- -
- 100%
- +
Si bien los hospitales y la ciudad tenían un sistema de cobertura para la primera infancia desde hacía varios años –al menos desde el centenario–, en los años de la década de 1930 confluyeron algunas fórmulas que se proponían atacar la mortalidad infantil y elevar (o mantener) en niveles aceptables la natalidad, apoyados en un discurso con rasgos eugénicos (Miranda y Bargas, 2011) (Eraso, 2017) (Biernat, 2005) (Vallejo y Miranda, 2004). De ese modo, se cristalizaron y destacaron de manera más evidente, que en los años previos, los diferentes dispositivos urbanos tendientes a cubrir con mayor eficiencia los problemas de higiene y de salud en lo que se depositaban las expectativas de crecimiento poblacional. Las políticas pro maternales en ese contexto, según Carolina Biernat y Karina Ramacciotti (2013), no solo se circunscribían a la protección de las madres –sobre todo de las obreras, para evitar los efectos del trabajo femenino en la reproducción de la prole–; también se extendieron a un arco de actores y problemas entre los cuales la asistencia de los embarazos, nacimientos y puerperios tenían lugar como elemento de importancia fundamental dentro del sistema de atención de la salud.
Sin embargo, conviene hacer algunas aclaraciones sobre los datos que consignan los nacimientos. La información sistematizada por la ciudad de Buenos Aires en los años analizados aquí, permite acceder a dos tipos de registro: por un lado, el relativo al movimiento hospitalario y del sistema de asistencia maternal, que facilita individualizar la atención de hospitales municipales y otros hospitales o maternidades de gestión privada. Por otro lado, el servicio de estadísticas municipales da cuenta de los datos colectados por el Registro Civil. En este caso, el criterio obedece a otras preocupaciones, relativas a la cantidad de nacimientos y ocurridos en la ciudad. Son fuentes de datos menos precisas, pues toman en cuenta los nacimientos con domicilio real en la capital o inscritos en ella, y pueden suponer alguna sobrerrepresentación de los nacimientos reales en la ciudad, aunque los registros distingan esa condición. A partir de 1933, la información proveniente del Registro Civil y sistematizada por el municipio distingue entre la cantidad de nacimientos que se produjo en casas de familia de los ocurridos en hospitales y en sanatorios ubicados en Buenos Aires.
Resulta interesante analizar el seguimiento de los nacimientos en la ciudad según el Registro Civil, pues agrega matices a la información que suministran los datos del movimiento hospitalario y de la asistencia maternal. Si se tiene en cuenta esta información, se puede afirmar que el aumento de los partos ocurridos en los hospitales fue rápido y estuvo acompañado por el descenso de los partos celebrados en casas de familia. Sin embargo, durante los años que transcurren entre mediados de la década de 1920 y fines de la década de 1940, cuando la expansión del dispositivo sanitario era evidente, la cantidad de partos en casas de familia descendió de manera constante, pero se mantuvo en niveles relativamente altos: de más de 21.000 partos en casas de familia en 1933 sobre casi 40.000 nacimientos totales a más de 13.000 en 1947, es decir, de más del 53 % en 1933 al 23 % en 1947 (Municipalidad de Buenos Aires, 1947).
El descenso más notable se puede verificar, en cambio, en la atención de los partos en domicilio por la asistencia de la ciudad. A partir de 1924, la ciudad de Buenos Aires comenzó a registrar los partos según el lugar en que se produjeran: en casas de familia o en hospitales de la ciudad. La atención en casas de familia que las estadísticas municipales tomaban en cuenta era la de los partos atendidos por el personal de los hospitales y puestos sanitarios, pero fuera de las instituciones. Es decir, se trataba de eventos prestados por los servicios sociales y de asistencia maternal de los hospitales. Esa forma de parir tuvo un movimiento particular que puede dividirse en dos momentos definidos. En los primeros años se elevó sostenidamente. En números absolutos, esto significó que en 1924, cuando la ciudad comenzó a registrar este tipo de partos, se atendieron 1.424 y, en 1929, cuando comenzó a descender la atención fuera del hospital, se consignaron 6.921 partos. Desde ese momento, el descenso fue sostenido y rápido; en 1947 se atendieron solo 120 partos fuera de los hospitales de gestión municipal (Municipalidad de Buenos Aires, 1947).
La tendencia a parir en el hospital tenía que ver con la facilidad que la ciudad ofrecía a través de sus servicios de atención maternal; a las nociones sobre el hospital o sanatorio como lugares menos peligrosos que antes, donde no se iba indefectiblemente a morir, y al efectivo discurso sobre la maternidad y el cuidado de la primera infancia que se desarrollaba en la ciudad a través de sus diferentes dispositivos. Algunos estudios realizados para Europa y Estados Unidos señalan que las mujeres recibían bien el nuevo escenario que se les ofrecía –parir en el hospital– y que no siempre resistían el cambio; por el contrario, lo elegían (Hilary, 1993) (Marland y Rafferty, 1997). Esa tendencia se habría asentado en las décadas siguientes, durante la segunda mitad del siglo XX, cuando el dolor comenzó a ser una cuestión de interés médico sobre la cual se podía actuar y las mujeres estuvieron más dispuestas a parir en el hospital (Felitti, 2011).
Sin embargo, no fue una cuestión automática y parir en el domicilio se mantuvo para las urgencias y para los casos de mujeres que los consideraron una opción que podía conservar todos los beneficios del parto seguro. Ese lugar fue el campo por excelencia que las parteras intentaron monopolizar, incluso limitando el ejercicio de otras y otros colegas.
Las parteras entre el hogar y el hospital
Lo que a inicios de la década de 1930 parecía definitivo, la institucionalización de los partos era una tendencia que las parteras adscritas a la Asociación Obstétrica Nacional (AON) en la década anterior ya habían logrado advertir2. A lo largo de los años siguientes visualizaron algunos de los problemas que la profesión auguraba. Los obstetras eran un actor –a veces una competencia– que podía recortar su mercado, se sumaban las instituciones y su capacidad de atender elevados números de partos exigiendo muy pocas parteras para realizarlos y con recursos técnicos complejos. Por otro lado, la disposición de un público receptivo a esas formas de parir hacía peligrar la tarea libre e independiente de las parteras. Finalmente, el sistema de atención maternal había incentivado otra serie de roles vinculados al cuidado de los niños y sus madres: visitadoras, puericultoras, enfermeras; en todas ellas, las parteras veían potenciales competidoras.
Con el objetivo de llegar a la mayor cantidad posible de parturientas, en especial a las madres pobres y trabajadoras, las maternidades del servicio de asistencia maternal se proponían utilizar diversos medios que incluyeron servicios de urgencia y traslado. Un ejemplo es el de la maternidad del Hospital Fernández, que desarrolló un servicio de urgencias y traslados en 1913 y, diez años después, agregó la atención en domicilio (Llames Massini, 1930, p. 22).
En efecto, en 1924, el sistema de atención domiciliaria de partos se extendió a toda la ciudad. Para acceder a esta posibilidad, se pretendía que la mujer embarazada concurriera previamente a consultorios externos para evaluar su condición y asegurar que la evolución del embarazo fuera normal y pudiera incorporarse a la asistencia ambulatoria, para luego parir en su hogar. Es decir, el sistema combinaba un servicio de profilaxis del embarazo con otro de atención de partos. Los casos de este tipo eran asistidos de manera domiciliaria mientras se mantuvieran sin complicaciones. Ese parto era atendido por una partera a la que la Asistencia Pública reconocía, a la que le pagaba per cápita y con tarifa diferenciada según se tratara de una primípara o de una multípara y del tipo de parto, distócico o no (Pérez, 1928, p. 6). Es decir, el cálculo para abonar honorarios de las profesionales se efectuaba según el tiempo y la complejidad del caso. En caso de distocia, la partera debía acelerar el traslado al hospital o procurar la rápida presencia del médico obstetra de turno en la sección.
Inicialmente, las parteras agremiadas en la Asociación Obstétrica Argentina fueron activas promotoras del servicio de asistencia a domicilio centralizado por la municipalidad. Los obstetras que lo promovían, en general directores de maternidades de la ciudad, eran cercanos a la AON, tenían diálogo frecuente con esa organización y lo habían difundido entre miembros para que alentaran a sus socias a ocupar los puestos que la Asistencia Pública ofrecía. Las parteras consideraban que el esquema era necesario y no abandonaron la posibilidad de integrarse al sistema, difundiendo la iniciativa entre sus socias y acompañando a sus colegas obstetras en la promoción del proyecto.
La atención domiciliaria tuvo una gran recepción; ayudó a complementar la asistencia que los hospitales porteños no podían proveer y a ocuparse de las urgencias o de las mujeres que se mantenían renuentes a atenderse en un hospital. Si bien el conjunto de las maternidades municipales estaba en aumento, el número de partos atendidos de manera sostenida no cubría la totalidad de los nacimientos. En el momento en que se dictó la norma de servicio domiciliario de partos, las maternidades porteñas tenían en su conjunto 548 camas para asistir 7.480 partos anuales, aproximadamente 62 por mes en cada institución. El número de partos atendidos con el servicio domiciliario creció en los años inmediatamente posteriores a su creación, y alcanzó su máxima expansión en 1929, para luego comenzar a descender (Ibíd., p. 7).
Para algunos obstetras, este modo de parto domiciliario inaugurado por la Asistencia Pública debía ser complementario y marginal dentro de las opciones de atención, pero para otros era el horizonte al que la obstetricia debía aspirar. Quienes se inclinaban por la segunda opción, los partos normales podían y debían tender a ser asistidos en el domicilio, para dejar los casos complicados en la esfera de la institución. Esto beneficiaba las finanzas públicas pues, según algunos médicos, los partos atendidos por parteras en domicilio eran decididamente más económicos, casi 50 % menos onerosos que los efectuados en los hospitales (Ibíd., p. 6). Esto tenía que ver con la baja remuneración que las parteras recibían en relación con los médicos y con la noción más bien conservadora que indicaba que el parto normal era un proceso fisiológico que había que saber monitorear y acompañar. Sin embargo, el horizonte era universalizar el hospital o el sanatorio como el lugar donde parir, línea en la que se inscribirían los obstetras que dirigieron las maternidades más desarrolladas técnicamente y con mayor número de camas, como Alberto Peralta Ramos y, en menor medida, Josué Berutti. Finalmente, la tendencia fue en el último sentido y el desarrollo del equipamiento urbano respondió al criterio generalizado del parto hospitalizado, pero no impidió que hubiera un período de convivencia entre diferentes modos de atender los partos.
Las salas de maternidad terminaron por imponerse en el criterio de atención. El desarrollo de ellas en los hospitales porteños fue de especial relevancia para que se incorporaran a la cotidianidad de la obstetricia técnicas de incumbencia médica y para expandir esas atribuciones. Las salas de hospital eran el lugar para desarrollar e incorporar métodos y modalidades como los dispositivos mecánicos para facilitar el parto, camas especiales, algunos cabestrillos que facilitaban el esfuerzo de las mujeres en la etapa expulsiva y técnicas ya conocidas, pero poco frecuentadas para acelerar el parto artificial. Los hospitales eran los lugares donde se ponían a prueba muchas de las nuevas técnicas y los espacios preferidos por los maestros de obstetricia para incorporarlas y difundirlas. La institución lograría instalarse como un lugar seguro y con capacidad de dar respuesta a diferentes situaciones que se podían producir alrededor del parto, como un espacio con recursos técnicos y humanos suficientes y calificados para resolver de manera eficiente cualquier situación del parto. Esta noción colaboró a fijar la idea que circulaba entre algunos obstetras acerca de que el parto exclusivamente fisiológico no era necesariamente el más frecuente, pues el parto normal o “rigurosamente fisiológico” se consideraba casi imposible, por lo que la mano del médico era inevitable y la institucionalización, forzosa (Berutti, 1933, p. 417).
A pesar de que en muchos sentidos el discurso médico acerca de la higiene y la medicalización del parto había sido exitoso dentro del gremio de las parteras, eso no resultó una razón suficiente para que mantuvieran un lugar más acomodado y gravitante en la atención de los nacimientos. Las parteras, en particular las enroladas en la Asociación Obstétrica Nacional que habían abrazado las indicaciones de la medicina moderna y que lograron establecer una suerte de sociedad con los médicos, principales voceros de las novedades científicas y cada vez más reconocidos por sus pacientes, solían demostrar su incómoda posición. Por un lado, afirmaban que seguían disputando el parto con falsas parteras o falsas diplomadas, un fenómeno que se extendió hasta muy avanzada la década del 40; por otro, compartían con sus colegas obstetras una parte importante de sus clientes. A esto se agregaban el crecimiento de las salas de maternidad y maternidades en la ciudad y la positiva recepción de las mujeres a parir en el hospital.
El gremio de las parteras visualizó la situación y no tardó en advertir que la competencia era cada vez más desigual y que sus posibilidades laborales se achicaban. Buscaron modos compensatorios que pudieran garantizar el trabajo de sus pares y demandaron que el Estado se retirara de ciertas áreas de atención. Entre las primeras estrategias, el gremio intentó definir una regla capaz de garantizarles o reservarles a sus colegas la exclusividad de una parte de la atención de los partos que les permitiera continuar su trabajo “por la libre”, es decir, a quienes ejercían el oficio de modo privado en el mercado del parto. Desde mediados de los años 20 y en varias oportunidades con posterioridad, solicitaron a las autoridades porteñas, a la Asistencia Pública y a las autoridades de la Facultad de Medicina, que impidieran a las colegas contratadas por las maternidades atender partos privados. De este modo, intentaban eliminar una parte de la competencia dentro del propio rubro, entre parteras. La requisitoria de la AON fue rechazada por el municipio porteño y durante toda la década del 20 el gremio de parteras insistió sobre este asunto sin éxito. Los argumentos en contra afirmaban que las contratadas por el municipio tenían exiguos salarios y no podía prohibírseles trabajar fuera del hospital (Asociación Obstétrica Nacional (AON), 1922, ff. 131 a 135).
En la visión de las parteras agremiadas, las colegas contratadas por las maternidades gozaban de beneficios extras: tenían un salario fijo y estable y contaban con casa y comida, pues eran internas del hospital y residían allí gran parte de la semana. Este sistema se superponía con otra práctica muy usual en los hospitales porteños, que consistía en contratar personal que se definía como “agregado” para completar las necesidades de la institución, pues no siempre alcanzaba con una o dos parteras internas, para cumplir con la regular demanda de una maternidad de la ciudad. Según el censo municipal de 1926, los hospitales porteños en su conjunto empleaban de manera asalariada a 23 parteras, pero mantenían contratadas a 16 parteras más, a las que se les pagaba por cada parto atendido. Estas eran “agregadas” a los hospitales o parteras que asistían a mujeres fuera de la institución, en el domicilio3 (Argentina, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1928, pp. 99-110). En los años posteriores, esta situación se agravó y la contratación de parteras agregadas se extendió de diversas maneras, para cumplir con la atención en domicilio, como complemento en las salas de maternidad y afectadas a otras funciones del servicio social de los hospitales. Por otro lado, las instituciones podían apelar a las alumnas de obstetricia de la Facultad de Medicina como practicantes y ayudantes en las salas; esto aliviaba el trabajo y las finanzas del hospital.
Nuevos perfiles y nuevas estrategias
El esquema de atención del parto que se impuso entre los años 20 y los 40 modificó la actuación de las parteras en términos materiales y simbólicos y con esto, las estrategias que disponía el gremio para sostener la actividad. A principios del período, el menú de opciones había tenido entre sus fórmulas exigir a las autoridades algún mecanismo regulatorio que alcanzara a las beneficiadas por contratos con las maternidades o que limitara la cobertura del Estado sobre los casos que los y las miembros del gremio pudieran cubrir “por la libre”. Subsistía una idea entre las parteras, inviable, acerca de la posibilidad de ser las únicas legítimas hacedoras de los partos normales y celebrados en “público”, es decir, la atención realizada a la clientela particular que las contrataba. Una vez institucionalizados los nacimientos, las parteras organizadas a través de la AON no buscaron en los hospitales y maternidades mejores posiciones y espacios dentro de la obstetricia, sino que, por el contrario, mantuvieron la expectativa acerca de mantenerse en su posición de parteras libres como de profesionales liberales de modo similar al de los colegas médicos.
Las parteras, que con frecuencia habían sido el nexo entre la madre y el médico, se encontraban ahora en la situación contraria: dependían en mucho de la recomendación de los profesionales para ingresar a la escena del parto. En la década del 40, tenían de un lado los hospitales y maternidades, y del otro, la recomendación de sus antiguos socios:
Es ya costumbre que se ha arraigado mucho, y muy observada en miles y miles de casos, que muchos profesionales aconsejen al público de la clase media y buena internarse en los hospitales, recomendando muchísimas personas que estarían dispuestas a tener en su hogar una competente partera; pero tras el consejo del facultativo de confianza, desisten de esa idea y se internan en un sanatorio o en una maternidad, privándose así de la asistencia domiciliaria y de la consiguiente intervención de ellos mismos en caso necesario, privándonos de muchos partos. Es necesario que el médico sea nuestro amigo, nuestro protector y nos ayude a conquistar la confianza del público y no a alejarnos, como lo están haciendo (de Cenícola, 1939, p. 15).
Insistir en replantear la relación con sus antiguos socios era una estrategia que permite más de una lectura. Por un lado, era producto residual de un vínculo tradicional que médicos y parteras habían sostenido por varias décadas y que tuvo momentos de beneficio mutuo. Por otro lado, resultaba de las posibilidades concretas y efectivas de las parteras, que tenían a los médicos como los interlocutores más cercanos. En la ciudad de Buenos Aires el escenario de la atención de la salud se había ampliado: existían instituciones de diferente tipo de nivel y gestión y algunas formas de prestación de la salud de tipo privado o empresarial. Los interlocutores para el gremio de parteras tendían a ampliarse y se ampliarían aún más en los años siguientes, y la capacidad de reacción de los organismos de representación no siempre era rápida. Además, en el diálogo con el Estado los resultados no habían sido favorables; a pesar de la continuidad de los reclamos, las parteras mantenían cierto nivel de inestabilidad laboral, no tenían puestos asegurados en los espacios estatales de atención y la relación contractual con las instituciones no era clara ni uniforme.
Otras razones de orden específico alentaron a las parteras a insistir en recuperar los espacios que tradicionalmente habían ocupado. En primer lugar, las parteras seguían observando un nicho disponible en la ciudad que les permitía especular con recuperar su lugar como las parteras de las clases medias y acomodadas, que preferían parir en la privacidad del hogar. En ese sector resistente al hospital pretendieron instalarse con la mayor exclusividad posible, apelando a su tradicional rol de haber sido las primeras agentes de confianza de la mujer encinta, aunque ahora con la intermediación del médico obstetra. En segundo lugar, las parteras agremiadas continuaban considerándose, por sobre todo, profesionales liberales capaces de ofrecer su trabajo de manera libre.
Sin embargo, en la década del 40, el perfil de la partera independiente ya no podía ser el horizonte de la mayoría de ellas, y dentro del gremio se desarrolló una percepción crítica del cambio en varias dimensiones, que decantó en nuevas expresiones asociativas con un perfil gremial definido. Con más claridad que en los momentos previos a los reclamos por el mejoramiento de las condiciones de trabajo, se sumaron las reivindicaciones del oficio y de su jerarquización. Esto era factible sobre todo en la ciudad de Buenos Aires pues, como las propias parteras reconocían, allí el desarrollo de las maternidades había sido sostenido y se convertía en la fuente de trabajo principal para muchas de ellas. Por otra parte, era donde se verificaban de manera palpable los cambios en la organización del trabajo para atender el parto, ya que en las instituciones el rol de las parteras tal como había sido previsto por la obstetricia, subordinado a las directivas médicas, era una realidad cotidiana.
Las demandas específicas por las condiciones de trabajo que las parteras de las maternidades municipales sufrían, se multiplicaron. Los reclamos puntuales se centraron en el problema de las ad honorem y del exceso de horas de trabajo, y en las guardias demasiado extensas (Svetliza, 1940, pp. 19-20). El intendente porteño, el Concejo Deliberante e incluso el Congreso de la Nación fueron los interlocutores elegidos por las parteras. Existían regulaciones muy laxas respecto de los horarios de trabajo y de las guardias, que podían ser de más de 24 horas. Esto comprometía el trabajo externo al hospital que las trabajadoras pudieran ofrecer y, por primera vez, las parteras se compararon con otras mujeres a la hora de exigir mejores condiciones para su labor; se afirmaron mediante la invocación de los derechos que las obreras tenían: jornadas de trabajo limitadas, sábado inglés, feriados y fines de semana (Ibíd., p. 20).
Por otro lado, el perfil de las parteras se había diversificado y despuntaba una nueva generación, integrada por mujeres jóvenes recientemente graduadas que ocupaban lugares en los hospitales y maternidades, y que no estaban igualmente interesadas o no habían tenido las mismas posibilidades que sus antecesoras en la atención privada. Las parteras más tradicionales mantenían una mirada suspicaz sobre estas jóvenes que ocupaban lugares en los hospitales como agregadas o ad honorem. Finalmente, se generó una situación de enfrentamiento y las parteras de los hospitales pusieron en cuestión la capacidad de sus colegas, adjudicaron a los partos provenientes de “la ciudad”, es decir, a los iniciados y/o atendidos fuera del hospital, los principales índices de distocias (Casas, 1942, p. 2). Se trató de una cuestión que no alcanzó mayores dimensiones y fue resuelta rápidamente por la dirigencia del gremio, pero fue un signo notable de la diversificación de intereses entre las obstétricas. Nuevas maneras de ejercer la profesión tendían a imponerse y cualquier organización que pretendiera unificar la representación de las parteras debía tener en cuenta una variedad de situaciones que no estaban instaladas entre las tradicionales reivindicaciones del colectivo.
En la década del 40 surgieron cuestiones nuevas. Al trabajo en los hospitales municipales se agregó el que clínicas y sanatorios de gestión privada o filantrópica podían ofrecer. Esto representaba un escenario diferente donde “una moda” se imponía y habilitaba a que enfermeras y ayudantes no diplomadas ni habilitadas participaran de los nacimientos como colaboradoras de los médicos. En algunos casos, esto no era del todo nuevo: las instituciones altamente jerarquizadas tenían esta práctica, pero conforme la presión por la atención de los partos en instituciones aumentó y la diversidad de la gestión creció, esto resultaba más frecuente. Esa situación se agravaba en tanto las autoridades del área de salud no fijaban honorarios ni aranceles, algo frecuente hasta mediados de la década de 1940 para varios gremios de la salud. Por otro lado, resultaba cada vez más evidente que ya no era el Estado porteño el único interlocutor con el cual terciar para obtener mejores condiciones de trabajo, y eso exigía nuevas estrategias, entre ellas sumarse a otras organizaciones profesionales que disputaban medidas similares, como las asociaciones de médicos que lideraban esos reclamos y negociaciones (Ibíd., p. 2).






