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—No puedo creer cómo fuiste capaz de transformar así el lugar.
—Nada que no puedan resolver algunas telas, un poco de pintura y mucha imaginación. Es mi lugar y quiero sentirme cómoda. ¿Me podés ayudar a colgar estas cortinas?
—Esta tela me resulta familiar.
—¡Sí! Era una pollera que seguramente alguna vez me viste puesta, decidí que iba a ser más útil si la convertía en unas alegres cortinas
—¿Te dijeron ya que sos increíble? ¿Cómo pudiste transformar este lugar con nada o casi nada?
—Para mí que vos pensabas que yo era una niñita caprichosa, rica e inútil, no es así. Sé de buena fuente que se rumoreaba eso apenas llegué…
—Jamás creí eso —aseguró Mariano.
—Necesitaría un taladro para poner una repisa con libros allí. –Dijo Elsa fingiendo que no había escuchado la respuesta del joven.
—Tengo uno, en la caja de herramientas. —Se apresuró a responder Mariano. —¿Por qué no me preguntaste si podía ayudarte? ¿O será que sos vos la que pensás que soy un inútil y lo único que te interesa es saber si tengo o no un taladro?
—¡Por supuesto que no! ¡Dejá de hacerte el pobrecito! Sé que Teresita habla pestes de mí y eso me pone muy mal, me enoja mucho porque no me conoce, no tiene derecho a juzgarme, esa fue la única razón por la que no quería pedirle nada a nadie.
—Nadie… ¿vendría a ser yo?
—No seas tonto.
—¡Ay! no me pongas esa carita porque…
—¿Por? ¿Qué carita?
—Entre pícara y enojada. Sos hermosa pero ahora con ese pelo revuelto y las manos llenas de pintura...
—¡Ay con esta facha querrás decir!
En aquel momento sin siquiera pensarlo la abrazó y la besó mientras se sentía en un tobogán interminable. Los dos entraron en un remolino de caricias, en un vértigo impredecible
Así había empezado todo, de un modo espontáneo, aquella tarde de domingo, o tal vez antes, cuando la vio por primera vez, cuando le dijo bienvenida y pensó que tenía el color más raro y hermoso de ojos que jamás hubiese visto, o cuando descubrió que era fuerte, inteligente y aguerrida. No sabía muy bien en qué momento preciso había tenido aquella sensación concreta, casi física, y se sorprendió pensando: Cómo me gustaría que aceptara ser mi compañera para siempre… ¿Qué pasó? ¿Cómo pudieron alejarse? ¿Por qué el desencuentro? Ir a buscarla era algo tan absurdo, seguramente tendría su vida, su familia, sus amigos, cómo reaccionaría al verlo después de tantos años, qué iba a pensar de alguien que jamás la había buscado, alguien que nunca se había esforzado por saber de ella. Nada tenía sentido, pero debía ir, dar explicaciones, conocer a su hijo. Necesitaba pedir perdón, ser escuchado. No pretendía que lo perdonaran. Había hecho mucho daño, cómo explicar que no lo sabía. Lo único cierto es que Elsa había criado sola a un hijo de ambos, que con justa razón tenía muchas cosas que reprocharle. Buscarla en una ciudad con más de tres millones de personas no iba a ser una tarea sencilla. Pensó en las redes sociales, en las universidades, se la imaginó una profesional exitosa, no podía ser de otro modo, después de todo era brillante. Recordó que Elsa adoraba escribir, tal vez hubiese publicado algunos libros. ¿Viviría aún en Buenos Aires? ¿Cómo no se le había ocurrido todo esto antes? Ahora, en el avión no podía encender el celular, bueno no tenía que ser tan duro consigo mismo, demasiadas cosas y todas juntas. Lo mejor era intentar relajarse, dormir un poco, todavía tenía como dos horas por delante.
Le había prometido a Rafael que se contactaría con Agustín. No conocía a nadie más en la ciudad. Hacía más de cuatro años que no veía al muchacho, le iba a resultar muy grato reencontrarlo… qué curioso, Agustín tenía apenas un año más que su propio hijo.
El avión aterriza puntualmente. Se siente aturdido. Mira la dirección del hotel en el que se piensa quedar hasta poder alquilar un departamento. No tiene demasiado equipaje, decide utilizar los servicios de micro del aeropuerto, después de todo se alojará en pleno centro. Sabe que no está dispuesto a compartir un viaje largo con un chofer preguntón. Necesita silencio, calma, metabolizar su viudez, sus propósitos, su búsqueda.
Apenas se instala en el asiento del autobús enciende el celular. Escribe Elsa Valdéz en Google. Una larga lista aparece en la pantalla, las va descartando una a una hasta que ve la foto de una mujer madura que guarda los rasgos de la muchacha que tanto amó. Sonríe satisfecho cuando comprueba que ha alcanzado muchas de las cosas que anhelaba. Sigue buscando encuentra su cuenta de Twitter, la ve rodeada por cuatro jóvenes. Se pregunta si alguna de ellas será su hija. Lee una frase que lo atraviesa.
“No se puede cambiar el principio de la historia vivida, pero podemos apostar por un final lo más justo y feliz posible”
Siente una intensa congoja y sin ningún tipo de prurito, llora, piensa, no puede parar de pensar. Percibe su olor, su cuerpo frágil, la sedosidad de ese pelo largo hasta la cintura que tanto le gustaba. Algo lo sacude por dentro y por fuera como si estuviese afiebrado. Sus propios pensamientos lo sofocan. No sabe si va a tener coraje para mirarla a los ojos, para explicarle, para rogarle que lo perdone. Se siente en Buenos Aires, más confundido y solo de lo que jamás se ha sentido.
Entra a la habitación del hotel, busca en su billetera la tarjeta que le ha dado Rafael y llama a Agustín. Responde un contestador. No se atreve a llamar al celular.
Agustín Velázquez está atendiendo a una mujer grande en un consultorio en el hospital de Clínicas. En la sala hay dos residentes a quienes les explica cuestiones técnicas de la historia de la paciente. Se lo ve seguro, cordial, con una sonrisa generosa, atento tanto con los residentes como con la señora. Hace bromas, tiene unas cejas elocuentes, los ojos grandes, la mirada profunda. Le suena el celular. Se excusa. Les pide a los residentes que se hagan cargo y se aparta.
—¡Papá, qué sorpresa! ¿Está todo bien? ¿Tú? ¿Mamá?
—Nosotros perfectamente gracias a Dios. Te llamo porque mi amigo Mariano Cáceres ha regresado a la Argentina y va a conectarse contigo, al menos así se lo hice prometer. Es una larga historia, pero sería bueno que intentes encontrar un momento para que compartan una comida o al menos un café, quedó viudo hace unos meses y…
—Siento escuchar eso, pero Teresita dejó de sufrir estaba ya muy mal, resistió más de lo que todos pensábamos. No te preocupes papá, Mariano es mi padrino, si no se contacta él antes, lo llamo esta misma noche.
—Hijo querido, sé que debes estar ocupado, no deseo interrumpirte más. Por favor mantenme al tanto.
—Papá, qué buen amigo eres, me da un poco de envidia. Mis cariños a mamá y cuídense.
Regresa a la sala, se despide de su paciente y de los residentes. Llega a su casa. Prepara todo para darse una ducha. Revisa los mensajes del contestador. Llama a Mariano al hotel. Se citan para tomar un café, al día siguiente.
Agustín está dispuesto a escuchar, para romper el hielo decide ir al grano.
—Supe lo de Teresita. Lo siento mucho. La viudez del hombre está marcada por un sentimiento de mayor desolación que la de la mujer. Es probable que eso cambie con las nuevas generaciones, porque ahora las parejas más jóvenes nos manejamos diferente.
—La muerte de Teresita me desquició, pero hay una historia mucho más compleja que me atrevo a contarte porque sos todo un hombre y porque necesito hablar con alguien, ponerlo en palabras, tal vez me ayude a acomodar las ideas, a aclarar mis sentimientos.
Hablan durante horas, toman dos, tal vez tres whiskies. Se aflojan. Agustín lo escucha con atención. Mariano se quiebra, se repone, se vuelve a quebrar.
Deciden cenar juntos, pero en otro lado. Mariano dice que le encantaría comer tallarines con salsa mixta en Pippo. A Agustín le parece ideal. Al llegar al postre Agustín interviene.
—Es una situación muy delicada. La verdad, no me gustaría estar en tus zapatos. Me pongo en el lugar de ese hijo o hija, haber crecido sin conocer a su padre, ver que su madre sola sacó la situación adelante. Nada fácil. Creo que tienes que ir paso a paso. Es todo muy delicado no puede haber margen de error. Tengo un amigo que renta departamentos amueblados para extranjeros, ya listos para irse a vivir, desde luego mucho más confortable e íntimo que quedarse en un hotel. Hablar con Elsa va a requerir de una enorme solidez de tu parte. Encontrarla no es una preocupación, estamos en el siglo XXI. Ahora, hablar con ella y que ambos puedan explicarle a ese hijo o a esa hija todo lo que sucedió… Bueno, eso ya es harina de otro costal.
—Es cierto, “la suerte está echada”; debo ir por ella.
Capítulo 4
Villa Urquiza, Ciudad de Buenos Aires - Argentina.
8 de diciembre 2010
Elsa Valdés duerme atravesada en su cama doble. Un rayo de luz penetra en la habitación e ilumina su rostro de mujer madura. Se la ve plácida, se estira, se incorpora, consulta la hora en el reloj que está sobre su mesa de luz. Lo apaga antes de que suene, se levanta. Camina hacia el balcón, abre las cortinas y las puertas de par en par e inspira como si quisiese beber todo el aire del jardín.
Suena el teléfono. Atiende; es su hija Libertad.
—¡Buen día, hermosa! Estaba esperando que me llamaras. ¿Vas a venir?
—Hoy es 8 de diciembre, gran ritual del armado del arbolito, no me lo pienso perder por nada del mundo. Así que preparate unos mates, ¿dale?
—No es necesario que me lo digas, siempre acostumbro a recibir a mis hijas con todo…. ¿Adiviná lo que cociné anoche para la merienda de hoy?
—Seguro alguna de esas tortas que les gustan tanto a tus hijitas…
—No, frío, frío…
—¡Tarta de manzana con canela!
—¡Exacto! Tu favorita… Aunque no lo creas trato de ser lo más justa posible. Voy a ir preparando las cosas y me doy una ducha. Por las dudas traé la llave, así me despreocupo. Besitos.
Elsa sonríe mientras cuelga el teléfono, suspira, quita la ropa que había dejado la noche anterior sobre la silla, se trepa y saca las cajas que contienen el árbol y los adornos.
Un viejo álbum de fotos se le viene encima y se desparrama por el piso. No puede resistirse a la tentación de ojearlo. Percibe, palpa el olor a infancia. La casona de Flores de su abuela Rosalía en donde solían pasar las Navidades. Su madre girando por la sala con aquellas polleras plato que a ella tanto le gustaban, la gran mesa de roble y el abuelo Teodoro con sus manos huesudas y enormes. Su padre llevándola en brazos para prender estrellitas en el patio de atrás. Los jazmines del país y la luna redonda y perfecta encima del cedro azul. Siente las manos ásperas de la tierra del álbum y entra en un vértigo en cada foto. Sofoca un sollozo frente a una fotografía de su madre. No es momento, están por llegar sus hijas, definitivamente no la pueden encontrar así.
El agua de la ducha la relaja, la siente como una bendición. No piensa en nada. Se lava la cabeza, la espuma en sus ojos le arde, ve a sus padres y se ve de niña recibiendo sus regalos de Nochebuena, es ella con sus doce años que está rompiendo el papel de un paquete que contiene tres títulos de Louisa Alcott: “Mujercitas”, “Hombrecitos” y “Bajo las lilas”, sonríe mientras un chorro tibio le aparta la espuma. Su sonrisa se diluye frente a otro recuerdo, un nudo, que como entonces, le aprieta el estómago, la vulnerabilidad resbala por todo su cuerpo, una extraña rigidez en el pecho, suspiros chiquitos y profundos como un hipo, la intuición que le grita que su madre ha muerto, que ya nada volverá a ser como antes. Mira sus pies de mujer madura. Recuerda, una vez más, aquella noche en la que por primera vez había pensado que el dolor no cabe en la tristeza. Cierra la ducha, se seca.
Libertad busca en su cartera la llave del departamento de su madre y entra. Trae dos bolsas: una con guirnaldas nuevas y la otra con medialunas.
—¡Mami, ya llegué!
—¡Enseguida salgo, Liby! Si querés ir preparando algo, los adornos del arbolito están en mi pieza.
Libertad levanta las cajas. Le llama la atención encontrar algunas fotos en el piso. Las recoge, una es una foto del casamiento por civil de su madre con Federico Fernández, piensa: Qué mal bicho cómo pudiste casarte con este hombre. Se ve de niña llorando dentro de un armario. Una sensación que la estremece, que la vuelve frágil, que la recorre de pies a cabeza y la hace tiritar.
Suena el timbre. Atiende el portero eléctrico, son sus hermanas: Verónica y Juana. Baja para abrir la puerta. Se abrazan, hacen bromas entre ellas. El entusiasmo las desborda.
Elsa las abraza a las tres, se lamenta que no esté su hija Julia, melliza de Juana.
—¡Dale mamá estamos nosotras tres! Disfrutá de lo que tenés… Siempre igual —dice Libertad molesta.
Verónica, conciliadora, acerca un portarretrato con una foto de Julia y bromea.
Otra vez el timbre, es Angélica, las abraza, alaba el pelo de una, los ojos de otra, la figura de la tercera, llama a las chicas “sus sobrinas del corazón” y les aclara que ella armaba de pequeña el árbol con Elsa y que no se perdería jamás ese momento. Todas han escuchado una y otra vez esa historia, tienen la sensación de haber vivido esto repetidas veces.
Angélica le pide a Libertad que guarde en la heladera un enorme paquete de sándwich de miga. Elsa trae una torta aún tibia, Libertad aspira la manzana, la canela y algunos retazos felices de su infancia.
Juana propone hacer un video con su cámara nueva y mandárselo a Julia por mail. Todas están de acuerdo. Las voces se superponen, las risas van en escalada, la emoción las hace más bellas.
Se ríen, contabilizan los hidratos de carbono. La tarde transcurre apacible entre cosas ricas, té, mate y bromas.
El árbol está listo. Alguien dice que ahora lo que falta son los regalos. Preparan todo para jugar al amigo invisible. La primera en sacar un papelito es Juana, feliz con el resultado da saltitos de alegría, Angélica pone cara de misterio, Vero se queja. Libertad resuelta le dice que se lo cambia. Cuando Verónica mira el nombre mueve la cabeza sin entender…Libertad se apresura a decir:
—Es mejor así.
Vero mira la hora y sale apurada porque tiene que ir a buscar a su hijita a un cumpleaños. Juana se ofrece a llevarla con el auto, después de todo su casa queda de camino. Libertad decide irse con ellas porque tiene una cita con el obstetra. Elsa la mira con ternura, le dice que tenga paciencia y mucha Fe que ya se va a dar. Libertad se encoge de hombros, parece molesta. Angélica declara que debe regresar a cumplir con sus deberes de esposa.
—A ver, tía, ¡cuándo te sumás a la liberación femenina! —exclama Juana.
—Eso lo dejo para ustedes, yo soy chapada a la antigua.
Se despiden, se abrazan como suelen hacerlo, de un modo sostenido y profundo.
Elsa recoge las tazas y los platos para llevarlos a la cocina, se sonríe sola, las recuerda de niñas dejando todo desparramado, antes se enojaba, ahora ya no; ordenar ese caos la hace sentir viva.
Se deja caer en un sillón y contempla el árbol. Prende la televisión para escuchar música, sintoniza un canal de jazz y Miles Davis con su trompeta la acompaña desde Óleo. Un tema que ella adora.
Las hermanas, ya en el auto, hacen comentarios sobre la actitud de Angélica.
—¡Esta mina no cambia más! Es más buena que el pan, pero insufrible siempre pendiente del marido. Juana, ¿me dejás en el saloncito?
—Claro nena, mejor dicho, pasamos y te llevo a tu casa quiero ver a mi ahijada, tengo un alumno recién a las 19.30 así que puedo aprovechar un ratito para jugar con Mica.
—Yo me bajo aquí, chicas, necesito caminar.
—¿Decime Libertad —pregunta Vero— ¿por qué cambiaste el papel del amigo invisible? ¿quién te había tocado?
—Mamá.
—Sí, me pareció y la verdad no te entiendo.
—¿Te tocó mamá y la cambiaste? ¿De qué la podés acusar a mamá? ¿Y hasta cuándo? Ya somos todas grandecitas para poner siempre las culpas afuera. Ya pasaste la barrera de los treinta y cinco, no crees que deberías empezar a aflojar un poco, o no sé, tal vez hacer terapia, no se supone que los psicólogos también deben analizarse... Crecer es ser capaz de separarse de la madre, cortar el cordón…alejarse del papel de “víctima” pero qué te voy a decir... se supone que sos la especialista.
—Para vos es fácil, Juana, hay cosas que ustedes no vivieron, no tengo ganas de revolver mierda, nos vemos.
Libertad se aleja rápido, no alcanza a oír a sus hermanas diciéndole que “colifa” y todo la quieren mucho. Camina haciendo zigzag, busca la sombra en la vereda. Tiene media hora para encontrarse con Ernesto e ir juntos al obstetra, se cerciora de tener los estudios en la mochila. Compra una botella pequeña de agua mineral en un quiosco. Hace calor, tiene la boca seca. Recuerda, no puede dejar de hacerlo, esa sensación de estar encerrada en el placar, hacerse pis, sentir el miedo trepándose por las pantorrillas, el miedo que acaricia lascivo sus muslos; tiene náuseas, sacude su cabeza como si eso le permitiese apartar las ideas. No sabe cómo hizo para llegar, pero allí está. Ve la silueta de Ernesto de lejos, lo ve recostado sobre la pared, consultando el reloj. Apura el paso. Se miran, se abrazan.
—¿Estás lista? ¿Trajiste todo? ¿Entramos?
—Dale
La secretaria ya los conoce. Los hace pasar. Toman asiento.
—El Dr. Levy termina con otra pareja y les toca a ustedes.
Ernesto y Libertad asienten. Parecen asustados, vulnerables, aún más jóvenes de lo que realmente son. Permanecen en silencio. Tomados de la mano.
La secretaria los hace pasar. Levy les da una calurosa bienvenida, hace bromas sobre el aire solemne de ambos, trata de romper el hielo. Libertad saca de la mochila los estudios. Levy los lee detenidamente.
—Al juzgar por lo que estoy viendo, según estos estudios todo está en orden y no hay nada que les impida ser unos dichosos papás. A ver si soy claro…repito, está todo en orden, no hay ninguna causa orgánica aparente. La concepción está vinculada, también con el inconsciente, lo que deben hacer es liberarse de esa ansiedad que les está bloqueando la procreación.
—Pero doctor, nadie quiere tener un bebé más que nosotros.
—Justamente, es lo que acabo de decir, demasiada ansiedad.
—No lo puedo entender…cómo es posible. ¿Entonces la ansiosa soy yo?
—¡Mi amor! Nadie dijo eso. La ansiedad es compartida.
—Sé perfectamente lo que es la ansiedad, no estoy aquí para que me expliquen eso.
—Mi estimada Libertad, desde ya que usted lo sabe teóricamente, pero los profesionales de la salud no solemos ser los más indicados para detectar en nosotros mismos los síntomas. Esto no es un juicio. No se trata de buscar a un culpable. En realidad, las mujeres con mucho estrés suelen tener ciclos menstruales poco regulares, pero también puedo decir que los hombres suelen presentar una disminución en sus niveles de espermatozoides si están estresados.
De acuerdo, entonces, doctor, qué nos recomienda…
—Hace más de un año que estamos intentando inútilmente.
Libertad está tiritando, tiene los ojos que estallan en lágrimas, Ernesto percibe el temblor de su mujer, la abraza, le toma con delicadeza de la barbilla y la mira a los ojos.
—A ver una sonrisita… Amor, está todo bien, ninguno de los dos tiene problemas físicos, es una excelente noticia.
—Es importante que ambos sepan que el estrés afecta a todo nuestro organismo directa e indirectamente. La persona con un ritmo frenético suele, por lo general, descansar poco, alimentarse de forma desequilibrada, tomar mucho café, o té, o mate… y practicar poco ejercicio físico. Hay muchísimas parejas que después de llevar meses o años intentando concebir un hijo cuando ya han visto que es imposible se deciden por la adopción, se relajan y se embarazan.
—¿Cuál sería la propuesta, doctor?
—Hay que evitar el círculo vicioso: el estrés genera infertilidad y la infertilidad genera más estrés. Tienen que aprovechar más para charlar entre ustedes, pasear, ir al cine, a bailar, hacer un viaje…en fin, relajarse. Apuesto que van a tener muchos hijos. Ambos están sanos. Por ahora no tengo más para decirles. Salvo presentarles a mi asistente, aunque creo que la conocen.
Diciendo esto habla por el interlocutor a su secretaria y casi inmediatamente se presenta una joven doctora quien se asoma por la puerta con una amplia sonrisa. Libertad corre a darle un abrazo.
—¡Coty, qué sorpresa tan linda! —exclama Libertad mientras abraza a la hija mayor de Angélica.
—Tengo la fortuna de estar aprendiendo al lado de una eminencia como el Dr. Levy. Están en las mejores manos.
La pareja sale del consultorio en silencio, cargados de dudas, pese a todo, pero dispuestos a no darle tregua a este sueño de tener un hijo. Caminan unas cuadras, sin decir palabra deciden entrar a un café. Libertad aún tiembla, aún tiene los ojos vidriosos. Ernesto la toma de ambas manos. Se acerca la moza. Ernesto sin consultar y con cierta complicidad pide:
—¿Podrías traernos un helado gigante con ensalada de fruta? De frutilla y chocolate por favor. ¡Ah y con dos cucharas!
—Desde luego, señor.
Libertad sonríe. Ese es su postre favorito, el postre de la reconciliación, esos códigos secretos entre parejas.
—Todo va a resultar bien —dice Ernesto mientras le ofrece una cucharada de helado.
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