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El joven ya se había alojado en un pequeño hotel del centro salteño y no quería incomodar, pero Santiago insistió en que se mudara con ellos y les ordenó a Felipa y Ramona que preparasen un cuarto, y a Rosalía y Elba que ayudaran a su madre con el almuerzo; no permitiría que durmiera en otro lado que no fuese su casa, hasta tanto pudiera acondicionar y se instalara en la finca que acababa de comprar.
El almuerzo fue una fiesta, se destapó el mejor vino y se repartieron risas, bromas y recuerdos. La sobremesa duró varias horas. Al atardecer la ropa del joven estaba impecable. Rosalía pidió disculpas con una sonrisa que nada tenía que ver con el arrepentimiento. Teodoro alabó el planchado de la camisa y mencionó que el pan estaba delicioso. Ambos se miraron. Fue una mirada más allá de los ojos. Rosalía se mordió el labio inferior y en ningún momento apartó la vista. Cuando le estaba entregando la ropa advirtió que el hombre le miró el escote y se sintió halagada como nunca antes se había sentido e hizo un gesto tan provocativo como su misma inocencia.
Cada atardecer Santiago y Teodoro se sentaban a recordar los tiempos vividos durante aquel viaje interminable, lleno de dolor y expectativas. Santiago no dejaba de repetir que siempre se sentiría en deuda y que, de no haber sido por Antonio, no hubiera superado la travesía. Santiago trabajaba duramente y sin puesto fijo para poder costear el viaje, empezaba antes del amanecer limpiando la cubierta, lustraba los bronces de las cabinas y de los salones de primera clase, baldeaba los cuartos comunes de los inmigrantes, había momentos en los que sentía que no le respondía el cuerpo.
El padre de Rosalía recordó su propia imagen, un joven agobiado que de tanto en tanto, se escapaba al cuarto de máquinas a comer un pedazo de pan duro. Fue allí en donde conoció a Antonio. Los hombres se pusieron a hablar y descubrieron, llenos de júbilo, que eran del mismo pueblo, a los pies de los Alpes, tierra de agua, de valles y castillos medievales, Antonio le dijo que siendo paisanos había que celebrarlo, por lo tanto, lo iba a esperar esa noche a compartir la cena con su familia, por aquel entonces el pequeño Teo tenía una sonrisa llena de ventanitas y le encantaba hablar en dialecto con el nuevo amigo de su papá.
Teodoro, lleno de orgullo, le relató a Santiago que gracias a la estupenda cosecha de 1912 su padre había logrado un capital considerable que le había permitido ayudarlo para que él pudiese comprar una finca con las tierras ligeras, pedregosas y bien drenadas, ideales para un pequeño viñedo, le hablaba con entusiasmo, Santiago lo miraba y no dejaba de sonreír, el triunfo de un paisano era como tener un logro propio.
Transcurrió el verano. Las miradas entre Teodoro y Rosalía eran audaces, pero el joven bajaba la vista, no quería generar una situación incómoda. Cuando la finca estuvo lista se mudó. Contrató recolectores y la fuerza de la naturaleza contribuyó a su prosperidad.
Teo era bien parecido y con un pasar interesante, de modo que las salteñas casaderas de algunas familias que habían perdido el lustre, pero conservaban la apariencia, no tardaron en echarle el ojo.
Los Gutiérrez eran una familia tradicional venida a menos que buscaban un buen partido para su hija mayor y aunque Teo no era, según la prosapia salteña, “más que un inmigrante”, al menos iba a poder sostenerla y permitirle al resto de los parientes llevar una vida decorosa.
Un año y medio más tarde se había comprometido con Clarisa, sin pensarlo demasiado. Por aquellos tiempos, el estatus masculino estaba estrechamente vinculado al desempeño de los roles de esposo y padre, a la capacidad del hombre de proteger su capital material y él ya estaba por cumplir los treinta de modo que no hubiera sido bien visto que permaneciera soltero.
Todo parecía seguir su curso, sin sobresaltos. Paseos por la plaza 9 de Julio, tertulias y chimentos. Muchas muchachas envidiaban a Clarisa quien estaba bordando el ajuar y había mandado a traer telas desde Buenos Aires para hacer su vestido de novia.
Solo algunas cuestiones políticas que no eran de incumbencia de las jóvenes en edad de merecer, ciertos conflictos de poderes y la aparición de un interventor federal, el Dr. Arturo Torino, parecían agitar aquellos días de 1921.
Es cierto que a veces la risa de Rosalía resonaba en la cabeza de Teo como un eco; sin embargo, la doblaba en edad y además era la hija de un viejo amigo de su padre. No tenía sentido.
Teodoro había ido a encargar su frac a la sastrería de la tienda El Progreso y mientras le tomaban las medidas vio reflejarse en el espejo la cara de Rosalía. Recordó, no pudo dejar de recordar, el escote pronunciado de la muchacha, su boca entreabierta, su lengua desafiante y la tenacidad de su mirada.
Se sintió incómodo. Cerró los ojos como para apartar esas imágenes y casi pudo tocar aquellos diminutos pies desnudos, sus pantorrillas torneadas y morenas, sus carcajadas, que no dejaban de retumbar dentro de su cabeza. Se vio a sí mismo empapado, sorprendido, excitado. Intentó traer la imagen de Clarisa a su mente, pero fue inútil. Había visto a Rosalía solo durante aquellas semanas cuando estuvo alojado en lo de don Santiago, pero la imagen de la muchacha se multiplicaba delante de sus ojos, siempre provocativa, sonriente, apetecible como una fruta.
Salta no era la Pampa Húmeda, los negocios de Teodoro comenzaron a declinar mientras crecía su rechazo hacia Clarisa. Poco a poco se fue convirtiendo en un sujeto taciturno que sentía que cada puntada que bordaba su novia en aquellas sábanas y manteles lo iban a asfixiar.
Una sola cosa le causaba placer: el recuerdo de la risa desenfadada de Rosalía y la visión de esos pechos que imaginaba detrás del escote y que lo obsesionaban.
Fue aquella tarde, mientras visitaba a Clarisa, que tomó la decisión. La observaba hacendosa y tiesa, controlada y fría. No era eso lo que él quería. No iba a casarse ni a permanecer en aquella provincia; deseaba regresar a Buenos Aires y empezar de nuevo, pero no quería regresar solo, se iba a llevar a aquella chiquilina que le agitaba la sangre y que lo impulsaba a correr tras sus propios sueños. Le explicó a su novia que no podían seguir adelante. Ella escuchó en silencio, con la mirada serena y sin hacer un solo comentario. Asintió y siguió bordando como si nada hubiese pasado.
Teodoro palpó un presagio funesto, pero no le hizo caso a su intuición. Se sentía sofocado y solamente quería irse de aquella casa.
—Lo lamento mucho Clarisa, estoy seguro de que encontrarás a un hombre que te merezca.
Clarisa le clavó sus ojos oscuros y Teo se sintió atravesado por aquella mirada descomunal. Se levantó y se fue casi corriendo. Al principio, sin rumbo fijo, después se dejó llevar: había un solo camino.
Esa misma noche visitó al amigo de su padre y le explicó sus intenciones. Santiago pareció no sorprenderse demasiado. Ni siquiera le molestó el saber que no habría fiesta ni vestido blanco, ni noviazgo prolongado porque quería casarse de inmediato y viajar a Buenos Aires.
Nadie le preguntó a Rosalía qué era lo que ella quería.
Por aquel entonces la reclusión de la mujer al ámbito doméstico era lo máximo a lo que podía aspirar, Rosalía con sus flamantes diecisiete años estaba más deslumbrada que fastidiada, en especial porque también se sentía atraída por aquel hombre de manos grandes, que con solo mirarla la hacía sentir distinta.
Se casaron sin bombos ni platillos. Una ceremonia sencilla para no herir susceptibilidades.
Una tarde, igual a todas las tardes, cuando la joven esposa regresaba a la finca, una mujer madura le interrumpió el paso, la señaló con su índice torcido a la derecha por efecto de la artritis y mordiendo cada una de las palabras con furia y polvo le dijo:
—No hay dolor más grande que el de una madre que llora por su hija muerta, ni maldición más poderosa que la que brota de las propias entrañas, yo te maldigo, que nunca seas feliz, que no encuentres paz, que todo lo que ames se pudra y te abandone, yo te maldigo y maldigo a tu descendencia hasta la quinta generación.
Dicho esto, empujó con fuerza a Rosalía quien rodó por la ladera camino abajo y perdió el conocimiento.
Teodoro sintió una puntada en la boca del estómago cuando se enteró de que Clarisa se había suicidado vestida con el traje de novia. Horas más tarde, el relato de Rosalía lo dejó sin aliento.
Cuando doña Matilde supo lo sucedido trató de mantener la calma. ¿A quién podría pedirle ayuda? Desechó los nombres de dos o tres curanderas porque lo único que sabían hacer eran amarres, luego vino a su mente la imagen de la vieja Eduviges. Cuando ella había cumplido doce años y los médicos no podían aliviarla de una dolencia persistente y de origen desconocido para la ciencia, su madre la había llevado a una casucha que quedaba detrás del cerro y sus males se habían apartado para siempre. No estaba segura si aquella mujer aún seguía con vida, pero valía la pena intentarlo. Le preguntó a una de sus tías, quien le confirmó la dirección y sin dudarlo fue a verla.
Ante su asombro, doña Eduviges estaba tan vieja como la recordaba. Le relató lo sucedido con lágrimas y lamentos. La vieja la escuchó impasible, luego le dijo en un tono apenas perceptible:
—Es necesario que regrese con su hija. Las tres juntas deberemos hacer una oración y un conjuro. Luego cargaremos todos los elementos para armar un talismán. No será fácil porque el odio de una madre es muy poderoso. Necesito que traiga un rectángulo de tela roja que haya pertenecido a la abuela de la niña.
Doña Matilde llenó su corazón de esperanzas y regresó con Rosalía a la semana siguiente.
La vieja Eduviges le pidió a la muchacha que pusiera su mano derecha sobre una vela que aún no estaba encendida, mientras las tres repetían una oración.
“Oh glorioso Arcángel Miguel te invocamos, desciende sobre nosotras, tú que fuiste capaz de vencer al demonio, ayúdanos a librar esta batalla de odio y venganza, ayúdanos a liberar a Rosalía y su descendencia del dolor”.
Luego le pidió a la joven que apartara la mano para encender la vela y le ordenó que por sobre la lumbre hiciera con su mano izquierda círculos de adentro hacia afuera. Entonces le pidió a Matilde la tela roja y sobre ella depositó tres piedras. Dos de cuarzo y un ópalo, las fue rociando con un óleo fuertemente perfumado mientras pronunciaba unas palabras ininteligibles.
Las piedras parecieron cobrar vida, sus rugosidades dejaban traslucir años de sabiduría, podía verse en ellas algunas partes con destellos rosas, azules y dorados. Cubiertas de una transparencia femenina unas, otras opacas y densas, facetadas o lisas, palpitantes, destilando buenos presagios.
Las tres mujeres se tomaron de las manos y de rodillas siguieron orando durante largo rato. La vieja se levantó con dificultad mientras sus ojos sin brillo no dejaban de mirar al cielo, finalmente dijo que deberían regresar en tres días ya que recién entonces esas piedras estarían listas.
Al tercer día las mujeres regresaron. La vieja buscó los ojos de Rosalía y le dijo:
—Es posible que solamente logremos proteger a parte de tu descendencia. Lo importante es que debe llevar este talismán quien se case primero o quien esté esperando una criatura. No deberán desprenderse nunca de él, en lo posible tienen que llevarlo cerca del corazón. Cuando llegue la quinta generación tendrá que desarmar el talismán y solo conservar el ópalo de fuego. Eso será suficiente para protegerla. Desde ya te digo que la de ustedes será una descendencia de mujeres fuertes, sufridas pero luchadoras. —Mientras decía esto último abrió la puerta y con un gesto de su cabeza las invitó a retirarse.
Las tres hermanas de Rosalía estaban inquietas, cuando la vieron entrar junto a su madre, la rodearon sin decir palabra…
Doña Matilde estaba muy compungida. Madre e hija lloraron con anticipación la desgracia de su descendencia. Hubo un abrazo sostenido y un silencio profundo entre las dos.
El matrimonio viajó a la Provincia de Buenos Aires donde se instalarían. Una extraña sensación de desgracia empezó a treparse por los dedos de los pies de Rosalía y subió lenta pero tenazmente hasta alojarse en su pecho para no abandonarla nunca más.
Capítulo 2
Provincia de Buenos Aires, Argentina, – 1922/1930
Cuando Rosalía se quedó embarazada sintió que la alegría la envolvía de pies a cabeza y estaba segura de que iba a acompañarla para siempre.
Por desgracia, su primer hijo nacería muerto. Ella acunaba su dolor y perdía toda aquella espontaneidad que había enamorado a su marido. Recién en 1924 iba a dar a luz a Martina y dos años más tarde a Vicenza.
Teodoro nunca dejó de tener pesadillas. Se despertaba gritando. Empapado en sudor. Sentía la presencia de Clarisa que lo acechaba con su rostro cadavérico detrás del velo de novia.
Rosalía siempre apretaba el talismán que le había dado la vieja Eduviges, lo apretaba fuerte sobre su pecho como para evitar otra desgracia, como si pudiese haber una desgracia mayor que la muerte de su niño, sin sospechar que su camino de infortunio apenas comenzaba.
Teodoro era un hombre hábil con los negocios, un buen administrador y se sentía orgulloso de su prosperidad, su bella esposa y sus dos pequeñas hijas que crecían rodeadas de afecto y sin lujos, pero con ciertas comodidades. Jamás se iba a olvidar de su cumpleaños en el barco junto a sus padres y sus dos hermanos menores, de lo largo y agotador de aquella travesía, del hambre y el dolor, de la mirada nostálgica de su madre, de los abrazos de su padre cuando divisaron el puerto de Buenos Aires y de aquellos gritos que quedaron para siempre en su memoria:
—Questo e il paese del grano! Il paese del grano! Alla mia famiglia non mancherà mai più il pane. Benedetto sia Dio!
No era cierto que el trigo creciera en las calles, ni que las cosas fueran sencillas. Su padre y él, con apenas nueve años trabajaron duro y también su madre y hasta sus dos hermanitos, pero el viento era favorable y los años más duros habían quedado atrás.
Teo estaba orgulloso de la casa en la que vivía con su mujer y sus hijas. En su mesa jamás había faltado el pan y no era necesario que Rosalía hiciese otra cosa más que ocuparse de las niñas. Miró la larga cabellera de su esposa desparramada sobre la almohada y se deslizó en la cama despacio para no despertarla. Se sentía tranquilo, casi feliz. Todo parecía estar en su lugar. Su padre tenía razón… Benedetto sia Dio…
Rosalía se despertó sobresaltada durante la madrugada; puso su mentón sobre las rodillas y se dio vuelta para mirar a su marido. Tenía un mal presentimiento, saltó de la cama y fue al cuarto de las niñas, las observó respirar tranquilamente, iba a sonreír cuando escuchó aquella voz:
—Que nunca seas feliz, que no encuentres paz, que todo lo que ames se pudra y te abandone…
Se tapó los oídos, pero la voz estallaba en su interior. Entonces recordó que su madre le había enseñado que cuando se sintiera abatida era bueno abrir la Biblia al azar y de ese modo recibir un mensaje esclarecedor. Lo hizo y leyó:
“Detrás de ellas subieron otras siete vacas feas y escuálidas... ...y las vacas feas y escuálidas se comieron a las siete vacas hermosas y robustas.”
No entendió el mensaje, pero le pareció amenazador. El dolor le cerró la garganta y le abrió los ojos. Los acontecimientos del pasado son inalterables, indelebles, impertérritos, como espejos, como fotografías, como ciertas pesadillas de las que uno se despierta, pero cuando vuelve a dormirse allí están, amenazantes como una telaraña…pero siempre hay un intersticio solo se trata de encontrarlo. Rosalía regresó a su cama con cierta sensación de triunfo. Miró a su esposo dormir, nada ni nadie le iba a quitar a su familia.
Horas más tarde un titular del diario El mundo les borraría la sonrisa a muchísimos argentinos con lo que se llamó el Jueves Negro.
La prosperidad se derrumbó igual que un castillo de naipes, crisis, depresión económica, desocupación, desesperanza, fraude electoral y negociados. Los poderosos alentaron el golpe militar, todo parecía desbarrancarse.
Teodoro tuvo que vender las tierras, la casa y dedicarse a otra cosa. Se mudaron desde la Provincia de Buenos Aires al barrio porteño de Flores.
Rosalía empezó a trabajar como costurera para una gran tienda de moda, todos los lunes iba en el tranvía 84 a buscar las telas y los moldes.
Era un largo trayecto, para entretenerse, leía alguna revista, o las Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt. Los viernes llevaba el trabajo terminado y con su paga se daba el gusto de comprar puntillas o cintas para modernizar la ropa de sus pequeñas hijas. Aunque disfrutaba haciéndolo, porque le encantaba sentirse más independiente, la verdad es que le generaba cierto perverso placer hacer sentir culpable a Teodoro por haber tenido que salir a trabajar y no paraba de reprocharle…
Fueron años difíciles, plagados de desavenencias, privaciones y sacrificios. Les llevó poco más de una década lograr cierta estabilidad económica, para entonces Martina y Vicenza se habían convertido en dos bellas jóvenes con personalidades muy diferentes.
Martina siempre había tenido aires de beatitud, por momentos una sombra de tristeza parecía acompañarla y hablaba de cosas incomprensibles para los otros, pero a nadie le llamaba demasiado la atención. Su abuela Matilde, quien solía viajar a Buenos Aires, de tanto en tanto, para visitar a su hija mayor y sus nietas, antes de que la niña tomase su primera comunión le había regalado un libro de biografías de santos, Rosalía se molestó porque creía que Martina era demasiado pequeña para esas historias.
Doña Matilde, quien no buscaba otra cosa más que proteger a su nieta de la maldición, le leía cada noche una historia diferente. Cuando terminó el libro, Martina le rogó a su abuela que volviese a leerlo y la escuchaba extasiada.
—Me gustaría ser como Santa Teresita del Niño Jesús, quiero una imagen de ella para ponerla sobre mi mesita de luz.
—Desde luego, mi vida, estoy segura de que Dios te va a acompañar en tus deseos.
Martina era serena, de carácter muy firme, algo melancólica.
Vicenza en cambio era alegre y dicharachera, le encantaba bailar, cantar y hacer piruetas. Su madre influenciaba muchísimo en sus decisiones, contrariamente a su hermana, ella necesitaba complacer a sus padres en todo.
Martina lograría escabullirse de la maldición. Vicenza en cambio iba a recibir el peso de aquella desgracia.
Capítulo 3
Lurin. Provincia de Lima – Perú – 12 de junio 2010
El sol cae perpendicular sobre el silencio. Los árboles están tiesos. Una bandada de pájaros atraviesa el cielo y un sollozo se dispara sofocado por la mano izquierda de Mariano. Nadie pestañea. Apenas dos minutos después Mariano observa el ataúd que desciende a la fosa y con la misma mano arroja un puñado de tierra que retumba como si se escuchara demoler un edificio… Es un ruido ominoso, despiadado igual que la muerte misma. Los deudos empiezan a retirarse. Solo queda él y su mejor amigo Rafael Velázquez. Los hombres caminan despacio hacia el único auto que aún aguarda. El chofer está parado junto a la puerta entreabierta, hace una inclinación de cabeza y ambos suben. Mariano se recuesta sobre la ventanilla. Rafael saca un cigarrillo que no enciende.
—¿Qué vas a hacer ahora Mariano? Te has quedado solo, compadre.
—Deseo volver a mi país. Los últimos meses de la enfermedad de Teresita me destruyeron. Lo importante es que ella se fue en paz. Ahora necesito volver a encontrarme conmigo mismo.
—Conocer a otros es inteligencia, pero ir en busca de tu propia esencia y hallar el camino, eso es sabiduría. Te admiro y de corazón te deseo lo mejor.
—Lo sé amigo, en todos estos años siempre sentí tu apoyo y tu comprensión, hasta en los momentos más terribles, cuando me fui enterando de la verdad.
—Te he respetado siempre. A pesar del daño que Teresita te hizo pudiste perdonarla. Eso habla de tu grandeza. Es cierto, ahora es el momento de emprender el viaje. ¿Cuándo piensas marcharte a Buenos Aires? Te voy a echar de menos.
—Tengo pensado renunciar a la Cátedra y quedarme solamente con el trabajo de investigación y con las publicaciones. No quiero sentirme atado. Necesito manejar mis tiempos, recuperar mi vida, si es que puedo, aunque no tengo la menor idea de con qué voy a encontrarme. No le guardo rencor a Teresita.
—No es necesario que la sigas justificando. La Universidad Nacional Mayor de San Marcos te recibió con los brazos abiertos y apuesto a que volverá a hacerlo y mientras vivas en Lima mi casa es tu casa…Voy a sacar ventaja de tu estadía en Buenos Aires porque es posible que logre tener más noticias de mi hijo Agustín a través tuyo… este muchacho es reacio para comunicarse…Aquí tienes su dirección. Es todo un profesional.
—Te agradezco Rafael, ha pasado tanto tiempo que voy a resultar extranjero en mi propio país. Juro que me contactaré con mi ahijado apenas llegue.
—Me alegra mucho que hayas decidido hacer este viaje. La vida, no importa lo compleja que sea, está hecha de un solo momento y me atrevo a decir que ese momento es cuando uno está realmente dispuesto a enfrentarse con la verdad. Este viaje te va a permitir re encontrarte.
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Lima – Perú– 28 de octubre 2010
Todo está dispuesto. Mariano espera al auto que lo va a llevar hasta el aeropuerto Internacional Jorge Chávez. Echa un último vistazo a su departamento, a sus cosas, a tantos años compartidos. Lleva lo indispensable: su laptop, una valija con ropa y otra con algunos libros. Siente que tiene que ir, pero camina por la incertidumbre, se le mezclan cientos de imágenes en su cabeza desde aquel doce de junio. Se siente aturdido.
El chofer del taxi quiere entrar en conversación, los esperan doce kilómetros, hace referencia al clima, al fútbol, a las mujeres. Mariano apenas responde con monosílabos. El chofer no se da por vencido. El tráfico se atasca.
—Ruego que tenga tiempo señor porque esto puede demorar, ¿sabe usted que el aeropuerto de Lima es el más importante centro de conexión de Sudamérica? Por aquí circulan más de veinte millones de pasajeros al año ¿Eso es mucho, verdad? Pero, se me ocurre que usted no es de aquí señor. ¿De dónde nos visita?
—Soy argentino, de un pueblo del interior.
—¿Es argentino? —pregunta mientras trata de mirarlo por el espejo retrovisor— ¡No, no puede ser! ¡Si los argentinos son de hablar mucho y darse muchos aires! Disculpe usted. Aquí yo me la paso escuchando sus chácharas. Pensé que era… no lo sé, uruguayo tal vez. Llevamos casi diez kilómetros y no le he escuchado ni una queja, ni una historia, nada de nada...
—Llevo muchos años viviendo en Perú.
—¿Ha visto? Si ya lo decía yo. ¿Va a visitar familia? ¿Va de paseo? ¿Alguna desgracia?
—No lo sé, tal vez todas esas cosas juntas, no tengo idea.
—De corazón le voy a pedir a Nuestra Santísima Señora de la Nube que lo proteja, que lo ayude.
Mariano se sorprende por la repentina veta mística del conductor quien lo mira por el espejo y ya no sonríe. Ahora está serio. Hace silencio.
Baja del auto. El chofer saca las valijas del maletero y lo saluda con una inclinación de cabeza. Mariano queda solo, parado en medio de una multitud que va y viene. Despacha el equipaje. Compra un diario, se sienta cerca de la puerta en la que va a abordar su vuelo. Camina como un autómata. Casi sin darse cuenta se está abrochando el cinturón de seguridad. En cuatro horas y media estará en su patria, en aquel lugar del que salió a escondidas.
En el asiento del medio, una anciana intenta abrir una conversación.
—This is my first trip to Buenos Aires…Oh I’m sorry. .Do you speak English?
Mariano la mira y niega con la cabeza. La señora se encoge de hombros. Desde luego que habla inglés, pero no desea hacer ese esfuerzo, solo quiere pensar, ordenar sus ideas, recordar, armar ese rompecabezas al que le faltan algunas piezas. Pega su frente a la ventanilla, no ve su propio reflejo, la ve a ella, a Elsa, puede verla con absoluta nitidez... Mientras el avión despega siente una sensación casi idéntica a la que sintió la primera vez que atrajo a Elsa hacia su cuerpo. Un vacío en el estómago, un flotar, algo difícil de describir, una mezcla de emociones que no puede catalogar. Los recuerdos que se agolpan y se transforman en imágenes nítidas, casi palpables. Los diálogos se reproducen en su cabeza igual que en una película.






