Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri

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Para la concepción cristiana que tiene Dante, no hay deseo de cosas que sean malas en sí. Todo el atractivo que Dios pone en ellas es bueno: «Porque todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar», dice san Pablo (1 Tm 4,4). Las criaturas que suscitan nuestro deseo son buenas. ¿Por qué? Porque nos dicen la verdad, atestiguan lo verdadero y nos obligan a darnos cuenta de que nuestro deseo tiende hacia un destino final, hacia el infinito. Todas las cosas que atraen a nuestro corazón son buenas. ¿Cuál es el problema? Que las vivamos según su verdadera naturaleza; y la naturaleza de las cosas es la de ser signo del infinito. Como escribe Montale de forma maravillosa: «Bajo el denso azul del cielo, un ave marina vuela; nunca descansa, porque todas las imágenes llevan escrito: “más allá”».8
Por lo tanto, la concepción moral de Dante —y esta observación es fundamental para entender la Divina comedia— no es que el hombre está en una encrucijada en la que tiene, por un lado, las cosas bellas y buenas y, por otro, las cosas feas y malas; sino que todas las cosas creadas por Dios son buenas. Es cierto que el hombre está en la encrucijada entre el bien y el mal, pero esto se debe a su manera de mirar las cosas, que se ha torcido por el pecado original. No es cierto que hay cosas buenas y otras malas, como nos enseñó un determinado moralismo piadoso, cuando nos hacían escribir en la pizarra: «Escribe las cosas que van acorde con Jesús», y uno enumeraba: rezar, querer a mamá, no decir mentiras… «Ahora escribe las cosas que no…», y podía ser que jugar con la pelota terminase en la parte contraria a Jesús. El resultado era la idea de que estar con Jesús era un poco estafa, porque el cristiano no puede hacer muchas cosas geniales y le toca hacer otras tantas aburridísimas.
Me ha entusiasmado encontrar estas mismas observaciones —formuladas con otro lenguaje y una competencia totalmente distinta, pero sustancialmente iguales— en un ensayo de Massimo Recalcati, Contro il sacrificio. Hay una «mala interpretación, aunque hegemónica, del cristianismo», escribe, «que tristemente ha condicionado nuestra cultura»,9 según la cual la norma moral «impone la mortificación de nuestros intereses, afectos e inclinaciones»10 y la «Ley […] desconoce la alianza con el deseo, tan solo lucha contra él».11 Por el contrario, prosigue Recalcati, «para Jesús el problema no es “sumar sacrificios”, sino liberar la vida de la sombra triste del sacrificio. Este es el alcance subversivo de su palabra. […] Esta es la alternativa radical que podemos heredar laicamente del cristianismo: ¿has actuado según la ley de tu deseo o le has dado la espalda?».12
Un cristiano medieval como Dante razona de esta forma. Sabe que el deseo se mueve hacia el bien, mediante la atracción que ejercen las criaturas. Como observa también una gran dantista contemporánea estadounidense, Teodolinda Barolini: «Esencialmente, Dante es un poeta del deseo (mucho más, por ejemplo, que Petrarca, que no es esencialmente un poeta del eros, sino del yo fragmentado por el tiempo, más metafísico que erótico) y la problemática del deseo como “impulso espiritual” (Purg. XVIII 32) nunca se suspende: el deseo es el motor de todo itinerario humano, tanto del viaje por lo trascendente, hacia las estrellas, como del viaje por el abismo. La gestión del deseo es la cuestión constante del pensamiento dantesco».13
Entonces, ¿cuándo se vuelve malo, se desvirtúa, se convierte en pecaminoso ese atractivo bueno? Cuando se mete por medio el diablo. El diablo no actúa haciéndonos desear lo feo, porque nadie desea lo feo. El diablo actúa haciéndonos desear las mismas criaturas que nos hace desear Dios. ¿Pero cuál es la diferencia? Que, si tú asumes una actitud justa frente a las cosas, comprendes que todas llevan escrito «más allá», es decir, que la atracción buena que ejercen sirve para que te des cuenta de que tu corazón está hecho para un bien infinito. Sin embargo, el diablo se mete por medio, se insinúa entre las cosas y tú. No es casualidad que la palabra «diablo» venga de una raíz griega, dia-ballein, que quiere decir «meterse por medio», y, por tanto, «separar», «dividir». El diablo se pone por medio y separa al hombre de su Destino, del auténtico objeto de su deseo. El diablo corta, separa las criaturas de su origen y consigue que el deseo del hombre, que está hecho para ese Origen, se pare en la cosa, en el objeto, se engañe pensando que ese objeto es suficiente para satisfacerlo. Y, de esta manera, el hombre se traiciona a sí mismo, porque traiciona su verdadero deseo.
El verdadero mal, el verdadero pecado, es traicionar el deseo que nos constituye, separando la experiencia humana de su destino, el hombre de su verdadera felicidad. Así todo se hace añicos, lo que debía ser simbólico se hace diabólico. De hecho, también la palabra «símbolo» viene de una raíz griega, syn-ballein, que quiere decir «juntar, mantener unidos»; el símbolo aúna la apariencia y la sustancia, la cosa y su significado, el dato inmediato y su Origen. En latín «unir, juntar» se dice re-ligare, «ligar con», de donde viene re-ligio, «religión». ¡«Simbólico» y «religioso» comparten significado! Por tanto, la mirada que tiene Dante sobre la realidad y sobre la poesía es simbólica en cuanto que religiosa: reconoce que todo está unido, ligado por una relación, que todo es signo que nos remite a un Bien último.
Para Dante, el atractivo que tienen las cosas es bueno, es para nosotros. No hay deseos inútiles, hay deseos incompletos, deseos a medias. El verdadero pecado, la verdadera traición, es vivir de un modo que no está a la altura de nuestro deseo, de nuestra dignidad humana, a la altura del Bien infinito para el que estamos hechos.
Luego, qué significa vivir a la altura de la propia dignidad humana es una cuestión inmensa. Creo que podemos destacar al menos tres aspectos.
El primero es el conocimiento la verdad, de lo que es verdadero. Para poder vivir como hombres, el primer factor es conocer, entender cómo son las cosas. ¿Se puede decir a una mujer «te quiero» sin saber lo que se está diciendo? ¿O a un amigo «te quiero» sin saber qué es la amistad? ¿O sufrir hasta el final —porque la gente muere— sin entender el sufrimiento y la alegría, la salud y la enfermedad, el bien y el mal, la verdad y la mentira? ¿Se puede vivir sin saber nada de todo esto? Uno puede vivir perfectamente sin el inglés y las matemáticas, incluso sin ir a clase, pero ¿qué hombre sería alguien que no sabe nada del Bien y del Mal, del sentido de todo y de cada parte?
Así podemos entender por qué en la Divina comedia es tan central la cuestión de la luz, que veremos más adelante, porque la luz es el punto, incluso físico, de la experiencia que tenemos de la claridad. En cambio, sin claridad, en la oscuridad, nos hacemos mal; aunque nadie sea malo, nadie quiera el mal del vecino, en la oscuridad cada uno se choca contra los demás y contra las cosas. Por tanto, la primera exigencia del hombre es tener una luz, conocer la verdad de las cosas. Pero además Dante añadiría que esto no basta. Porque hace falta que la verdad conocida —como a él le pasó con Beatriz— incida en la vida, la cambie, le dé forma. Dar forma a la vida quiere decir dar un sentido a las cosas, generar una forma de amar, de usar el dinero y el tiempo. Hacer buena la vida, es decir, conocer la verdad y practicar el bien.
Sin embargo, sigue sin ser suficiente. ¿De qué más tiene necesidad un hombre? Lo último, la tercera dimensión, es que un hombre necesita sentir que su tiempo es útil. Es decir, es necesario que, al acabar el día, la semana, el mes e incluso la vida, uno pueda decir: «No ha sido tiempo perdido. Me he equivocado mucho, pero he procurado que mi vida fuera útil para mí y los demás hombres, he procurado hacer de este mundo un lugar un poco más verdadero, un poco más justo y bello». Cultivar, favorecer y construir la belleza, hacer del mundo —en lo que le compete a cada uno— un lugar un poco más bonito.
Conocer la verdad, amar el bien y dar forma a la belleza son las tres dimensiones de lo humano, diría Dante, ya que él tenía esa misma concepción de sí mismo.
Dante habla como cristiano, pero en este aspecto da igual ser creyentes o no, porque en cuanto hombres tenemos que asumir este desafío de todas maneras. El problema «de ser fiel a la vocación de mi deseo»14—cito a Recalcati otra vez— es de todos. Todos tenemos el problema de entender el misterio de una vida que se siente llamada al infinito y a lo eterno, porque estamos hechos para lo infinito y lo poco no es suficiente, aunque todo parezca contradecir este deseo que nos pone en relación con las estrellas. Es como si Dante dijera: «He recorrido un largo camino y creo haber comprendido algunas cuestiones importantes; si me seguís, os mostraré que la respuesta es positiva: estáis en relación con las estrellas».
Para entrar en la Divina comedia, para entender el mensaje de Dante, hay que tener claro que el Destino es lo más serio de la vida y, para ir hacia él, Dante puede ser para nosotros un padre, un maestro y una guía.
1 Cfr. Benedicto XVI, Discurso en el Collège des Bernardines, París, 12 de septiembre de 2008.
2 Cfr. Armando Sapori, La mercatura medievale, Sansoni, Firenze, 1972, pp. 57-60; traducción nuestra.
3 El convite IV, XII 15-17, p. 660.
4 Giacomo Leopardi, «Pensamientos» LXVIII, en Poesía y prosa, Alfaguara, Madrid, 1979, pp. 465-466.
5 «Como columna adamantina, se alza tedio mortal, contra el que nada puede vigor de juventud, y no lo mueve dulce palabra de rosado labio, ni la mirada tierna, estremecida, de dos negras pupilas, la mirada, lo más digno del cielo entre mortales» (Giacomo Leopardi, «Al Conde Carlo Pepoli», vv. 71-77, en Cantos, Edición bilingüe de Nieves Muñiz Muñiz, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 296-299).
6 CENSIS, 44.° rapporto sulla situazione sociale del Paese. 2010, Ed. Franco Angeli, Milán, 2010, Presentación; traducción nuestra.
7 Miguel Benasayag y Gérard Schmit, Las pasiones tristes. Sufrimiento psíquico y crisis social, Siglo XXI Editora Iberoamericana, Buenos Aires, 2011.
8 Eugenio Montale, «El agave en el escollo», Huesos de sepia, Alberto Corazón Editor, Madrid, 1975, p. 101.
9 Massimo Recalcati, Contro il sacrificio, Raffaello Cortina, Milán, 2017, p. 12; traducción nuestra.
10 Ibid., p. 46.
11 Ibid., p. 81.
12 Ibid., pp. 121 y 129.
13 Teodolinda Barolini, «Le Rime di Dante tra storia editoriale e futuro interpretativo», en Dante Alighieri, Rime giovanili e della Vita nuova, a cargo de Teodolinda Barolini, BUR, Milán, 2009, p. 39; traducción nuestra.
14 M. Recalcati, Contro il sacrificio, op. cit., p. 115.
UNA VIDA NUEVA
En mi opinión, no se puede leer la Divina comedia sin considerar primero la Vida Nueva, porque la Comedia solo se comprende de forma adecuada a la luz de la historia del amor de Dante por Beatriz y del drama de su muerte. La muerte de Beatriz provoca en Dante una rebelión natural y muy humana, un sentimiento de injusticia. De ahí que quiera comprender si la vida es un fraude, un engaño inmenso o si, en cambio, aunque de forma misteriosa, se cumple en ella la promesa de bien que parece contener.
Por eso, cuando Beatriz muere, para tratar de responder a esta pregunta, Dante relee su historia: reúne las poesías que había escrito, las comenta, las ordena al hilo de su experiencia y trabaja en ellas. Así nace su obra Vida Nueva. Vamos a leer juntos algún fragmento para entender mejor la misteriosa e increíble profecía con la que concluye. La obra empieza así:
En aquella parte del libro de mi memoria, antes de la cual poco se podría leer, se encuentra una rúbrica que dice: Incipit vita nova. Bajo esa rúbrica están escritas las palabras que es mi intención reunir en este librito; y si no todas, al menos, su sentido.1
[En aquella parte del libro de mi memoria, ante de la cual recuerdo muy poco, hay un breve título que dice: «Empieza una vida nueva». Tras ese título, encuentro allí grabados los poemas que pretendo transcribir en este librito; y si no todas, al menos el sentido que tienen en mi experiencia]
Dante empieza afirmando, decididamente, el valor de la memoria. ¿Por qué? Porque el encuentro con Beatriz es el evento clave de su vida, por lo que, cuando intenta reunir sus recuerdos, empieza con esta afirmación, como si nos dijera: «La relación con Beatriz ha sido tan bonita que no puede terminar en nada, no puede morir, no puede perderse». ¿Y cuál es la extraordinaria función de nuestra memoria?
Para responder a esta pregunta hay que empezar de lejos, partiendo de otra pregunta de la que esta depende. ¿Cuál es el problema que tenemos todos? Todos esperamos cosas grandes en la vida, esperamos que nos pasen cosas buenas y bellas, capaces de satisfacer de algún modo el deseo de felicidad que nos constituye. Y aunque muchas veces esto sucede, luego todo se acaba. Termina. Todo pasa. Entonces, ¿cuál es nuestro problema? Que nos gustaría que permanecieran, que no se pasaran. O que pudiesen volver a acontecer, a hacerse de nuevo presentes. Y es aquí donde entra en juego el valor de la memoria.
En este momento, si cada uno de nosotros tuviera que definirse a sí mismo, ¿qué diría? ¿Qué palabras usaría? Yo digo que bastan las palabras «memoria» y «libertad» o, lo que es lo mismo, «historia» y «libertad». Porque cada uno de nosotros está constituido por su historia y por la libertad, que siempre se ejerce en el presente.
En clase les decía a mis alumnos: «Imaginad que uno de nosotros, al salir de aquí, se cayese y se diera un golpe en la cabeza que le provocase amnesia, acabando con todos sus recuerdos, ¿cuál sería el resultado? No quedaría nada de él, no tendría nada que decir sobre sí mismo». Todo lo que sé de mí mismo, todo lo que soy, coincide con lo que llamamos «memoria».
Para ayudarles a entenderlo les mostraba una película antigua, Excalibur, que cuenta las leyendas del rey Arturo y de los caballeros de la Mesa Redonda, y que tiene una escena espectacular sobre este tema. Arturo y sus caballeros han conseguido derrotar a todos sus adversarios y se reúnen en círculo para celebrar las batallas y las victorias. En un momento dado, aparece Merlín exclamando: «¡Deteneos! Fijaos bien en este momento… saboreadlo, regocijaos con gran alegría, […] recordadlo para siempre. Porque esto es lo que os une, sois un solo cuerpo bajo las estrellas. Así que recordad bien esta noche, esta gran victoria, para poder decir en los años venideros: “¡Yo estaba allí esa noche, con el rey Arturo!”. Porque la maldición de los hombres es que olvidan».
Ahí entendí qué es la memoria. La memoria es procurar que la grandeza que se ha vivido, la belleza que se ha visto y el bien que se ha encontrado puedan permanecer para siempre y, de algún modo, repetirse. Es un deseo que tenemos todos. Tanto es así que Arturo, respondiendo al envite de Merlín, dice: «De ahora en adelante, para rememorar nuestro vínculo, nos reuniremos siempre en un círculo, para contar y oír las hazañas buenas y valientes… Haré construir una mesa redonda alrededor de la que nos reuniremos, con una bóveda por encima y un castillo sobre la bóveda». Y así surgirá Camelot, el castillo de los caballeros de la Mesa Redonda, que se reúnen para que el bien conquistado no se pierda, para que se pueda repetir su conquista. Esto es la memoria.
Por eso digo que la mayor riqueza que tenemos es nuestra historia. Cuanto mayor es nuestra memoria, más rica y fuerte es nuestra personalidad. De hecho, la memoria es la facultad que nos ayuda a vivir el presente, porque acude al gran almacén que la constituye y saca de él ese encuentro, esa frase, esa palabra, ese acontecimiento, esa música… en resumen, lo que necesitamos. Así, paso a paso, día a día, nuestra experiencia se enriquece y nos hacemos mayores.
Recapitulemos. Dante se ha enamorado, por lo que no quiere olvidar, quiere que ese amor dure para siempre. Por eso, la primera palabra que pronuncia, la palabra de la que parte, es la palabra memoria. Y dice: «Si voy con la memoria atrás en el tiempo, antes de ella [«antes de la cual», que obviamente se refiere a Beatriz], no recuerdo prácticamente nada [«poco se podría leer»]». Porque en la vida —que es esta espera de bien, de verdad, de belleza, de amor— es como si custodiásemos algo decisivo con el rabillo del ojo, como si esperásemos la evidencia clamorosa de algo grande, ¡como si un milagro estuviera siempre a punto de ocurrir! Ese es el punto que atrae nuestro afecto, el punto que responde a nuestra vocación, lo que nos atrae en la relación con la mujer y en la relación con los demás. Se podría sintetizar diciendo que la vida empieza realmente cuando sale a la luz ese punto.
Tras una brevísima introducción, Dante empieza con el primer capítulo, donde cuenta cómo afloró en él ese punto, en el momento del primer encuentro con Beatriz.
Nueve veces ya desde mi nacimiento había vuelto el cielo de la luz casi a un mismo punto, cuando a mis ojos apareció por vez primera la gloriosa señora de mis pensamientos, la cual fue llamada Beatriz por muchos que no sabían cómo se llamaba. Llevaba ya en esta vida tanto, que durante aquel tiempo el cielo estrellado se había movido hacia oriente una de las doce partes de un grado, así que casi al principio de su año noveno apareció y yo la vi casi al final de mi noveno año. Apareció vestida de nobilísimo color, humilde y honesto, purpúreo, ceñida y adornada del modo que a su edad juvenil convenía. En aquel punto digo en verdad que el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente, y temblando dijo estas palabras: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi. Entonces, el espíritu animal que mora en la alta cámara, a la cual todos los espíritus sensitivos llevan sus percepciones, empezó a maravillarse vivamente y, hablando de un modo singular a los espíritus del rostro, dijo estas palabras: Apparuit iam beatitudo vestra. En aquel momento, el espíritu natural que mora en aquella parte por donde se nos suministra el sustento, comenzó a llorar, y llorando dijo: Heu miser, quia frequenter impeditus ero deinceps. Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma, la cual tan pronto estuvo desposada con él, empezó a tomar sobre mí tanto dominio y tanto señorío por la virtud que mi imaginación le prestaba, que me agradaba hacer en todo su gusto.2
[Tenía unos nueve años cuando vi por vez primera la señora de mis pensamientos, que ahora vive en la gloria de Dios, y que muchos llamaban Beatriz sin conocer el verdadero significado de este nombre. Tenía poco más que ocho años, así que la vi al principio de su año noveno, estando yo al final del noveno. Apareció vestida de nobilísimo color, el rojo, pero oscuro y decoroso, ceñida y adornada del modo que a su edad juvenil convenía. En ese momento digo en verdad que el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón comenzó a temblar con tal fuerza que repercutía en los últimos pulsos, y temblando dijo: «He aquí un dios más fuerte que yo, que viene para dominarme». Entonces, el alma sensitiva que mora en el cerebro, donde confluyen todas las percepciones corpóreas, empezó a maravillarse vivamente y, dirigiéndose de un modo singular a los órganos de la vista, dijo: «Por fin apareció vuestra felicidad». En aquel momento, también el alma vegetativa que reside en el hígado, rompió a llorar, y dijo: «¡Ay, pobre de mí, que de ahora en adelante seré puesto a prueba!». Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma y, desde que me sometí a él, el pensar en Beatriz le concedió sobre mí tanto dominio y señorío que me agradaba hacer en todo su gusto]
Parafraseando y sintetizándolo mucho, Dante dice: «Si retrocedo con la memoria, mi primer recuerdo es que tenía nueve años, la vi y sentí que ahí, antes o después, sucedería algo grande. Desde entonces he vivido toda mi vida en la memoria de ese momento». «Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma».
Porque el acontecimiento del amor, cuando sucede, cambia nuestra vida de forma radical. Nada se queda ajeno a la experiencia de un gran amor, como observa Romano Guardini: «En la experiencia de un gran amor […], todo cuanto acontece se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito».3 Se entiende que es una experiencia de amor verdadera porque tiene este efecto, arrastra todo consigo, cambia la forma de mirar las cosas, las personas y los hechos.
Pero ¿en qué cambia radicalmente la vida? ¿En qué se demuestra que es una vida nueva? En dos aspectos que señalo brevemente.
Dante describe así los primeros efectos del amor: «El espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón [es decir, el corazón como lo entiende la Biblia, sede de la razón y del afecto] comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente, y temblando dijo estas palabras: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi», ha llegado aquel que dominará mi vida. El alma, el corazón, ese deseo del que estamos hechos, reconoce que pasará la vida en esa relación, que vale la pena entregarse a ese acontecimiento, a esa presencia, porque es lo que siempre había esperado de forma más o menos consciente.
Pero, después, Dante añade otra observación espectacular que se articula en dos momentos.
El primero: «El espíritu animal que mora en la alta cámara, a la cual todos los espíritus sensitivos llevan sus percepciones [es decir, el cerebro, la razón], empezó a maravillarse vivamente y, hablando de un modo singular a los espíritus del rostro, dijo estas palabras: Apparuit iam beatitudo vestra [ha aparecido tu felicidad]».
El segundo. «El espíritu del instinto que mora en aquella parte por donde se nos suministra el sustento [según la concepción de la época el «espíritu del instinto» está ubicado en el hígado, pero se refiere en sentido amplio al vientre, al cuerpo, o también al aspecto instintivo de la atracción del hombre por la mujer], comenzó a llorar, y llorando dijo: Heu miser, quia frequenter impeditus ero deinceps». «¡Ay de mí!, que de ahora en adelante seré derrotado a menudo!». El aspecto más instintivo de la persona llora porque, de ahora en adelante, se verá sometido a la razón y el corazón, dominado por el sentimiento del Destino.
Por si no hubiese quedado claro del todo, Dante añade:
Me mandaba muchas veces que tratase de ver a aquel ángel tan joven, por lo cual en mi niñez con frecuencia la anduve buscando, y me parecía de tan noble y laudable porte, que ciertamente podían decirse de ella las palabras del poeta Homero: «No parecía hija del hombre mortal, sino de un dios». Y ocurría que aunque su imagen, que continuamente estaba conmigo, por osadía de Amor me señoreaba, era de tan nobilísima virtud, que nunca sufrió que Amor me rigiese sin el fiel consejo de la razón en todo aquello en que aquel consejo fuera provechoso de oír.4
[Me empujaba a que buscase a aquel ángel tan joven, por lo cual en mi niñez la vi con frecuencia y pude ver en ella acciones tan buenas y nobles que ciertamente, con Homero, podría decir: «No parecía hija de un mortal, sino de un dios». Y aunque su imagen, que yo guardaba en mi mente, hacía que el Amor me señoreara, ejercía un poder tan noble sobre mí, que nunca el Amor me rigió sin el fiel consejo de la razón, en todas las situaciones en las que su consejo es provechoso]
«Nunca sufrió que Amor me rigiese sin el fiel consejo de la razón». Una vez reconocido el valor de ese encuentro, la correspondencia entre la espera y la llegada de ella, se recompone en unidad su persona, amor y razón van a la par, el pensamiento alcanza una certeza consciente, la experiencia se convierte en principio de conocimiento y de acción.
Además, os anticipo que encuentra aquí su raíz la famosa definición que Dante dará de los lujuriosos: aquellos que «someten la razón a la pasión».5 No están condenados porque han amado, sino porque lo han hecho dejando que el instinto, el capricho del momento, dominase la razón. En cambio, en el hombre es la razón la que debe gobernar al instinto, y el pecado es su derrota.