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Todos estos pensadores –Lipps, Groos, Volkelt–, habían enarbolado la bandera de la estética de la empatía y, sin embargo, no sólo cada uno de ellos entendía por empatía una cosa distinta, sino que ninguno de los tres empleaba el término según el sentido en el que había sido ideado por Robert Vischer, esto es, como una proyección de los sentimientos humanos sobre el objeto contemplado. ¿Qué es lo que quedaba entonces de la fórmula de la empatía? Eine schablonenhafte Versprachlichung; «una terminología estandarizada»; así la definía Dessoir, a quien hemos citado al principio.11 Y, frente a la crítica de Dessoir, ni siquiera Volkelt, el más aguerrido de los teóricos de la empatía, supo nunca ofrecer una defensa concluyente. O mejor, la debilidad de su defensa no hizo sino confirmar todavía más la insostenibilidad de la fórmula. En efecto, cuando en 1914 publicó el tercer grueso tomo de su System der Ästhetik, escribía en una nota: «Yo quisiera decir a algunos críticos que no me siento en absoluto afectado por lo que ellos objetan, puesto que dirigen sus objeciones contra una forma tan tosca de la teoría de la empatía como nunca me ha venido a la cabeza».12 Pero ¿no era esto mismo el mejor reconocimiento por parte de Volkelt de la in-sostenibilidad de un verdadero contenido especulativo de la fórmula de la empatía, desde el momento en que bajo este título podían quedar incluidas las teorías más dispares?
Todo esto tenía en realidad un significado de mayor alcance. Significaba, en efecto, que bajo la apariencia de un rozagante florecer de los sistemas de estética se ocultaba una muy profunda crisis de la estética sistemática alemana. Era verdad que en el espacio de tan sólo cinco años, desde 1900 a 1905, habían aparecido en Alemania no menos de seis notables sistemas de estética; la Allgemeine Ästhetik de J. Cohn (1901), Das Wesen der Kunst de K. Lange (1901), Der ästhetische Genuss de K. Groos (1902), el primer volumen de la Ästhetik de Th. Lipps (1903), los Grundzüge der allgemeinen Ästhetik de Witasek (1904), el primer volumen del System der Ästhetik de Volkelt (1905). Pero todos estos sistemas, más o menos emparentados con la doctrina de la empatía, llevaban consigo el peso de su dúplice origen: por un lado, el positivismo decimonónico de Fechner; por otro, un historicismo mitad hegeliano y mitad evolucionista. En efecto, todos los autores de estos sistemas habían comprendido la debilidad de la estética positivista de Fechner, según la cual toda estética tendría siempre que ser una actividad puramente receptiva.13 Y habían tratado de salvar la idea de una creatividad humana, ineliminable de nuestro concepto de arte, recurriendo al idealismo decimonónico, bien fuese a través de la doctrina de la empatía heredada de R. Vischer, bien a través del concepto de un desarrollo histórico del gusto estético, que ya hemos citado como dominante en Volkelt. Y no sólo en Volkelt: también K. Lange había insistido en una fundamentación historicista de su estética, en sus entwicklungsges– chichtliche Grundlage.14 Se había concebido así una estética que pretendía, por un lado, fundarse en el estudio de elementos fisiológicos y psicológicos constitucionales del hombre; pero que, por otro lado, no renunciaba a un historicismo en evidente contraste con aquel estudio; es decir, por una parte, se aspiraba a establecer una estética experimental de tipo fechneriano cuyos resultados habrían debido ser de validez absoluta; pero, por otra, se reconocía a la manera historicista (como en Volkelt) la imposibilidad de una estética absoluta.
Puede comprenderse por tanto, volviendo a Max Dessoir, cómo pudo éste trazar un cuadro profundamente pesimista de la situación de los estudios estéticos en la Alemania de los primeros años del siglo, no obstante el excepcional florecer de los sistemas de estética, de los que ya hemos hablado; «a la diligencia que hoy se dedica a la estética no corresponde un provecho esencial. Los unos se sitúan ante el argumento sin una auténtica participación en él, los otros se confían con una envidiable seguridad absoluta a un par de conceptos conductores y metodológicos, y aun otros creen haber llevado a cabo un gran progreso a través de nuevas denotaciones y denominaciones para viejas ideas».15 La culpa de todo esto la achacaba propiamente a la pretensión sistemática de las estéticas de su tiempo. Y aquí Dessoir ponía el dedo justo sobre la llaga; según él, las teorías que preten-den explicarlo todo sistemáticamente (die allumfassenden Theorien) podían ser comparadas al Mar Muerto, donde quienquiera que se aventure no puede jamás descender bajo la superficie como no sea perdiendo la vida. Así eran para Dessoir los sistemas de estética: podían afrontar cualquier problema, pero a condición de permanecer en la superficie.16 De este modo explicaba Dessoir lúcidamente, en 1906, la crisis de la estética sistemática alemana.
Pero la crítica de Dessoir iba incluso más allá. En efecto, no se limitaba a atacar la sistematicidad de las estéticas contemporáneas y su desenvuelta derivación a partir de una fórmula explicatodo; él sometía a una crítica rigurosa el concepto mismo de estética en relación con el arte y con lo bello. Y en esta crítica yace sin duda un motivo genial destinado a resultar sumamente fecundo. En efecto, Dessoir examinaba críticamente hasta qué punto los tres conceptos de lo bello, lo estético y el arte podrían identificarse. En cuanto al concepto de lo bello, la cuestión era menos importante; ya toda una larga tradición había discutido la distinción del concepto de lo bello respecto del de arte; no le era difícil mostrar la independencia de la estética respecto de un análisis autónomo del concepto de lo bello, independencia que había sido ya implícitamente reconocida por los griegos, aunque más tarde olvidada por los teóricos modernos (y hasta por algunos pensadores de nuestros días). Pero, en cambio, era de suma importancia su distinción de lo estético respecto de lo artístico. En efecto, él notaba que el sentimiento estético no está en absoluto necesariamente ligado a la producción artística, como resulta evidente a partir de la contemplación de un espectáculo natural; y, lo que más nos interesa, que la producción artística no se agota a su vez, de ningún modo, en la esfera de lo estético; de hecho, ésta comporta un compromiso concreto también en el ámbito de la vida social, de la vida ética, de la vida religiosa, que no puede en absoluto ser pasado por alto. Reducir una obra de arte a una consideración puramente estética se convierte así en un acto arbitrario e injustificable; ni lo estético queda comprendido en lo artístico, ni lo artístico en lo estético.17
De estas premisas deducía Dessoir una conclusión que, de haber sido entendida por él de una manera más osada y radical, habría sido decisiva para la estética contemporánea. En efecto, distinguía dos disciplinas bien diferentes entre sí: la estética (Ästhetik) o reflexión filosófica sobre el fenómeno del gusto estético, y la ciencia general del arte (allgemeine Kunstwissenchaft) que, por su parte, se propondría «dar cuenta del gran fenómeno del arte en todas sus relaciones».18 Dessoir tenía presente, a este propósito, una ingeniosa tentativa sistemática de un escritor que por entonces gozaba de una cierta notoriedad, Richard M. Meyer (del cual se haría igualmente conocida más tarde, en 1913, una vivaz crítica de la estética psicoanalítica), que había individualizado seis posibles métodos de estudio del fenómeno artístico: tres especulativos (el alegórico, el filosófico y el estético) y tres empíricos (el histórico, el técnico y el psicológico).19 Si Dessoir hubiese desarrollado con mayor decisión esta tentativa y la hubiese vinculado más radicalmente a su distinción entre la estética y la allgeneine Kunstwissenschaft, habría debido extraer la consecuencia de reservar a la filosofía la sola reflexión filosófica general, dejando a los expertos en las artes singulares la elaboración de la ciencia del arte. Pero Dessoir temía esta consecuencia radical y, aun reconociendo a la ciencia del arte la necesaria colaboración de los técnicos de las artes singulares, incluía también la Kunstwissenschaft en la filosofía. Según él, únicamente la filosofía podía tenerse a sí misma como única finalidad, y esta condición le parecía indispensable para una ciencia general del arte.20 Pero, al hacer de la distinción entre estética y ciencia del arte una simple división interna a la ciencia estética, Dessoir anulaba todo el valor de tal distinción. Y así se mantuvo ésta igualmente en el sistema de Utitz, el cual, en su Grundlegung der allgemeinen Kunstwissenschaft de 1914, la heredaba de Dessoir.21 Con todo, Dessoir había partido de un intento mucho más audaz; a saber, el de liberar la ciencia del arte del apriorismo de las fórmulas de los filósofos. Pero, al remitir también la Kunstwissenschaft al ámbito de la filosofía, volvía nuevamente al punto de partida.
Se comprende entonces que la revista fundada por Dessoir en 1906, al mismo tiempo que la publicación de su volumen, y que repetía en su cabecera el mismo título de la obra, la Zeitschrift für Ästhetik und allgemeine Kunstwissenschaft, no haya representado un auténtico encuentro entre estéticos y artistas, como habría podido suceder si la posición de Dessoir hubiese sido más desprejuiciada, sino que más bien haya seguido manteniendo, acentuándolo, el equívoco en el que ya se apoyaba la estética sistemática alemana. Por un lado, en efecto, esa estética reconocía la insuficiencia de una pura teoría abstracta de estética general para juzgar acerca del fenómeno concreto del arte; por otro lado, no se atrevía a sustraer el estudio de las artes a la especulación filosófica. Así, la Zeitschrift siguió durante varios años publicando las ya zanjadas polémicas pro y contra la doctrina de la empatía, sobre la naturaleza del genio, etc. Tan sólo después de la Primera Guerra Mundial se iría realzando el tono de la revista con la inclusión de estudios verdaderamente nuevos, como los de Cassirer y Panofsky.22
Podría decirse, en resumen, que el Dessoir de las primeras décadas del siglo fue la mejor expresión de la crisis de la estética alemana y, a la vez, de la imposibilidad de su solución. Dessoir, que vivió hasta 1947, prosiguió después una larga carrera y enriqueció su cultura y su pensamiento; con todo, ya no volvió a alcanzar una auténtica originalidad (al igual que Groos, que vivió hasta 1946, pero nunca superó realmente la posición esté-tica de sus libros de comienzos de siglo); prueba de ello es el eclecticismo de su último escrito de 1947, The Contemplation of Works of Art.23 La significación de Dessoir no fue más allá de la conciencia que tuvo entonces de la crisis de la estética sistemática.
Sin embargo, su problematización de la existencia de la estética (por lo demás, como veremos, ya presente en Volkelt) no estaba destinada a quedar como una voz extinta; antes bien, habría de convertirse en el centro en torno al cual gravitarían las más vivas discusiones de la estética del siglo veinte. Una primera confirmación de ello se daba ya en 1910 con la aparición de una obra de título sumamente significativo: Wie ist Kunstgeschichte als Wissenschaft möglich? El autor, B. Krystal, trataba de justificar una ciencia del arte desde un punto de vista kantiano; pero la pregunta «¿Cómo es posible una estética como ciencia?» permanecía también en él sustancialmente abierta.
Así, la estética sistemática alemana se dirigía rápidamente hacia su declinación. El pensador que durante más tiempo y con mayor energía trató de mantenerla en vida fue acaso Richard Müller-Freienfels, quien, en 1912, con apenas treinta años, publicaba una Psychologie der Kunst, y que continuó después publicando en la misma dirección a lo largo de toda la primera mitad de siglo (murió en 1949): una Erziehung zur Kunst en 1925, una Psychologie der Musik en 1936. Pero su posición (derivada de la psicología de James) había renunciado ya a toda fundamentación especulativa de la estética, y la suya es una fenomenología o una consideración behaviorista del arte –puesto que se halla en abierta polémica con la estética psicológica anterior a él, y considera el asociacionismo estético como su Hauptgegner.24
Por lo demás, ya en 1913 comenzaba Moritz Geiger a hablar explícitamente de estética fenomenológica;25 y una fenomenología del arte era, en sustancia, todo cuanto se salvaba de los grandes sistemas de la estética psicológica alemana. Pero esto implicaba ya el definitivo ocaso de los sistemas. Y a este propósito es significativo el hecho de que en 1921, dieciséis años después del primer volumen del System der Ästhetik, en el que Volkelt se proponía eliminar finalmente todas las prevenciones contra la estética, Geiger escribiese: «Muchos son los enemigos de la estética; el artista, que teme de ella intelectuales codificaciones de sus creaciones; el espectador…; el historiador del arte.»26 Las esperanzas de Volkelt, por tanto, no se habían realizado; en 1921 la estética alemana se encontraba en una situación no mejor que en 1905. Con la diferencia de que en 1905, entre aquel rozagante florecer de los sistemas estéticos, se podía esperar un futuro que lograse proporcionar a la estética aquellas sólidas bases que le faltaban. En 1921 esas esperanzas ya se habían extinguido.
2.La crisis de la estética idealista
Nuestro cuadro de la situación de la estética sistemática en las dos primeras décadas del siglo es todavía parcial. Y quizá el lector italiano se habrá preguntado ya cómo es que nos hemos demorado en hablar de la estética alemana sin hablar antes del que fue considerado como el aconteci-miento estético del siglo: el descubrimiento croceano del arte-intuición. Pero, para comprender la función que tuvo la estética idealista del siglo veinte, no en el ámbito italiano sino en el europeo y mundial, era preciso partir de Alemania y no de Italia. En cierto sentido, no se sabría cómo desautorizar a Munro cuando, en un reciente cuadro de la estética del siglo veinte, observa que «la suprématie allemande, sur les questions d’esthétique, a continué de s’exercer, depuis le moment où l’on a dit que l’esthétique constituait un chapitre de la philosophie, au début du XVIII siècle… presque jusqu’en 1939».27 La perspectiva de Munro podría ser corregida sólo en el sentido de que, comenzando hacia 1925, el año de la segunda y más famosa edición de The Foundations of Aesthetics de Ogden, Richards y Woods (aparecida por vez primera en 1922), la supremacía de los estudios estéticos viene ya a gravitar sobre todo en torno al mundo anglo-americano; mientras los estudios alemanes, tras la Philosophie der symbolischen Formen de Cassirer, que es justamente de aquellos años, no producen ya nada verdaderamente original. No obstante, cuanto menos hasta 1925, la perspectiva de Munro no se podría considerar errada. Ya el hecho de que, desde 1906 hasta 1939, la única revista especializada en estética haya sido la Zeitschrift für Ästhetik und allgemeine Kunstwissenschaft, es un signo exterior de este gravitar de los estudios estéticos sobre el mundo germánico (aun cuando, repito, no pueda ser descuidado el excepcional florecer de los estudios de estética en el mundo angloamericano desde 1927 en adelante). Sin embargo, para probar la atención que el mundo no alemán concedía a la estética alemana en las primeras décadas del siglo, basta con ver el espacio que se le dedica en A Critical of Modern Aesthetic, de Earl of Listowel, que es de 1933.
Por ello, al hablar ahora de la crisis de la estética idealista, y en particular de la croceana, no pretenderemos tanto repetir lo que muchas veces se ha dicho en Italia sobre la evolución del pensamiento croceano, sobre su progresivo alejamiento respecto de las tesis estéticas de 1902, etc., sino más bien examinar qué significó la estética idealista en el pensamiento europeo y mundial del siglo veinte, y cómo la crisis de la estética croceana primero, y de la gentiliana después, fue la expresión de aquella crisis general de la estética que caracteriza, grosso modo, las cuatro primeras décadas del siglo. De esta manera se irá completando nuestro cuadro de la crisis de la estética sistemática en nuestra época, que ya hemos delineado respecto a la estética alemana.
Por tanto, si contemplamos la aparición de la estética croceana desde la perspectiva de la estética alemana, podemos agrupar las reacciones que suscitó en Alemania en tres grupos fundamentales: aquellos que, más o menos voluntariamente, ignoraron la existencia de la Estetica de Croce; aquellos que, por el contrario, la acogieron con simpatía y comprensión; aquellos, en fin, que trataron de poner en evidencia sus debilidades y contradicciones. Entre el primer grupo, el caso más notable es quizás el del ya citado Moritz Geiger, que en 1921, en el cuadro panorámico de la estética contemporánea que escribió para el volumen colectivo Systematische Phi-losophie, de Hinneberg, omitía por completo el nombre de Croce.28
Aquellos que, por el contrario, acogieron benévolamente en Alemania la estética de Croce (prescindiendo de aquel particular paladín del croceísmo en Alemania que fue K. Vossler y del cual hablaremos a continuación), simpatizaron no tanto con las tesis específicas en ella contenidas, como el arte-intuición, el arte-expresión, etc., sino con ese genérico llamamiento a la actividad del sujeto en el ámbito del fenómeno estético que parecía poderse derivar de Croce contra la estética psicológica, que había heredado sin excepción, en mayor o menor medida, la tesis fechneriana de la Rezeptivität de los procesos estéticos. Poppe, uno de los recensores más favorables a la obra de Croce, escribiendo acerca de ella en 1915, identificaba su característica esencial justamente en su activismo, que se contraponía al pasivismo de la estética psicológica alemana.29 De tal modo, lo que se subrayaba en Alemania no era tanto la tesis central de la Estetica croceana, cuanto su actitud, que allí sonaba como una llamada en favor del idealismo contra el arreciar del psicologismo de la estética fechneriana. Y este llamamiento podía parecer tanto más oportuno cuanto que justo por entonces la propia estética psicológica alemana iba orientándose hacia una concepción activista. Eran los años en los que Müller-Freienfels contraponía su psico-logía, como estudio de fenómenos reactivos, a la psicología de Fechner, que era el estudio de fenómenos reproductivos.30 Asimismo en 1913 había aparecido en la Zeitschrift für Ästhetik un significativo estudio de H. Wirtz sobre Die Aktivität im ästhetischen Verhalten.31
En lo concerniente a nuestro problema, sin embargo, no interesa tanto indagar hasta qué punto acertaron quienes en Alemania descubrían en el activismo estético el mayor centro de interés de la estética de Croce, cuanto más bien estudiar los autores que, desde la primera aparición de aquélla, pusieron de manifiesto los elementos que constituían su fundamental debilidad y que debían conducirla a esa larga crisis que fue a la vez la crisis de la estética idealista. Particularmente interesante es el caso de Volkelt; éste, aun sin dedicar muchas páginas a Croce, descubrió pronto uno de sus puntos neurálgicos: en efecto, él observaba que Croce no sólo había relegado la distinción entre intuición artística e intuición no artística al reino de lo cuantitativo, excluyéndola por tanto del ámbito de la filosofía, sino que habría sido rasch fertig mit dieser Frage.32 Y tal vez sea éste justamente el punto más vulnerable de la doctrina croceana: si toda intuición tiene un valor estético y si tan sólo la empiria puede, por consiguiente, distinguir el arte de lo que no es arte, ¿qué necesidad hay de una estética filosófica? ¿Por qué no dejar entonces todos esos estudios al dominio de la empiria? Croce había sido en verdad expeditivo y rasch fertig en esta cuestión. En su Estetica se leía: «Los límites de las expresiones-intuiciones que son calificadas como arte, respecto de aquellas que vulgarmente son calificadas como noarte, son empíricos: es imposible definirlos… Toda la diferencia, por tanto, es cuantitativa y, como tal, indiferente a la filosofía, scientia qualitatum».33 En efecto, si quería dar una auténtica consistencia a su teoría del arte-intuición, Croce no tenía otro camino que seguir. De hecho, si su teoría hubiese significado tan sólo que el arte es también intuición, y que la intuición es a veces arte, habría perdido toda su originalidad; puesto que todos los filósofos sistemáticos alemanes de los que hablamos anteriormente habrían admitido, sin duda, que el arte es también intuición; lo habría admitido ciertamente Dessoir, que hablaba de una necesidad intuitiva (anschauliche Notwendigkeit) del arte; lo habría concedido Volkelt, que hablaba de un simbolismo evocativo del hecho estético; lo habría concedido incluso Groos, según el cual para «revivir internamente» el objeto es precisa también una intuición que lo aprehenda en su esencia.34 Por tanto, una tal afirmación no habría representado novedad alguna en el dominio de los estudios estéticos. Si la doctrina croceana quería ser de alguna originalidad, debía sostener, como en efecto hacía, que el arte es sólo intuición y que toda intuición puede ser arte. Pero de este modo se sustraía a la estética aquello que siempre había parecido ser uno de sus cometidos fundamentales, a saber, la delimitación del arte respecto de lo que no es arte.
Así pues, al señalar tanto la originalidad como también, empero, la debilidad de aquella desenvoltura con la que Croce había extendido el concepto de intuición, la crítica de Volkelt daba en el blanco. Fue en 1914 cuando J. Volkelt escribía esta nota; dos años después aparecía póstuma-mente en Inglaterra, a un año de distancia de su muerte, un libro de crítica literaria de Rupert Brooke, el célebre y joven poeta inglés de la Guerra Europea. En este libro, que obtuvo entonces un éxito considerable, Brooke señalaba en la estética de Croce exactamente la misma culpa que había encontrado Volkelt: esto es, la de haber confundido el fenómeno estético en el sentido gnoseológico kantiano con el fenómeno estético en el sentido artístico, que necesariamente debe ser bastante más restringido.35 Y bien puede decirse que es ésta la mayor debilidad de la estética croceana; tanto es así que a las demás debilidades de la Estetica de 1902 (por ejemplo, a la infravaloración del sentimiento) Croce trató de ponerles remedio en las progresivas modificaciones de su teoría, mientras que aquélla siguió siendo constitutiva de su estética. Todavía en 1947 podía Calogero reprocharle: «No hay esperanza de que entienda de poesía quien cree que la poesía está presente en todo instante de la jornada humana. Por lo demás, justamente los menos ingenuos de entre los enunciadores de semejante idea manifiestan frente a ella un vago embarazo, que les induce a replegarse hasta considerar aquella presencia como no siempre igualmente intensa e incluso, las más de las veces, de muy pobre intensidad».36 Frente a esta objeción, hasta las defensas de los croceanos más conscientes se ven obligadas a hacer acrobacias, más válidas en el terreno empírico que en el filosófico; tal es, por ejemplo, la ocurrencia de Fubini, una idea indudablemente sutil e ingeniosa, que busca la solución del problema en el concepto de fragmentariedad: fragmentaria e impura sería la intuición no artística, coherente y pura la artística.37 Pero ¿cómo puede una estética filosófica basarse en unos fundamentos tan evidentemente empíricos?
Si se contemplan hoy, a más de cuarenta años de distancia, esas críticas que en la época de la Primera Guerra Mundial se le dirigían a la estética croceana, acusándola de no ser capaz de distinguir la intuición artística de la no artística, puede en efecto decirse que fueron mucho más sustanciales que la otra crítica bastante más famosa, pero menos peligrosa, de que una y otra vez se ha hecho objeto a la estética croceana por su unilateral exclusión de la vida del pensamiento y de la moral del ámbito del arte. Se sabe que esta última ha sido la crítica más difundida en Italia y en el extranjero, tan difundida que Croce podía hablar en 1936, en tono hastiado, de la retahíla de aquellos que ante su estética «se andan lamentando, y van mendigando mendrugo a mendrugo una moralidad que introducir en la poesía».38 Pero, justamente porque Croce tuvo siempre presente esta crítica, siguió orientando el desarrollo de su pensamiento de modo tal que pudiera siempre plantarle cara, y a menudo consiguió defenderse de ella de una manera persuasiva (En cierto sentido, las etapas sucesivas de la estética croceana podrían todas interpretarse como otras tantas autodefensas contra esta crítica: la introducción del concepto de liricidad en la conferencia de Heidelberg, de 1908; la idea de la intuición como síntesis de sentimiento e imagen en el Breviario di Estetica, de 1912; la recuperación, en fin, de la literatura y de la oratoria en el volumen La poesia, de 1936). Pero, en cambio, el equívoco que siguió perpetuándose en su sistema fue propiamente la ambigüedad constitutiva de su estética; una estética que pretende ser filosófica y que, sin embargo, en cuanto a la caracterización del arte frente a la intuición no artística, se ve constreñida a remitir a la crítica empírica y no filosófica.