra sin ser obra es una idea. El concepto de palabra se caracteriza por ser expresión. Si estamos llamados a vivir como Dios y amar como Dios, la llamada solo es llamada cuando resuena transformando la vida de aquel que la escucha. «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8:21). El discernimiento busca transformar la vida llevándola a su designio. La palabra llega a plenitud cuando termina de transformar al oyente en lo que expresa.
Por eso, el discernimiento no consiste solo en tener claro qué es lo que Dios quiere, sino en ponerlo por obra. La moción, o inclinación, nos es dada para secundar la obra divina. El discernimiento encuentra la plenitud en su expresión vital.
Podemos decir, con Marko Rupnik, que el discernimiento es una realidad relacional, como lo es la fe misma. Es un arte en el cual mi propia realidad, la de la creación, la de las personas de mi entorno, la de mi historia personal y la historia general dejan de ser mudas y comienzan a comunicarme el amor de Dios. No solo eso; además, el discernimiento es el arte de llegar a evitar el engaño, la ilusión, y llegar a leer y descifrar la realidad de forma verdadera, yendo más allá de los espejismos que se me puedan presentar. El discernimiento es el arte de hablar con Dios, no el de hablar con las tentaciones, ni siquiera aquellas que versan sobre Dios mismo.
San Ireneo nos recuerda que hacer es propio de Dios; y del hombre, ser hecho. El hombre solo es verdadero hombre, hombre pleno, cuando se deja hacer, cuando es dócil. Necesita de otra voz para ser hecho en plenitud. La vida del hombre es la escucha, la fe, la contemplación constante de Dios. La perfección del hombre no es la autonomía, sino la escucha permanente. La obediencia define la perfección del hombre. El hombre espiritual es el que escucha, ob audiens… El creyente trata de distinguir lo malo de lo bueno y lo bueno de lo mejor. No solo trata de reconocer, sino que busca encontrar lo que Dios quiere realmente de él. Discernir es eso. Se trata de una actitud de vida, una disposición. Discernimiento es un estilo de vida; no se improvisa en los momentos de determinaciones o decisiones especiales.
A través del discernimiento buscamos ayudar a que la persona identifique los valores reales, descubrirlos y conocerlos, pero también poder experimentarlos y disfrutarlos. De alguna manera, se le ayuda a caer en la cuenta de la distancia existente entre el valor proclamado y el valor vivido, y cómo esto nos lleva a diferenciar de modo más agudo entre el bien aparente y el bien real. Se trata de caer en la cuenta de que no solo basta proclamar; más aún, detrás de muchas proclamaciones se pueden esconder funciones egocéntricas.
Todo ello es expresión de una formación permanente. Los problemas y acontecimientos diarios son mediación para formarnos en el aquí y ahora de nuestra vida. Concepto no solo pedagógico, sino antropológico-teológico. Es un hacerse más hijo en el Hijo por la acción del Espíritu. El Padre nos forma a través de la vida diaria, de situaciones de cada día… No existe una situación en la vida a través de la cual el Padre no pueda llevar adelante el que el hijo sea más lo que está llamado a ser. Lo importante es la disposición, la predisposición… No solo docilitas, sino docibilitas, como diría Amedeo Cencini. No solo aprender cosas, sino aprender a aprender…, a dejarse formar por la vida, a dejarse formar por el día a día y así hacerse realmente libre. Esto no pasa automáticamente. Muchas personas no se dejan poner en crisis por la vida, no se dejan tocar, no se dejan provocar, educar, instruir, corregir por la vida… No son creyentes. El acompañante debe ayudar y sostener al acompañado en crecer en esa actitud de docibilitas, expresión máxima de la inteligencia y de la libertad interior. «Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él [cf. 1 Cor 12:7], y no se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser testigos, pero existen muchas formas existenciales de testimonio (GE 11)».
Pero este discernir no puede hacerse solo. Tiene que ser acompañado, so pena de que caminar solo por el desierto de la vida lo extravíe o le haga tomar decisiones equivocadas porque no ha podido cotejarlas con otro que ya ha recorrido el camino, o que junto con él pueda pedir la ayuda de la gracia.
Se trata de ser ayudado a caminar hacia algún sitio. El peligro de andar solo por los desiertos sin orientación es dar vueltas sin sentido con el peligro de deshidratarse. Acompañar requiere ofrecer confianza, prestar conocimiento, ejercer autoridad. En algún momento acompañar nos sitúa ante ciertos rasgos cercanos a la paternidad. No se trata de una paternidad autoritaria o sustitutiva de nuestra libertad, proteccionista o paternalista. El modelo de paternidad en la Escritura está muy bien retratado en multitud de pasajes. Deuteronomio 32:6 anticipa el desarrollo que luego los profetas y el Nuevo Testamento sellarán: «¿Así pagáis al SEÑOR, oh pueblo insensato e ignorante? ¿No es Él tu padre que te compró? Él te hizo y te estableció». Isaías 64:8 recoge el concepto y lo amplia al de Padre/Creador: «Mas ahora, oh SEÑOR, tú eres nuestro Padre, nosotros el barro, y tú nuestro alfarero; obra de tus manos somos todos nosotros». Jeremías 3:19 deja claro que la intención de YHWH es la de la adopción amorosa: «Yo había dicho: “¡Cómo quisiera ponerte entre mis hijos, y darte una tierra deseable, la más hermosa heredad de las naciones!” Y decía: “Padre mío me llamaréis, y no os apartaréis de seguirme”». Los Salmos 103:13 ratifican la paternidad amorosa: «Como un padre se compadece de [sus] hijos, así se compadece el SEÑOR de los que le temen».
La paternidad en las Escrituras no es solo ternura, comprensión y dulzura, también es corrección. «Hijo mío, no rechaces la disciplina del SEÑOR ni aborrezcas su reprensión, porque el SEÑOR a quien ama reprende, como un padre al hijo en quien se deleita» (Pr 3:11-12). «Habéis olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige: hijo mío, no tengas en poco la disciplina del señor, ni te desanimes al ser reprendido por él; porque el señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (Hb 12:5-6). «Con llanto vendrán, y entre súplicas los guiaré; los haré andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque soy un padre para Israel, y Efraín es mi primogénito» (Jr 31:9). «Él edificará casa a mi nombre, y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para mí. Cuando cometa iniquidad, lo corregiré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombres» (2 Sm 7:13-14). «El me edificará una casa, y yo estableceré su trono para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para mí; y no quitaré de él mi misericordia, como la quité de aquel que estaba antes de ti» (1 Cr 17:12-13).
Los evangelistas Mateo (6:26) y Lucas vas aún más lejos reconociendo el valor incalculable que tienen los hombres para Dios. «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y [sin embargo], vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas?». «Vosotros, pues, no busquéis qué habéis de comer, ni qué habéis de beber, y no estéis preocupados. Porque los pueblos del mundo buscan ansiosamente todas estas cosas; pero vuestro Padre sabe que necesitáis estas cosas. Mas buscad su reino, y estas cosas os serán añadidas» (Lc 12:29-31). «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?» (Mt 7:11). «Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más [vuestro] Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11:13).
Pero, sin duda, el clímax de la paternidad lo constituye la oración que Cristo nos enseñó para dirigirnos al Padre: «Vosotros, pues, orad de esta manera: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”» (Mt 6:9), y sobre la que descansan las cartas paulinas reafirmando este descubrimiento. «Y yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor 6:18). La más exhaustiva de estas alocuciones de la paternidad de Dios es: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Ro 8:14-17). Gálatas enfatiza aquello que es atributivo del hijo adoptivo, la herencia y la posibilidad de llamarlo abbá: «A fin de que redimiera a los que estaban bajo [la] Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre! Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios» (4:5-7).
El acompañamiento por parte de Dios al hombre como hijo amado e instruido queda bien sellado en estos pasajes, pero sin duda es la parábola del hijo pródigo en la que esta expresión llega a su éxtasis. La paternidad del padre es paciente, entregada a la libertad del hijo. El padre sabe que no sirve de nada la Ley, que la Ley no salva a nadie si se la toma como un principio fundante de una conducta. No se trata de realizarse en su cumplimiento, ni de perfeccionarse. Lo que Granados llama ley de la imagen es que el hombre está llamado a ser como otro, y eso requiere un aprendizaje.
¿Se trata de obrar de acuerdo con mis perfecciones propias? No. La Ley de la imagen dice otra cosa muy distinta. No habla de autorrealización. Habla de algo más grande. Algo que excede a mis perfecciones individuales. Soy imagen de alguien más grande que yo. Por eso mi destino es más grande que yo, Por eso la ley de la imagen me exige plasmar en mí el proyecto de Otro. Sé como otro.23
El modelo para el hijo que ha de ser acompañado es el padre. Lo primero es que concede al hijo libertad para experimentar sin moralina. El hijo le pide que le dé su ousía, su «esencia». Sabe que, si no experimenta que lo que hay fuera no es satisfactorio, siempre estará frustrado y pensando que se pierde algo fuera de la casa del padre. Se trata de experimentar que la casa del padre es el mejor lugar para vivir. El hermano mayor está en esta situación de insatisfacción permanente. Cumple la ley, que cree que es el del padre, pero es la que él se impone a sí mismo. El verdadero acompañante ha de experimentar muchas veces el dolor de no poder evitar el sufrimiento del acompañado. En el caso de los hijos es un hecho incontrovertible: salirse con la suya es una condición del ser, se tienen que afirmar a sí mismos. Una paternidad proteccionista hubiera insistido en que la experiencia sería negativa y frustrante. ¿Para qué empeñarse en ella? El padre sabe que solo le aportará sufrimiento, pero también que, para saber esto, hace falta hacer esa experiencia arriesgada de libertad. No vale la experiencia del otro. Una paternidad autoritaria hubiera obligado al hijo a quedarse y no malgastar su ousía; no hay tiempo que perder en experiencias de vías muertas. La verdadera paternidad, sin embargo, sabe retirarse, sabe callar y esperar. Cuando vuelva (y eso solo es posible desde la esperanza, porque no hay garantías de que así sea), habrá oportunidad de reparar el entuerto. Pero hay una serie de lecciones más que aprender de este pasaje. ¿Qué compete hacer? La tentación de una paternidad impaciente, de un acompañante directivo, es que saque pronto las conclusiones, que extraiga la moralina de su fracaso. Tantas veces nos anticipamos haciendo la lectura inmediata de las consecuencias que ha tenido, de las lecciones que hay que aprender, que estropeamos el enorme aprendizaje que se obtiene cuando es uno mismo el que saca las conclusiones. Por eso, el padre, en lugar de sermonear, está esperando todos los días desde la colina que el hijo vuelva. Y, cuando lo ve venir, le sale al encuentro. Una serie de gestos escandalosos golpean a las mentes de corte más pedagógico: ahora es el momento. Pero ¿de qué?, ¿de hablar?, ¿de corregir? No. Tres gestos son aleccionadores sin necesidad de palabras: el anillo, el manto y las sandalias. La restitución de las cosas antes de la experiencia como si nada hubiera pasado o, mejor, gracias a lo que ha pasado; todo es nuevo. Ha aprendido que, lejos de la casa del padre, de sus consejos, de su compañía, ha acabado como un goim, comiendo algarrobas con los cerdos, lo más ignominioso para un judío. Ha aprendido que cualquier jornalero de su padre vive mejor que él. ¿Suficiente? Le falta la última lección: el amor del padre es escandaloso, le da el poder sobre su casa (sello y manto) y le otorga de nuevo la posesión de su patrimonio con unas sandalias nuevas para pisar la tierra de su propiedad. Y, por si fuera poco, manda que preparen un banquete para agasajarlo. La paternidad corrige sin malos modos, sin autoritarismos, con misericordia. La lectura de la historia ya la ha hecho el hijo, el padre solo recoge la experiencia apretándole sobre su pecho. Ahora permanecerá en casa agradecido, sin obligación, sin chantajes morales, sin tener que dar la talla. Ha experimentado la gratuidad del amor paterno, puede entrar en su reino con pleno derecho. La paternidad conduce siempre a los sacramentos: el banquete en el Nuevo Testamento es una constante; las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4) acaban con un banquete que unos ángeles preparan para Cristo; las parábolas del reino son todas contextuadas en un banquete; los desposorios acaban con una fiesta en la que el mejor vino es el que se escancia al final. La eucaristía es el modelo de banquete por excelencia. No puede ser otro el destino del acompañamiento. No se abren caminos para no ir a ninguna parte. El destino final de cualquier éxodo que se inicie ha de ser la fiesta. Solo en nuestro tiempo es concebible ponerse en marcha para la muerte, el sinsentido de la existencia nos envuelve. En condiciones normales, el hombre sale de su zona de seguridad solo para mejorar su condición de partida. No se trata tanto de lo que a lo largo de la historia se ha dado en llamar utopías, proyectos mesiánicos, como de aprender a vivir el hoy en una dimensión escatológica, sacramental, como reza el padrenuestro y como trata la celebración eucarística de hacer presente, como memorial, el acontecimiento pascual. La eucaristía actualiza la resurrección de Cristo en nosotros. Este debería ser el objetivo final de todo acompañamiento. En el hombre actual, el recorrido ha de ser mucho más paciente y largo, ya no está protegido por el humus de una cultura cristiana; por eso el acompañamiento es una herramienta fundamental: abriga, invita, mueve a la búsqueda, protege de la intemperie moral y afectiva en la que vivimos y lleva hasta la fiesta por excelencia, la del mejor vino, respetando el camino interior que ha de hacer aquel que no ha recibido todavía el don de la fe o que tiene que asentarlo sobre fundamentos sólidos.