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Sin embargo, un pensamiento capaz de abstraer puede crear mixtos como los de un tiempo espacializado, proyectando el tiempo en el espacio y, con ello, creer que da cuenta de la duración. Aun así, es posible proponer otro modo de ver las cosas, que expresiones como ‘sucederá de dos cosas una’ nos indican que los hechos psicológicos muestran otro significado si nos dirigimos al fondo de la conciencia. Allí el todo adquiere la forma misma de la duración; pero los datos inmediatos de la conciencia, en principio, son confusos, porque la dificultad persiste: no tenemos un acceso directo a la duración pura sin que se interpongan los hábitos muy arraigados de la conciencia reflexiva. Debemos profundizar más en lo complejo del uso de la idea de espacio y en el acto que la produce; se trata de desarraigar ese uso de la vida psicológica, estableciendo diferencias, distinciones para así intentar verla desde la duración pura.
Si la heterogeneidad cualitativa y la interioridad son propias de la vida misma de la duración, no es posible tener de ellas una visión exterior. No obstante, pasa algo parecido a cuando imaginamos un punto material autoconsciente recorriendo una línea recta, este observaría una sucesión de estados separados; pero, moviéndose él mismo, se sentiría cambiar. Como estas dos situaciones se pueden dar, preguntemos: ¿qué es lo que propiamente mide un reloj o un péndulo que marca, a intervalos iguales, el ritmo del tiempo?
Si las oscilaciones de un péndulo me arrullan, ¿cuál de los sonidos marca mi entrada en el sueño?, ¿el primero?, ¿el último? Si en esta consideración prima la representación simbólica de la duración, no llegamos a comprender que es más la “organización rítmica” de los sonidos –por la cualidad de su cantidad– y no un sonido aislado el que me va conduciendo hacia la región de los sueños. Entonces, ¿qué pasa con el péndulo que, con su movimiento periódico, mide intervalos regulares de tiempo? Cuando uso la expresión ‘acaba de pasar un minuto’, ¿esperé sesenta oscilaciones regulares? El tiempo pasó. ¿La péndola reguladora del movimiento del reloj mide algo diferente de mi tiempo interno?
Aunque en el Ensayo Bergson no se plantea explícitamente la cuestión de si las cosas exteriores duran como nosotros, la verdad es que parece que “no duramos solos” (cf. E, p. 118). Diariamente, sin embargo, somos llevados a un uso injustificado de la representación simbólica de la duración: si las cosas duran como nosotros, consideramos su tiempo constituido por momentos exteriores unos a otros como esas mismas cosas. Permitimos, así, el contagio de un tiempo homogéneo en la percepción del efecto interno de la causa exterior sobre el estado consiguiente.
Está claro que las oscilaciones del péndulo o las agujas del reloj no miden la duración. Si miro de cerca lo que pasa, en el reloj solo cuento simultaneidades. Aquí, por una parte, siempre hay una posición única de la aguja en un momento determinado, puesto que las anteriores ya se dieron; por otra parte, puedo representarme las oscilaciones pasadas del péndulo mientras que percibo la actual, puesto que duro y puedo hacer memoria de las pasadas. La sucesión es para mí, que me la puedo representar. Si ponemos esta distinción en términos de extremos, tengo que “en nuestro yo, hay sucesión sin exterioridad recíproca; fuera de mí, exterioridad recíproca sin sucesión” (E, p. 119). Esta distinción parece ser la de una dialéctica que, sin embargo, no existe. Entre estos dos tipos de realidad todo sucede, no puedo suprimir sin más el yo o el péndulo, a no ser por un experimento imaginario. Entre la exterioridad sin sucesión y la sucesión sin exterioridad “se produce una especie de intercambio, bastante análogo a lo que los físicos llaman un fenómeno de endósmosis” (E, p. 120).
Ese fenómeno nombra un intercambio de afuera hacia adentro entre fluidos de diferente densidad separados por una membrana porosa. Es una mezcla. Ayudado del término biológico, Bergson señala un entorpecimiento de orden epistemológico en el momento de considerar los estados internos, y también le sirve para pensar las relaciones entre dos órdenes de realidad, la duración y el espacio. Así, las oscilaciones regulares del péndulo pueden descomponer nuestra percepción interior, llevándonos a pensar que los estados internos resisten una distinción y una yuxtaposición parecida a la de las cosas en el espacio. Esto obedece al hecho de que las “fases sucesivas de nuestra vida consciente” se corresponden o son contemporáneas, una a una, de cada oscilación de la péndola. De ahí el hábito arraigado en la conciencia reflexiva de descomponer nuestra vida consciente y darnos una imagen de ella originada en el espacio. Indudablemente, la endósmosis es una corriente de intercambio entre dos medios distintos, en este caso, de afuera hacia adentro.
Con la memoria, nuestra conciencia organiza las distintas oscilaciones del péndulo en una especie de conjunto, gracias a “una cuarta dimensión del espacio, que llamamos el tiempo homogéneo, y que permite al movimiento pendular, aunque produciéndose en el mismo lugar, yuxtaponerse indefinidamente a sí mismo” (E, p. 120).
La crítica a la homogeneidad nos permite ahora comprender mejor el tiempo usado por la ciencia. Bergson sospecha que esta no tiene en cuenta la duración; por ello él emprende su crítica al movimiento y a la velocidad estudiados por la física. Inicia este examen aclarando que ‘simultaneidad’ es “la intersección del tiempo con el espacio” (E, p. 121). Si planteamos antes el problema de qué miden los relojes, ya comprendemos que la respuesta no se da, al menos en el Ensayo, buscando duración en las cosas exteriores; debemos comprender, primero, la naturaleza del acto que interpone el espacio y, segundo, la representación simbólica de la duración en términos de la simultaneidad, y a esta como intersección, mezcla. Esta simultaneidad también nos revela la ilusión de la conciencia respecto de la duración pura. Detengámonos ahora en el análisis del movimiento para observar de qué manera se da la ilusión de la conciencia, cuando se trata de estudiarlo desde la conciencia reflexiva.
Resultado del análisis del movimiento: la síntesis de la conciencia
El movimiento, fenómeno de desplazamiento de un móvil en el espacio, que Bergson llama “símbolo viviente de una duración en apariencia homogénea” (E, p. 121), despierta interés por cuanto aparece dotado de un componente espacial y otro temporal. Problema sugestivo: se tiende a identificar el movimiento mismo con el espacio recorrido. Por ello, el análisis de las paradojas de Zenón será una constante en la obra posterior de Bergson.
En este fenómeno se puede efectuar una disociación parecida a la del ejemplo de la péndola que marca el movimiento regular y la medida del tiempo del reloj. La disociación en el presente caso será más concreta. Se observan distintas posiciones sucesivas del móvil en su desplazamiento por el espacio, sin embargo, habría que dar cuenta, además, de la transición de una posición a otra. Al identificar el movimiento con el espacio recorrido, esta “operación” no se tiene en cuenta, a pesar de sustraerse al espacio y tener realidad “para un espectador consciente”. Como se trata de un “progreso” y no de una “cosa”, es claro que la transición no es espacial, así el desplazamiento se dé en el espacio. Es en la duración donde deberíamos considerar ese progreso dinámico propio del movimiento. De inmediato, Bergson expone su tesis sobre el movimiento: este, “en cuanto que pasaje de un punto a otro, es una síntesis mental, un proceso psíquico y por tanto inextenso” (E, p. 121). Afirmación sorprendente que nos deja en un lugar inusitado, pero que, vista de cerca, ya preparaba el curso de esta reflexión.
El movimiento, lejos de ser ejemplo de la realidad exterior e irreductible de las cosas, como suele pensarse, está inevitablemente ligado a la actividad de una conciencia capaz de dar cuenta de la realidad de la transición. Así, además de esa pasividad de la conciencia, caracterizada más arriba como un dejarse vivir, aquí se nos revela un papel activo: la conciencia hace síntesis al mantener en el recuerdo los instantes que pasan. Es síntesis, en cierto modo, redoblada que, en primer lugar, despliega las diversas posiciones en un medio homogéneo, pero que, en segundo lugar, supone en su base una síntesis, llamada por Bergson, “cualitativa” y que opera con una organización similar –regreso de la imagen– a la de “una frase melódica”. Sin este tipo de síntesis no se comprende el movimiento ni se va al centro mismo de la movilidad.
Las más de las veces, para explicar el movimiento se opera una endósmosis, nos dice Bergson, entre la sensación intensa e inextensa que experimentamos de la movilidad y la representación extensa del espacio que recorre el móvil. Gracias a la influencia de esta última, se tiende a dividir lo no descomponible, el acto de la conciencia que realiza la síntesis, y a medirlo con el rasero del espacio, proyectándolo en este. A continuación viene un problema no del todo explícito, aunque sorpresivo, podría decirse, incluso para el autor, y escrito entre signos de exclamación: “¡como si esta localización de un progreso en el espacio no viniera de nuevo [ne revenait pas] a afirmar que, incluso fuera de la conciencia, el pasado coexiste con el presente!” (E, p. 122). Así reencontramos la endósmosis en el problema del movimiento, pero si viéramos las cosas de adentro hacia afuera, tendría otro significado. No se nos olvide que la transición se da en los intervalos entre posiciones sucesivas, algo que la ciencia no mide.
Precisamente, de la confusión o, mejor diríamos, de la reducción del movimiento al espacio recorrido nacen las paradojas de Zenón de Elea. Al respecto, Bergson señala dos críticas importantes. Por un lado, no se cuenta con que cada uno de los pasos de Aquiles constituye un acto simple e indivisible y, por ende, una unidad. Esta crítica es decisiva porque, al descomponer cada paso de Aquiles y la Tortuga, se reduce su movimiento, que es un acto no descomponible, al espacio, además de haber medido ya dos movimientos distintos en un espacio homogéneo y divisible al infinito. Si cada paso se puede subdividir al infinito, nuestro héroe no alcanzará nunca a la Tortuga, pero tampoco se moverá, sustrayendo de ese modo del movimiento la movilidad misma. De inmediato viene la segunda crítica: además se mide el movimiento de Aquiles por el de la Tortuga, desconociendo el hecho de que cada uno de los pasos de los dos competidores es un acto total e indivisible. Al final, terminarían corriendo dos tortugas, con un solo género de pasos, sin alcanzarse jamás. Por cierto, si observamos detenidamente la competencia, es evidente que Aquiles no solo alcanza a la tortuga, sino que la sobrepasa, con lo que se abre entre los dos un intervalo de tiempo y una distancia que esta última no alcanza a remontar. Llega un momento en el cual la sumatoria de uno de los dos géneros de pasos, el de Aquiles, logrará una longitud mayor “a la suma del espacio recorrido por la Tortuga y al adelanto que ella tenía sobre él” (E, p. 123). Esta última observación nos dice de la imposibilidad de separar el movimiento de su factor cualitativo, es decir, de su duración.
Cuando la matemática pretende medir el movimiento y, por ello, la velocidad, se las ve con simultaneidades que, además, introduce para llenar matemáticamente los intervalos entre simultaneidades. Este proceder se basa en la forma como la conciencia percibe, por ejemplo, el comienzo de un movimiento, cuando un móvil parte de un punto determinado y, luego, el final de ese movimiento, cuando el mismo móvil llega a su destino; en tal sentido, se toma nota de “la simultaneidad de un cambio exterior con uno de nuestros estados psíquicos” (E, p. 124, énfasis agregado). Con simultaneidades no se puede reconstruir la movilidad del movimiento, porque cada una de ellas no es sino un extremo, no la movilidad misma, que se produce entre los intervalos. Sin embargo, es así como operan la matemática y la física; de esa forma, las ecuaciones matemáticas no dan cuenta de los intervalos entre las distintas posiciones de un móvil, sino solo de hechos cumplidos. La sorpresa de Bergson frente a este proceder origina toda su filosofía: la mecánica retiene del tiempo la simultaneidad y del movimiento solo la inmovilidad (cf. E, p. 125-126). A partir de este momento, nos es posible mirar las cosas desde otro punto de vista. Por más que el movimiento sea el desplazamiento de un móvil en el espacio, lo que menos le pertenece es su componente espacial; este último nos entorpece el acceso a la movilidad, pues la medida espacial no llega a explicar el acto indivisible del cambio de lugar.
Al cambio de lugar de un móvil, cambio cualitativo por excelencia, le pertenece una heterogeneidad “indistinta”, constituida por las diferentes posiciones del móvil en desplazamiento. Heterogeneidad e indistinción son propias de la duración. Con otras palabras, esta última es una síntesis. Si es verdad que el móvil ocupa alternativamente lugares del espacio o, hablando en imágenes, los puntos de una línea, sin embargo, la movilidad no es identificable con la línea; si así sucediera, se dejaría por fuera la duración propia del movimiento. Si la conciencia pretende conservar sucesiva y simultáneamente las diferentes posiciones, lo hace porque introduce la cuarta dimensión del espacio, llamada por Bergson “tiempo homogéneo”. Si lo hace, es porque la conciencia retiene en el recuerdo las distintas simultaneidades. Hecho ambiguo este de la conciencia; no obstante, tiene su significado a partir de la comparación entre espacio y duración: “es que la duración y el movimiento son síntesis mentales, y no cosas” (E, p. 127). Se juega aquí la realidad física misma del movimiento. Este asunto se responderá a medida que se desarrolle la obra bergsoniana, pero en el Ensayo se plantea de una forma todavía oscura:
Si ella [la conciencia] los conserva [los estados sucesivos del mundo exterior], es porque esos diversos estados del mundo exterior dan lugar a hechos de conciencia que se penetran, se organizan insensiblemente juntos, y ligan el pasado al presente por efecto de esta solidaridad misma. (E, p. 127; énfasis agregado)
Dada la importancia de la síntesis y señalada esta solidaridad entre los hechos exteriores y los hechos de conciencia, estamos en condiciones de indicar el momento al que hemos llegado. Por estar involucrado en el movimiento un doble componente, el del espacio y el del tiempo, constituye un lugar privilegiado, más que otros fenómenos, para plantearse la actividad propia de la conciencia en el mundo. Volvamos a señalar que la síntesis de la conciencia denota un carácter activo y no pasivo que reñiría con la actitud, hasta cierto punto, pasiva del dejarse vivir, que describimos más arriba. ¿No se trataría mejor de dos aspectos complementarios de la misma conciencia que definirán su realidad en el mundo? Al respecto, lo primero que hay que decir es que el dejarse vivir –es decir, la misma duración interior– de la conciencia es un sentimiento de los estados de conciencia organizándose a la manera de una melodía, es el sentimiento de la heterogeneidad e interpenetración de elementos en su auto-organización. Aquí la duración, aunque sea la condición de posibilidad de la interpenetración de los estados internos, no se separa de estos, no es una condición trascendental; la duración está dada en ellos, los constituye. Por lo mismo, se la siente, se la experimenta.8 En segundo lugar, la síntesis no debe ser entendida como un acto vacío, lo que viene corroborado por la síntesis temporal en su forma, digamos, musical, por más que atestigüe una dualidad fundamental entre lo que aporta el espíritu y el contenido de nuestra experiencia. Es, de acuerdo con Worms:
Como el pasaje de una sensación a otra, como el pasaje de una duda a una decisión, cada movimiento es también una multiplicidad singular y cualitativa que se manifiesta a la ‘conciencia’ no por un acto puro, sino por un cambio global: tal será el nuevo ‘paso’ de Aquiles o el de la Tortuga. (2004, p. 73)
Entonces, el último pasaje de Bergson es bien preciso, y podemos sacar de allí tres conclusiones: primera, si el movimiento da cuenta de la dualidad arriba mencionada entre las distintas posiciones del móvil y la duración de la conciencia, hay una solidaridad entre ellas atestiguada por el acto de síntesis de la conciencia; segunda, el movimiento no es una cosa, pero tiene realidad para la conciencia que hace síntesis, es decir, esta es capaz de percibir en su formación los cambios en la totalidad que se dan cuando los actos simples y no descomponibles, como los pasos de la Tortuga o de Aquiles, se van produciendo –Aquiles pasa efectivamente a la Tortuga–; y tercera, los cambios cualitativos son reales para la conciencia y su síntesis, donde esta última no tiene el sentido de una intuición intelectual, como le reprocha Bergson a Kant, sino que los cambios cualitativos son del orden de la duración y no espaciales.
A la duración hemos llegado, en principio, por una vía negativa, al diferenciarla del espacio. Cuando observamos esto, estamos tentados a señalar en la obra de Bergson un tono dialéctico en su exposición de los problemas y, sin más, a indicar dos opuestos, el espacio y la duración, como polos dialécticos entre los que se jugaría nuestro conocimiento y nuestra vida, en últimas. El recurso a la endósmosis, para señalar la influencia determinante de lo exterior, va más allá de una mera dialéctica y nos plantea la cuestión sobre dónde se dan los intercambios con el mundo. El cuerpo parece ser el límite evidente entre nuestro mundo interno y el mundo externo, y a él llegan todas las influencias que hacen nacer nuestras sensaciones. El cuerpo es, en resumidas cuentas, el escenario de los intercambios entre lo que nos rodea y nosotros mismos, lo cual no constituye, sin embargo, una oposición dialéctica que deba ser superada; el fenómeno de la endósmosis es ilustrativo sobre lo que sucede en el nivel fisiológico: intercambios, influencias mutuas y, sobre todo, continuidad entre lo interno y lo externo. El propio fenómeno del movimiento muestra lo problemático del sentido de esos intercambios, manifiesta no solo la síntesis de la conciencia, también pone de presente que, siendo cuerpos, experimentamos cambios de cualidad en el todo, cuando, por ejemplo, acabamos de desplazarnos en el espacio. Este aspecto no se plantea en el Ensayo, pero, sin duda, allí se observa en el análisis del movimiento que requiere de dos tipos de interpretación, véase desde el espacio o desde la duración.
De ahí la posibilidad de desplegar en el espacio, bajo la forma de multiplicidad numérica, lo que hemos llamado una multiplicidad cualitativa, y de considerar a la una como el equivalente de la otra. Ahora bien, en ninguna parte este doble proceso se cumple tan fácilmente como en la percepción del fenómeno exterior, incognoscible en sí, que toma para nosotros la forma del movimiento. Aquí tenemos ciertamente una serie de términos idénticos entre sí, puesto que se trata siempre del mismo móvil; pero de otra parte la síntesis operada por nuestra conciencia entre la posición actual y lo que nuestra memoria llama las posiciones anteriores hace que estas imágenes se penetren, se completen y se continúen de algún modo las unas a las otras. Es entonces por intermedio del movimiento sobre todo que la duración toma la forma de un medio homogéneo, y que el tiempo se proyecta en el espacio. (E, pp. 91-92)
La conversión del pensamiento hacia la duración
La influencia, hasta cierto punto nociva, del lenguaje (cf. Cherniavsky, 2009) en el proceso de espacialización del tiempo es decisiva. En la representación simbólica, que toma una forma lingüística, se usan términos iguales, diferenciaciones tajantes, yuxtaposiciones y, por lo mismo, comenzamos a hablar en términos de simultaneidad. El lenguaje entorpece un acceso directo a la duración pura; la promesa de una conciencia inmediata de nuestro yo más profundo se posterga siempre gracias a un lenguaje modelado sobre nuestras necesidades vitales y sociales. Ahora bien, en el momento de establecer las diferencias entre una multiplicidad numérica o distinta y una multiplicidad cualitativa, surge un aspecto inesperado: el mundo interior admite diferenciación en potencia. Es decir, en la heterogeneidad cualitativa, por más unitaria que sea y que sus términos se interpenetren, es posible una discriminación cualitativa sin pretender contar términos, “no contiene el número más que en potencia”, llegando así a una “multiplicidad sin cantidad” (E, p. 128). Contar términos, como efectivamente se hace las más de las veces al considerar el mundo interior, influidos por hábitos muy arraigados en la conciencia, traiciona la naturaleza de lo interior, con ello permitimos que la idea de espacio se deslice por debajo. Si la duración es el dato inmediato de la conciencia, el lenguaje por su parte distorsiona nuestro acceso directo a ella. Ya en el momento de establecer que hay varios términos, por más que pensemos que “se organizan entre ellos, se penetran, se enriquecen cada vez más, y podrían dar así, a un yo ignorante del espacio, el sentimiento de la duración pura” (E, p. 128), con el solo hecho de usar la palabra ‘varios’, se los ubica en el espacio y se los piensa diferentes, en una palabra, los “traicionamos”.
Es la dificultad lingüística de diferenciar con palabras dos multiplicidades. Aun así, la multiplicidad cualitativa lleva el número en potencia. En esto Bergson está de acuerdo con Aristóteles –“el tiempo es justamente esto: el número del movimiento según el antes y el después” (Física, 219b 2)–, a condición de entender que, en esta multiplicidad, el número no está en acto. Esta aclaración resignifica los hechos y vemos las cosas desde el otro lado. Es posible una “discriminación cualitativa” en lo interno, pero en realidad intraducible al lenguaje del sentido común, como afirmará Bergson, porque ahí todo se encuentra en vías de comenzar. Ello lleva a Bergson a usar una comparación con un cierto tono humorístico, para afirmar que los números de uso diario tienen un equivalente emocional, pues el acto de contar unidades distintas “es bastante análogo a la representación puramente cualitativa que un yunque sensible tendría del número creciente de los golpes de martillo” (cf. E, p. 129). Dos percepciones diferentes son posibles: desde fuera se pueden considerar términos distintos; desde dentro – el sensible del yunque– se percibe una organización dinámica que no admite división sino en potencia. Percibidos los golpes desde la duración se organizan en la forma de una melodía.
La duración, en tal sentido, estaría en la base del acto de contar cosas, pero ella misma no es un medio homogéneo donde se ubicarían, yuxtapuestos, términos distintos y simultáneos. Ella designa o sale, más bien, del acto indivisible del auto-ordenamiento de los términos heterogéneos y cambia de naturaleza con cada transformación de estos. De esta multiplicidad bien llamada cualitativa es inseparable la duración, su inmanencia admite el número, atraviesa cada término. No obstante, estar ubicados en este extremo de la duración permite contar términos distintos en el espacio. En este punto las cosas se ven distintas: “es pues gracias a la cualidad de la cantidad que formamos la idea de una cantidad sin cualidad” (E, p. 129). Henos aquí, frente al hecho de que la conciencia produce ella misma mixtos; ya en el análisis del movimiento se hizo patente este proceso y su aspecto problemático.
Ya hemos señalado que el cuerpo se presenta como una suerte de límite entre el exterior y nuestro interior, podríamos afirmar que sin él no entendemos la naturaleza de los intercambios y que además da pie a esos mixtos. El yo accede al mundo por su superficie, permitiendo de esa manera alguna influencia de la separación de las causas exteriores y, por lo mismo, el fraccionamiento del interior. Lo vimos en la forma del fenómeno de endósmosis. Pero aquí se precisa una distinción: la capa más superficial del yo se distingue del yo más profundo. Nuestra vida cotidiana transcurre en la capa más superficial del yo, nivel de nuestras necesidades y de nuestra vida social. El acto del yo que interpone con mucha frecuencia la idea de espacio proporciona esta idea como un elemento muy útil para desenvolverse con soltura a ese nivel superficial; de ahí también proviene el lenguaje, modelado en función de las necesidades prácticas y sociales. Por su parte, el yo profundo, el más interior, es descrito por Bergson como una fuerza o, como sucede en el estado de sueño, un yo sin los requerimientos espacializantes de la vida práctica, en el que se observa una especie de “instinto confuso, capaz, como todos los instintos, de cometer toscos agravios y a veces también proceder con una extraordinaria seguridad” (E, p. 131). Ese yo profundo es también el más personal, de donde provienen nuestros actos más originales. Ahora bien, esta distinción entre dos yoes no implica que existan de hecho dos yoes, ya que el más profundo y el más superficial constituyen, en realidad, una sola y única persona; “ellos parecen durar necesariamente de la misma manera”. Pero la exterioridad recíproca y la yuxtaposición de las causas exteriores –las campanadas del reloj o los martillazos sobre el yunque, por ejemplo– no solo recortan nuestra vida en su capa más superficial, refractando el yo, sino nuestra vida más personal. De ahí la dificultad de acceder a esta última.