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Para obtener un número a partir de unidades, fijo mi atención sucesivamente sobre cada una de ellas y lo voy constituyendo por el escalonamiento de puntos matemáticos, a la manera de una línea formada por tales unidades. En tal sentido, la tesis de Bergson es que ese proceso lo realizo en el espacio. Nuestra atención se fija sobre los puntos que expresan las unidades constitutivas del número, pero, a medida que ella deja uno para posarse en el siguiente, los puntos tienden a unirse en líneas, “como si buscaran acercarse [se rejoindre] los unos a los otros” (E, p. 103). Aquí cabe la distinción ya señalada entre la unidad en la que se piensa y la unidad que adquiere el estatus de cosa una vez formada: tal distinción es posible “porque el número, compuesto por una ley determinada, es descompuesto por una ley cualquiera” (E, p. 103). Tal distinción implica desde ya la diferencia entre lo objetivo y lo subjetivo:
La unidad es irreductible mientras se la piensa, y el número es discontinuo mientras que se lo construye: pero desde que se considera el número en el estado de acabamiento, se lo objetiva: es precisamente por lo que aparece entonces como indefinidamente divisible. Señalemos, en efecto, que llamamos subjetivo a lo que parece [paraît] entera y adecuadamente conocido, objetivo, a lo que es conocido de tal manera que una multitud siempre creciente de impresiones nuevas podría substituir la idea que tenemos de ello actualmente. (E, p. 103)
Lo subjetivo aquí, como se deduce de nuestra exposición, está definido por el acto simple del espíritu. Por medio de esta definición, Bergson introduce una forma de acceso a los estados internos. Se puede decir que un sentimiento complejo contiene una multiplicidad de estados más simples, pero mientras estos elementos no se separen con nitidez, no se puede decir que se han realizado por completo; ahora, si llegamos a tener la “percepción distinta” de ellos, se hará efectivo un cambio de naturaleza del estado psíquico producto de su “síntesis”. Por el contrario, lo objetivo está definido a partir del espacio y de las cosas materiales, de tal manera que si dividimos o subdividimos un objeto en partes iguales, no cambia en nada su aspecto total. El espacio donde lo concebimos supone esa divisibilidad, “porque estas diversas descomposiciones, así como una infinidad de otras, son ya visibles en la imagen, aunque no realizadas” (E, p. 104). La objetividad supone la idea de espacio; este hace posible la percepción actual de esas divisiones en lo indiviso, aunque no realizadas, de acuerdo con el filósofo. En este caso, las diferencias y las relaciones entre las divisiones son actuales. En contraste, se debe entender como virtual la percepción de la divisibilidad en lo subjetivo; al actualizarse las divisiones en este ámbito, ellas cambian de naturaleza a la vez que el todo.
Con esta distinción entre lo objetivo y lo subjetivo se aclara más esa doble percepción del número que señalamos más arriba. Ahora podemos decir que, en el momento de contar, al espíritu, atento a sus propios actos, le corresponde “el proceso indivisible por el cual fija su atención sucesivamente sobre las diversas partes de un espacio dado” (E, p. 104). Lo objetivo en el número proviene de que “las partes así aisladas se conservan [yuxtapuestas] para agregarse a otras, y una vez adicionadas entre ellas se prestan a una descomposición cualquiera” (E, p. 104). El espacio es el lugar y la materia con la que el espíritu construye el número.
Ya estamos, pues, en condiciones de establecer la diferencia entre dos tipos de multiplicidad. Una, cuando contamos objetos que se pueden tocar y ver, que ocupan un lugar en el espacio; de la otra sabemos cuando se consideran los estados puramente internos del alma. En la primera multiplicidad no se requiere ninguna “invención simbólica” para contar. Viene de la relación que puedo establecer entre los objetos y el espacio, al valerme de la separación entre términos, la consideración simultánea de estos y la correspondiente ubicación en un medio homogéneo; estas son formas de representación apropiadas para la multiplicidad numérica.
No sucede lo mismo con una multiplicidad cualitativa de los estados internos. De estos estados profundos y cualitativos tengo, en realidad, “una multiplicidad confusa de sensaciones y sentimientos que solo el análisis distingue” (E, p. 106, énfasis agregado). Aunque si pudiera establecer diferencias y contar los términos de esta multiplicidad, como hago con las cosas materiales, necesito, ahí sí, aun de una representación simbólica (cf. E, pp. 105-106). ¿Qué pasa cuando la causa de la representación está en el espacio, como un sonido, pero se refiere a un estado interno? Si con un martillo alguien golpea un yunque, creo contar sucesivamente un número determinado de golpes, que, por lo común, ubico en un espacio ideal, pero me imagino contar esos sonidos en la pura duración. Para hacerlo, despojo a los sonidos de su cualidad, pretendiendo contar huellas idénticas que irían quedando a su paso. Ya sabemos que de los momentos de la duración no queda nada después de sucedidos. Entonces, ¿de qué duración se trata aquí? Puedo, no obstante, no contar sonidos sino organizar las sensaciones y llegar a reconocer, por ejemplo, una melodía conocida en los golpes de martillo, mi atención se desvía hacia el aspecto cualitativo que su impresión deja en mí.
El ejemplo del yunque es bien significativo, porque es cierto que los sonidos del martillo sobre la superficie metálica no solo se pueden contar, también dejan o producen una impresión en mi oído y, si se quiere, conmueven más órganos además del puro sistema auditivo. Este estado intermedio, por decirlo así, que adquiere el sonido una vez afecta nuestra sensibilidad, se va profundizando del lado de la interioridad, a medida que se involucran más órganos, hasta producir una impresión en la que podría reconocer una tonada conocida. ¿Cuándo interviene, pues, el aspecto numérico y espacial de la causa en la impresión que deja en mí ese sonido? Tan pronto cuento los martillazos. Pero no se ve cómo puede ser en la pura duración donde se ubiquen los sonidos sucesivos. La idea de espacio es necesaria para sumar y contarlos, exige poner entre ellos intervalos, algo imposible si se trata de momentos de la duración.
La única manera de contar hechos de conciencia es desnaturalizarlos y valerse de una representación simbólica, que toma su forma del carácter espacial de la consideración de la causa. La dificultad de este procedimiento es evidente, puesto que, en un momento dado, el aumento de los órganos implicados ya no produce en mí una magnitud, sino un cambio cualitativo y, como tal, no se suma sin más a otros hechos de conciencia – tal es el caso del reconocimiento de una tonada–. Se diferencian así dos tipos de multiplicidad. Como diría Worms, la multiplicidad cualitativa es un umbral, y superado cierto límite no aumenta solo el número de elementos provenientes de la causa o del cuerpo, sino que se da un cambio de multiplicidad (cf. 2004, p. 45). A medida que suenan más martillazos y se involucran más mis órganos, la impresión que me causan puede, por ejemplo, pasar del dolor al agrado y, así, cambiar mi apreciación de la disonancia a la melodía, que ya no tendría una huera magnitud.
Al contar los hechos de conciencia, ¿no se modifican también, por el uso de la representación simbólica, “las condiciones normales de la percepción interna” (cf. E, p. 107)? Esta se daría así en un medio homogéneo, donde alinearíamos los estados contados. A ese medio se lo ha llamado ‘tiempo’: se disponen los estados internos de forma sucesiva y se conservan en una especie de espacio ideal, se lo nombra ‘tiempo’; pero, evidentemente, en nada se parece a la duración.
“La sensación representativa, examinada en ella misma, es cualidad pura; pero vista a través de la extensión, esta cualidad deviene cantidad en un cierto sentido; se la llama intensidad” (E, p. 107-108). Así como la intensidad marcada por la magnitud es “un signo, un símbolo”, absolutamente distinto de la cualidad de los estados internos, Bergson se pregunta si el tiempo, como medio homogéneo para yuxtaponer estados internos, no será también un símbolo “absolutamente distinto de la verdadera duración” (E, p. 108). Intensidad y tiempo son comprendidos por la conciencia reflexiva a través de la magnitud. Se exige ahora algo propio del pathos de la filosofía bergsoniana y que se mantiene en toda la obra bajo la forma de un regreso constante a su intuición originaria, la duración. “Vamos pues a pedir a la conciencia que se aísle del mundo exterior, y, por un vigoroso esfuerzo de abstracción, vuelva a ser ella misma” (E, p. 108).
Detengámonos un poco en esta exigencia. El vigoroso esfuerzo exigido por este regreso a sí, es una vuelta a la conciencia inmediata, capaz de experimentar la duración, sin la cual no accederíamos a los estados internos desde sí mismos. Pero no hay que llevarse a engaño, por inmediata que sea esta conciencia, a la representación obtenida de los estados internos –distinta de una representación simbólica– no se llega con facilidad, ya que los hábitos espacializantes y reflexivos de la conciencia, las exigencias útiles de la vida y de la vida social se nos interponen siempre en el acceso a cualquier realidad. Con la llave de la duración abrimos el mundo interno, pero ello exige romper con esos hábitos.
Nos preguntamos si el número, siendo apropiado al espacio, no lo será también para la pura duración. No. Ya lo supimos al investigar cómo llegamos a la representación simbólica de los estados de conciencia. La imagen de un medio homogéneo es, nos dice Bergson, espacial, y no es legítimo usarla en la duración. Así, estamos en condiciones de diferenciar espacio de duración. Le preguntamos a la conciencia, que con valentía se ha esforzado en volver a ser ella misma, si el tiempo espacializado es diferente de la auténtica duración. De esta manera, no solo buscamos distinguir dos formas de conocimiento opuestas en su acceso al mundo interno, también con esta dualidad va a ser posible diferenciar dos dimensiones de nuestra vida. En adelante, la filosofía bergsoniana se moverá, pues, hacia la búsqueda de la realidad de la duración y se constituirá en un esfuerzo renovado por adquirir nuevos puntos de vista a partir de la intuición original, que se renueva cada vez que se proponga un nuevo problema.
El camino seguido en el Ensayo es la vía para comprender la procedencia de la idea de espacio y su gran influencia en el pensamiento. Varias veces señalamos la intervención de la “idea” de espacio en el momento de observar nuestros estados internos y su multiplicidad. Lo mismo sucede en el análisis de la impenetrabilidad de la materia, que le sirve a Bergson para mostrar que lo que la produce es una necesidad lógica y que en nada sirve para la evaluación de los estados de conciencia, donde la nota predominante sería la mutua penetrabilidad entre los distintos estados, característica también de la duración. Ahora bien, ¿estamos condenados a tener del tiempo o, mejor, de la duración una percepción originada en la idea de espacio, que viciaría cualquier idea sobre nuestra vida interior?4 Hacer un esfuerzo grande de abstracción o análisis para que la conciencia vuelva a ser ella misma, nos mostraría que no. Antes de seguir, se debe aclarar mejor en qué consiste la idea de espacio y por qué influye tanto en nuestro pensamiento.
Atribuirle tanta importancia a la realidad del espacio parece un error. En ello Bergson está de acuerdo con Kant en su “Estética trascendental”,5 cuando dota al espacio “de una existencia independiente de su contenido” y en “declarar aislable en derecho lo que cada uno de nosotros separa de hecho, y a no ver en la extensión una abstracción como las otras” (E, p. 109). Sin embargo, Bergson no se limita a seguir a Kant; marcará pues una distancia importante entre su manera de entender la función del espacio y lo que hace el filósofo alemán. A partir de una crítica a los empiristas y nativistas (cf. E, p. 109) en su supuesta independencia de Kant, Bergson muestra cómo ambas corrientes dejan de lado el problema de la naturaleza misma del espacio cuando distinguen, como hace Kant, entre materia y forma y se limitan a buscar de qué manera nuestras sensaciones “vienen a tomar lugar en él y a yuxtaponerse, por así decir, las unas a las otras” (cf. E, pp. 109-110). Ello lleva a que los empiristas y nativistas entiendan nuestras sensaciones como inextensivas. Aun así, este aspecto requiere interpretación. El caso del empirismo es paradigmático, puesto que, al asumir la separación kantiana entre el espacio y su contenido, intenta resolver cómo este, aislado del espacio por el pensamiento, vuelve a tomar sitio en el espacio. No obstante, al hacer esto los empiristas no tienen en cuenta el papel activo de la inteligencia que realiza la síntesis de las sensaciones, solamente muestran la extensión como producto de una mera coexistencia de sensaciones. Para Bergson no es claro que haya que suprimir el espíritu que hace la síntesis, pues con ello desaparece, al mismo tiempo, la cualidad de las sensaciones, “es decir, el aspecto bajo el cual se presenta a nuestra conciencia la síntesis de partes elementales” (E, p. 110). A continuación, Bergson expone su propia posición al respecto:
Así, las sensaciones inextensivas permanecerán lo que son, sensaciones inextensivas, si nada viene a añadírseles. Para que el espacio nazca de su coexistencia, es necesario un acto del espíritu que las abrace todas a la vez y las yuxtaponga; este acto sui generis se parece bastante a lo que Kant llamaba una forma a priori de la sensibilidad. (E, p. 110, énfasis agregado)
En este pasaje aparece claro el punto de inflexión entre la concepción kantiana y la bergsoniana sobre el espacio. El filósofo francés concede que el espacio es una intuición, pero, más que un principio, el énfasis está sobre el acto del espíritu de donde surge la concepción de “un medio vacío homogéneo” (E, p. 111). Como dice A. Boauniche, en una nota a la edición crítica del Ensayo, el espacio no tiene un carácter originario para nuestro filósofo; por el contrario, es derivado,6 producto del espíritu. Como tal, siendo una forma de diferenciación por situación y no por cualidad, llevada a cabo usando la identidad y la simultaneidad entre unidades diferenciadas, es “una realidad sin cualidad” (E, p. 111); realidad derivada, por decirlo así, de un acto del espíritu.
Diferencia entre ‘tiempo’ y duración
Estamos justo en el centro del Ensayo, donde Bergson ahora procede a establecer la duración por diferenciación. Ya nos mostró con suficiencia la intervención perjudicial de la idea de espacio y su incapacidad para aclarar la naturaleza de nuestro mundo interno. Su crítica se completa al mostrar el carácter derivado del espacio y su significación. En verdad, acceder a la naturaleza del espacio para entender sus límites es muy difícil, como ya mostramos; su influencia es grande en el lenguaje y en la simbolización propia de nuestra inteligencia. Si lo propio de las sensaciones es su carácter cualitativo, pero se las considera bajo la simbolización espacial resulta, por lo mismo, que la comprensión que obtenemos de nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos se vuelve defectuosa: primero, porque no vemos con claridad los límites de nuestro conocimiento en el momento de entendernos a nosotros mismos y, segundo, nos es imposible diferenciar entre dos tipos de realidad sobre las que se basan dos formas de conocimiento igualmente diferentes.
Cuando Bergson polemiza con la teoría de los ‘signos locales’ de Lotze (1877), encuentra problemático ver exclusivamente la diferencia de cualidad del lado de la superficie del cuerpo, pues para Lotze hay ‘signos locales’ en las diferentes partes del organismo que sienten y que hacen posible distinguir una sensación de otra, y por la misma razón no cuestiona la homogeneidad del espacio ni ve en la idea de espacio un acto del espíritu. La “heterogeneidad cualitativa” se daría a la percepción, pero, al concebírsela en un medio homogéneo, se elimina el aspecto cualitativo de la sensación, y termina siendo interpretada como una homogeneidad extensa. Inmediatamente le surge a Bergson una sospecha de orden ontológico:
Estimamos, de otra parte, que si la representación de un espacio homogéneo es debida a un esfuerzo de la inteligencia, inversamente debe haber en las cualidades mismas que diferencian dos sensaciones una razón en virtud de la cual ellas ocupan en el espacio tal o cual lugar determinado. (E, p. 111)
Evidentemente no se puede desconocer lo cualitativo de las sensaciones, pero este carácter no obedece a un puro aspecto subjetivo. Bergson deja entrever que esa cualidad, además de deberse a su interioridad, corresponde de alguna forma a algo en las cosas que no es sin más amorfo. Este aspecto problemático, salido a la luz en su discusión con la teoría de los ‘signos locales’ de Lotze, le da pie para plantear con mayor claridad el origen de nuestra idea de espacio, visto este no ya en su puro aspecto epistemológico, sino, además, en su arraigo biológico, del cual extraerá su realidad particular. Distingue, entonces, “percepción de la extensión” de “concepción del espacio”. La primera se debe a un peculiar carácter cualitativo de la exterioridad, muy notorio en la experiencia que muchos animales tienen de la orientación en el espacio, en ellos no se podría sostener un acto del espíritu, como la concepción del espacio, que interponga un medio homogéneo y vacío en su experiencia del mundo exterior, por ejemplo, cuando se orientan en él por aspectos cualitativos más que por diferenciación local. Percepción de la extensión y concepción del espacio en verdad están implicadas mutuamente, pero, al ascender en la escala de los animales, nos percatamos de que en el hombre predomina la interposición de un medio homogéneo en su experiencia del espacio, aunque, por ejemplo, el aspecto cualitativo se nos manifiesta cuando distinguimos entre izquierda y derecha en el caso de la ubicación de una cosa, sonido, etc., que nos afecta. Así, la concepción de un espacio vacío homogéneo parece provenir de “una especie de reacción contra esta heterogeneidad que constituye el fondo mismo de nuestra experiencia”. Aquí Bergson reconoce, además, que por todas partes en la naturaleza existen diferencias cualitativas (cf. E, p. 112). En nosotros se da, pues, una “facultad especial de concebir un espacio sin cualidad” (E, p. 112). Bergson, en su rastreo de la proveniencia biológica de ese acto del espíritu, muestra que incluso es más originario que la facultad de abstraer, pues esta implica ya la intuición de un medio homogéneo. El aspecto biológico así explicado nos lleva a distinguir dos órdenes de realidad, pues conocemos una realidad heterogénea, “la de las cualidades sensibles”, y otra homogénea, “que es el espacio”. El espacio nos deja incluso en condiciones de hablar. Carecería de cualidad por ser homogéneo. La cualidad, a su vez, se encuentra del lado de las sensaciones y de la extensión, en las que prepondera la heterogeneidad.
De la mano de esta diferencia, intentaremos saber si la idea de un tiempo homogéneo está justificada o no. Si el tiempo fuera un medio homogéneo, con ello interpondríamos de manera inconsciente el espacio. Un tiempo de este talante es, como diría Bergson, apropiándose de una expresión de Platón en el Timeo 52b, un “concepto bastardo”7 (E, p. 113), es decir, un mixto de espacio y tiempo; habría sucesión de momentos distintos de la duración, pero como si entre ellos existieran espacios vacíos que permitieran alinearlos en un medio donde se ubicarían simultáneos y diferenciados. Ahora bien, en contraste, pensar los hechos de conciencia desde sí mismos no es ver espacios entre ellos ni, por lo mismo, yuxtaponerlos. Se penetran entre sí, “y en el más simple de entre ellos se puede reflejar el alma entera” (E, p. 113). Con esta última afirmación se confirma, primero, que es imposible aplicarle el término de homogeneidad a los estados de conciencia y, segundo, nos muestra el sentido mismo de ‘heterogeneidad’ aplicado al mundo interior y a la duración. En la duración, en cuanto tal, pura, la multiplicidad de sus momentos no implica distinción de elementos homogéneos. Hay momentos distintos, pero su interpenetración no resiste distinciones tajantes, puesto que cada uno de ellos ocupa el alma entera y no hay lugar para concebir vacíos entre ellos; en tal sentido, su variación se constituye en un cambio de naturaleza y en una transformación del todo con cada cambio. La heterogeneidad aquí supone una diferenciación interna, no un aumento de grados.
El ‘tiempo’, concepto bastardo, mixto, por ilegítimo que sea, se ha usado para referirse al desenvolvimiento del mundo psicológico y, en cierta forma, este lo resiste, aunque ese tiempo modifica nuestra percepción de este mundo. Los estados internos permiten una distinción numérica porque el número en ellos estaría en potencia, sin embargo, su naturaleza no es numérica y menos espacial. Antes vistos como un mixto, ahora hay que entenderlos en su diferencia con el espacio, prescindiendo del ‘tiempo’ como la “cuarta dimensión del espacio”.
Al contrario del mixto, la duración no es una sucesión de momentos que incluso podría ser reversible, como si nada hubiera cambiado en ella y la sucesión no designara sino una yuxtaposición de estados diferentes. “La duración completamente pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir, cuando él se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los estados anteriores” (E, p. 114).
Se enuncian aquí dos cosas: en primer lugar, se sabe de la duración por una especie de pasividad de nuestro yo: dejarse vivir; en segundo lugar, esta pasividad es también un ejercicio… para saber de la duración pura. Con la duración no se trata de una exigencia conceptual parecida al uso de la idea de espacio, por el contario, la condición previa es experimentar la vida del yo. Se mantiene cierto paralelismo entre dos actitudes, una, la del espíritu que, por un acto, hace intervenir la idea de espacio en todo aquello que conoce, con todas las características ya nombradas de esa idea; otra, enunciada en el último pasaje, la de la experiencia del dejarse vivir, sin la intervención de ese acto del espíritu que interpone las más de las veces el espacio y que se convirtió en una obsesión para la conciencia reflexiva. Ahora se exige la experiencia del momento o estado actual, pero no estático sino dentro de una sucesión, de la siguiente forma:
Basta que al acordarse de esos estados [los estados anteriores] no los yuxtaponga al estado actual como un punto a otro punto, sino que los organice con él, como pasa cuando nos acordamos, fundidas juntas por así decir, de las notas de una melodía. (E, p. 114)
¡El dejarse vivir es como la solidaridad de las notas de una melodía! Esta imagen lleva implícita su explicación a través de otra comparación, la de la solidaridad de los órganos del ser viviente (cf. E, p. 114). La vida del yo, la interpenetración de los estados internos se da a la manera de la vida en la solidaridad de los órganos de un ser vivo. Desde luego, la duración aquí no es un medio, en el sentido de la idea de espacio, en el cual se podrían situar los distintos estados: la duración es todo eso, solidaridad, penetración mutua y, sobre todo, “una organización íntima de elementos, de los cuales cada uno, representativo del todo, no se distingue y no se aísla de él más que para un pensamiento capaz de abstraer” (E, p. 115, énfasis agregado). Ella es esa organización íntima. Designa la interioridad misma, manifiesta en una solidaridad tal, que si se aislara uno solo de sus elementos del resto, el todo cambiaría irremediablemente; lo mismo pasaría en una melodía de la cual abstrayésemos una sola de sus notas. Cada elemento le aporta al todo un carácter cualitativo irreductible. Interioridad cualitativa y, aunque suene a perogrullada, heterogeneidad no son lo mismo que homogeneidad, ni interioridad lo mismo que exterioridad, ni compenetración lo mismo que simultaneidad, ni duración lo mismo que espacio.