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En El tiempo recobrado, Proust se propone elaborar la manera como “la obra a la cual nuestras penas han colaborado puede ser interpretada […] a la vez como un signo nefasto de sufrimiento y como un signo feliz de consuelo” (266). Un ejemplo de este proceso, planteado en una nota de la página 268 y aparentemente alejado del texto, es, de hecho, absolutamente central para la obra. Se trata de lo que Proust llama “estos grandes dolores útiles”, que no faltan en la vida y que, por el dolor de los celos, por ejemplo, permiten acceder de “un insignificante deseo físico” a la plenitud, a la dicha del amor (por supuesto, hasta que, a través del matrimonio —Un amor de Swann— volvamos a la indiferencia inicial: hay mucho humor, si no mucho cinismo, o realismo, en la obra de Proust, también). Citemos la nota:
En amor, nuestro rival feliz, es decir, nuestro enemigo, es nuestro bienhechor. A un ser que no excitaba en nosotros sino un insignificante deseo físico agrega inmediatamente un valor inmenso ajeno a él, pero que confundimos con él. Si no tuviéramos rivales, el placer no se transformaría en amor. (268)
Más adelante, Proust afirma que:
Las ideas son los sucedáneos de las penas; en el momento en que estas últimas se transforman en ideas, pierden una parte de su acción nociva sobre nuestro corazón e incluso, en este primer instante, la transformación misma descarga súbitamente la dicha. (269)
Para precisar el mecanismo de la transformación de un afecto en otro y el paso, casi instantáneo, de la dicha a la desdicha (y viceversa), es decir, el carácter voluble del ser humano, cuando no es controlado, sometido, por las axiologías sociales, Proust agrega:
En cuanto a la felicidad, esta no tiene, casi, sino una utilidad: volver la desgracia posible. Es necesario que, en la felicidad, formemos lazos bien dulces y bien fuertes de confianza y cercanía para que su ruptura nos cause el desgarre tan valioso llamado desgracia. (271)
Una nueva definición del erotismo: “gozar del deseo”
Después de estos análisis de antecedentes históricos de formas particulares del encanto en la novela europea de los siglos XVIII y XIX, en donde la sistematización psicoanalítica de la problemática no surge todavía, vuelvo a considerar el planteamiento de André Comte-Sponville. Se trata del planteamiento de un filósofo contemporáneo particularmente sensible a las dos temáticas centrales del psicoanálisis: la sexualidad y el amor. De manera algo curiosa, cuando el filósofo decide el ordenamiento de los tres ensayos que componen su libro —“El amor”, “Ni el sexo ni la muerte (filosofía de la sexualidad)” y “Entre la pasión y la virtud (sobre la amistad y la pareja)”, además de dos apéndices muy sustanciales (uno sobre Blaise Pascal y otro sobre Simone Weil)— acerca de problemáticas, si bien divergentes, bastante complementarias, resuelve, en primer lugar, considerar no tanto la sexualidad, sino el erotismo y, en segundo lugar, empezar la reflexión con su compleja problemática del amor, en sus tres vertientes (eros, philia y ágape).
Lo aclaro, porque deseo ir directamente al punto del texto que me permite argumentar mi hipótesis propia acerca de las principales fuerzas generadoras de la novela del encanto de la interioridad. Ya hemos visto, a través de la reflexión de George Eliot, que la toma de posición de la novelista es el fruto de dos fuerzas opuestas: la fuerza de la axiología dominante de su época y la fuerza de la inconformidad en su personalidad, que tiende hacia el ideal y se constituye en un flujo de bondad, de positividad, susceptible de producir, a la larga y con otros flujos, cambios positivos tanto en seres humanos particulares como en conjuntos sociales. Volvamos ahora a la problemática del erotismo (y no de la sexualidad, ni del amor, ya lo he planteado brevemente) como fuerza generadora de la novela del encanto. Para esto, ya he recordado un aporte importante de Julia Kristeva ([1996] 1998), y que analizaré largamente más adelante. Por el momento, voy a seguir con la reflexión de Comte-Sponville de la segunda parte de su libro Ni el sexo ni la muerte. Tres ensayos sobre el amor y la sexualidad (2012). El segundo capítulo de este ensayo se refiere al discurso de algunos filósofos sobre la sexualidad: Platón, san Agustín, Montaigne, Schopenhauer, Feuerbach, Nietzsche, Kant. Pero no es la sexualidad la meta de su propuesta, ni siquiera la filosofía de la sexualidad, sino el erotismo (225-265).
Del erotismo no son tampoco las versiones negativas (la violación, la prostitución, la pornografía, el erotismo como transgresión, versiones evocadas entre las páginas 226 y 234) a las cuales quiere llegar. Comte-Sponville quiere llegar justamente a un punto de la problemática, cuya formulación me parece muy novedosa y plenamente satisfactoria, a la cual me adhiero totalmente, y a la cual quiero llegar también como la formulación más adecuada para definir la principal fuerza generadora de la novela del encanto. El término amor, en efecto, es demasiado vago, polisémico y usado sin reflexión en todos los contextos, como para ser susceptible de corresponder, para cada persona particular, a una experiencia propia, irrepetible, si no inefable.
Ese punto es el último del capítulo tercero, titulado “El erotismo”, de la segunda parte del libro, que se titula “Gozar de desear”. Comte-Sponville define el erotismo como
la actividad sexual de uno o varios seres humanos, en cuanto se toma a sí misma por meta, lo que significa que apunta a otra cosa que a la reproducción, obviamente, pero también a otra cosa que al goce del orgasmo (el cual marca su término, con frecuencia, pero no su meta). (237)
Y luego precisa:
El deseo de los amantes, en el erotismo en acto, o del lector-espectador, en el erotismo literario o cinematográfico, deviene a sí mismo su propio fin: tiende menos a su propia satisfacción (el orgasmo) que a su propia perpetuación, su propia exaltación, su propia degustación. Una relación sexual es erótica cuando los amantes hacen el amor por el placer de hacerlo, no para hacer niños. Pero se debe agregar: y no simplemente por amor (que puede existir también) ni por el placer (el orgasmo) […]. El erotismo es menos un arte de gozar que un arte de desear y de hacer de-sear, hasta gozar del deseo mismo —el de uno, el del otro—, para obtener una satisfacción más refinada o más durable. Es amarse uno deseado y el otro ¡tan deseable! (236)
Nos falta para terminar, en primer lugar, una breve confrontación con Freud y, en segundo lugar, una confrontación con Georges Bataille, cuyo nombre llega a la memoria tan pronto se habla de erotismo.
En cuanto al primer punto, la confrontación con Freud, dejémonos guiar por Comte-Sponville, quien conoce el tema a fondo y es muy pertinente. El filósofo propone, ya lo hemos visto, hablar de erotismo cuando “el deseo apunta a otra cosa que no sea su propio apaciguamiento” (238). Ya que el principio de placer freudiano tiende a la disminución de la tensión sexual, Comte-Sponville, consecuente con su definición y su descripción del goce, de la plenitud erótica, propone, en vez de “un principio de placer, un principio de deseo […], tendiente al mantenimiento o a la aumentación de esta tensión” (239). Y agrega:
Este no anula el principio de placer (el aflojamiento, es decir, el orgasmo o la muerte, tendrá la última palabra o el ultimo silencio), pero posterga voluptuosamente su aplicación. Es mantener el fuego en vez de tender a su extinción: gozar del deseo mismo, más y más largamente que del goce que lo extingue satisfaciéndolo. Sería como una excepción que confirma la regla: todo ser humano tiende a disfrutar lo más posible, a sufrir lo menos posible (principio de placer), incluso gozando —a veces hasta el dolor— de esta tendencia misma (principio de deseo o de inconstancia), que le parece entonces más valiosa que “el resultado final” al cual esta tendencia “lleva” (“más allá del principio de placer”, Freud). Desear gozar, en cuanto erotismo, es ya un goce —ciertamente menos álgido, pero a veces más delicioso, que la voluptuosidad misma—. (239)
El verso del poeta René Char, “el amor realizado del deseo que sigue siendo deseo” (que cita Comte-Sponville del poema “Solo ellos quedan”, 239), es, en opinión del filósofo-esteta “una de las caracterizaciones más evocadoras de la poesía”. También le parece cierta de todo arte esta caracterización por lo que, de esta manera, el erotismo sería un arte, o puede serlo, si es “la poesía de los cuerpos, en cuanto que son sexuados” (ibíd.). Esta reflexión de Comte-Sponville, me parece, señala una dimensión esencial de la novela del encanto, a partir de un enfoque, el enfoque psicoanalítico, que podría aparecer (en algunos textos de Freud) el menos adecuado.
Abordemos ahora, de la mano de Comte-Sponville, el cuestionamiento de la concepción negativa de Bataille (estoy hablando, por supuesto, de la dimensión, determinada históricamente y por el género del autor, de esta concepción). Les diré que Comte-Sponville, antes de la definición admirable que él, con modestia, considera simplemente “necesaria” y que sintetiza con la formula gozar de desear, evalúa, bajo el título de “Erotismo y transgresión”, la obra de Bataille: su primera novela Historia del ojo (1928) y su famosísimo libro sobre El erotismo, de 1957.
Comte-Sponville considera que Bataille esclarece un punto decisivo, el papel de la transgresión en el erotismo; punto que, si bien no es definitivo, debe ser considerado. Bataille, en efecto, afirma que “el erotismo es esencialmente transgresión […], infracción a la regla de las interdicciones” (citado en Comte-Sponville 2012, 233) morales y sociales. Comte-Sponville reconoce que las afirmaciones del escritor coinciden, hasta cierto punto, con nuestra experiencia, pero se rehúsa a seguir “las fantasías de Bataille, tal y como se dan a leer en sus novelas”, ya que, entonces, “nada sería más erótico que el asesinato y la tortura”. Para convencer a su lector, Comte-Sponville recuerda breve pero sustancialmente la intriga de la Historia del ojo, constituida de “transgresiones en cascada, todas extremas y que Bataille, si uno acepta los comentarios del narrador, parece encontrar formidablemente excitantes” (ibíd.).
En cuanto a él, Comte-Sponville afirma que “tiene todo el derecho, mientras no sea sino literatura”. Y concluye:
Pero imagino que no soy el único en juzgar estas escenas más bien repulsivas. Cualquier amante de literatura erótica podría citar mil textos mucho más eróticos que este, en donde la transgresión es infinitamente menor. ¿Qué se puede concluir si no es que la transgresión no puede, por sí sola, definir ni cuantificar el erotismo? Por otro lado, muchas transgresiones no tienen nada de erótico […] y muchas de nuestras noches más eróticas no tienen nada que ver con el asesinato, es obvio, pero tampoco, ni siquiera en la fantasía, con la violación, la violencia o cualquier transgresión extrema. Bataille, como Sade, se equivoca: la transgresión, si bien forma parte del erotismo, no sabría agotar ni su contenido ni sus encantos. Necesariamente, allí, hay otra cosa. (235)
Esta cosa es, ya lo hemos visto, otra definición del erotismo, afirmativa, apta para captar la naturaleza del goce, de la dicha y de la novela del encanto: gozar del deseo. Esta definición podría, también, vencer el poder simbólico (Bourdieu), disfrutado durante tanto tiempo por tantos partidarios de la negación, de la negatividad, por razones históricas susceptibles de ser analizadas, en cada caso.
1 Julia Kristeva teoriza, con algo de confusión (¿o de arrepentimiento?), ese paso del concepto de texto, lingüístico formal, al concepto de experiencia, impresionista, en su curso de 1994, publicado en 1996 con el título Sentido y sin sentido de la revuelta. Literatura y psicoanálisis. Kristeva dice: “Se trata de introducir otra apuesta de este curso. Una apuesta que consiste en superar la noción de texto, en cuya elaboración contribuí con tantos otros y que se transformó en una suerte de dogma en las mejores universidades francesas, sin hablar de los Estados Unidos y de otras más exóticas todavía. Trataré de introducir, en su lugar, la noción de experiencia que incluye el principio de placer, así como el de re-nacimiento del sentido para el otro” ([1996] 1998, 15; mi traducción).
2 Propongo aquí distinguir entre ideología (burguesa), en su sentido tradicional de falsa conciencia, y axiología, en el sentido sugerido por Mijaíl Bajtín (Valentín Volóshinov) en El marxismo y la filosofía del lenguaje de 1929 (1992), puesto que, para Bajtín, la dimensión ideológica (axiológica) es un sesgo inevitable de todo acto de lenguaje, de todo signo. En el primer capítulo titulado “El estudio de las ideologías y la filosofía del lenguaje”, los autores —así como Bajtín (Pável Medvédev) en El método formal en los estudios literarios. Introducción crítica a una poética sociológica ([1928] 2002)— subrayan cómo “todo lo ideológico posee una significación sígnica” (1992, 33) y viceversa, por supuesto. Pero si todo signo es ideológico, ninguno lo es, en el sentido que tiene la falsa conciencia, puesto que no puede haber una conciencia cierta, es decir, libre de ideología. Se ve así claramente que para no tener que limpiar siempre la palabra ideología de sus connotaciones negativas, polémicas, es prudente seleccionar una palabra más neutra, como axiología.
3 La palabra femenil, así como se dice varonil, connota la posición propia de una mujer que vive lucidamente su condición; aunque, por supuesto, las connotaciones de varonil suelen ser bien diferentes: el mito las informa en gran medida.
4 Soy plenamente consciente del hecho de que mi tesis entra en contradicción con la del filósofo e historiador René Girard, en su famosa obra de 1961, Mentira romántica, verdad novelesca. Aunque esta obra me parece convincente en muchos aspectos, no estoy convencida de la oposición radical establecida por Girard: no creo que la posición romántica, históricamente, pueda ser calificada de mentirosa. Cada momento histórico tiene su lucidez posible (Goldmann, que sigue a Marx, diría su conciencia posible, Zugerechte Bewusstsein, en alemán). Para valorar un momento histórico, hay que reconocer los límites de esta lucidez; es decir, reconocer qué cambios pueden producirse en la conciencia de los sujetos que existen en él, sin que estos modifiquen sus características esenciales. Para Girard, el Romanticismo produce obras ilusorias en la medida que estas solo se ocupan del deseo espontáneo y original; obras que al obviar el objeto que media en la producción del deseo, mistifican su verdad. En definitiva, Girard considera que el Romanticismo “no es un movimiento literario, sino una manera de engañar —y de autoengañarse—” (Pouliquen 1985, 23). Este juicio demuestra su falta de perspectiva histórica, en la medida en que omite la relevancia que tenían la vida interior, la subjetividad, la imaginación y la fantasía en el modo de expresión romántico. Además, “desde el punto de vista de la teoría literaria, su modo de oponer directamente, situándolos en un mismo plano, una forma, un género literario, la novela, y un lenguaje literario, el romanticismo, parece definitivamente incorrecto” (ibíd.).
II. LA NECESIDAD DE UNA ESCUCHA PSICOANALÍTICA DEL TEXTO LITERARIO
La escucha psicoanalítica fue concebida por Freud como la manera particular de percibir los múltiples niveles y matices del mensaje (parcialmente inconsciente) de un paciente. Aquí sugiero, con otros críticos, que los textos literarios, como el mensaje de un paciente en la práctica psicoanalítica, pueden ser descifrados, no solo en su dimensión personal, propia al escritor, sino también en sus dimensiones axiológica, social e histórica. Por eso, este capítulo tiene como objeto mostrarle al lector lo que una escucha (que no es una lectura o que, de serlo, sería una lectura flotante) inspirada en la escucha psicoanalítica, atenta al tejido, al cruce de superficies textuales (que definen el texto literario, según el teórico ruso Bajtín), y que no se dirige por una simple línea (el hilo de Ariadna), aporta a la comprensión de un texto.
“El deseo es el deseo del otro”: la mediación en lo íntimo y en lo social
En su “Comentario del Seminario X, ‘La angustia’” de Lacan, Diana Rabinovich ([1993] 2009, 9-36) menciona, después de señalar la influencia de muchos críticos y analistas, la suma importancia que tuvo Hegel sobre Lacan, “el Hegel de La fenomenología del espíritu, tal como es leído por Kojève” (11). En realidad, su propio análisis de psicoanalista clínico no me parece realmente central aquí para reflexionar sobre mi tema, el cual es la necesidad de conectar el saber psicoanalítico con la escucha-lectura del texto literario. Sin embargo, me inspiraré en este aparte para señalar cómo el psicoanálisis lacaniano comporta una concepción del hombre, central en el siglo XX, que, aún en sus versiones menos directamente humanistas, permite entender la ontología y el origen de muy diversas novelas desde el siglo XVII y conectar sus aportes con una tendencia crítica, muy diferente, en los estudios literarios; tendencia que, durante décadas, no solo fue opuesta, sino “enemiga”1 del psicoanálisis: la sociología de la literatura (y, en este caso, la sociología de la novela).
La mención del texto de Rabinovich aquí será solo el pretexto para proponer una conexión necesaria entre los estudios de estética literaria y el psicoanálisis (lacaniano u otro). Empezaré con uno de los aportes de Lacan, no señalado todavía, a mi saber, a los estudios literarios: a través de una inspiración común en ambas disciplinas (Hegel), Lacan formuló su famosísima definición del deseo como ‘deseo del otro’, a la vez que no fue ajeno (no he analizado a través de qué caminos) al famoso estudio marxista de la reificación (la cosificación) hecho por Lukács en Historia y conciencia de clase ([1924] 1960). Lacan, veremos cómo, confirma, en el nivel del deseo individual, la idea central de mediación inevitable para entender la economía y el hombre, así como las producciones culturales de la modernidad capitalista. Fue Lucien Goldmann, pensador de inspiración marxista, quien en Para una sociología de la novela (1964) señaló, con gozo, la coincidencia de la idea esencial de mediación en los análisis de René Girard —filósofo conservador, metafísico y de derechas— y en el suyo propio, a pesar de lo opuesto de sus posiciones políticas. Pero antes de llegar a este punto, quisiera hacer algunas precisiones con relación al concepto de deseo en psicoanálisis.
Laplanche y Pontalis ([1968] 1981) subrayan que la teoría de Freud es una concepción del hombre y que en esta concepción la noción de deseo es fundamental y muy compleja (de esta resultan las dificultades de traducción: la palabra deseo evoca más bien un movimiento de concupiscencia o de codicia, que en alemán, la lengua materna de Freud, se expresa más por las palabras Begierde o Lust que por la palabra Wunsch). Para los autores, el análisis del deseo (inconsciente) es esencial como uno de los polos de un conflicto defensivo impulsado tanto por la conciencia moral (el superyó) como por el polo del deseo.
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