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—He tomado algo hermoso de la naturaleza y lo he destruido, lo he fragmentado y he obtenido placer en ello. Ahora, tomaré los pedazos de mi creación y los daré al mundo para mi propia supervivencia; eso, queridos míos. —Dirigí la vista alrededor hablándole a un público inexistente en medio del local vacío—. ESO es el arte.
Abandoné ese lugar, salí de sus vidas y no volví a saber nada de ellos. Pero todos los días de mi existencia, al mirarme en el espejo, recuerdo esa noche aciaga en la que me fue concedida la vida y la deliciosa sensación del delito, de la destrucción ruin y de la creación de algo nuevo.
6
—Te ves cansado.
Sé perfectamente cómo se siente una resaca: una vez que te has dejado llevar y te has entregado a tus excesos con fruición, el peor castigo es vislumbrar esas primeras luces del alba que amenazan con echarte encima de repente toda la realidad de la que has estado intentando escapar. Es lo peor. Ser testigo de que el mundo no terminó simplemente porque lo deseaste e hiciste lo posible para que sucediera, ver cómo todo retoma su cauce mientras sigues muriendo por dentro, saber que la vida continúa y todo vuelve a comenzar allá afuera, muy a tu pesar.
—Por primera vez en años veo que estás envejeciendo, ¿puedes percibirlo tú también? ¿O esa lucecita de neón ha logrado nublar todos tus sentidos ya?
Dicen que hubo un tiempo en el que todo estuvo en tinieblas, unos días, años quizá, en los que ningún ser humano pudo haber sobrevivido al frío y a la penumbra. Yo podría vivir con eso, pero no logro siquiera imaginar un mundo en el que esas deprimentes luces primeras del alba durasen eternamente.
—Recuerda siempre quién eres, no te pierdas para siempre. Me gusta pensar que aún estás a tiempo. Que no todo está perdido.
También nos habla la historia antigua de una expulsión del paraíso y de lo que sucedió después, de la ordalía, del castigo divino y de la inevitable venganza celestial. Pero no se conocen antecedentes de una expulsión del infierno y por tanto nada se sabe acerca de la manera correcta de enfrentarla.
Al principio caminé sin rumbo, ya no quería saber nada de vicios, ladrones y putas; ni siquiera sentía la necesidad de buscar a Roberto, que había sido mi bastón en los tiempos difíciles que se sucedieron al comienzo de mi errar por el mundo. Comprendí que esta vez debía caminar solo, supe que, en lugar de buscar otras miradas para verme reflejado en ellas, lo mejor sería dirigirme hacia adentro, confrontarme y lidiar con mi infierno personal antes de encontrar los avernos terrenales a los que, lejos de intentar esquivar, me había aproximado con avidez.
No recuerdo por cuánto tiempo caminé, pero me acuerdo exactamente del lugar en el que decidí parar para descansar. Era una grieta entre dos rocas en la parte más alta del Parque Nacional, un sitio al principio de la montaña que por su hostilidad y lejanía hacía improbable el encuentro con otro ser humano. Hasta ese momento había evitado llegar a un punto tan remoto por ese mismo motivo, debe recordar quien siga el relato con atención que yo era un ser gregario, necesitado de compañía y aprecio. Pero después de las experiencias que he referido, se me antojaba que en un lugar así podría encontrar el sosiego, rodeado de naturaleza, sin miradas a mi paso, sin encuentros fugaces, sin personas, sin palabras.
El verde lo cubría todo hasta donde alcanzaba la vista; ratas, conejos y a veces gatos monteses aparecían como única compañía para romper un poco el silencio; devoré todo tipo de hongos y frutos pese a no tener forma de saber si eran o no venenosos, bebí agua de una pequeña cascada que se encontraba lo suficientemente distante y escasa de cauce como para no hacer un ruido que pudiera distraerme de mi objetivo. Pero, ¿cuál era mi objetivo? ¿Lo sabía siquiera? Todo lo que pasaba por mi cabeza es que estaba harto de lo mismo, harto de la ciudad, de la gente y del camino que había elegido. ¿Lo había elegido? ¿Había tomado una decisión alguna vez en mi vida? Ahora creo que no, que simplemente me dejé llevar por la corriente de los acontecimientos, que nunca fui consciente del momento en el que la vida me ofreció una disyuntiva, que no vi exactamente la bifurcación que se abría ante mí y que tomé por el camino más largo y tortuoso, pagando las consecuencias hasta hoy.
—Te escondiste cobardemente en una roca. Jamás saliste de allí, aunque físicamente lo hayas hecho. Sigues oculto, apartado del mundo. ¿Qué esperas encontrar?
Me escondí cobardemente en una roca, es cierto. ¿Qué era, entonces, lo que buscaba? La nada. Un escondrijo en el cual no existiesen vestigios de mi existencia ni testigos de mis felonías, en el que estuviese a salvo de la maldad y de la venganza de los hombres, de mi propia maldad instigada por el deseo y por la imposibilidad de establecerme, de conformarme, de amar.
Días y noches buscando la nada, tratando de matar pensamientos y recuerdos, sometido a las privaciones que ofrece un lugar así, como si esa fuese una manera de purificar el alma, de expiar los pecados. No lo es, de ninguna manera. Tal vez para los monjes tibetanos, quizá para los ermitaños, pero yo era una máscara sin sustancia espiritual; seguía siendo lo que era, aún allí. Un bicho de ciudad, una alimaña, un vago, débil como ninguno, esperando la menor oportunidad para volver a las calles y rodearme una vez más de crimen y obscenidad, para mezclarme con seres vulgares como yo, para iniciar otra vez el círculo vicioso del pecado y el remordimiento.
Nunca logré llegar a lo que muchos llaman meditación, no tuve lo que otros definen como epifanía o una experiencia parecida de descubrimiento interior, nunca me encontré porque jamás pude acallar esas voces: aún en el fondo de la grieta, en esa nada, en mitad de la noche y sufriendo dolores y ausencias, permanecía irremediablemente despierto al mundo por esa mala costumbre de pensar. Sin quererlo pensaba en las cosas, mencionaba sus nombres y entonces aparecían de la nada y allí estaban, ante mí. Descubrí que nunca estaría en paz mientras estuviese bajo el influjo del lenguaje y deseé con todas mis fuerzas llegar al autismo total, jamás haber conocido códigos, signos ni representaciones, ser un animal sin alma tal como esas ratas que están en todas partes buscando únicamente saciarse y salvar su vida, sin pensamientos, arrepentimientos ni culpas.
—Deja de ignorarme. En toda tu vida no has hecho más que evadirte por la culpa que te carcome, escapando como una de esas malditas ratas. Asume tus actos, enfrenta tu vida. ¡Mírame, pequeña rata!
Aún diré algo más sobre las ratas, ya que viene al caso. ¿Se han fijado que miramos a casi todos los animales de manera compasiva, exceptuando algunas especies como las ratas y tal vez las hienas? No les concedemos siquiera el beneficio de la duda con respecto al hecho de que son especies enemigas que roban, que matan y que causan desgracias por doquier. Son una plaga. Si existe un Dios, eso es lo que debe pensar acerca de la especie humana. Por mi parte, era hora de dejar de hibernar como un oso y volver a ser una rata. De repente me vi regresando de mi exilio aferrándome a las paredes de mi cabeza, esas que contenían los pensamientos de los que no pude escapar, como la rata que se empeña en salir por la inmunda tubería hasta la superficie. Mientras lo digo en voz alta y lo escribo, puedo sentir a Eva afilando sus dardos, que dan invariablemente en el blanco con precisión quirúrgica.
—Vaya, el roedor sale de su agujero. Espero que dejes de divagar y que cuentes la historia real, la que vine a leer y a escuchar.
—Mira quién habla. La mujer que vendía a su hermana en los bares.
—Eso es lo que tú crees. Además, yo asumo lo que soy. Tú, en cambio, eres incapaz de enfrentar las consecuencias de tus actos.
—Déjame en paz, escribiré lo que me venga en gana. Es mi historia.
—No, no lo es. Todo lo que has hecho es plantear tu incertidumbre acerca de tu propia identidad. ¿Cómo puede ser tu historia si no sabes ni siquiera quién eres en realidad? Siempre he dicho que el hecho de que tú no recuerdes o no quieras recordar algo, no quiere decir que no sucedió. Más te vale que lo cuentes todo, no más evasiones.
CAPÍTULO III
1
Todo lo que los movía era el dinero. El dinero fácil, por así decirlo. Circulación de moneda falsa, saqueos, robo de mercancías en supermercados, asalto a mano armada en el transporte público, toda una red dedicada al hampa. Su centro de operaciones era la Zona Ocho, un amplio sector comercial en el que confluían por igual ricos y pobres, oficinistas dedicados y vagos irredentos, intelectuales y analfabetas, borrachos de toda calaña, estudiantes, vendedores y estafadores. Todas las criaturas de esta ciudad han pasado alguna vez por allí, aún cuando solo fuese para hacer compras en las tiendas de abarrotes o de ropa, o para evadir la rutina por medio de una noche de juerga en las discotecas del lugar.
Al regresar de mi exilio en las rocas, me acerqué a la Zona Ocho como para reconciliarme con el mundo. Al principio, y casi me avergüenza confesar la frivolidad que me llevó a curiosear por allí más de la cuenta, me detuve a observar la belleza de las mujeres que por allí circulaban. Teniendo en cuenta que llevaba mucho tiempo aislado y que en mis peripecias por los bares del centro prácticamente no había conocido más que prostitutas y drogadictas famélicas, no era extraño suponer que una buena manera de hacer las paces con la humanidad era someterme a la observación de aquellos especímenes que constituían a simple vista lo mejor de nuestra especie. Largas piernas, escotes pronunciados, caderas anchas, miradas lascivas, sonrisas perfectas, de eso estoy hablando. Nada de buenas personas, nobleza, solidaridad, gran corazón, nada de esas engañifas que no se pueden ver y que son prácticamente imposibles de encontrar. Carne, materia pura y dura. Superficie y nada más.
Sin embargo, por alguna extraña razón, las mujeres que a menudo dejan huella en mí son aquellas que en una primera impresión no me parecen particularmente atractivas, esas que a simple vista no me hacen contener la respiración ni volver la mirada para contemplarlas largamente. Debo aceptar entonces que hay algo que va más allá de la atracción física, de la liviandad de la belleza, de la gracia sin esencia que nos atrae a todos en el primer momento; pero no era eso lo que yo buscaba entonces, no quería relacionarme sino contemplar, no buscaba aventuras, quería simplemente comenzar a entusiasmarme de nuevo con lo que tenía alrededor, utilizando como medio el placer de admirar la belleza, ni más ni menos.
Ocurrió una tarde, a la segunda semana de estar merodeando por allí, cuando ya estaba pensando en tomar otro rumbo o aún en regresar al hogar materno, dado que todo escaseaba y las tripas reclamaban. No era una belleza como las que acostumbraba ver a la entrada del complejo comercial cercano a la plaza. Venía mal vestida y no exhibía piel por ningún lado de su atuendo, pantalón negro y chaqueta gris, una de tantas, pensé; y de pronto, cuando mis ojos terminaban de sondear su vestimenta hasta llegar a su rostro que con una mueca de desagrado examinaba lo que tenía a su alrededor, se encontraron con los suyos, que, oscuros como la noche, volvieron a enfilar adelante con indiferencia. Con eso bastó. La seguí por las escaleras hasta el segundo piso, tenía al alcance de la vista su cabellera desordenada y su pequeña y frágil complexión, pero quería volver a ver esos ojos, escrutarlos, mirarme en ellos.
Sin darme cuenta, la había seguido al baño de damas y como por reflejo, para disimular lo que estaba haciendo y no parecer un pervertido, ingresé al baño de hombres, que estaba enfrente. Miré al espejo instintivamente y allí estaba: toda mi miseria, el triste reflejo de mis desventuras se me presentaba allí; no me miraba a un espejo desde la última vez que había dormido en una habitación, antes de mi huida del infierno, y no me reconocí ante esa parodia de mí mismo, que lejos de ser divertida o interesante se me antojaba grotesca y muy distante de aquella imagen que conservaba de un pasado remoto, difícil de ubicar cronológicamente, en el que, inocente y confiado, creía saber exactamente quién era y qué deseaba de la vida. Lejos estaba de imaginar entonces a ese ser que se plantó delante de mí, tan desposeído de sí mismo, convertido en un desconocido reflejo de la autocompasión, entregado a la contemplación de los restos de lo que ha sido su vida, rumiando la desgracia que le aqueja con gran desprecio por la propia valía, solo y derrotado, sucio, extremadamente flaco, los ojos pequeños y hundidos bajo la mata de pelo que había crecido en el cráneo y en el rostro. Mirando con atención, aún se percibía la horrible cicatriz bajo la barba descuidada y una triste fatiga en la mirada de aquel ente en el espejo. No era, no podía ser yo. Tuve que apartar la vista y salir de allí pero no tuve fuerzas para ir más allá; me recosté en la pared del pasillo que daba a la entrada de los baños y me metí la cara entre las manos, no podía soportar la persona que había visto, el ser en el que me había convertido.
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