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—Esto es de parte de nuestra madre. —Se la entregué y ella, sin mirarla, la guardó bajo un libro.
—Me lo imaginaba, la estaba esperando. —Hizo una pequeña pausa y noté en su mirada un halo de lástima por nosotros—. Y tú, pequeño, ¿estás bien?
—Me duele mucho el estómago. Como si tuviera cien abejas enfurecidas picándome dentro.
—No te preocupes —me dijo mientras me acariciaba el pelo—. Verás como se te pasa poco a poco. Te duele a causa de la tensión de esta noche; es posible que hasta tengas problemas para respirar con normalidad. Si es así, cierra los ojos y piensa en algo que te guste, en algo bonito. ¿De acuerdo? Ahora volved a casa con cuidado, decidle a vuestra madre que he recibido su carta y dadle un fuerte beso de mi parte.
Pese a los sucesos de esa noche, aprendí mucho con la mujer del médico. Siempre tranquila, serena, segura y certera. Nos despedimos de ella y yo la abracé, agradecido por su ayuda. Volvimos a casa con el mismo sigilo que antes, pero con menos dolor; Gabriel estaba mucho mejor y yo tenía más ánimo. Solo quería regresar cuanto antes a casa y ver a Helmo y, especialmente, a madre.
Cuando llegamos no la vimos. «Qué extraño». Fui a la habitación a ver a Helmo, pero tampoco estaba. Los busqué en la cocina, en las otras habitaciones y hasta en el baño, pero no los encontré. «¿Dónde demonios se habrán metido?».
—Gabriel, madre y Helmo no están. He mirado en toda la casa y no los encuentro —dije temeroso por si hubieran vuelto durante nuestra ausencia los malditos policías.
—Mmm... No te preocupes, Simon. Seguramente habrán salido a traer más leña. —Mi hermano era muy avispado. Podía ser cierto lo que decía, ya que la chimenea estaba apagada y empezaba a notarse algo de frío en la casa. Quizá tuviera razón... o quizá no.
Así pues, decidimos sentarnos en el comedor a esperarlos. Sin hablar. Habían ocurrido muchos acontecimientos negativos en una misma noche y era difícil digerirlos todos. Sin mi madre, volvió el intenso malestar de estómago. Recordé el consejo de la señora Marie e intenté pensar en otra cosa para evadirme del dolor, las dudas y los malos pensamientos. No pude evitar recordar las tardes que pasé en la carpintería junto a padre y mi hermano. Esas en las que la potente y afinada voz de Gabriel interpretaba increíbles composiciones de Wagner, Strauss o Mozart. Lo inundaba todo con sus notas, era muy emocionante.
Escuchamos la puerta abrirse y nos giramos rápidamente para ver quién entraba. ¡Era ella! Nos miró sorprendida y con gesto de alivio. Llevaba un pequeño paquete sucio con tierra húmeda.
—¡Mamá, por fin has vuelto! Gabriel ya tiene la mano casi bien.
—Sí, madre. La mujer del médico me la ha colocado en su sitio y me ha pinchado un calmante.
—¿Has visto la muñequera que lleva Gabriel? ¡Hasta le ha puesto una inyección! La señora Marie ha sido muy amable con él, solo que el médico no...
—No estaba, ¿verdad? —dijo con seriedad.
«¿Cómo podía saber ella que se habían llevado también al médico?».
—Seguramente se habrán llevado a todos los amigos de vuestro padre, con los que solía reunirse, a todos. Los nazis son así, lo sabíamos, pero se han adelantado. —Estaba muy triste, era evidente. Levantó la mirada y, sonriendo de forma leve, continuó—: Por fortuna, padre pensó en vuestra seguridad en un caso extremo como este y enterró en el bosque esta caja. —Estábamos expectantes—. Ideó un plan de emergencia para que pudieseis escapar y estar a salvo. Estad seguros, hijos míos, de que antes o después volverán los nazis a por vosotros. —Abrió la misteriosa caja y sacó unas hojas—. Aquí tengo varias cosas: unos documentos falsos para vosotros y una hoja en la que están todos los datos que debéis memorizar a la perfección, los datos de vuestra nueva vida. También hay una dirección y un nombre. Es aquí donde tendréis que ir para estar seguros. Allí os atenderá una señora que conocemos. Es una buena persona. Esto es para ella. —Le entregó a mi hermano un sobre—. ¡Escóndete esto bien, Gabriel! Ella os aconsejará sobre lo que tendréis que hacer para integraros en vuestra nueva vida y pasar desapercibidos.
—Pero, mamá, ¿qué estás diciendo? ¡Yo no puedo vivir sin ti! ¿Cómo vamos a irnos y dejarte aquí sola? —exclamé sintiendo de nuevo el dolor en el estómago. Gabriel parecía estar de acuerdo con ella.
—Querido Simon, son momentos difíciles y no hay otra salida. No es una opción. Aquí no os podéis quedar de ninguna de las maneras. Prefiero saber que estáis lejos y vivos a dejaros aquí y que os lleven los nazis, y… —En ese punto del discurso perdió la entereza y rompió a llorar. Además del dolor, volví a tener esa presión en el pecho que me dificultaba respirar—. Lo siento, hijos míos, pero no hay tiempo que perder. Debéis coger algo de ropa y os he preparado un poco de comida para el viaje. En este sobre —se lo entregó a Gabriel— tenéis algo de dinero para el billete del tren y los primeros días. Debéis ser fuertes, sé que lo sois. Estudiaos todos los nombres, fechas y demás anécdotas que os escribió vuestro padre. —Silencio—. No volváis. Ni se os ocurra o terminaréis luchando en la guerra. ¡Dios, cuánto os voy a echar de menos! Confío en que la educación que os hemos dado, junto con el coraje y la fuerza de vuestras almas, os ayudarán en este plan. Nada puede salir mal. Será difícil, hijos, pero confiad en vosotros y ayudaos mutuamente.
No pude más y, rompiendo a llorar, me lancé a abrazarla. Me colmó de dolor y miedo pensar que iba a separarme de la persona que me había dado absolutamente todo. Ella, que me había cuidado con esmero; ella, que me había enseñado a amar; ella, que comprendía enteramente cómo era yo; ella, la que hubiera dado la vida por mí... y yo por ella. «No podré vivir sin ti», pensé entre sollozos.
—Madre, ¿dónde está Helmo? —preguntó Gabriel.
—Me imagino que seguirá en su habitación. Cuando salí estaba allí.
—He mirado por toda la casa y no lo he visto —contesté mientras me secaba las lágrimas con la mano.
—¿Has buscado bien, hijo? ¡Helmo, ven al comedor! —Pero este ni vino ni contestó—. En fin, no creo que se encuentre muy lejos, habrá salido a tomar el aire.
Nos pusimos nuestros abrigos y fuimos a buscarle para traerlo de vuelta. El frío ya no hacía mella en nosotros, estábamos tan concentrados en encontrar a nuestro primo que no reparamos en cuán gélida era la noche. Examinamos con atención y precaución toda la zona próxima a la casa, así como la carpintería y el pequeño almacén, pero no vimos ni rastro de Helmo. Volvimos a entrar en casa. Madre fue directa a mirar en la habitación donde lo habíamos visto por última vez. Sobre el pequeño escritorio de madera, que como otras tantas cosas también había construido padre, encontramos un trozo de hoja escrita por mi primo. Madre se la entregó a Gabriel para que la leyera.
No puedo quedarme aquí perdiendo el tiempo. Cada minuto que pasa se alejan más y será más difícil encontrarlos. Pensáis que van a volver pronto y no será así. Mi padre me ha hablado muchas veces de política, sobre los nazis, y sé que los han apresado por comunistas. Aquí nadie hace nada para recuperar lo que es nuestro. He ido a traerlos de vuelta. Os quiero.
Madre, con un gesto de rabia, le arrebató la carta a mi hermano y la leyó. Estaba muy afectada. Ninguno habríamos imaginado jamás que se atreviera a salir de casa. Al pensar en los problemas que podría tener mi primo, me estremecí e hice algo que nunca había hecho hasta aquel día y que nunca volví a hacer: agarré fuerte la mano de mi hermano, consciente de la temeridad de Helmo. Él me miró y respondió con unas caricias en la mía, gesto que agradecí enormemente. «Helmo está absolutamente loco».
—Maldita sea. ¿Pero qué has hecho? —exclamó madre entre triste y furiosa.
Era imposible saber dónde podría estar. Había pasado ya más de una hora desde que lo vimos por última vez, era demasiado tiempo para dar con él. Podría haber ido en cualquier dirección. Sí, Helmo estaba completamente fuera de sus cabales. Con seguridad los soldados lo habrían apresado ya y lo estaban preparando para llevárselo al frente, o en el mejor de los casos se habría perdido.
Sé que mi madre se lamentaba y se sentía culpable por no haber podido prever e impedir su escabullida. Aún sigo enfadado con él por su inconsciencia y por hacerla sentir mal.
Madre gestionó lo mejor que pudo aquella situación. Siempre fue una persona muy prudente, pero aquella noche actuó con firmeza, decisión y coraje. Los acontecimientos iban cobrando tintes cada vez más dramáticos.
—Debéis marcharos ya —dictaminó, serena, nuestra madre—. Tenéis un largo viaje hasta llegar a vuestro destino. Ojalá encontréis de camino a la estación a Helmo, pero lo dudo. Hasta que subáis al tren debéis tener mucha cautela. Si os encontráis a algún soldado y os pregunta, ceñíos a lo que habéis leído. Respondedles con su mismo saludo y sin miedo. Rezaré por vosotros cada día para que estéis bien y para que Dios os ayude y os dé fuerza.
Hasta aquel día siempre fui un niño feliz, nunca me faltó de nada ni eché nada de menos, pero aquella noche tuve que madurar a la fuerza. A partir de entonces mis años se duplicaron y una vejez precoz pudrió todo mi destino, colmándolo de soledad. Mi futuro se esfumó y mis pecados me aplastaron. Aquel día mi vida y las de todos comenzaron a cambiar. Y empecé a perder todo y todo me faltó.
CAPÍTULO 3
Nadie de nuestra familia olvidó aquella noche. Fue el principio de todo, el comienzo de la cuenta atrás, algo así como los últimos respiros de un sentenciado a morir en la horca.
Me despedí de mi madre con un larguísimo abrazo. En mi cabeza, rápidamente repasé todos los buenos momentos que había vivido con ella: sus sabios consejos, los cuentos para dormir por las noches, las caricias, sus sonrisas y sus gestos. Hundí mi cabeza en su cuello y sentí su calor. Acaricié su cabello siempre suave y limpio. Pude oler su piel; era el perfume de mi hogar, que abandonaba a la fuerza, triste y con miedo. Lloramos los dos. Gabriel, que nos miraba de pie apoyado en la mesa del comedor, también se unió a los llantos y al abrazo. Todavía hoy lloro por no haber estado siempre junto a ella, por no haber compartido toda mi vida junto a ella, por haberla dejado sola. Era una gran mujer, siempre lo fue. Esa noche, pese a todo, confirmé dos cosas sobre ella: que era muy valiente y que nos amaba con locura.
No podía creer que me estuviese alejando por la oscuridad del bosque, poco a poco, paso a paso, de mi madre. Pero así era. Dolía como si me arrancaran el corazón. ¿Quién hubiese dicho aquella mañana que de madrugada estaría huyendo de mi casa y abandonando a mi madre?
Aunque estaba abrigado, casi hasta los ojos, sentía frío; y eso que caminaba cargado con una mochila llena de ropa y algo de comida. Pero el esfuerzo físico no podía competir con la temperatura de aquella noche, ni con la ansiedad, ni mucho menos con el miedo.
No sé la razón, pero el caso es que me vino a la mente el paquete que mi hermano le había llevado a madre.
—¿Qué le ha vendido a la mujer de tu jefe?
—Las pocas joyas que tenía. Sabía que podía pasar todo esto, que las joyas no se comen, y se adelantó. Ha vendido valiosos recuerdos para que sus hijos puedan sobrevivir.
Me dejé llevar por la pesadumbre emocional y caí de rodillas al suelo, rendido. Era como si la mochila pesase una tonelada, pero una tonelada de pena. Mi alma frágil y afligida estaba congelada al igual que mis pies. Lloré tanto que hasta contagié a Gabriel. Él me abrazó y me animó a ponerme en pie y continuar. Así lo hice, pero mi ímpetu se había quedado en casa junto a mi madre.
El ritmo no era muy fuerte, ya que no se veía demasiado bien donde pisábamos y, para evitar caídas innecesarias, íbamos sin prisa. Solo se oían las pisadas de nuestras botas al romper algunas ramas y hojas secas, así como los primeros cantos de los pájaros que, ajenos a nuestro dolor, se despertaban por la inminente llegada del nuevo día. Anduve siempre atento a Gabriel, ya que sabía orientarse muy bien pese a caminar de noche. Él había hecho este recorrido unas cuantas veces; en cambio, yo solo dos o tres y hacía ya bastante tiempo. Esas poquísimas veces que anduve hasta la estación siempre fue para esperarle a él y a padre. Madre les preparaba una especie de pan relleno de embutido por si tenían hambre, me cogía de la mano y, con paciencia, nos dirigíamos a la estación, siempre de día y por el camino directo desde la sinagoga. Ahora la negrura lo inundaba todo y, si hubiese ido solo, seguramente me hubiese perdido.
La total oscuridad del cielo de la noche dio paso, lentamente, a los primeros colores rojos y morados. Las estrellas poco a poco se apagaron. El alba era un acontecimiento muy bello pese a todo lo desagradable que habíamos vivido hacía pocas horas. Para cuando llegamos a la estación, el sol ya brillaba y nos ayudaba a calentar nuestros cuerpos; pero su luz me incomodó, porque entre los llantos y la falta de sueño mis ojos estaban doloridos.
Allí había muchísimas personas. Gente cargada con maletas, con bolsos grandes y hasta con baúles. Nunca antes vi tanta gente reunida. Todos esperando la llegada del tren. Tuve la sensación de que había más gente despidiendo a sus seres queridos que esperando su llegada. Era como una espantada masiva. También había un gran número de soldados y perros, perros nazis. Nos dirigimos a la ventanilla donde se vendían los billetes y, pese a todo, pudimos comprar dos para el último vagón. El señor de la taquilla nos dijo que el tren llegaría en una hora y media aproximadamente, así que decidimos apartarnos del bullicio y sentarnos a desayunar. Subimos a un pequeño montículo coronado por unos árboles majestuosos y, apoyados bajo uno de ellos, vimos la llegada de más gente. Me fijé en mi hermano: tenía las manos sucias, así como los bajos de los pantalones y las botas. Ofrecía un aspecto demacrado. Seguramente yo no estaría mucho mejor que él. Todo lo acontecido durante esa fatídica noche había hecho mella en nosotros.
—Tenemos que ser fuertes, Simon. —Asentí con un leve movimiento de la cabeza—. ¿Recuerdas todo lo que ponía en tu papel?
—Sí, lo tengo todo grabado en la memoria. Mi nuevo nombre, la dirección, el nombre de nuestro supuesto padre muerto y el de nuestra nueva madre. Todo. ¿Y tú?
—Yo también.
—¿Te duele la muñeca?
—Solo un poco, no te preocupes.
La comida que llevábamos estaba realmente buena. Nuestro organismo necesitaba un poco de energía para recuperarse. Pobre madre, ya la echaba de menos.
—No tengas miedo, padre es muy listo y precavido, el plan es muy bueno. Cuando lleguemos deberemos confiar en nuestra nueva madre. La señora Michaela nos ayudará en todo, nos facilitará trabajo y cobijo. Deberemos poner empeño para pasar desapercibidos.
—Echaré de menos a padre y madre. Sé que te tengo a ti. Sé que me cuidarás mucho y me ayudarás en todo. Eres un buen hermano mayor, pero ellos son imprescindibles.
—Lo sé, para mí también. Pero la vida sigue, Gabriel. Además, ellos se han visto forzados y han querido que hagamos esto. Es lo mejor para nosotros, para todos. Ha sido su voluntad y debemos esforzarnos para que salga bien. Y lo haremos por ellos.
—Claro —afirmé sin estar convencido del todo.
De pronto, entre la multitud vi un grupo de soldados y policías, entre ellos destacaba claramente uno. La mayoría eran altos y fuertes excepto uno, que era inconfundible. Sí, allí estaba: el bajito, ese ser perverso. Ese villano que había truncado mi vida y la de mi familia. Vestía de igual forma que el día anterior y tenía la misma cara iracunda. El corazón se me iba a salir por la boca. Me acerqué a mi hermano.
—Gabriel, mira allá, donde está la taquilla, en el andén. ¿Ves a ese grupo de soldados? —comenté asustado.
—Sí. ¿Qué ocurre? Hay mucha gente.
—Fíjate bien. ¿Ves al policía bajito que pegó a padre y al tío?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó a la vez que me agarraba por la pechera con su brazo bueno, llevándome detrás del árbol—. No podemos dejar que nos vea, seguro que nos reconoce. Y si lo hace, nos apresará.
—Pero el tren no tardará mucho en llegar y el maldito canalla está en el andén.
—Cuando veamos que se aproxima el tren debemos acercarnos y subir sin que nos vean. Eso sí, sin perderlo de vista.
—Esta pesadilla parece que nunca acaba. ¡Malditos nazis!
—Los nazis han venido para quedarse en el Gobierno, y ahora forman parte de nuestras vidas.
—No lo entiendo, hermano. Padre siempre decía que el Gobierno está para servir y ayudar al pueblo, y ellos parece que hacen todo lo contrario.
—Lo sé. Padre tenía razón. Pero ellos no van a desaparecer por ahora.
—Deseo con todas mis fuerzas que sí.
Enfadado con el Gobierno y con sus malvadas formas de tratar a la gente, maldecí a ese Adolf. Guardé el resto del bocadillo que no pude comerme y ayudé a Gabriel a colocarse su mochila. Me puse mi viejo gorro de lana hasta los ojos y subí mi bufanda para que me ocultara parte de la cara. Toqué dentro de mi bolsillo la identificación que me había proporcionado madre para poderla mostrar pronto ante el requerimiento de cualquier soldado o empleado del ferrocarril.
De nuevo, dirigimos nuestros pasos hacia la estación. A lo lejos podía ya distinguirse el ruido metálico de la locomotora. Alcé la vista hacia el cielo, ese pulcro cielo azul, pensando en que era el mismo al que mi madre estaría dirigiendo sus plegarias. Busqué al policía bajito y este seguía en el andén, pidiendo a algunas personas que abriesen sus pertenencias, discutiendo con otras…, hasta escupió a una pareja de ancianos que despedían a unos familiares por estorbarle en su camino.
El tren entraba en la estación y comenzó a detenerse. Una niña pequeña, de unos seis años más o menos, pasó por detrás del grupo de militares. Iba acompañada de una señora, supongo que su madre, y de un perro pequeño que sujetaba con una correa. Este ladró atemorizado ante los perros de los militares. El policía bajito se giró irritado, lo cogió por el cuello y lo lanzó a las vías justo en el momento en que llegaba el tren. La niña lloró desconsolada, a la vez que la señora se lo recriminaba, incrédula, al agente. Este la abofeteó, mientras el resto de militares se reían. Gabriel y yo nos miramos y no dijimos nada.
El tren paró con su clásico chirrido al frenar. Aquello era un verdadero caos, la gente se dirigía hacia sus respectivos vagones con total desorganización. Yo iba detrás de Gabriel, pero sin perder de vista al policía bajito, que se hallaba a unos cincuenta metros de nosotros.
—Nuestro vagón es el de allí —me informó mi hermano acercando su boca a mi oreja.
—No puede ser. ¿Y ahora qué?
Nuestro vagón era el que estaba más cerca del agente, que se aproximaba a nuestra posición, poco a poco, amedrentando a la gente de su alrededor. Bajamos las cabezas, procurando pasar desapercibidos y tratando de darle siempre la espalda. Creo que nuestras miradas se cruzaron durante un segundo. Yo miré al suelo tratando de disimular, pero me reconoció, ya que cambió su trayectoria y se dirigió hacia nosotros. En ese instante, el tiempo se ralentizó, parecía gelatina. Era como si las personas que veía bailasen una lenta melodía, casi inaudible. Un hombre pasó corriendo por nuestro lado, cargado con una maleta grande y roja, y no sé por qué razón no me esquivó y me dio un golpe en el hombro. Traté de mantener el equilibrio para no caer sobre el policía, que se hallaba justo a mi lado. Pude escuchar su asquerosa voz cuando casi lo rocé; pude oler hasta el perfume de su traje. Mi hermano frenó mi caída con su espalda, fue como un muro de contención. Mientras, el hombre no pudo hacer nada para evitar caer sobre el policía. La maleta roja rodó por los adoquines de la estación y se abrió, arrojando por el camino ropa y algunos libros. El hombre se levantó ipso facto e imploró perdón, pero no le sirvió de nada. El soldado comenzó a chillar, ordenó apresarle, y entre los otros lo apalearon sin piedad. El desgraciado recibió un sinfín de golpes, patadas y puñetazos. Sospecho que hasta la muerte, porque quedó tendido en el suelo sin moverse. Por la cabeza y la cara escapaba gran cantidad de sangre. La gente se apartaba despavorida, temerosa de que los violentos soldados les agredieran. Los perros ladraban enloquecidos y hasta escuché el llanto de algunos bebés. Mientras, los nazis estaban exhaustos tras la espeluznante paliza que le habían propinado a aquel pobre hombre.
Gabriel reaccionó con rapidez y me cogió del brazo. Hasta ese momento yo estaba paralizado, congelado. Él me hizo despertar. El espacio-tiempo volvió a la normalidad, así como mi cerebro y mi cuerpo, y aprovechamos la confusión para diluirnos rápidamente entre la multitud y subir al vagón. Por fortuna, nadie se percató de nosotros. Para cuando el policía se recuperó y quiso encontrarme, ya era demasiado tarde. El tren empezó a moverse poco a poco. Desde el andén buscó mi rostro en alguna ventanilla, pero yo lo miraba alejado del cristal impidiendo que me detectase desde su posición. Lo vi correr tratando de subir, pero sin éxito. El tren cogió más velocidad. El hombre de la maleta roja continuó inerte en el suelo hasta que dejé de verlo.
Nos alejamos del caos, del histérico agente y del moribundo del andén. Con el ruido del tren dejábamos atrás todo lo que conocíamos, todo lo que nos gustaba. Nuestro hogar. Nuestra familia. Todo. En ese momento solo teníamos algo de ropa, documentación falsa, los restos de un bocadillo y un vacío infinito en el alma. Y la responsabilidad de salvar nuestras vidas.
Me deshice del gorro, los guantes y la bufanda. Ayudé a mi hermano a quitarse sus ropas de abrigo y nos sentamos en nuestros correspondientes bancos de madera. No eran precisamente cómodos, pero después del largo recorrido que habíamos hecho durante toda la noche eran más que suficientes. Yo estaba agotado y a Gabriel le dolía un poco la muñeca; no lo decía, pero se notaba cuando la movía. Cerré los ojos, tiré mi cabeza hacia atrás y resoplé. Volví a abrirlos y miré a Gabriel.
—Gracias, me has salvado la vida. —Mi hermano me miró, puso la mano en mi rodilla y sonrió.
El interior del vagón era viejo, tal como hacía intuir el exterior. Olía a madera húmeda y roída por el paso de los años. Era un gran espacio lleno de asientos y compartimentos para el equipaje. Gabriel se hallaba al lado de la ventana y miraba los árboles pasar. Lo vi reflexivo, a punto de dormirse. No hacía frío. Era agradable viajar en tren, nunca lo había hecho hasta ese día. El traqueteo nos servía como una especie de masaje.
En nuestro compartimento había mucha gente. A nuestro lado se encontraba una pareja de abuelitos que se daban la mano, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Era bello ver cómo podía perdurar en el tiempo el amor verdadero que une a ciertas personas. Al lado de los ancianos dormía muy profundamente un hombre obeso y claro de piel, casi albino, que roncaba como un animal. Enfrente de nosotros se encontraba una chica rubia con unos ojos verdes preciosos, como el de un árbol en primavera después de la época de lluvias, que miraba al hombre y ponía cara de lamento. Al cruzar nuestras miradas hice una mueca de resignación y ella me contestó con un gesto de hastío. Creo que le fastidiaban los estruendosos resuellos del ario, ya que le impedían descansar. Aquellos ronquidos me incomodaron un poco, pero resultaba gracioso contemplar los movimientos de semejante barrigón. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Al compás. También había otra pareja que viajaba con sus dos hijos pequeños. La niña tenía el pelo muy rizado y jugaba con el padre, mientras que el niño dormía sereno en el regazo de su madre, que meditaba sobre algo en el vacío de su cansancio. La niña me saludó con su manita y le dediqué una sonrisa. El padre parecía agotado, pero tenía cierto aire de belleza que compartía con la niña. De no ser por la música del demonio que salía de forma rítmica y constante de la garganta del tripudo, podría decirse que éramos un grupo de lo más estupendo. Me sentí tranquilo allí junto a ese conjunto de personas. Después de lo vivido con el soldado, aquello era el paraíso.
De pronto noté que alguien me daba unos toques en el hombro. Me giré hacia mi hermano, que ya dormía, y luego miré a la anciana que seguía absorta en sus cavilaciones.