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¿Por qué cuestionas, Ignacio, que el paradigma imperante sea solamente la interacción en los mercados?
Ignacio. Porque seamos claros: la llamada globalización neoliberal –aunque en esto habría que hacer muchas distinciones y precisiones– apostaba a la autonomía de la economía y de los mercados. Margaret Thatcher llegó a decir que la sociedad no existe. Ronald Reagan apuntaba a que el problema era el Estado. El Estado no es la solución, el Estado es el problema, dijo. Y esto es una falacia. Las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e institucional. Eso es muy importante desde el punto de vista de la democracia. Yo creo en la primacía de la política y las instituciones. Entonces, necesitamos más y mejor Estado, que sea capaz de proveer ciertos bienes públicos fundamentales, como la seguridad, la educación, la salud, las pensiones. Un Estado más transparente en que sepamos distinguir el Gobierno de la Administración, que la Administración sea profesional como el civil service en Nueva Zelanda o Inglaterra, generalmente regímenes parlamentarios, más allá de los ciclos políticos y electorales que deciden la suerte de los gobiernos. Estos cambian, pero la Administración debiera asegurar una continuidad. Necesitamos renovar las instituciones políticas y, por supuesto, necesitamos mercados. Más y mejores mercados, pero más transparentes y más competitivos.
Ernesto. ¿Me permiten una acotación epistemológica? Me parece importante y tiene que ver con este asunto de la globalización neoliberal. Algunos dicen que hay una relación de causa-efecto entre globalización y neoliberalismo.
¿Y no es así?
Ernesto. No, estoy convencido de eso. Yo creo que puede haber una forma de globalización que no es necesariamente neoliberal. Eso lo han ido entendiendo incluso aquellos que son grandes críticos.
¿Te consideras de los críticos?
Ernesto. Yo también soy crítico de la forma actual de la globalización. Pero la globalización es un fenómeno distinto al pensamiento neoliberal, aunque coinciden en un momento histórico y tienen relaciones. Algunos hacen una cierta identidad entre ambas palabras, pero el pensamiento neoliberal es una forma de leer la economía capitalista. Hay otras formas. Por ejemplo, nadie podría decir que Suecia, que es un país capitalista, es un país neoliberal. Nadie podría decir que Noruega es un país neoliberal. Menos aún se podría decir que China es un país neoliberal, aunque su economía funciona de acuerdo a los elementos fundamentales que definen al capitalismo. China es una dictadura cuyo sistema económico es capitalista. Es un capitalismo distinto, con una serie de otros elementos. Entonces, entre economía de mercado y neoliberalismo, hay una diferencia. El neoliberalismo tiene su origen en los economistas austríacos y después pasa a la academia, sobre todo en Estados Unidos. Y de pronto logra tener una influencia política muy grande con Reagan y Thatcher, fundamentalmente. Y de ahí pasa a ser muy hegemónico en el campo económico. Y esto produjo la desregulación económica que señalaba Ignacio, que tiene su crisis en el 2008-2009.
En Chile supimos tempranamente del neoliberalismo…
Ernesto. En Chile, esto fue recibido como maná del cielo por la dictadura de Pinochet. Y lo impuso a troche y moche, quizás en algunas cosas podría haber tenido elementos positivos, pero conlleva muchas otras cosas negativas, como la destrucción del tejido social que hemos heredado al día de hoy y que nos tiene con grandes problemas. Pero, tal como yo no diría que la transición democrática chilena es una transición neoliberal –creo que es una visión equivocada–, no diría que el neoliberalismo se pueda identificar con la economía de mercado.
¿No se usan hoy como sinónimos, acaso, en el debate chileno?
Ernesto. Hoy día, en una cierta izquierda radical y no tan radical, hay una especie de completa identificación entre capitalismo y neoliberalismo. Esto es muy demente en un mundo donde todas las economías son capitalistas, salvo Corea del Norte (que es una especie de Disneylandia de los horrores), Cuba (un elemento crepuscular) y lo de Maduro (una dictadura casi sin economía). Pero como hoy impera el matonaje intelectual, te dicen: esto es neoliberal. Y neoliberal es como que te dijeran que eres un miserable. Entonces, existe una especie de uso ideológico del término y me parece importante que, desde una perspectiva seria, nosotros vayamos haciendo muy fuertemente esa distinción. Como decía Tocqueville, una idea simple y falsa siempre va a ser más popular que una idea compleja y verdadera. Pasa eso con el tema del neoliberalismo.
Ignacio. Ernesto toca un tema muy de fondo desde el punto de vista epistemológico. Por eso yo me refería a la “llamada” globalización neoliberal. Es un término que utiliza Michael Sandel –filósofo estadounidense, liberal demócrata, socialdemócrata–, que habla de la globalización neoliberal y de la tiranía de la meritocracia, ámbito en que tiene muchas cosas interesantes que decir. Entonces, lo pongo entre comillas, porque concuerdo en que existe mucho mito en torno al asunto. Y comparto lo que ha dicho Ernesto en el sentido del simplismo, la caricatura y la distorsión que significa identificar o reducir la globalización en toda su complejidad, toda su riqueza, también sus tensiones y contradicciones, con el término neoliberalismo. Entonces, epistemológicamente, ¿qué es el neoliberalismo? Básicamente, un reduccionismo economicista.
Ernesto. Así es.
Ignacio. O sea, el neoliberalismo, el nuevo liberalismo, ¿con qué hay que compararlo? No con la socialdemocracia, con el conservadurismo o con el socialcristianismo. Hay que contrastarlo y compararlo con el liberalismo clásico. Es un nuevo liberalismo en relación al liberalismo clásico. Y yo me quedo con el liberalismo clásico.
Ernesto. Es mucho más noble.
Ignacio. El liberalismo clásico es mucho más noble porque es una formulación moral, filosófica, política, social y económica. Es decir, el liberalismo clásico de John Locke, el gran autor, artífice y filósofo de la democracia representativa, del propio Adam Smith. Uno olvida que, junto con la mano invisible del mercado, concepto desarrollado en El origen de la riqueza de las naciones, está la teoría de los sentimientos morales. Agustín Squella y Ernesto Ottone siempre insisten mucho en esto. Adam Smith no fue un economista, fue un filósofo moral. John Locke fue un filósofo y John Stuart Mill fue un socialdemócrata, un proto-socialdemócrata.
Ernesto. Una de las fuentes de la socialdemocracia.
Ignacio. Por supuesto. Entonces, hablar de la globalización neoliberal me parece un despropósito, un gran simplismo. Yo dije que, a mi juicio, los verdaderos pilares de la globalización son los derechos humanos y la democracia. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un aspecto de la globalización y la democracia, en la tercera ola de la democratización, a pesar de todas sus contradicciones y todos los reveses, es un contenido fundamental de la globalización. Y lo que sí se impone es el concepto de una economía de mercado, que es mucho más limpio. El neoliberalismo es sólo una aproximación a esa economía de mercado.
¿Concuerdas, Ernesto?
Ernesto. Es una aproximación reduccionista al extremo, porque piensa que todos los problemas de la sociedad se pueden resolver con una lógica de mercado. Finalmente, si reduces todo al mercado, resulta que el Estado es un problema, la sociedad no existe y al final aparece algo que es el mercado, el gran solucionador de todos los problemas de la sociedad. Y eso ha provocado sociedades extraordinariamente desiguales. ¿Cómo no van a haber sociedades desiguales si se produce una desregulación de la economía?
¿Por qué los europeos son menos desiguales que los norteamericanos, pese a los problemas estructurales que hay?
Ernesto. Porque tienen un conjunto de instrumentos que utilizan para morigerar las desigualdades. Y entonces es muy distinto, los ingresos, al final del día, son distintos de los ingresos que te da el mercado. Porque entre medio existen una serie de estructuras sociales que van produciendo una mayor morigeración y evitando esa desigualdad, porque hay otra concepción. No se piensa que el mercado va a resolver todos los problemas. Se piensa que es la sociedad en su conjunto la que se hace cargo de los problemas de la sociedad.
¿Estás de acuerdo, Ernesto, en la idea de múltiples desigualdades?
Ernesto. Por supuesto. Ahí hay toda una literatura sociológica y filosófica muy importante, que va desde John Rawls a Michael Walzer y pasa por toda una discusión en torno a cómo las desigualdades no coinciden siempre en las mismas personas. Como la democracia no puede convivir con una desigualdad total, lo más grave aparece cuando se juntan malos ingresos, malas pensiones, discriminación, desigualdades de género, es decir, todas las desigualdades que nombró Ignacio. Cuando todo lo sufre un sólo grupo social, naturalmente existe la base para un malestar tremendo, una cuestión que es completamente justa.
El aumento de la desigualdad, evidentemente implica una concentración de la riqueza…
Ernesto. Es muy importante cómo se ha producido una concentración de la riqueza y cómo se ha producido una caída de la distribución. Hubo un tiempo en que uno hablaba de redistribución y te miraban como si fueras el demonio. Aparecía como que era quitarle algo a alguien para entregárselo a otro. Cuando tú hablas del impuesto a la herencia, que ha sido uno de los factores más importantes para cortar la prolongación intergeneracional de la desigualdad, te miraban como que estaban asaltando a alguien. Entonces, creo que esos elementos que vienen propiamente, ahora sí, de la doctrina neoliberal, son perfectamente transformables. Miren lo que está haciendo Biden en Estados Unidos y la decisión de la Unión Europea de salir de la pandemia con una actividad solidaria que va a permitir a una serie de regiones estar en una mejor situación.
¿En qué medida la desigualdad empuja las rebeliones que hemos conocido en los últimos años?
Ignacio. Si uno toma el estallido social o los estallidos sociales y se hace cargo de la política en tiempos de indignados y descubre que detrás de todo eso está la lucha contra los abusos, los privilegios, las desigualdades y, principalmente, por cierto, la desigualdad económica y social, uno tiene que referirse necesariamente a una característica de la modernización que no siempre se entiende. En 1968, Samuel Huntington publicó su libro El orden político en las sociedades en cambio. Y él desarrolla una idea que para mí es casi una verdad esculpida en piedra: que la modernización es en sí misma disruptiva. El proceso de modernización es en sí mismo disruptivo, genera movilización, cuestiona las estructuras tradicionales hasta el punto que en el extremo conduce a lo que el propio Huntington llama el pretorianismo de masas, que es una situación de desborde institucional. Es lo que ha ocurrido en Chile, en América Latina y en Europa, con los indignados, con los estallidos sociales, con los chalecos amarillos. Cuando en noviembre de 2019 vino Manuel Castells al Centro de Estudios Públicos (CEP) para comentar los hechos del 18 de octubre, él acuña este concepto de estallido social y dice: mira, no crean que ustedes son originales. Y citó 15 o 20 casos en el mundo, como Francia, Gran Bretaña, España, Ecuador, Colombia, Perú, Hong Kong…
Eres de los que cree que la modernización lleva a estos reventones…
Ignacio. Es decir, el estallido social, la revuelta, o como quiera llamársele, estas reacciones contra las desigualdades, los abusos y los privilegios, son aspectos de la modernización. En otras palabras, para decirlo en términos muy sencillos: el acelerado proceso de crecimiento, modernización y desarrollo que ha vivido Chile y otros países –incluida China– en los últimos 30 años, genera tremendas tensiones, contradicciones, desigualdades. Por lo tanto, no hay que ver esto que hemos vivido como una patología. Esto está escrito en los textos de sociología política. Pero, por otra parte, no hay que idealizar tampoco la modernización, que es un proceso muy complejo y muy disruptivo.
No hay ningún consenso en Chile sobre las causas de las revueltas y, de hecho, la falta de un diagnóstico común dificulta el problema. Pero dejando este asunto para más adelante, porque hablaremos de ello, ¿dónde crees, Ignacio, que está la salida?
Ignacio. Lo señaló el propio Huntington, el 68: el camino es la capacidad de las instituciones para procesar estos conflictos sociales, porque los conflictos sociales tampoco son una patología. Y ese es el momento de la política y de las instituciones. La capacidad para procesar estos conflictos sociales de una manera tal que prevalezca la vía institucional por sobre la vía insurreccional. Entonces, ahí hay un aspecto que yo creo que hay que desdramatizar. Porque, ¿por qué surge esta indignación y estos estallidos? Porque la gran promesa de estos países de ingreso medio como Chile –muy heterogéneos y vulnerables, pero que ya no son los países del tercer mundo y subdesarrollados de los años setenta–, es la movilidad social ascendente que se ha visto interrumpida. Y ahí tenemos un gran desafío en Chile, en América Latina y en el mundo.
Ernesto. Lo que señala Ignacio es curioso, porque en algunos países de Europa, por ejemplo, las revueltas se producen en los sectores medios que ven una caída en relación a cómo estaban. Ellos estaban mejor y sienten que cayeron. En Chile, en cambio, ni el más desaforado va a decir que en Chile estábamos mejor hace 30 años. En Chile, hay muchos sectores que salieron de la pobreza, que sus hijos van a estar mejor que ellos, pero quisieran más: ven un techo, ven una promesa incumplida. Pero, desgraciadamente, los demócratas no podemos prometer el paraíso. La democracia es siempre una promesa incumplida. Por lo tanto, no tenemos esa soltura de cuerpo que tiene el populista o el autoritario de decir: síganme, porque yo encarno el paraíso. Nosotros estamos obligados a razonar, a deliberar, a decir: miren, tenemos que ir avanzando, pero tenemos que ir avanzando con estas dificultades. Y por eso el camino del demócrata es un camino más seguro, más libre. No tiene esa epopeya mentirosa.
Ignacio. La gran promesa a esos sectores medios emergentes y aspiracionales fue que a través de la educación iban a lograr el gran ascenso meritocrático. Están las cifras: teníamos 200.000 jóvenes en la educación superior en 1990 y ahora hay 1.200.000. Pero ahí sí que hubo una promesa incumplida, porque creamos una tremenda expectativa, por un lado, con todos los temas de financiamiento, la mochila financiera, el CAE, todo lo que sabemos. Esto es un fenómeno bastante global. Pero, por otro, no fuimos capaces de vincular esa promesa meritocrática a los mercados laborales, al tema del trabajo, donde hay una tremenda precariedad en ese nivel. Tiene que ver también, al menos en parte, con el hecho que dejamos de crecer, no sólo en Chile, sino que en el mundo. Esta promesa parecía que se iba a cumplir con el boom de los commodities entre el 2003 y el 2014, y ahí florecieron Hugo Chávez y el ALBA, el Socialismo del siglo XXI, Lula da Silva y Dilma Rousseff, Nestor Kirchner y Cristina Fernández, pero fue pura espuma, porque hace seis o siete años, coincidiendo con el fin del boom de los commodities, dejamos de crecer y estas promesas incumplidas generaron gran frustración en los jóvenes, las familias y los sectores medios. Esa no es solo la realidad de los países ya mencionados, sino de Chile, Perú, México, Colombia; en América Latina hemos dejado de crecer y nos acercamos al camino de la mediocridad, tal como advirtió en 2015 Christine Lagarde, directora del FMI, para las economías emergentes.
Ernesto. Resultó una promesa deforme.
Este contexto que describen, ¿deja el camino abierto para el populismo?
Ignacio. La crisis de la democracia representativa es real. La crisis de las formas tradicionales de intermediación política, como los partidos, el Congreso, abre la tentación de caer en el espejismo de la llamada democracia directa o participativa, como decía Ernesto. Yo sostengo que en América Latina la verdadera disyuntiva es entre Democracia de Instituciones –que pertenece a la tradición de la democracia representativa, constitucional, y deliberativa– y la Democracia de Caudillos, que pertenece a la tradición de la democracia populista, plebiscitaria y delegativa, tan propia de nuestra región. El caudillismo y el populismo en América Latina siempre han sido un sentimiento que consiste en la apelación de un líder carismático a las masas, al pueblo, sin intermediación política, con la promesa del paraíso a la vuelta de la esquina. Es el gran peligro de América Latina: pensar que una democracia directa o participativa pueda ser la alternativa a la democracia representativa, constitucional, deliberativa. Ese camino termina en Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en la dictadura corrupta de Venezuela, o en Jair Bolsonaro en Brasil. Y para qué decir en Daniel Ortega y la compañera Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta, que es otra democracia corrupta en Nicaragua, o en Bukele en El Salvador.
Un académico chileno, Cristóbal Rovira, dice que todos tenemos un pequeño Donald Trump dentro y que la pregunta es en qué condiciones se activa…
Ignacio. En la universidad de Notre Dame, en el estado de Indiana, asistí hace un par de años a una charla de Michael Sandel sobre este tema de la tiranía de la meritocracia. Pero el título de su charla era muy interesante y muy sugerente: “Do populist have a point?”, se preguntaba Sandel. Es decir, él se preguntaba si los líderes populistas, en esta ola nacionalista-populista que estamos viviendo, tenían un punto a su favor. Y él dice que sí. En el fondo, lo que trata de explicar es por qué surgen estos liderazgos, a lo Donald Trump, Jair Bolsonaro y todo lo que sabemos en Europa. Y su respuesta es que las élites políticas tradicionales tienen que asumir la responsabilidad que les cabe en haber creado las condiciones, por acción o por omisión, que dieron lugar al surgimiento de estos líderes y estos fenómenos populistas. Y agregaba, en forma mucho más provocadora, la especial responsabilidad que tendrían los líderes liberal-demócratas o socialdemócratas de la Tercera Vía, en la expresión de Anthony Giddens, como Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Inglaterra, Gerhard Schröder en Alemania.
¿Por qué?
Ignacio. Según él, aunque esto es controvertido, estos líderes progresistas fueron abandonando a la clase trabajadora. Se enamoraron de lo que él llama la globalización neoliberal, que ya hemos visto que no es tan así. De acuerdo a Sandel, los socialdemócratas se enamoraron de los mercados, de la desregulación, de los tratados de libre comercio y fueron abandonando a la clase trabajadora a su propia suerte. Y esta clase trabajadora fue volcándose a estos líderes populistas, principalmente de derecha, como Marine Le Pen en Francia. Recordemos que todos los líderes populistas que hemos mencionado tienen una fuerte base social. Sobre todo en el sector obrero y de trabajadores. Parto por ahí porque creo que es una pista interesante. Estos liderazgos populistas, nacionalistas, no surgen de la nada, como dice Sandel, sino que hay que hacerse cargo de cómo esta intermediación política de los partidos, de los congresos, de los liderazgos políticos, fue perdiendo sintonía con la sociedad en su conjunto. Esta clase obrera que había surgido de la sociedad industrial, que se desestructuró, que tuvo la promesa que, a través de los mercados, de la educación, iba a volver a surgir. Hay ahí un gran desafío para nosotros, Ernesto, como parte de esa clase política tradicional, sin ningún ánimo de autoflagelación. Pero necesitamos una reflexión que nos permita rectificar muchas cosas que explican el surgimiento de estos movimientos.
Ernesto. Sin duda estoy de acuerdo, el tema es complejo. Yo viví muy de cerca todo esto, porque conocí a todas las personas que tú has señalado. Tuve la suerte y la oportunidad de conversar con ellos. Los dirigentes que encarnaron la llamada Tercera Vía y su creador el importante sociólogo Anthony Giddens no cometieron solo errores, ellos lograron en muchos aspectos detener el impulso conservador a principios del siglo XXI. Aportaron una renovación necesaria del Estado de Bienestar. Pero estoy de acuerdo y lo he escrito, que hubo una especie de ilusión óptica durante este período y se pensó que la economía andaba bien, entonces la recuperación frente a la revolución conservadora de Thatcher y de Reagan tenía que hacerse de una manera extremadamente cuidadosa para no interrumpir el crecimiento económico. Yo creo que en eso hubo errores. Hay una parte que es estructural, es decir, la clase obrera europea estaba bastante perdida con el hecho de que hubiera descentralización, desconcentración de la producción y que a las empresas les resultara más barato producir fuera de Europa y eso tuvo un efecto muy grande. Pero muchos líderes –que tuvieron también virtudes, que hicieron cosas importantes–, no tuvieron la capacidad de ver eso y se llegó al 2008 y al 2009 de la manera en que se llegó, tan inesperadamente.
En esa crisis se pensaba que, a lo mejor, el capitalismo se iba a autorregular…
Ernesto. Pero el capitalismo nunca se autorregula. Si al capitalismo lo dejas suelto, termina en una crisis grave. Después tiene que venir la política a resolver los problemas, como hubo que hacerlo en el 2008 y 2009. Hay una parte de eso que es cierto y que nos tiene que alertar completamente para el futuro. Es decir, yo creo que aquí, quienes estamos por realizar cambio, progreso, mayor igualdad, siempre en libertad, tenemos que tomar muy cuidadosamente la lección de esos años, porque la lección de esos años no es una buena lección.
Ignacio. Las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e institucional. Ya lo hemos dicho y lo reitero. Por lo tanto, el Estado, las instituciones, la forma de intermediación política, es muy importante. Esto que estamos diciendo es muy consistente con la gran escuela que se impone en las ciencias sociales, en la ciencia política, en las ciencias económicas, en los últimos 30 años, que es el neo institucionalismo. Esta reflexión partió con Douglass North, Premio Nobel de Economía, en 1990: “Institutions do matter”, dijo en esa oportunidad, es decir, las instituciones importan. Desde la economía, una persona de esa calidad intelectual y académica hace 30 años concluye en que los mercados no se autorregulan y que las instituciones son importantes. En la ciencia política, ha sido la gran tendencia en los últimos 20 años, como lo expresa el libro de Robinson y Acemoglu, ¿Por qué fracasan los países?, y es que al final lo que importa son las instituciones. Levitsky y Ziblatt, por su parte, tal como decíamos, en ¿Cómo mueren las democracias?, vuelven al tema de las instituciones.
Ernesto. Agregaría una literatura europea que es muy importante sobre la materia. Por ejemplo, Pierre Rosanvallon acaba de publicar un libro que se llama El siglo XXI: El siglo del populismo, sobre estos mismos temas. En muchos autores norteamericanos veo una tendencia muy fuerte en relación a las instituciones y, claro, tienen razón. Las instituciones son fundamentales. Pero, por otra parte, es fundamental la cultura democrática, la otra parte del asunto. No sacamos mucho con tener instituciones si no tenemos una cultura democrática que vaya imponiéndose, una forma de ser. Lo que decía Tocqueville a fines del siglo XVIII, comienzos del siglo XIX, cuando hablaba de que la democracia necesita una cierta textura democrática, es decir, una cultura democrática. Esta cierta textura tiene que ver con la relación horizontal entre sus miembros. Y esto es algo que está, por decirlo así, junto con las instituciones, pero más allá de las instituciones. Y creo que esto de la textura democrática es una cosa que sigue vigente muy fuertemente.
En Chile se habla mucho hoy de las instituciones, de su fortaleza o debilidad para resistir la crisis múltiple…
Ernesto. En Chile hay instituciones que están muy golpeadas, pero tienen una fortaleza que les permite resistir. Pero la textura democrática, yo creo que está también muy golpeada. Entonces, al mismo tiempo de recomponer la institucionalidad, tenemos que recomponer la textura, la cultura democrática. Fernando Savater tiene otra frase magnífica cuando le preguntan si él es partidario de la globalización. Y él dice: “Sí, yo soy partidario de la globalización en el sentido que uno es partidario de la electricidad. Pero ser partidario de la electricidad no significa necesariamente ser partidario de la silla eléctrica”.