Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri

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No tiene un duro y solo cuenta con un recurso para vivir, su cultura. Así que empieza a visitar las cortes de la Italia de la época, quedándose donde encuentra a un señor que aprecie su poesía o le haga encargos, a veces como embajador, a veces tan solo como secretario. Reside en Lunigiana en la corte de los Malaspina,4 en Verona con los Della Scala5 y diferentes ciudades de la Romaña.
Cuando en 1310, el nuevo emperador, Arrigo VII, baja a Italia soñando con pacificar la península bajo el cetro imperial, Dante recupera la esperanza de volver a Florencia. Se entusiasma con su proyecto que pretendía traer a Italia el fin de las discordias, y a él mismo la posibilidad de volver a su amada Florencia.
Pero el sueño dura poco. Muchas ciudades, con Florencia a la cabeza, se oponen; Arrigo resulta ser poco hábil y se dispersa en mil contiendas; al final, en 1313, la malaria acaba con él. Y la aversión de los florentinos por Dante, que se ha alineado con el enemigo, aumenta.
En realidad, un par de años después —estamos en 1315—, Florencia ofrece un gesto de pacificación. Les propone a los desterrados que vuelvan con una condición: que hagan un acto de penitencia, poniendo pie un momento en la cárcel y, entonces, serán readmitidos en la ciudad.
Dante, con lo orgulloso que es, no está dispuesto a someterse. Quiere volver con la cabeza alta, sin tener que reconocer una culpa que no ha cometido. «¿Es esta la revocación con la cual se invita a Dante Alighieri a que vuelva a su patria después de haber padecido un destierro de casi tres lustros?», escribe a un amigo florentino no identificado. «¿Es esto lo que ha merecido su inocencia manifiesta a todas las gentes? […] No es digna de un hombre familiarizado con la filosofía una bajeza tan grande de espíritu […]. No es este, querido Padre, el camino para volver a mi patria; pero, si vos mismo u otro cualquiera encuentra un camino que no lesione la fama y la honra de Dante, aceptaré ese camino rápidamente; pero si, por el contrario, no se abre otro camino para entrar en Florencia, nunca más volveré a Florencia».6 Por encima del amor a Florencia está el amor por la verdad. Y, por eso, no volverá nunca a Florencia.
Mientras peregrina de una ciudad a otra, Dante se dedica en cuerpo y alma a su poema. Y, poco a poco, canto tras canto, la Comedia ve la luz.
No sabemos cómo y cuándo empezó a circular la Comedia. Sabemos con seguridad que, durante la vida de Dante, algunos cantos ya eran conocidos. Además, también sabemos con seguridad que Dante dudaba si publicarla entera o no. Por un lado, pone sus últimas esperanzas de entrar en Florencia en la fama que le puede dar esta obra. Por otro lado, algunos de los personajes que pone en el infierno siguen vivos, de otros siguen vivos hijos y parientes que seguramente no se pondrán contentos al leer sus afilados juicios. En realidad, Dante sabe que está escribiendo una obra que solo se podrá apreciar tras su muerte.
Dante no es viejo —en 1315, ha cumplido cincuenta años—, pero le pasa factura la dura vida que le ha tocado en suerte. En 1319, se establece en Rávena, cuyo señor, Guido da Polenta, es un gran admirador suyo. Tanto que, en el verano de 1321, le manda como embajador a Venecia. Sin embargo, en el camino de vuelta, pasando por una zona pantanosa, Dante enferma de malaria. Su físico, ya debilitado, no lo resiste. Y así, acompañado por el afecto de sus amigos de Rávena, fallece la noche del 13 al 14 de septiembre de 1321.
Su hija, sor Beatriz, le cuida hasta el final. Su hija Antonia era monja y había profesado precisamente con ese nombre. Este es un hecho que quizás nos permita arrojar luz sobre un aspecto importante de la vida de Dante, al que solo hemos hecho referencia de pasada: su relación con su esposa, Gemma Donati.
Alguno se habrá preguntado: pero, si él ama a Beatriz, habla siempre de Beatriz y, a la vez, está casado con otra. ¿Cómo habrá podido Dante hablar de Beatriz y querer a Gemma? ¿Y cómo habrá podido soportar Gemma a un marido que siempre habla de otra mujer? Por el contrario, nunca habla de Gemma. Por eso, muchos estudiosos han planteado suposiciones fantasiosas sobre la relación entre los dos.
Pero su hija Antonia eligió el nombre de sor Beatriz. Elegir el nombre con el que se profesa en un convento es algo muy serio: quiere decir que la persona que ha llevado ese nombre ha sido importante, fundamental en la vida del que lo adopta. Si Beatriz hubiera sido motivo de discordia en casa, si hubiera sido una presencia fastidiosa para su madre, Antonia lo habría sabido, lo habría sufrido y no habría elegido ese nombre.
Sin embargo, entre tantos nombres de ilustres santos, Antonia elige justo Beatriz. ¿Por qué? La única explicación posible es que Beatriz fuera, en casa Alighieri, una presencia amada. Es decir, que Gemma y sus hijos hubieran entendido que Dante era un buen padre y un buen marido porque había aprendido a amarse a sí mismo, a su mujer, a su ciudad y al mundo entero gracias a la relación con Beatriz.
Destinado a no volver a la amada Florencia ni siquiera una vez muerto, Dante es enterrado en Rávena, en la misma iglesia de San Francesco donde se celebraron las exequias, custodiado por la comunidad franciscana local.
Pero Dante no encuentra paz ni siquiera muerto. Los florentinos, que, cuando estaba vivo, no le habían querido, empiezan a reclamar su cuerpo. En 1519, el papa León X —florentino, hijo de Lorenzo el Magnífico— dispone que los restos del poeta vuelvan a Florencia. Los franciscanos no pueden desobedecer al papa, pero tampoco quieren ceder a «su» Dante. ¿Y entonces qué hacen? Sacan a escondidas los restos de la tumba y los meten en una caja, que dejan en algún rincón del convento. De esta manera, cuando llegan los florentinos, encuentran la tumba vacía y empieza el misterio de los huesos de Dante. Este misterio se espesa cuando, a partir de 1810, Napoleón confisca el edificio y echa a los franciscanos, que entierran la caja en uno de los claustros, limitándose a decir a la gente de Rávena que han dejado un gran tesoro. El enigma no se desvela hasta 1865, cuando, con ocasión del sexto centenario de su nacimiento, la administración de Rávena ordena una restructuración del convento y, durante las obras, aparece la misteriosa caja. En ese momento, los restos de Dante se entierran en el monumento conmemorativo que, en 1780, se había construido en su honor en los alrededores del convento. Y ahí es donde se encuentra ahora.
Sin embargo, creo que un mausoleo al borde de una carretera —y que no tenía ni un signo cristiano hasta que, en 1965, se puso una cruz donada por Pablo VI— no es un lugar digno de él. Quizás el año 2021, séptimo centenario de su muerte, sea la ocasión propicia para que los restos mortales del insigne poeta sean transferidos a un lugar más adecuado dentro de la basílica de San Francesco.
1 Infierno XV, vv. 83-85.
2 Vida Nueva II, p. 536.
3 El convite II, XII, p. 603.
4 Durante años, la Lunigiana, zona del extremo norte toscano, fue un territorio neutral donde se retiraban los refugiados de los partidos güelfos negros y blancos que se despedazaban en Florencia; al cabo de cuatro años de vagabundeo en el norte de Italia, Dante llega allí, hospedado por los marqueses Malaspina, que conocían la fama poética de Dante y el dolce stil novo.
5 Unos meses antes, Dante estaba en Verona, hospedado por los Scalgeri, relacionados con los Malaspina por vía de matrimonio y relaciones políticas.
6 Cartas XII, p. 812.
UNA VOZ DE LA EDAD MEDIA: DANTE, POETA DEL DESEO
Una de las razones por las que puede resultar difícil entrar en el mundo de Dante es que pertenece a una época muy distinta de la nuestra. Distinta, naturalmente, en muchísimos aspectos, pero nos pueden servir dos imágenes para ir al núcleo mismo de esta diversidad.
La primera es la del Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci, una imagen conocidísima, símbolo del pensamiento renacentista que representa la perfección del hombre puesto en el centro del universo.
La segunda es mucho menos conocida. Se trata de una ilustración de santa Hildegarda de Bingen, una monja que vivió en el siglo XII, ciento cincuenta años antes que Dante. Fue literata, música, estudiosa de ciencias naturales y mantuvo correspondencia con papas y emperadores. En 2012 fue proclamada doctora de la Iglesia por Benedicto XVI. También el dibujo de Hildegarda pone al hombre en el centro del universo, porque lo que el cristianismo ha venido a confirmar es justamente que Dios ha puesto al hombre en el centro de la creación y en el corazón del plan de salvación sobre el mundo creado.
¿Dónde está entonces la diferencia? Está en que, para la mentalidad medieval, la centralidad del hombre se ubica dentro del abrazo de Dios que da significado y consistencia al mundo, al cielo y a las estrellas, a la tierra y a la misma criatura humana. Dicho de otra manera, también la Edad Media, al igual que la época moderna, sitúa al hombre en el centro de la realidad, pero lo concibe siempre en relación con lo divino.
En el paso de la Edad Media a la Moderna cambia la idea de hombre y, en consecuencia, cambia el papel de Dios. El hombre sigue estando en el centro del universo, pero Dios ya no está. O más bien, si Dios existe, es un elemento particular de la realidad, un detalle que algunos aceptan y otros no, pero que no tiene que ver con la vida concreta y cotidiana. Para los hombres de la Edad Media era muy distinto. Para entrar en la Comedia tenemos que imaginarnos un mundo en el que es normal levantarse por la mañana y sentirse como en el dibujo de Hildegarda, con una concepción de uno mismo como de alguien que se percibe en relación con Dios, con el Destino.
Vamos a tratar de identificarnos con un tiempo sin radio, televisión, periódicos, móviles, donde solo contaba el testimonio, lo que yo te testimonio a ti y tú trasmites a otro, lo que este otro le dice a su amigo, etc. Pues bien, en una época así, un joven de unos veinte años, Francisco, hijo de un rico mercader de Asís, lleva a cabo una opción radical: renuncia a todos sus bienes y a la herencia de su padre para vivir solo del amor de Cristo. Sus amigos se quedan muy tocados y empiezan a seguirle; y al cabo de unos años, cuando Francisco convoca sus seguidores a reunirse en el llamado capítulo «de las esteras», aparecen tres mil jóvenes provenientes de toda Europa que le dicen: «Queremos vivir como tú, te seguimos».
Se trata de un fenómeno análogo a lo que pasó unos siglos antes, cuando de la Europa devastada por los bárbaros nació una sociedad nueva a través de los monjes, cuyo problema no era lamentarse porque el mundo se estaba yendo a pique, sino vivir a la altura de su deseo y de su dignidad humana. Y, entonces, reunían a tres o cuatro amigos y les decían: «¿Queréis vivir como Dios manda? ¿Os parece que al menos nosotros comencemos a vivir bien? ¿Nos ayudamos a construir una vida conforme a su destino?». Era el «quarere Deum», desear y buscar a Dios, del que nos habló Benedicto XVI.1 Y surgían monasterios. El movimiento benedictino nació así y reconstruyó poco a poco el rostro de Europa, constelándola de abadías y monasterios, en torno a las cuales renacieron la agricultura, la cultura, más adelante, los comercios y después todo lo demás.
De ahí se fraguó una cierta idea de sociedad y de economía. Pensemos en los libros contables de los comerciantes florentinos, los que inventaron la partida doble, la contabilidad moderna; estos libros incluían en el listado de los miembros de la asociación de mercaderes —que servía para repartir los beneficios a final de año— a Messer Domineddio, un socio desconocido que se llevaba un dinero como todos los demás: era la parte destinada a la Iglesia para ayudar a los pobres, mantener a los huérfanos y construir hospitales.2
Esquematizándolo mucho, se podría decir que para nosotros los modernos libertad quiere decir ausencia de vínculos; para un medieval no hay libertad sin una relación que la sostenga. Para explicarlo mejor en el colegio, ponía siempre un ejemplo. «Imaginemos que uno de vosotros diga: “Profesor, estoy harto de depender de mis padres. ¿Se puede creer que voy por la calle y la gente, mirando mi nariz, me pregunta si soy hijo de Fulanita? Vaya gracia que me hace, tengo que tener la nariz de mi madre, el pelo de mi padre, si toso me reconocen porque lo hago como mi abuelo… ¡No quiero depender de nadie, quiero ser yo mismo y punto!”. Imaginemos que le regalo una máquina del tiempo para que vuelva atrás y pueda eliminar a su padre y su madre antes de que lleguen a casarse: conseguiría su objetivo, esa dependencia desaparecería. ¡Lástima que también él desaparecería!».
Yo no existo, tú tampoco, nadie existe al margen de las circunstancias que nos han dado la vida y que no hemos decidido nosotros. Todos dependemos. Está claro que esto abre un problema. ¿Cómo no asumir pasivamente esas circunstancias? Dentro de las circunstancias que yo no elijo, ¿puedo realizarme igualmente como persona? Podemos discutirlo, pero es una mentira decir que la libertad es ausencia de vínculos, que coincide con no depender de nadie, que el individuo es tanto más libre cuanto más autónomo.
Decir que el hombre está en relación con el Destino, que se constituye abierto al Misterio, quiere decir que cuando miro las estrellas, de forma inmediata y natural, desde lo más hondo de mí brota un sentimiento de gratitud por Aquel que me hace. Quiere decir que, si miro las estrellas junto a la mujer que amo, me surge la idea de que las estrellas —y por tanto el Misterio bueno que las hace brillar— tienen que ver con mi corazón y con mi relación con ella. Esto es lo que el hombre religioso entiende cuando habla de relación con el Misterio. A esto se refiere el hombre religioso cuando habla de «ser humano», porque cuando emplea este término se refiere a un ser capaz de establecer la relación con su Destino, de vivir determinado por esa relación y esa apertura. Porque el hombre solo es un puñado de polvo sin esta relación, un ser nacido por casualidad y determinado por las leyes de la naturaleza.
Si, por el contrario, el hombre es relación con Dios, es vínculo con Otro, lo que define su naturaleza profunda, el dinamismo que le mueve y le hace vivir es el «deseo». Y no es casual que esta sea la palabra que mejor sintetiza la vida y, por tanto, la obra poética de Dante. Además, el propio Dante dice claramente en El convite que toda la vida gira en torno al problema del deseo.
Y así como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido cree que toda casa que ve desde lejos es un albergue, y, viendo que no es tal, dirige su esperanza a otra, y así de casa en casa hasta que llega al albergue, de la misma manera nuestra alma, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo. Pero como su primer conocimiento es imperfecto, porque no tiene experiencia ni enseñanza, los pequeños bienes le parecen grandes, y a ellos endereza sus primeros deseos, y por esto vemos a los pequeños desear por encima de todo una manzana; luego, siguiendo adelante, desear un pajarillo, y más adelante desear un vestido elegante, y luego un caballo, y luego una mujer, y luego algunas riquezas modestas, y luego riquezas grandes, y por último, más grandes todavía. Y esto sucede porque en ninguna de esas cosas encuentra lo que va buscando, y piensa encontrarlo más allá aún. Por lo cual podemos decir que los objetos del deseo están situados unos delante de otros ante los ojos de nuestra alma de una manera en cierto modo piramidal, porque al principio el deseo más pequeño cubre a todos los demás, y es como la parte extrema del último objeto del deseo, que es Dios, base de todos los deseos. Y así, a medida que avanza la punta hacia la base, los objetos despiertan mayores deseos; y esta es la razón que explica que con la adquisición de bienes se ensanchan los deseos del hombre uno tras otro.3
Si es cierto, como dice Dante, que venimos de Dios y estamos hechos a imagen y semejanza suya, ¿qué desea nuestra alma, nuestro espíritu y todo nuestro ser desde el momento en el que llega al mundo? Realizar esa imagen, volver a su origen, ir a su destino. Y lo explica con una comparación larga y articulada: «como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido» —como un peregrino o como alguien que camina por la montaña y está buscando un albergue donde refugiarse— siempre mira hacia arriba, escruta las cosas, ve un tejado y dice «mira ahí, eso seguramente será el albergue»; después llega y descubre que no es el refugio que buscaba sino una simple choza, entonces avanza y vuelve a pasar lo mismo y, así, de choza en choza, atraviesa toda la realidad hasta que llega a la meta, al verdadero objeto de su deseo, al refugio seguro; «de la misma manera nuestra alma —este es el segundo término de la comparación—, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo». El alma, nuestro ser, tiende hacia el bien con la B mayúscula, desea un bien infinito. A este bien lo llamamos felicidad. Pero, como al principio el alma aún no es experta, confunde cada fragmento de bien con el bien supremo. Todos lo comprobamos. Un bebé recién nacido se pega al pecho de su madre. ¿Cómo se manifiesta en él, como primer movimiento, el deseo de un bien infinito? Como hambre y sed, como apego al pecho de su madre; el pecho de su madre le parece el paraíso. Después, cuando va creciendo, entiende que no es cierto y empieza a desear algo más, «y por esto vemos a los pequeños desear por encima de todo una manzana [mirad a los niños, se vuelven locos por un helado, aquí dice una manzana]; luego, siguiendo adelante, desear un pajarillo [después de la manzana, el juguete, que es algo más], y más adelante [y, por fin, llegamos a los adultos] desear un vestido elegante, y luego un caballo [la moto, el coche], y luego una mujer, y luego algunas riquezas modestas, y luego riquezas ingentes, hasta culminar en un objeto supremo. Y esto sucede porque en ninguna de esas cosas encuentra lo que va buscando, y piensa encontrarlo más allá aún. Por lo cual podemos decir que los objetos del deseo están situados unos delante de otros ante los ojos de nuestra alma de una manera en cierto modo piramidal».
La realidad se presenta ante nosotros como una especie de pirámide, cuyo vértice, es decir, el punto más pequeño, nos parece el objeto adecuado a nuestro deseo. Lo aferramos y descubrimos que tampoco es eso, porque nos desilusiona. Poco a poco, aprendemos que el deseo es siempre mayor de lo que hemos conseguido. Y, entonces, el deseo va pasando de un objeto a otro y, tras suscitar grandes expectativas, siempre llega la desilusión; hasta que, en un determinado momento, la razón —racionalmente, de manera absolutamente razonable— se abre a la posibilidad de Dios. Porque en esta dinámica uno empieza a entender que nada le basta para vivir, que el deseo es siempre mayor de lo que tiene a su alcance; y, entonces, se abre a la posibilidad de que a su deseo infinito le corresponda un objeto, un bien también infinito.
Basta con leer a Leopardi para encontrar definiciones muy agudas y profundas de este dinamismo humano, y así barrer la sospecha de que se trata de una cuestión de curas o de gente piadosa. ¡El hombre está hecho así! De hecho, Leopardi —que no era cristiano sino materialista— realiza anotaciones como esta:
[…] el no poder estar satisfecho de ninguna cosa terrena ni, por así decirlo, de la tierra entera; el considerar la incalculable amplitud del espacio, el número y la mole maravillosa de los mundos, y encontrar que todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo; imaginarse el número de mundos infinitos, y el universo infinito, y sentir que nuestro ánimo y nuestro deseo son aún mayores que el propio universo, y siempre acusar a las cosas de su insuficiencia y de su nulidad, y padecer necesidades y vacío, y aún así, aburrimiento, me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que se pueda ver en el alma humana.4
Incluso si tomamos el universo entero, el número infinito de los mundos, «todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo» humano. Y Leopardi llama «tedio» a este sentimiento que está clavado, dice en una poesía, como «columna adamantina»,5 es decir, de diamante, en el corazón de cada uno. El aburrimiento, la desazón, es una experiencia que todos tenemos. Un objeto suscita nuestro deseo, pero cuando llegamos a aferrarlo nos quedamos defraudados, porque ese objeto que deseábamos no es capaz luego de cumplirlo.
Así que vivir a la altura del propio deseo es tener una herida abierta, una tensión dramática por buscar a quien nos pueda salvar de la muerte, que parece arrebatárnoslo todo. Porque no hay escapatoria, nosotros sufrimos y morimos. Y aunque la muerte no nos arrebate la persona que amamos, es como si su sombra funesta habitase las cosas. Quizá hoy no nos resulte familiar este sentimiento, esta conciencia; es más, vivimos en un mundo que nos dice exactamente lo contrario: «Son todo tonterías, no le hagas caso, conténtate con lo que has conseguido hoy».
Hace años, me llamó la atención uno de los informes anuales del CENSIS (Centro Studi Investimenti Sociali), que revelaba que el problema de nuestro tiempo es justamente que nos cuesta desear:
En su 44.ª edición, el informe CENSIS interpreta los fenómenos socioeconómicos del país en una coyuntura confusa. Las consideraciones generales introducen el informe subrayando que la sociedad italiana parece desmoronarse bajo una ola de impulsos desordenados. El inconsciente colectivo ya no tiene ley ni deseo. Y disminuye la confianza en la larga deriva y en la clase dirigente. Volver a desear es la virtud civil necesaria para reactivar la dinámica de una sociedad demasiado apagada y aplastada.6
El informe del CENSIS —un ente público, que cada año realiza una fotografía de la vida y del estado de salud del sistema italiano— se aventura a realizar un juicio cultural, un juicio de valor de este tipo: el problema que tiene nuestro país es la disminución del deseo; tenemos menos deseo de construir, de crecer y de buscar la felicidad. Por eso, existen manifestaciones evidentes de fragilidad y malestar, comportamientos desnortados, indiferentes, cínicos, pasivamente adaptativos, condenados al presente, sin ningún calado de memoria ni perspectiva de futuro, es decir, sin historia. Hombres sin historia, jóvenes que no tienen nada nada por detrás y nada por delante, por tanto atenazados por un oscuro temor frente a la vida, incapaces de encontrar la energía necesaria para dar un paso. «Volver a desear es la virtud civil necesaria para reactivar la dinámica de una sociedad demasiado apagada y aplanada». ¡Es impresionante! Entonces no podemos prestar un mayor servicio a nosotros mismos y a nuestro país que retomar a Dante, el poeta del deseo.
La palabra «deseo» viene del latín de-sidera, que es un vocablo maravilloso porque quiere decir «aquello que tiene que ver con las estrellas». En latín sideria significa «estrellas», lo cual quiere decir que cada cosa que nos atrae —incluso la más pequeña, la más simple, más banal y pobre, y, en realidad, cualquier movimiento en la vida— es una señal que remite a un único deseo, el deseo de las estrellas. Por eso, la decisión de Dante de culminar los tres cantos de la Comedia con la palabra «estrellas» —«salimos para ver de nuevo las estrellas» es el último verso del Infierno, «purificado y dispuesto a subir a las estrellas» el último del Purgatorio y «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» cierra el Paraíso— es una suerte de firma, una declaración poética muy potente.
¿Qué quiere decir Dante? Es como si, antes de meternos de lleno en su obra, nos dijera: «Chicos, podemos hacerlo. Vuestros deseos no son pasiones inútiles como sostienen algunos» (Las pasiones tristes7 es el título de un libro de hace unos años…), lo que realmente os hace humanos es precisamente la potencia del deseo. «Desead lo imposible», escribían los protagonistas del mayo francés, cuando aún era un movimiento que reivindicaba lo auténtico, antes de que todo terminara en política. Deseadlo todo, porque Dios os crea así, os ha hecho para desearlo todo, para desear lo infinito y lo eterno.