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—Bueno, chicos —añadió madre con una sonrisa—, es hora de obedecer mis órdenes.
—Diga qué desea, tía Laura —respondió veloz Helmo.
—Acercaos los dos a la tienda de los Thelen. Os darán un paquete con queso y algo de fiambre. Tú, Gabriel, ve a la pastelería a por dos panes grandes. Aquí tenéis el dinero.
Gabriel y Helmo lo cogieron. Mientras, padre y el tío se levantaron y dieron por terminada la reunión. Salieron hacía la carpintería y los acompañamos.
—Padre, me gustaría acompañaros a la estación para despediros. ¿Me dejarás ir? —pregunté acercándome a él y separándome unos metros de Helmo.
—Pequeño Simon, no creo que sea necesario. Nos vamos muy temprano, hará frío y no me apetece despertarte.
—Bueno, tienes razón —respondí poco convencido.
—Prometo traerte un libro de esos que tanto te gustan.
En fechas señaladas solía regalarme libros de historias, poesía e incluso de anatomía y medicina básica. Mis autores favoritos eran los hermanos Grimm. Cuando el tiempo me lo permitía, podía pasarme tardes enteras leyendo en el bosque, bajo mi árbol centenario.
—No hace falta, padre. Con que volváis pronto es suficiente.
—Desde luego que sí, Simon. Ahora id a cumplir el encargo que os ha hecho vuestra madre.
Padre movió la cabeza en señal de aprobación y me dio un beso. Fue extraño, él me daba pocos, muchos menos de los que me hubiese gustado. El tiempo se ralentizó y disfruté de aquel beso por un tiempo mucho mayor. Sentí sus labios en contacto con mis mejillas y su aliento cálido en mi piel. El olor de hombre, de hombre fuerte, curtido en mil batallas. Los hombres no se dan besos entre ellos..., pero aquella tarde lo hizo. Me besó. No existía en la historia de la literatura un beso que pudiese igualar al que mi padre me dio. No sé si él se lo imaginaba siquiera —yo desde luego no—, pero aquel sería el último beso que me daría. Así que, tristemente, con el paso de los años, comprendí que fue un beso de despedida.
CAPÍTULO 2
Helmo y yo obedecimos a madre y salimos hacia la casa de los Thelen, mientras que Gabriel se marchó a por el pan. Nuestro destino estaba en el centro del pueblo, bastante cerca, así que rápidamente habíamos terminado: recoger, pagar y vuelta a casa. Durante el paseo pude hablar con mi primo. Era un chico guapo y fuerte de ánimo. De pequeño perdió a su madre por una enfermedad y tuvo que dejar la escuela para ayudar a su padre en el negocio. Por entonces se había convertido en un albañil experto y mi tío delegaba en él muchas tareas. Tenía las manos fuertes como las de los adultos, pero el cuerpo de un adolescente.
Helmo me contó que ya tenía varias pretendientas en el pueblo, pero que su amor era para una joven muchacha llamada Inga. Yo la conocía de vista, porque ella iba a la escuela y acudía a todos los eventos del pueblo. Conocía personalmente a su hermano, se parecían bastante, pero para mi gusto él era más guapo. Yo nunca había hablado con Inga. Helmo estuvo trabajando varias semanas para su familia, reparó parte del techo hundido por el peso de la nieve, y allí la conoció. Estaban enamorados y hasta la había besado.
Por aquel entonces yo aún no había conocido a nadie especial, vivía tranquilo y gozaba de las pequeñas cosas. No había besado a otra persona que no fuese de mi familia. No existía todavía ese alguien que me impresionase, ese por quien perder la cabeza. No sabía en qué podría consistir estar enamorado, cómo te podría atrapar mental y físicamente una persona.
El caso es que Helmo estaba tranquilo por el viaje de nuestros padres. Estaba seguro de que todo iría bien. De vuelta a casa, pasamos cerca de la sinagoga y decidimos hacer una visita de incógnito a nuestros padres. Allí estaban todos los que solían acudir a las asambleas. Pude ver al profesor Richter, que sacudía el puño y alzaba la voz, muy enfadado. «¿Por qué motivo un hombre tranquilo y calmo como él se comportaba así?». Padre también se mostraba enfadado. Todos lo parecían, no se asemejaba a una reunión habitual. Algo se estaba cociendo y yo no me estaba enterando de nada. Helmo decía que se avecinaban tiempos difíciles para los comunistas de la zona, ya que el nuevo canciller quería imponer duros cambios a toda costa. Me sorprendía que supiese tanto al respecto. Se posicionaba claramente en contra de ese personaje llamado Adolf, que tenía el mismo nombre que el pastor alemán de un anciano vecino. Ese canciller odiaba a los judíos y era el jefe del partido nazi. Creo recordar que en alguna asamblea de mi padre escuché a alguien mencionar a este Adolf y, a continuación, furiosos comentarios en su contra. Pero todo eso no era para mí, no le prestaba demasiada atención a la política. Por el contrario, era muy agradable escuchar a Helmo. Me gustaba mucho su presencia y su sapiencia sobre la coyuntura política. Aprendí de él en cierto sentido.
Al llegar a casa le dimos el paquete a mi madre, que ya estaba preparando la cena. Lo abrió y nos dio un trozo de embutido en señal de agradecimiento por los servicios prestados. Mi paladar lo agradeció. Luego preparamos la mesa para la cena, salimos y nos sentamos en la entrada a casa, sobre la hierba, a esperar a mi hermano y a nuestros padres.
Gabriel tardó un poco más de lo habitual, ya que, según nos confesó, había pasado un rato en compañía de su amada Sonja. Traía cara de pocos amigos. Él le había declarado su amor, había aproximado los labios a los de ella y se fundieron en besos y abrazos. Pero la madre de ella los descubrió y montó en cólera. Mi hermano era un chico serio, pero la madre pensaba que no era ni el momento ni el lugar apropiado para besarse. Directamente lo echó. A la mañana siguiente, mi hermano iría para pedir disculpas. «¡Qué manera más tonta de arriesgarse a perder el trabajo! Con la cantidad de rincones ocultos y tranquilos que se podían encontrar en las afueras del pueblo...».
Como padre y el tío no llegaban y fuera hacía frio, decidimos entrar en casa. Mi primo fue a la habitación donde tenía su maleta y sacó una baraja de cartas para que jugásemos al Schwarzer Peter, el juego donde todas las cartas tienen pareja, menos una: el «Pedro negro». Era gracioso, yo me podía considerar esa carta. Así pasaría el tiempo más rápido. Jugar a las cartas no era una actividad que me gustase demasiado y, además, no solía participar, pero sería agradable hacerlo los tres. Jugamos unas cuantas rondas, de las cuales no gané ninguna. Madre pasó dos o tres veces ofreciéndonos unos buenísimos trocitos de queso. Me esforcé por obtener alguna victoria, pero fue en vano, mi trofeo fue el queso que me comí. El campeón fue mi hermano. Creo que el bueno de Helmo se dejó ganar en la última partida para levantar el ánimo de Gabriel. Por momentos lo consiguió.
Al rato, llegaron, cansados, padre y el tío.
—¿Cómo están los hombres de la casa? —preguntó padre.
—Muy bien. Hemos jugado a las cartas —le respondí yo, animoso.
—¿Tú jugando a las cartas, Simon? —dijo extrañado.
—Bueno, lo he intentado. Pero, como pasa siempre, he perdido.
—Lo importante, hijo mío, es participar y pasar un rato entretenido sin pensar en nada más.
Eso era verdad, ya que mientras había estado concentrado en las cartas no había reparado, ni un solo instante, en la marcha de padre. Supuse que Gabriel tampoco habría pensado en la madre de Sonja.
Mi madre tenía lista la cena: patatas con tomate y carne. Era una cocinera extraordinaria. A lo largo de mi vida nunca he probado nada que igualara su saber hacer en la cocina. Nos sentamos y comenzamos a cenar. Solo se escuchaba el ruido de los tenedores y cuchillos al tocar los platos y a mi primo que sorbía el caldo de tomate. El mutismo durante la cena hizo que me pusiese un poco nervioso. Miré a todos y cada uno de los mudos comensales y parecía que nadie tuviese la intención de abrir la boca a no ser para comer.
—Eres excelente, mamá —afirmé para agradecerle su esfuerzo y, de paso, romper un poco el hielo. Los demás secundaron mi opinión.
—Eres un prodigio, amada mía —añadió padre, dando muestras de cariño. Madre lo miró con devoción y le dedicó una sonrisa.
—Oh, gracias. —Noté que se sonrojó—. Es lo mínimo que puedo hacer por vosotros. Además, disfruto mucho —dijo ella un poco colorada.
—Padre, ¿a qué hora partiréis hacia la estación? —preguntó mi hermano. Mi habilidad para romper el silencio tuvo éxito.
—Hemos quedado con el profesor Ritcher y con algunos más a las tres en la plaza. El tren parte a las seis y media, pero no queremos llegar tarde. —Padre era puntual. No le gustaba llegar tarde. Siempre salía con antelación por si surgía algún imprevisto. Decía que era de muy mala educación hacer esperar a los demás.
En aquel momento sonaron dos fuertes golpes en la puerta. Todos dejamos de masticar o beber y yo casi me atraganto. «Pero, ¿quién podría ser a esas horas?». Los golpes volvieron a sonar, más fuertes. Padre miró a mi tío, dejó los cubiertos en la mesa y se dirigió hacia la puerta de madera. Hice ademán de levantarme para ver quién era, pero mi tío me lo impidió con una potente mirada. Todos nos giramos hacia la puerta. Se oyeron gritos de padre y de más personas. Observé cómo mi tío cogió un cuchillo y lo escondió entre sus piernas.
Me sorprendió ver entrar a un par de hombres con mala cara. Eran de la Gestapo. Iban vestidos de negro, con abrigos largos y sombreros de ala ancha. Uno era alto y fuerte y el otro todo lo contrario. Pero el que daba órdenes debía de ser el pequeño. Padre entró tras ellos, acompañado por un tercero. Tenía expresión de dolor. ¡No podía creer lo que estaba viendo! Padre tenía los brazos cruzados a la fuerza por detrás de la espalda. El último hombre lo llevaba esposado. «¿Por qué?».
El tío Gustav se levantó y, sin mediar palabra, golpeó en la cara al policía bajito, que era el que tenía más cerca. Su fuerte puño impactó con tanta fuerza en su mandíbula que cayó de bruces en el suelo y el sombrero voló por los aires. Tío lo levantó del suelo cogiéndole por la pechera y colocó el filo del cuchillo en su garganta. El policía agredido estaba un poco inconsciente, con los ojos en blanco y sangrando notoriamente por la boca. El agente alto y fuerte se movió con rapidez y agarró al tío con una maniobra asombrosa, que hizo que su cara se estrellase contra el suelo. El cuchillo rodó hasta mis pies. La rodilla del gigante reposaba con firmeza encima de la espalda del tío, que, inmóvil, gritó de dolor. Lo esposaron. Mi hermano levantó los brazos en un ademán de rendición y mi primo le siguió. Yo no me moví. No pude. Mi resorte no se activó. El cuchillo seguía a mis pies, pero no lo cogí. Todo pasó muy rápido, demasiado. Mi cuerpo estaba paralizado, en parte por la sorpresa y en parte por el tremendo miedo que aquellos hombres me hicieron sentir.
Cuando el bajito se recuperó empezó a hablar a gritos, terriblemente enfadado, mientras se limpiaba la sangre con un pañuelo inmaculado hasta ese momento.
—¡Malditos comunistas del demonio! —nos gritó.
Padre quiso hablar para defenderse, pero no pudo. Recibió un puñetazo en el estómago y cayó de rodillas maniatado. El agente golpeado se colocó enfrente de él.
—Escoria comunista, no eres ni tan siquiera capaz de defenderte en tu propia casucha. Me dais tanto asco... Todos los de vuestra calaña sois iguales. Os merecéis lo mismo. ¡Todos!
—Pero, ¿qué está diciendo? Somos una familia humilde y honrada que sobrevive gracias al trabajo que realizamos con nues...
No consiguió terminar de hablar. El bajito enfadado le propinó un rodillazo en la cara.
—¡Encima pretendes mentirme! Así sois, no lo podéis evitar. Quiero hacerte daño. Me das tanto asco que solo tu presencia me produce arcadas. Pero no solo tú, todos los que son como tú —añadió mientras nos señalaba—. Sois como una plaga, como la peste. Ninguno de vosotros deberíais haber existido. —Volvió a mirar a padre—. Pero ya que estás aquí, te utilizaré. Yo me encargaré de destrozaros, de eliminaros. Será divertido veros sufrir. Así pagaréis por lo que sois. —Se dirigió a nosotros—. Lástima que, por ahora, solo nos llevaremos a estos dos. Pero tened cuidado, niños, porque sabemos suficiente de vosotros.
Fue en aquel momento cuando rompí a llorar. De rabia, de miedo, de impotencia. Estaba saboreando un sentimiento nuevo: la ira. Quería golpear a esos soldados hasta que me pidieran piedad.
—Niñato llorón, ¿no te gusta lo que le pasa a tu padre? —me preguntó aquel miserable.
—No, en absoluto. Déjele, por favor. Se lo suplico.
—Idiota —rio—. Tu padre y su hermano son unos agitadores revolucionarios en contra del pueblo alemán, como tantos otros en este miserable pueblo. Por eso nos los llevamos, para interrogarlos con tranquilidad. Tenéis suerte de no venir vosotros también.
Vi que Gabriel cogió un tenedor que estaba sobre la mesa e imaginé con facilidad sus intenciones. Al igual que el agente bajito, quien, rápido como el viento, con un brazo le apretó el cuello y con el otro le cogió la mano y se la estrujó con una fuerza asombrosa. Mi hermano no podía chillar, se estaba poniendo morado. Se escuchó cómo se rompió la muñeca de Gabriel. El agente lo soltó y en aquel instante mi hermano también lloró desconsoladamente de dolor. Madre acudió a sostenerle la mano.
El furioso agente nos volvió a señalar a todos con desprecio, incluida mi pobre madre, que retenía con dignidad sus lágrimas.
—Para mí sois la misma basura, pero con distinta edad —afirmó con arrogancia—. No os puedo ver sin sentir repugnancia. —Miró fijamente a Gabriel—. Espero que hayas aprendido la lección. La próxima vez te romperemos los brazos y las piernas.
Hizo una señal a los otros, que contemplaban la escena sin inmutarse, para que sacaran a padre y al tío de la casa. Debían de estar acostumbrados al brutal comportamiento de su superior. Resignados y sin poder defenderse, ambos fueron sacados a empujones y patadas. El infame agente se dirigió a la puerta, giró la cabeza y, sonriendo, desenfundó su pistola y nos apuntó con ella. Me temí lo peor y apreté con fuerza mis molares, mientras temblaba ante el posible fin de nuestras vidas.
—Pum, pum, pum, pum. Terminad y disfrutad de la cena, quizá sea la última. ¿Quién sabe si pronto volveremos a por vosotros...?
Guardó su arma y salió de casa dando un terrible portazo. Nadie dijo nada, solo llorábamos. Se escuchó el motor de una furgoneta que arrancaba a lo lejos. Recuerdo que me asomé a la ventana, apartando con sutileza la cortina, y tras limpiar mis lágrimas pude ver cómo metían a empujones al tío dentro y cómo golpearon todos varias veces a mi padre, hasta que este cayó. No se levantó. Entre dos agentes lo agarraron de los brazos y los pies y lo tiraron dentro, como si fuera un fardo. Por una ventana de la furgoneta pude distinguir la cara ensangrentada del profesor Ritcher.
«¿Qué habrían hecho mi padre, mi tío y el profesor para que unos hombres de la policía les pegasen y se los llevaran detenidos?». No podía pensar con claridad. Todo estaba borroso en mi cabeza. No entendía nada. Nada. Yo era un adolescente que había contemplado la violencia pocas veces: cuando Hansel me golpeaba gratuitamente, las veces que se peleaba con cualquiera o cuando me forzaba a pasear por el bosque. Verla así de contundente y en toda su crudeza me causó tal horror que todavía hoy temo a determinados hombres.
Aún puedo escuchar el llanto desgarrador de mi hermano. Aún puedo sentir la vibración de la mesa por los golpes que mi primo le daba con la cabeza. Aún puedo ver las lágrimas cayendo suavemente por las mejillas de mi angustiada madre. Aún siento el dolor de la forzada ausencia de mi padre.
Durante aquella noche dolorosa y gris no pude dormir; de hecho, ninguno lo hicimos. El tormento y la incertidumbre nos lo impidieron. Todos teníamos algún dolor: Gabriel en la mano, Helmo una pena transformada en ansiedad, mi madre solo tormento en el alma y a mí me dolía el estómago por los nervios.
Madre ni tan siquiera se puso el pijama. Estaba sentada callada en una de las sillas del comedor. Recogió los platos y la comida sobrante, y limpió las manchas de sangre del suelo. Algunas eran de padre, otras de mi tío y otras de sangre nazi. Después nos indicó con pocas palabras que nos fuéramos a nuestras habitaciones a descansar, pero fue imposible. Ella estaba profundamente rota, hecha añicos, cual espejo que cae desde lo alto de la pared y se golpea sin remedio contra el suelo. Sus restos anímicos estaban esparcidos por todo el comedor. Helmo estaba mal y parecía sentirse desorientado. Además de la pérdida de su madre, aquel día le habían arrebatado a su padre, su único referente afectivo. No paraba de llorar, pero en silencio. Claramente estaba en estado de shock. Intenté hablar con él, pero prefirió estar solo, no necesitaba compartir su dolor. Era suyo y de nadie más. Gabriel ya estaba más calmado, aunque seguía sintiendo grandes dolores en la muñeca. Sudaba, estaba frío y parecía que tuviese gripe. Madre se la había sumergido con ayuda de un gran cuenco. Luego se la vendó y él, poco a poco, recuperó el color de piel y se secó la frente. Mi madre, de nuevo, se volvió a sentar.
Yo me encontré sin saber qué hacer ni qué decir. El dolor del estómago era persistente y por momentos lo acompañaba una presión en el pecho. Intenté respirar lento y profundo para calmarlos. Cuando el sinsentido te arrebata a tu padre en la privacidad y seguridad de tu hogar, lo pierdes todo. Pero algo había que hacer, teníamos que reaccionar. Debía intentar animar a mi hermano.
—Gabriel, debemos ir a casa del doctor Hartwig a que le eche un vistazo a tu muñeca.
—No creo que sean horas para molestarle —respondió apretando los dientes para soportar el dolor.
—Te dará algo para mitigar el dolor. Por favor, Gabriel, vamos.
—Tienes razón. Voy a decírselo a madre. —Se levantó de su cama y salió.
—¿Puedo acompañarte, Gabriel? —No quería dejarlo solo.
—Sí, claro. ¿Vienes tú también, Helmo?
—Yo no quiero ver a nadie, primo. Solo a mi padre. Quiero encontrarlo y que vuelva conmigo, pero tengo la certeza de que ya nunca lo volveré a ver, ni vosotros a vuestro padre. Lo siento, de verdad, lo siento mucho —afirmó mientras se limpiaba las lágrimas con el puño de su camisa.
—Helmo, antes de lo que piensas los tendremos aquí con nosotros. Habrá sido una confusión. Y ten por seguro que esos policías pagarán por lo que nos han hecho. Nuestros padres son buenas personas, así que pronto los soltarán —le expliqué intentando calmarlo. Gabriel entró de nuevo a la habitación.
—Vámonos. Todos. ¡Ya! Andando —ordenó mi hermano elevando un poco la voz para hacer reaccionar a Helmo, mientras se sostenía con la mano izquierda la derecha.
Yo estaba en la puerta de la habitación dirigiéndome hacia el comedor cuando Helmo habló:
—Siento desobedecerte, primo, pero no voy a acompañaros. Id sin mí, por favor. Dejadme aquí. Estáis ciegos si pensáis que volverán.
—Pero, Helmo, ¿qué vas a hacer aquí solo? Ve por lo menos con nuestra madre —insistió Gabriel.
—Déjalo. —Helmo estaba decidido a no venir—. Aquí estará mejor —añadí.
—Está bien, como quieras. Necesito que me mire la muñeca el médico lo antes posible. Iremos rápido y volveremos antes de una hora. Salgamos ya, Simon. Mientras tanto, intenta descansar, primo.
Nos despedimos de madre y, antes de salir, esta nos entregó un sobre para la mujer del doctor. Le aterraba la idea de que nos cruzásemos con algún soldado nazi y por eso nos pidió que tuviésemos mucha cautela. Y así lo hicimos.
Caminamos rápidamente en la fría oscuridad de la noche y sin hablar para poder escuchar cualquier sonido extraño que nos hiciese desconfiar. Los pasos que dábamos eran sigilosos, como los del gato que acecha. Estábamos en alerta.
Pobre padre. Cuánto deseé que lo sucedido esa noche fuera solo una pesadilla. Pero la realidad superaba cualquier ficción que hubiese podido leer en los libros. La presión del pecho había desaparecido, pero el dolor del estómago, no. Hacía mucho frío, pero no importaba. Durante el camino no vimos nada raro y llegamos a casa del médico. Valentín Hartwig era un hombre mayor, cristiano, alto, rubio y con una gran barriga. No era simpático, pero madre decía que era muy bueno en su profesión. Padre y él eran grandes amigos, y formaba parte del grupo que se reunía en la plaza con asiduidad. A mí me inquietaba tener que ir a verle cuando estaba enfermo. Su bata blanca me daba pavor, pero siempre fue capaz de sanarme con potingues que sabían a rayos o con dietas. Estaba seguro de que, sin pestañear, aliviaría el dolor de mi hermano y con un certero diagnóstico le pondría un óptimo tratamiento. No pude dejar de pensar en padre durante todo el trayecto. ¿Cómo estaría y dónde, qué habría hecho para que lo secuestrasen en mitad de la noche? Y, sobre todo, ¿cuándo volvería? Estaba tan preocupado por él que no sentí miedo por pasear bajo la luna con una alta probabilidad de ser atacado por algún nazi. Quizá compartía los genes valientes de mi padre.
Llamamos a la puerta despacio. Nadie contestó ni tampoco se oía nada dentro de la casa. Golpeamos de nuevo en la puerta, esta vez un poco más fuerte. Silencio. Nos miramos extrañados.
—Doctor Hartwig, somos Gabriel y Simon, los hijos de Salvator. Abra, por favor —dije en voz baja, mientras contemplaba el cálido vaho que salía de mi boca como el humo de una chimenea.
A través de una ventana, distinguimos una leve luz moverse dentro de la casa. Una figura portaba una vela por el comedor. Se escuchó el sonido de la cerradura y nos abrió la señora Marie, la mujer del médico.
—Pasad, rápido —nos pidió mientras miraba a nuestro alrededor como buscando algo en la oscuridad.
Ella era una elegante mujer, rubia, alta, de unos sesenta años. Se notaba que en su juventud fue bella y esbelta, con seguridad admirada por infinidad de hombres. En aquel momento ya andaba con dificultad, ayudada por un bastón de madera. Cerró la puerta y nos miró a los dos muy extrañada por nuestra visita.
—¿Qué hacéis aquí, chicos?
—Buenas noches, señora. Discúlpenos por venir a molestarla a estas horas, pero ha sucedido una tragedia —afirmó Gabriel.
—¿Se han llevado a vuestro padre también? —respondió abatida y resignada.
—¿También? —solté, curioso.
—Hace un rato que han detenido a mi marido.
—Sí, señora. A nuestro padre y al tío Gustav —contestó mi hermano.
—¡Y les han pegado! ¡Y a Gabriel le ha roto el brazo un policía!
—¡Calla un momento, Simon! —me gritó mi hermano.
—Tranquilos. —Cerró un instante los ojos y respiró hondo—. Sentaos, por favor —nos pidió señalando un sofá azul. La obedecimos y ella se sentó enfrente, en una butaca igual al sofá—. Contadme, ¿cómo estáis? ¿Cómo está esa muñeca, chico?
—Siento pinchazos y me quema mucho. El nazi me dobló poco a poco la mano hasta que ya no pudo hacerlo más. No puedo moverla, está como muerta —le explicó con notables gestos de dolor.
—Permíteme ver esa mano. —Ella no era médico, pero realmente lo parecía. Examinó con sumo cuidado la maltrecha mano de mi hermano.
—Te llamas Gabriel, ¿verdad?
—Sí, señora.
—¿Cuántos años tienes ya? ¿Veinte?
—No, no. Tengo dieciséis. El próximo mes será mi cumpleaños.
—¡Dieciséis! Es increíble cómo crecéis.
Mi hermano ya estaba bastante despistado con la conversación como para darse cuenta cómo la señora Marie con sus manos, con marcas evidentes de la edad y no muy fuertes, realizaba una maniobra precisa. Gabriel chilló como nunca antes, pero después, como por arte de magia, podía mover la mano.
—Perdóname, muchacho, pero no había otra solución. El policía te había provocado una luxación perilunar. No te preocupes, chico, ahora te duele mucho, pero pronto estarás recuperado.
Gabriel lloraba de dolor. Me estremecí al pensar que un agente de la autoridad pudiese infligir tanto dolor a un joven por nada.
Doña Marie nos ordenó que la siguiésemos hasta la habitación de curas. Una vez allí, le puso una férula en la mano para ayudar a su recuperación. Después le administró una inyección en el brazo para calmar su dolor. En aquel momento, recordé la carta que me había dado mi madre y se la entregué.