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—Chico —me susurró una voz masculina detrás de mi cabeza.
Instantáneamente me volví. Era el hombre que estaba sentado detrás de mí.
—¿Sí?
—Casi os atrapa.
—¿Perdón?
—Habéis tenido mucha suerte, muchacho. Por poco os coge el agente de la Gestapo.
Lo miré sorprendido. Era un señor de mediana edad, con un bello rostro, moreno, una sonrisa iluminada por unos dientes resplandecientes y adornado con un sombrero que le daba cierto aire de gallardía. No supe qué contestarle.
—Si os atrapa, no sé qué os hubiera hecho. Estaba totalmente fuera de sus cabales. —Sacó una botellita de un bolsillo y bebió un trago—. Ha destrozado al pobre hombre que se cruzó entre vosotros.
—Sí.
—Apartémonos de la gente, allá atrás hay un espacio vacío. Podremos hablar con mayor tranquilidad. —Señaló un lugar al final del vagón. Era una esquina sin ventanas, sin apenas luz—. ¿Vienes?
—Está bien.
No sé por qué, pero el caso es que acompañé al misterioso caballero hacia el final del vagón.
—No tengas miedo. Mi nombre es Ansgar Gerber. He observado los acontecimientos en la estación. Os habéis librado, por lo menos, de una buena paliza. Estos días los policías y los militares están como locos. Todos lo están. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Mi nombre es Si... —dudé. Miré al suelo y tragué saliva—. Frank, señor. Frank Geissler.
—Claro, Frank, como tú quieras. —Me sonrió—. Las próximas veces que un desconocido como yo, por ejemplo, te pregunte por tu nombre, no vaciles tanto. Debes mostrarte seguro. —Me había descubierto. En ese momento, además de la curiosidad que me despertaba aquel hombre, sentía miedo. Intenté mirarle a los ojos para demostrar una seguridad ficticia, como mi nombre.
—¿Qué quiere?
—Solo quiero ofreceros mi ayuda, por si la necesitáis. —Lo miré expectante—. No sé a dónde os dirigís, si tenéis algún lugar donde os acojan o una coartada segura y creíble. Pero soy una buena persona, créeme.
—Le creo, señor Gerber.
—Vivo en un pueblecito muy cerca de Bonn y tengo una imprenta. En breve necesitaré mano de obra y os podré dar trabajo. —Volvió a beber de su pequeña botella y la guardó.
—Bueno, el caso es que volvemos a casa de nuestra madre y allí los dos tenemos ya nuestra vida bien organizada. Pero le agradezco el gesto.
—Claro, claro. De todas formas, chaval, te dejo una tarjeta con la dirección de mi empresa. En cualquier momento podéis pasar por allí. No lo dudéis.
—Gracias, pero por el momento...
—Déjalo ya, muchacho. Conmigo no hace falta que sigas mintiendo. Solo quiero ayudar. —Le volví a mirar a los ojos y pude ver que era sincero. Noté que era una de esas personas que aparecen en las vidas de otras para guiarles o facilitarles la existencia.
—Gracias. La verdad es que no sé muy bien qué encontraremos en Bonn. Vamos a buscarnos la vida.
—Lo sé. Lo he imaginado desde el primer momento que os he visto. Por eso os brindo mi protección. Mi casa es vuestra casa. En tiempos revueltos hay que ayudar a la gente que lo necesita. ¿Judío? ¿Comunista?
—¿Qué? No entiendo.
—Vuestro padre, que si es judío o comunista.
—No, no. Claro que no. Bueno, mi padre... No. Mi padre...
—Judío y comunista, ¿cierto? —Volvió a beber de su botella.
—Prefiero no hablar sobre eso. —Mantuve mi secreto a buen recaudo. Aquella insistencia me incomodó. No podía confesar todo a cualquier desconocido. Y sí, éramos judíos. Mis padres se habían regido por la Torá y habían vivido según sus normas, pero siempre habían sido flexibles en sus mandamientos. Podría decirse que nuestra cultura era judía, solo eso.
—Entiendo. Yo soy judío, pero me necesitan por mi empresa. No pongo en duda que tu padre sea una buena persona, muchacho. Los soldados tienen órdenes concretas y en lo que se refiere a judíos y comunistas son muy ásperos. Esperemos que esté bien.
—Eso deseo con toda mi alma. Poder vivir en paz y tranquilo.
—Eres un buen chico.
—Siento que usted es una buena persona. Guardaré con cuidado su tarjeta por si le necesitamos.
—Tened cuidado cuando lleguéis a vuestro destino. Está plagado de nazis. Pero lo más importante es que no titubeéis ante ellos. Si reaccionas con ellos igual que conmigo, os descubrirán. —Asentí—. Chaval, me alegro de haberte conocido. Al menos pasaos a saludarme cuando os hayáis instalado en Bonn.
—Dé por hecho que iremos a verle algún día. Gracias, muchas gracias. Ha sido usted muy amable.
Le miré con cara de alivio y agradecimiento, me dio una palmada en mi hombro y con una sonrisa nos dirigimos cada uno a nuestros correspondientes sitios. Encontrarme con ese desconocido en aquel vagón fue realmente un alivio. Parte del miedo y de la incertidumbre que sentía se disiparon. Mi hermano seguía dormido, como el ario obeso, así que decidí disfrutar del paisaje que veía ante mí por la ventanilla. Los árboles pasaban veloces, las montañas en la lejanía se movían también, el traqueteo del vagón, el calor del amor de los ancianos, la mirada verde de la chica rubia, la voz grave y masculina del padre de los niños..., todo contribuyó a que cayera rendido a merced de Morfeo.
Calenté mis manos apretando firmemente la taza con mi infusión, endulcé mi paladar con su suave textura y tibio sabor. Junté mi taza con sus vasos y brindamos. El sonido de la cerámica junto con el del vidrio se escuchó por todo el vagón restaurante. Me encontraba junto al señor Gerber y el padre de los niños, que disfrutaban de unos vasos con Killepitsch. Era una situación maravillosa. Eran grandes conversadores y muy simpáticos. Les conté la aventura que habíamos vivido mi hermano y yo, y todo lo que nos quedaba por hacer. Se mostraron muy empáticos y me transmitieron coraje para afrontar el futuro. Les hubiera gustado conocer a mi padre. Vi mucha belleza en esos hombres, cada cual distinto, pero igualmente carismáticos. El padre nos contó que se mudaban a Düsseldorf para poder estar más cerca de la madre de su mujer, que se encontraba enferma, y que, además, le habían ofrecido un puesto de trabajo como ingeniero en una gran fábrica de coches con una importante suma de dinero que no podía rechazar. También nos contó la historia de cómo conoció a su mujer en una fiesta de fin de año. El señor Gerber, en cambio, era soltero y no tenía hijos. Dedicaba toda su vida a su trabajo en la imprenta. Le encantaba editar libros antiguos y otros tantos de filósofos y poetas. Conocía a muchos escritores famosos y se codeaba con la alta sociedad artística y cultural. Ojalá mi hermano hubiese estado despierto, pues se perdió una gran sesión de oratoria y de risas. Aquellos dos hombres me resultaban interesantes y era extraordinario poder charlar con ellos. Me hacían olvidar la tristeza que sentía por la soledad de mi madre y el dolor de mi padre, y me despertaban cierta fascinación.
De lejos escuché la voz inigualable de Gabriel al cantar y un sinfín de gente que lo jaleaba y ovacionaba. No podía creer lo que estaba viendo. Mis nuevos amigos se pusieron en pie y también lo vitorearon como locos. Vi aparecer entre la muchedumbre a la hija del ingeniero, que se acercaba sin prestar atención al gentío enloquecido. Su padre se levantó y fue a rescatar a su hija. La niña lo abrazó fuerte colocando su cabecita repleta de rizos rubios sobre su hombro. Pero esa imagen tan hermosa se tornó espeluznante al segundo. La niña apretaba con sus manitas, fuerte e impasible, el cuello de su padre, y este no podía zafarse. En unos segundos, el padre se desmayó y cayó al suelo. La niña estaba de pie dándome la espalda. En ese instante nadie gritaba ni mi hermano cantaba. Solo se escuchaba la risa burlona del señor Gerber.
—¿De qué se ríe?
Busqué a Gabriel para pedirle auxilio, pero no lo vi. Al girarme de nuevo hacia la niña, esta se volvió hacia mí. Su cara angelical había mutado. La transformación era terrorífica, tenía la cara del agente de la Gestapo. Este había salido de dentro de la niña como un insecto en su cambio de piel. Como la metamorfosis de un bicho malicioso. «¡Dios mío! ¿Cómo puede ser?», me dije.
—¿Pensabas que podías escapar de mí, maldito pueblerino ignorante?
Intenté correr, huir, desaparecer, pero mis pies no me hacían avanzar. Resbalaban. Seguía siempre en el mismo sitio. Me afanaba para que mis potentes zancadas hicieran bien su cometido, pero no. El policía empezó a crecer súbitamente. Ahora era más alto que yo.
—Simon… ¡Simon! Despierta, hermano.
—No me hagas daño, ¡por favor! —grité suplicando clemencia.
—¿Pero qué estás diciendo, Gabriel? Soy tu hermano. ¿Te encuentras bien?
Me había dormido y el sueño se había transformado en pesadilla.
—Sí, sí. Estaba soñando... —le dije mientras me secaba el sudor frío de la frente.
—Prepárate, enseguida tenemos que bajar. Ya casi hemos llegado. Ayúdame con la chaqueta, anda.
Me incorporé y se la puse, así como la mochila y el gorro. De igual forma me abrigué y me coloqué bien la mochila. Miré con alivio al padre de la niña, que leía un periódico con tranquilidad. Sonreí. Traté de cruzar una mirada con él, pero no levantó la vista del diario. Cuando la niña se percató de nuestros movimientos me miró y sentí un escalofrío. Aparté la vista inmediatamente.
El tren se detuvo. Por fin habíamos llegado a Bonn.
CAPÍTULO 4
El reposo durante el viaje en aquel vagón lo agradeció cada célula de mi cuerpo, pero sobre todo mis pobres pies.
Al detenerse el tren, algunas personas hacían cola para apearse y otras esperaban sentadas para continuar su viaje. Nos pusimos en la fila dispuestos a emprender una nueva etapa de la forzosa aventura que nos estaba tocando vivir.
—Después de usted —dijo mi hermano, y acto seguido se le iluminó la cara. Con un gesto de la mano cedió el paso a una chica de gran sonrisa y pechos abundantes.
—Oh, muchas gracias. Es usted muy amable —contestó ella sonriendo, mientras descendía del tren por las escalerillas. Estoy convencido de que, de no ser por su muñeca malherida, mi hermano hubiera cogido sin dudarlo la maleta de la señorita.
Al pobre Gabriel, al verla, se le puso una sonrisa estúpida y las mejillas se le sonrojaron. No pude evitar reír. Así que, gracias a la chica de los grandes pechos y a aquella absurda situación, nos alegramos los dos y apartamos nuestros grises pensamientos por un instante.
Al salir del tren respiré hondo y pude sentir la brisa gélida que acariciaba mi rostro. El frío hizo que me brotasen algunas lágrimas. Gabriel, en cambio, observaba con atención alejarse a la señorita, que caminaba con hipnóticos contoneos de cadera. ¡Qué poco necesitan los hombres para olvidar un amor! En el fondo me alegré por él, había estado tremendamente callado y triste todo el tiempo, la melancolía le había estado comiendo por dentro, y en aquel momento le cambiaron la cara y el espíritu.
Busqué al señor Gerber entre la multitud que descendía del tren y que se diluía entre el gentío que esperaba en el andén y aquellos que deseaban subir al vagón, pero no lo vi. Me hubiera gustado despedirme de él, había sido muy amable conmigo. Pero ni rastro de él. Por el contrario, sí había una buena representación de soldados nazis con sus semblantes nazis y sus perros nazis. La mayoría de ellos poseían miradas frías y antipáticas, como si aborreciesen a todas las personas ajenas a ellos y a los suyos. En menos de un día vi a más de un centenar de soldados y no recuerdo que ninguno tuviese un gesto amable con alguien o una sonrisa; no me acostumbraba a su presencia. Seguramente eran unos pobres chicos tristes y deprimidos. Estaban fuera de lugar, aunque el que realmente estaba así era yo. Nos alejamos de ellos de inmediato, no necesitábamos más problemas.
El cambio era evidente nada más descender del tren. La estación era muy diferente a la del pueblo, esta era imponente y con mucho estilo. Sin embargo, todas las personas que veía se comportaban como las que me crucé en la otra estación. Se podía apreciar el hastío, la turbación y el tormento que parecían sentir todos. Era insólito percibir tanta tristeza. Supuse que todas aquellas personas tenían unas circunstancias similares a las nuestras o incluso peores. Cuando conseguimos salir de la aglomeración noté el brazo de Gabriel sobre mis hombros.
—Es hora de buscar a la señora Michaela —dijo mi hermano con un gesto de felicidad.
—Sí, Theaterstrasse —añadí veloz como de costumbre. Había memorizado a la perfección todos los datos que nuestra madre nos proporcionó. El problema era que ninguno de los dos teníamos ni la más remota idea de dónde se encontraba ese lugar—. ¿Hacia dónde vamos?
—Salgamos de aquí. Iremos hacía el centro. Solo tenemos que dirigirnos hacia algún edificio alto, una iglesia o una sinagoga, por ejemplo. Lo normal es que estén en el centro de la ciudad. Una vez allí, preguntaremos en algún comercio.
Salimos de la estación dejando atrás su bella arquitectura. Al levantar la mirada contemplamos el campanario de una iglesia, que se levantaba majestuoso ante nosotros. «Un golpe de suerte», pensé. Y hacia allí nos dirigimos, tal y como había dicho Gabriel. Caminamos por una avenida con grandes árboles y gente que iba y venía, algunas personas con urgencia y otras con la parsimonia característica del que pasea por su ciudad. Algunas vestían con gran estilo. Lucían sus abrigos caros de diseño con gran elegancia; estos eran los de la parsimonia. Los que tenían prisa, sin embargo, vestían de forma humilde y eran más abundantes.
Íbamos tranquilos, sin prisa. Cada uno con nuestros pensamientos. Callados. Tristes. Cansados. Si no hubiésemos llevado aquellas ropas gastadas y un poco sucias, nos hubiéramos parecido a los de la parsimonia. Yo pensé en mis padres, en mi tío, en qué estaría haciendo madre sola en el pueblo y si la habrían dejado tranquila los soldados. También pensé en mi primo Helmo y en su huida desesperada hacia lo desconocido. Pero sobre todo pensé en mi padre, si estaría a salvo y en buen estado. Lancé mis plegarias al aire, deseando con toda mi alma que estuviesen bien. Supuse que mi hermano estaría todavía imaginando el balanceo de los glúteos de la señorita del tren.
Tuve sed, así que saqué la cantimplora y de un solo trago la vacié. Al girar por una calle que daba a la plaza de la iglesia, nos dimos de bruces contra unos soldados. No podía ser cierto. El antiguo dolor de estómago volvió de inmediato. Mi corazón volvió a las taquicardias. La cantimplora se escurrió de mi mano y desapareció rodando detrás de un árbol. Miré a mi hermano y él a mí.
—Joder, ¡maldita sea! ¿Estáis ciegos o qué os pasa? —exclamó el soldado más joven mientras me empujaba sin ningún tipo de miramiento.
Caí sobre el brillante suelo de la calle, mojado por el deshielo de los restos de nieve, y pude ver mi rostro de pavor reflejado como en un espejo.
—No era nuestra intención molestarles. Les ruego que nos perdonen —les imploró Gabriel.
—Disculpen, señores —añadí, tratando de disimular mi espanto mientras me incorporaba.
—Me dan ganas de partiros la boca ahora mismo. A ver, pareja de idiotas, ¿de dónde venís y a dónde vais? —nos interrogó el soldado.
—Vamos a casa, señor. Tenemos hambre y ganas de darnos una ducha —respondió con prontitud y serenidad Gabriel.
—Sí, eso es. Y, bueno, acabamos de bajar del tren, que ha llegado con bastante retraso. Venimos de visitar a nuestros familiares cerca de Frankfurt. El viaje ha sido largo.
—¡Dejadme ver vuestros documentos! —nos ordenó el soldado, que nos miraba con total desconfianza.
—Claro. —Busqué en mis bolsillos, aparté con atención el papel que me había dado el señor Gerber y saqué con cuidado el documento que me entregó madre. Mi hermano hizo lo propio—. Tenga.
—Veamos... Tú eres Frank Geissler. —Asentí sin abrir la boca—. Y tú, Albert Geissler. —Miró el documento y a nosotros. Repitió ese gesto una vez más. Me estaba empezando a poner nervioso—. ¿Sois hermanos?
—Así es, señor.
—Hermanos bobos es lo que sois. —Comenzó a reír. Miré de reojo a Gabriel y él a mí—. Ya, y decís que vais a casa, ¿sí? —Volví a afirmar con la cabeza—. A comer con vuestra madre. ¿Es cierto eso, Albert?
—Absolutamente, señor. Así es —contestó mi hermano.
—¿Seguro?
—Por supuesto. Tenemos ganas de llegar a casa —añadí atemorizado. Estaba seguro de que se había percatado de algún error en el documento.
—¿No os dais cuenta, par de idiotas? —No entendía qué era lo que pasaba. Le mostró los documentos al otro soldado, que empezó a reír también.
Silencio. Silencio y desconcierto por nuestra parte. Risas y burlas por la de ellos.
—No sé a qué se refiere, señor. —«¡Dios! ¿Qué pasa ahora?», pensé.
—Sois rematadamente memos —continuó el soldado, riendo.
—Lo supe en cuanto los vi, mi cabo. Infinitamente idiotas —dijo el otro soldado limpiándose las lágrimas de la risa.
—Vais en la dirección opuesta, cabezas huecas. Vuestra maldita casa está próxima a aquel campanario de allá. —Me propinó una colleja, a la vez que hacía ostensibles gestos con las manos burlándose de nosotros—. No sabéis por donde andáis, confundís vuestra mano derecha con la izquierda. Alemania necesita un pueblo inteligente y despierto, y vosotros ni siquiera sabéis llegar a vuestra casa. Vuestro domicilio está en aquella dirección. —Con su dedo índice nos indicó el rumbo que debíamos tomar. «¡Era eso! Maldita sea, qué torpeza la nuestra». Me faltaba el aire al pensar en qué excusa darle.
—¡Oh!, sí. Tienen razón —dijo Gabriel.
—Vaya, es verdad. Es que... estábamos hablando de... y no nos hemos dado cuenta...
—Dejad de soñar y jugar, y creced de una puta vez. Los niños no sirven para nada, estorban el camino de los hombres. Vosotros ya sois mayores, pero os comportáis como niñatos. Id a casa de mamá y mañana por la mañana pasad por el cuartel militar a alistaros en el ejército. —Puso un gesto de soberana malicia—. Allí os convertirán en verdaderos hombres. Creedme, falta os hace.
—Sobre todo a ti, florecilla —añadió el otro soldado al tiempo que me señalaba. «¿Florecilla yo? Pedazo de orangután sin cabeza...».
—Claro, señor. Justo esta mañana estábamos hablando mi hermano Albert y yo sobre el hecho de colaborar con el ejército y con la noble causa, la cual defienden ustedes con óptima diligencia —mentí.
—Mañana pasaremos sin falta —añadió Gabriel.
—No lo dudo, no lo dudo. Ahora marchaos bajo la falda protectora de vuestra madre.
—Gracias, señor.
—Gracias, señor —afirmé, mientras seguía a Gabriel, que caminaba en dirección opuesta a los soldados.
Cuando ya habíamos dado unos tres o cuatro pasos, oí al soldado de nuevo.
—¿A dónde vais, par de maleducados?
—A... a nuestra casa —respondió Gabriel atónito.
—¿Y el saludo?
—Es cierto, tiene razón —contestó a la vez que se llevaba la mano a la cabeza—. Discúlpenos.
—Gabriel, ¿qué saludo? —pregunté a mi hermano en voz baja.
—Imítame, pon atención. Levanta tu mano derecha.
Y observándole de reojo repetí a la perfección todos y cada uno de los pasos que hizo. Junté mis tobillos, me puse en posición de firme, levanté mi mano derecha y mostrando la palma de mi mano repetí gritando «Heil Hitler». La cara de los soldados reflejó satisfacción, así que nos saludaron y se marcharon hablando entre ellos.
No reaccioné hasta que se alejaron unos quince metros. Recuerdo que nos quedamos inmóviles, quietos como dos rocas en el desierto, viendo cómo se alejaban los molestos soldados. Miré a Gabriel y de mi boca salió una carcajada producida por el temor y el desasosiego que rápidamente contagió a mi hermano.
Así que volvimos sobre nuestros pasos. En aquel momento, afortunadamente, ya sabíamos más o menos el lugar al que debíamos dirigirnos.
Pese a la presencia de los soldados, no podía evitar sentirme seducido por aquella ciudad. Yo, un chico de clase obrera y pueblerino, en aquel momento me sentí abrumado. No podía decirse que hubiera visto mundo; este era el pueblo, la escuela, mis libros, el bosque y poco más. Esto estaba bien, pero no podía evitar que me envolviese una gran melancolía. Intenté concentrar todos mis pensamientos y energías en la tarea que nos ocupaba: encontrar la casa de la señora Michaela.
Continuamos caminando durante bastante tiempo. Callejeamos serenos por aquella ciudad tan grande. Dejamos atrás una gran avenida y nos adentramos por unas calles más pequeñas. A lo lejos pudimos escuchar una melodía extraordinaria, era la música de un piano. La seguimos hasta dar con la casa; tenía las ventanas abiertas de par en par, que dejaban escapar sus cortinas. Estas bailaban al son de la música y de la brisa.
—Es realmente bella esa música —le dije a mi hermano.
—Sí. Juraría que es de Beethoven.
Curiosos, nos acercamos hasta el ventanal por el cual salían con fuerza aquellas maravillosas notas, tocadas con exquisito gusto. Hubiese dado cualquier cosa por poder subir y deleitarme en primera fila con la música y el pianista. He de reconocer que no sabía nada de Beethoven, pero me enamoró al instante. Esa melodía se metía por cada poro del cuerpo hasta llegar a tocarte el alma, provocándote escalofríos. Qué efecto tan maravilloso producía.
—¿Podemos quedarnos aquí un poco, hasta que termine? Por favor. Me gusta mucho, Gabriel.
—Bueno, solo unos minutos, Simon.
—Gracias. Podemos sentarnos aquí. —Señalé el umbral de un portón grande de madera que seguramente era la entrada a la casa del pianista. Él accedió. Jamás se hubiese negado a escuchar un regalo celestial como aquel—. ¿Te duele todavía la muñeca?
—Un poco, solo eso.
—Quizá la música te sirva como terapia.
—Nos vendrá bien a los dos.
Gabriel era un apasionado de la música. Aquella sobresaliente melodía nos invitó, por casualidad, a permanecer sentados en aquel escalón durante diez minutos en los cuales nos olvidamos del frío. Él se sentó con los brazos cruzados como si se abrazase dándose calor, y yo, con las manos en los bolsillos del abrigo, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, imaginando a mi madre en sus quehaceres cotidianos, a mi padre en el comedor leyendo el periódico y a mí junto con Gabriel hablando de nuestros sueños. Quedaba todo tan lejano…
—Ha terminado, Simon. Levanta. Vamos.
—Sí. —Me desperté de esa aflicción de anhelo momentáneo—. Vamos. Ha sido un verdadero regalo de bienvenida a esta ciudad.
—Nos lo merecemos, ¿no crees? —dijo riendo.
Seguimos andando hasta llegar a una plaza. Era grande, con pocas florituras, sencilla pero imponente. Había una gran cantidad de puestos en los que se vendían frutas, pan, herramientas de campo, libros y hasta bellas pinturas. Puedo decir que allí las personas tenían, por fin, color. A madre le hubiera gustado aquel lugar. Recuerdo con ternura cómo unas niñas lanzaban pan duro a un gran número de palomas que se amontonaban peleando por la comida. Años más tarde vería algo similar, pero en lugar de palomas serían seres humanos humillándose para conseguir comida. Pero ese día se escuchaban gritos de los comerciantes anunciando los precios de sus productos. Los olores y el movimiento me daban la sensación de estar vivo. En mi cabeza aún podía escuchar la mágica composición musical. La vida, fresca, dinámica, encantadora y frenética, se mostraba ante nosotros. Cuando estábamos contemplando un tenderete de frutas vi pasar a la mujer de los abundantes pechos. Me acerqué a mi hermano.
—Gabriel, mira.
Se giró para descubrir aquello que yo le indicaba. Sus ojos volvieron a abrirse como platos y a tener ese reflejo particular. Otra vez se le puso la sonrisa estúpida en la boca. Mientras, yo me quedé mirando las manzanas: eran grandes, rojas y tenían mucho brillo. Él, sin embargo, no perdía de vista a la mujer.
—¿Te apetece una, Simon?
—Claro. ¿Has visto que buena pinta tienen?
—Sí, sí. Aquí todo tiene buena pinta —rio—. Toma. —Introdujo su mano sana en el bolsillo y me dio dos monedas—. Compra dos, nos hará bien comer algo de fruta. Yo voy a dar una vuelta. Espérame aquí.
—Está bien, pero no tardes.