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—¡No, mamá! Yo pienso que… que debemos cuidarlo… ¡Yo voy a cuidarlo!… si es Gabriel estamos obligados, nos obliga la sangre…
—¿Y si no es?
—… Si no es… por lo menos cuidaremos a alguien en su nombre.
MAMÁ no dice nada. La veo atento y me doy cuenta: está envejecida, golpeada y reseca. También estos cuatro años le pasaron factura.
El presunto Gabriel durmió con gusto. Como quien no ha dormido en un piso tan suave por siglos. Mamá se fue al trabajo con el rostro duro y preocupado. Me recomendó que sacara al sujeto de la casa y que si se ponía peligroso llamara a la policía. Le digo que sí por decir algo porque no pienso obedecer. Pero me deja una espinita.
Le doy a Gabriel cereal con leche. Lo derrama y sigue atento al cielo falso. Cada vez que lo miro lo desconozco más y pienso haber recogido a un extraño. Y la espina que mamá me dejó se hace más y más grande. Frunzo el alma al darme cuenta que mi seguridad de ayer se ha desvanecido.
Me equivoqué otra vez.
Gabriel anda aun por ahí, pero no es este. Este que parece tan contento. Se ve feliz pero es seguro que no me reconoce quizás porque nunca me ha visto. Entonces se me ocurre: saco el ajedrez y lo armo completo frente al hipotético Gabriel. Lo hago despacio, atento a sus impresiones, pero no le da mayor importancia a lo que hago. A medida que el tablero se llena y él sigue impasible, algo en mi corazón se va vaciando, algo como si cada pieza fuera un pedazo de mí mismo y al ponerla en los cuadros negros y blancos me diera cuenta que esa pieza, ese pedazo, ya no podrá volver a su lugar. Y yo seré entonces otro. Más liviano y más vacío. Como si al ubicarlas en su lugar me fuera despidiendo de la esperanza de encontrar a mi hermano.
Termino al fin de poner en el tablero los pedazos de mí. Solo queda vacío el escaque del Rey Negro, desaparecido el día de la fuga. El impostor mira el tablero como si por primera vez viera uno y después alza los ojos al techo. Se me acumula el sabor acre de la pérdida. El sabor terrible de la certeza que da un error. Esta era mi última prueba, la definitiva: no es Gabriel.
De repente, el falso hermano dice “¡Ah!” y va hacia el cuarto, lo sigo y veo que —de manera autómata— sube a mi cama y levanta la loseta del cielo falso: mete la mano y saca una pieza polvorienta de ajedrez. Me la extiende riendo, el rostro iluminado.
Tomó al Rey Negro y sonrío a Gabriel.
Estoy seguro que no me reconoce pero no importa. He encontrado al Rey Negro y es suficiente. Tal vez un día él encuentre el camino a casa.
Y yo estaré ahí para abrazarlo.
III - ELENA ME DIJO
Elena lo dijo otra vez.
Y lo dijo con gusto.
Ella es muy bonita y cada vez que habla, sonríe. Pero cuando me lo dijo, torcía la boca en un gesto que hubiera sido gracioso de no haber dicho lo que dijo. Le doy la queja al profesor Martínez y él hace esa cara de siempre, de cuando me le acerco. A veces pienso que el profesor siente lo mismo que mis compañeros.
Ha de intentar disimular pero no puede evitar sentir. Por eso trata con la evasión, diciendo que me quejo demasiado, que ya estoy grande para andar acusando, que ni los de primaria se quejan tanto y que es tan desproporcional mi delicadeza que cualquiera diría que soy de vidrio.
Dice que soy como soy y que debo APRENDER a vivir con eso. Dice “eso” como si hablara de una enfermedad incurable que da lástima y asco. Y sospecho que “eso” en mí, lo molesta mucho. No soy hipócrita pero me gusta estar en paz con todo el mundo, así que intento caerle bien: el Día del Maestro le traje unos pañuelos que recibió con una sonrisa falsa. Siempre trato de no molestarlo pero hoy que Elena lo dijera con tanto gusto, fui y me quejé.

Agarré valor y fui directo al escritorio donde el profesor Martínez chequeaba una lista. No me volví hacia ningún lado pero sentí la mirada pesada y burlona de toda la clase quienes se tiraban papeles hechos puño cada vez que el profe se distraía. No podía ver más que al profesor en el escritorio. Todo lo que sucedía a MI alrededor era como una bruma descolorida y deforme, como si las cosas fueran destiñéndose despacio. Imagino que en el momento en que me levanté, Elena y los que estaban con ella se habrán reído. Pero no me importa... bueno, sí importa… me lo han dicho tantas veces que al principio pensé que no importaba. Siempre creí que era por jugar, por molestar, por seguir la broma. También yo he hecho bromas a otros y feas además. ¡Así somos en el grado! jugamos con cosas que pueden parecer ofensivas pero solo son bromas. Aunque nadie lo dice con el gusto con que Elena me lo dijo. El tono, el labio retorcido y la sonrisa indicaban que lo hacía con la intención única de ofender. Y yo no le he hecho nada. Nada. Yo no bromeo con ella. Puedo jurar ante el director que hasta la trato con mucho respeto y las otras veces que me lo ha dicho pongo la queja, pero ella argumenta que es jugando, que no pasa nada y yo hasta arrepentido me siento como si fuera yo el que ha dicho algo que no debía.
Me siento humillado, eso es, con las orejas rojas y calientes. Por eso no miro a los lados. Por eso camino de prisa. Por eso fui a donde el profe y me quejé. Me mira con algo de enfado y respira fuerte como si no le alcanzara el aire. Como suspira mamá antes de regañarme o cuando se harta de que pregunte por qué soy así y no como ella. Como suspira cuando insulta a mi papá que nunca he visto y que sí era como yo. Después de un rato, el profesor Martínez dice:
—¿Cómo quieres que te digan si así eres?
—Sí, —digo con ganas de salir corriendo del salón y del instituto y de un brinco llegar a mi casa— yo sé que así soy... pero me duele cuando lo dicen con desprecio... —entonces se me saltan dos puñeteras lágrimas, quizás de cólera o por el nudo ciego que se me hace entre pecho y boca. Miro para todos lados, con vergüenza. Con UNA vergüenza que me ahoga pero que no siento mía ni le hallo explicación. No es mi culpa ser así como soy.
El profesor está serio, se rasca la barbilla y dice a mis compañeros:
—¡Dejen de decirle apodos a Enrique, por favor!
Carlos, que se cree comediante y que cada vez que puede me molesta, grita:
—¡No es apodo profe, él así es!
Todos ríen.
Todos.
Hasta Rosita, que me gusta tanto y que nunca me habla porque dice que los que son como yo son raros. El profesor también ríe, con disimulo… pero ríe. Siento que de mis pies brotan hormigas en una ola de tamboreos rojizos y se arrastran hasta mi cara picándome los labios y los ojos. Le pregunto al profesor si puedo ir al baño y sin esperar respuesta, salgo corriendo.
Al entrar, lo primero que veo es el dibujo mío que Carlos hizo ayer en la pared. Nadie lo ha borrado, incluso le han escrito cosas alrededor. Ya no aguanto y un llanto amargo me calienta el rostro. Se mezcla con la vergüenza el aguante que se ha agotado. Otra vez el baño enrojece, las paredes ondulan.
Recuerdo lo que dijo Elena.
Recuerdo las caras burlonas de mis compañeros.
Recuerdo las bromas de Carlos.
Recuerdo los ojos preciosos de Rosita, que me miran tan mal.
RECUERDO al profesor, riendo con disimulo.
Y pienso que, mientras estoy aquí, el grado entero ríe aún.
Y quiero con todo mi corazón poder apagar de una vez sus risas y mi vergüenza. Esta vergüenza que no sé por qué siento… También me acuerdo de repente, no sé por qué, que mamá guarda un revólver en la gaveta del ropero. Y se me ocurre que puedo traerlo mañana.
Está bajo llave, pero con un martillo cualquier cerradura salta. No hay candado que aguante un martillazo ni carcajadas que un tiro no calle.
El rojo de las paredes es tan intenso que marea y da náusea. Me alegra. Me alegra mucho.
Una voz regresa las paredes y colores a su lugar: el director acaba de entrar al baño y me ve, extrañado.
—¿Por qué lloras, Enrique? —pregunta con el tono más honesto.
No digo nada. No puedo. Y él, como si hubiera adivinado, me abraza.
—Enrique, hace tiempo quería decirte que eres uno de los alumnos que más estimo… ¿sabes por qué?
No respondo pero quiero saber. Él sigue, despacio:
—Porque he visto cómo eres de atento, de paciente y de alegre con los demás. Eso habla muy bien de ti. Eres una persona especial. Tienes algo que hoy en día se ve poco: un corazón muy noble.
Me le quedo viendo. No dice nada más pero no importa, solo sonríe, pero no como sonreía Elena o Carlos o Rosita o el profesor Martínez. Sonríe de una manera distinta. Se lava las manos, sonríe de nuevo, me dice que me lave la cara y que regrese a mi salón. Después sale del baño.
Todo está de otro COLOR y el aire no pesa tanto.
Puedo distinguir las imágenes que me rodean y que, como una película retrocediendo, han vuelto a colorearse y a tomar la forma de las cosas cotidianas. Respiro despacio. Muy despacio. Me lavo la cara y voy al aula, emocionado, sintiéndome diferente, como que el mundo es más bonito de lo que creía.
Como que hay una manera para todo, para solucionarlo todo.
Como que no todos son malos.
Llego a la puerta del salón y me detengo un rato. Pienso que en casa le contaré con orgullo a mi mamá lo que el director me dijo.
Toco la puerta del grado y entro sonriendo.
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