Un Beso Para Las Reinas

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En el patio, los gritos se habían disipado en el silencio que solo la muerte puede traer. Incluso las criaturas vivas más silenciosas tenían el suave ruido de la respiración, el agitado golpeteo de un corazón. Ahora, solo el graznido de los cuervos rompía el silencio mientras los cuerpos colgaban flácidos contra sus postes.
—Debe mantenerse el orden —dijo el Maestro de los Cuervos, mirando hacia el oficial que había mostrado un destello de desagrado—. Somos una máquina de muchas partes, y cada una debe ejercer su papel. Ahora que han traspasado todos sus límites, el papel de estos tres es alimentar a los pájaros carroñeros.
Ahora volaban hacia abajo en grandes cantidades y se posaban encima de los todavía recientes cadáveres mientras empezaban a darse el festín. El Maestro de los Cuervos ya podía sentir que el poder empezaba a fluir de las muertes a su bandada, junto con los centenares que se extendían por el imperio del Nuevo Ejército en cualquier momento. Incluso había algunos de sus pájaros alimentándose en el reino de la Viuda.
—Ha llegado el momento de que esto vaya a nuestro favor —dijo, haciendo uso de ese poder y trazando los resquicios de consecuencia dentro de su mente. Cada uno representaba una posibilidad, una opción. El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna manera de saber cuál sucedería; él no era la mujer de la fuente u otro de los verdaderos videntes. Sin embargo, podía ver lo suficiente para saber dónde ejercer influencia. Dónde apretar para conseguir los efectos que deseaba.
Contactó con los pájaros que aleteaban alrededor de Ashton. Su mente buscaba los lugares donde unas palabras bien situadas podrían hacer el máximo, y córvidos de todas clases bajaron del cielo para graznarlas.
Un cuervo se posó cerca del comandante que estaba a cargo de la vigilancia de la ciudad de Ashton y lo miró fijamente con sus ojos negros.
—Norteños en el río —graznó cuando el Maestro de los Cuervos pronunció—. Norteños en el río, vestidos de comerciantes.
No esperó a ver la conmoción del hombre mientras intentaba buscar el sentido a lo que estaba sucediendo. En su lugar, el Maestro de los Cuervos cambió su atención hacia un grajo que había en el cementerio e hizo que se posara encima de una lápida cerca de los conspiradores en potencia que planeaban huir.
—Sed valientes —graznó su pájaro—. Os vigilan.
Para compensarlo, mandó otro pájaro a un hombre que estaba al lado de una de las murallas principales e hizo que graznara un augurio de muerte. Sembraba valor y cobardía, decía verdades y contaba mentiras, entrelazándolas en un hechizo de cosas conocidas y medio conocidas.
No todos los pájaros salían victoriosos. Mandó a un mirlo volando en dirección a la ventana del Príncipe Ruperto y se encontró con que tenía unas rejas. Mandó a un cuerpo volando hacia los barcos que esperaban en el puerto, volando en círculo cada vez más bajo por encima del buque insignia de Ishjemme, y un hombre que miraba hacia arriba llamó su atención. El Maestro de los Cuervos conocía a ese hombre. Era el que le había clavado una espada en Ishjemme. Ahora miraba fijamente al pájaro y se llevó la mano al cinturón, del que sacó pistola tan rápido que casi no parecía humana…
—¡Maldita sea! —gruñó el Maestro de los Cuervos mientras apartaba de golpe su atención del pájaro justo a tiempo.
Se olvidó de la flota. En su lugar, concentró su atención en la ciudad, donde encontró pequeñas cosas que podrían dar valor a los hombres o quitárselo, que podrían avivar su rabia o volverlos descuidados. Hizo que una urraca le robara el anillo de casado a una mujer mientras estaba lavaba unos vasos y que lo tirara a los pies del soldado con el que estaba casada. Sin ninguna duda el hombre pasaría la batalla preguntándose por qué no estaba en su dedo, y si él debería estar en casa. Hizo que un cuervo levantara una vela encendida y la tirara a un grupo de edificios abandonados por donde las llamas treparían.
—Dejémoslos que elijan si quieren salvar sus casas de los invasores o del fuego —dijo.
Unos cien pájaros más salieron con otros encargos, cada uno de ellos llevándose un destello de poder, pero cada uno de ellos era una inversión en el caos que derivaría de ello. Algunos hablaban con los soldados, otros con los hombres y mujeres que él había enviado para este momento, que estaban allí para contar historias de los horrores de Ishjemme a aquellos que escuchaban, o insinuar una rebelión violenta contra el linaje de la Viuda, o ambas cosas.
El Maestro de los Cuervos tomó una batalla que debería haber sido una victoria fácil para los invasores y la transformó en algo más complejo, peligroso y mortífero.
Para cuando volvió a sí mismo, estaba sonriendo por lo que había conseguido. Los hombres pensaban en las grandes obras de la magia y pensaban en símbolos y libros antiguos, pero él había conseguido algo mucho más grande, con mucho menos. Echó un vistazo a sus oficiales, que observaban todavía con miradas obedientes a los cuervos que mordisqueaban a los muertos.
—Mañana el enemigo tendrá su batalla por Ashton —dijo—. Será violenta, con muchos muertos en todos los bandos.
No podía evitar sentir un punto de satisfacción en ello. Al fin y al cabo, él era la principal razón de que murieran tantos.
—¿Cuándo atacamos, mi señor? —preguntó uno de los comandantes de su flota—. ¿Tiene órdenes para nosotros?
—¿Estás ansioso por atacar? —preguntó el Maestro de los Cuervos.
—Lo estoy, mi señor —dijo el hombre. Se golpeó la mano con el puño—. Quiero aplastarlos por la humillación que causaron la última vez que estuvieron por aquí.
—Yo también —dijo un general—. Quiero que sepan que el Nuevo Ejército es más fuerte.
Le siguió un coro de asentimiento, cada hombre parecía esforzarse más que el último por demostrar lo comprometido que estaba en reparar los fracasos del ataque al reino de la Viuda. Tal vez se trataba de eso. Quizá cada uno de ellos deseaba demostrar que podían ser mejores. Quizá pensaban que se jugaban el pellejo si fracasaban de nuevo.
No se equivocaban del todo. Aun así, el Maestro de los Cuervos levantó una mano para pedir calma—. Tened paciencia. Volved a vuestros hombres y a vuestros barcos. Aseguraos que todo está listo para un ataque. Os diré el momento para ello.
Se marcharon en grupo, cada uno de ellos apresurándose para prepararse. El Maestro de los Cuervos los dejó ir. Por ahora, su atención estaba en el rojo sangriento del atardecer y lo que este presagiaba. No tenía ninguna duda de que por la mañana habría sangre en abundancia. Gracias a los esfuerzos de sus criaturas, habría una matanza a un nivel que haría que el río de Ashton se volviera rojo. Sus criaturas se darían un festín.
—Y cuando hayan terminado —dijo—, añadiremos a nuestro imperio lo que quede.
CAPÍTULO SIETE
La asesina conocida como Rose esperó a que estuviera completamente oscuro antes de remar hacia los barcos que esperaban en el puerto, sus remos estaban envueltos por tela en los escálamos. Ayudaba que la luna estaba brillante/tenía mucha luz y que ella siempre había visto bien en la oscuridad cuando era necesario. Esto significaba que no podía arriesgarse ni tan solo con un la linterna de un ladrón. Aun así, el miedo corría en su interior a cada brazada y solo lo inmovilizaba con esfuerzo.
—Irá bien —dijo—. Lo has hecho cientos de veces antes.
Quizás cientos no. Incluso los mejores de todos los tiempos en su profesión habían matado jamás a tantos. Ella no era el cuchillo de un carnicero, al que mandaban a matar a tantos como pudiera en una guerra. Ella era el cuchillo de un jardinero, cortando de raíz solo lo que era necesario.
—La mitad de los soldados que hay allí habrán matado más que yo —susurró, como si eso lo justificara.
Siempre había miedo cuando lo hacía. Miedo a ser descubierta. Miedo de que algo saliera mal. Miedo de que pudiera adquirir la clase de conciencia que evitara que hiciera lo que mejor se le daba.
—Por ahora no —susurró Rose.
Poco a poco, guió su barca a través de las barcas que estaban esperando. Nos e sorprendió al oír una voz gritando en la noche.
—¡Eh! ¿Quién anda ahí? ¿Qué estás haciendo?
Rose vio un soldado inclinado sobre la proa de un barco que había por ahí cerca, con un arco en las manos. Quizás un estúpido hubiera intentado remar hacia un lugar seguro, y hubiera recibido una flecha en la espalda por causar problemas. En su lugar, se paró a pensar por un momento. Los acentos eran algo en lo que había pasado tiempo trabajando, así que ahora Rose seleccionó uno adecuado, no el mismo de Ishjemme, sino el de una de las islas entre allí y la costa del reino, que marcaba más las erres. Ese era mejor. Los soldados de Ishjemme se conocían entre ellos. No podían esperar conocer a todos los aliados.
—Prepararme para una batalla, imbécil. Y tú, ¿qué estás haciendo? ¿Intentando despertar a todo Ashton?
—Está bien, ¡podrías haber sido cualquiera! —exclamó el soldado—. Por lo que yo sé, podría haber sido una barca llena de enemigos.
—¿De verdad te parezco un barco lleno de enemigos? —replicó Rose—. Ahora, ¿puedo continuar entregando los informes que se supone que debo entregar? Hace horas que busco una ciudad con esa excusa. Ni tan solo puedo encontrar el buque insignia.
Vio que el hombre señalaba con el dedo.
—Por allí —dijo.
—Gracias.
A Rose se le daba bien fingir ser quien no era. Algunos pensaban que los asesinos debían de ser que se abrían camino luchando en un ejército. o que disparaban una flecha desde más lejos de lo que un hombre podía ver. A ella le gustaban estas historias. Significaba que no buscaban a la persona inofensiva que estaba a su lado y que acababa de ponerles algo en el vino.
—Pero esta vez no hay ocasión de hacerlo —se dijo a sí misma.
No estaba segura de que Milady d’Angelica hubiera entendido lo que ella pedía cuando la mandó a hacer esto. Sinceramente, dudaba que a la noble le importara. Pero existía una gran diferencia entre envenenar a un rival en Ashton y colarse en un barco en medio de una flota de batalla.
Especialmente en una donde se rumoreaba que los que mandaban tenían magia.
Esa era la parte que la aterrorizaba de todo esto. ¿Cómo se suponía que iba a colarse en un barco donde la gente podía leer los pensamientos asesinos que había en su interior? ¿Dónde podían percibir que se acercaba y probablemente mandar espectros chillando tras su alma? Eso significaba que su estrategia habitual de disfrazarse y mentir se descartaba, para empezar.
—Debería remar hasta llegar a tierra firme —murmuró Rose. ¿Qué clase de idiota se mete en medio de una batalla como esta por propia elección? Sin embargo, continuó en dirección al buque insignia por tres razones.
Una era que le pagaban bien por ello. Demasiado bien para no tenerlo en cuenta. Otra era que, a pesar de sus habilidades con un cuchillo y un dardo envenenado, sospechaba que Milady d’Angelica sería una enemiga peligrosa. La tercera… bueno, la tercera era sencilla:
Se le daba bien.
Rose detuvo la pequeña barca muy cerca del buque insignia, allí donde tan solo era una sombra más en la oscuridad. Se sacó los colores de Ishjemme, dejó al descubierto la ropa negra que llevaba debajo y se metió en las aguas de la bahía.
El frío hacía que saliera vapor de su cuerpo, mientras ella intentaba no pensar en toda la porquería que se vertía desde las alcantarillas de Ashton a su río y después al mar. Ignoró la idea de las otras cosas que también podría haber en el agua, los tiburones y otros depredadores que se estarían reuniendo para ir en busca de comida tras la batalla. Tal vez su presencia fuera algo bueno, para esconder su intención asesina con la suya propia ante cualquier mente curiosa.
Rose avanzó con lentitud con suaves brazadas, agachando la cabeza cada vez que pensaba que alguien podría estar mirando en su dirección, ignorando el gusto repugnante del agua del mar. Parecía que no llegaba nunca al buque insignia, su movimiento dejaba ir un ligero oleaje que la sacudía a medida que se acercaba a él.
Por fin, tocó la madera del casco con los dedos y buscó los asideros tal y como otra persona podría haber trepado por la pared de una roca. Rose se movía lentamente, decidida a no hacer ningún ruido, incluso intentando clamar sus pensamientos para que no delataran ante los que tenían magia.
Levantó lo suficiente la cabeza como para ver a un centinela moviéndose por la cubierta. Ella se agachó, escuchando el ritmo de sus paso y dejó que pasara. Continuó sin moverse. En su lugar, esperó a que pasara dos veces más, hasta aprenderse el patrón. Alguien que fuera más estúpido podría haber subido corriendo a cubierta la primera vez, y lo hubieran pillado por ello. Rose había aprendido cuándo había que ser paciente.
La tercera vez que el centinela pasó por delante, se coló tras él y se sacó un trozo de alambre de garrote de la manga. El hombre era más alto que ella, pero Rose estaba acostumbrada a eso. En un instante le puso el alambre alrededor del cuello, tiró de él con fuerza y le puso la rodilla contra su espalda para derribarlo. No tuvo tiempo de gritar mientras el alambre hacía un corte profundo, tan solo se le escapó un breve jadeo.
Rose tiró el cuerpo del guardia al agua, intentándolo hacer lo más silenciosamente posible. Era una pena tener que matar a alguien que no era su blanco, pero la vigilancia del hombre dejaba muy pocos espacios, muy pocos huecos en los que podría colarse cuando llegara el momento de escapar. Guardó su garrote. No lo usaría a continuación.
—Ahora sigilosamente —se susurró a sí misma mientras se dirigía a toda prisa bajo cubierta.
Puede que no tuviera la magia que decían que tenían los de aquí para averiguar los pensamientos de los demás, pero tenía ojos para identificar las sombras de cuerdas enroscadas y armas amontonadas en la oscuridad por allí cerca, oídos para buscar la respiración de los hombres que dormían, diferenciando cuidadosamente entre los que estaban profundamente dormidos y los que podrían despertarse si se acercaba demasiado. Caminaba sobre las puntas de los dedos, manteniéndose a las sombras mientras pasaba por delante de los sitios donde estaban tumbados los soldados rasos, en dirección al lugar donde estaría su objetivo.
Rose abría las puertas en silencio en la oscuridad y miraba a los tipos que estaban allí durmiendo, en busca del que había sido mandada a buscar. Encontró su blanco en una habitación marcada con los colores de Ishjemme: la habitación de un líder, la habitación de un gobernante. Abrió la puerta de golpe silenciosamente.
Delante de ella, se encendió una vela, dejando al descubierto a Lars Skyddar, sentado en una silla de mar, con una espada encima del regazo.
—Has venido a por mí —dijo.
Rose pensó en sus posibilidades. ¿Podía correr? ¿Podía escapar de este barco antes de que este hombre trajera a toda una tripulación para enfrentarse a ella?
—¿Cómo supo que iba a venir? —preguntó ella—. No hice ningún ruido.
—Hace mucho tiempo, me dijeron que me enfrentaría a la muerte la noche antes de nuestra mayor batalla, y que debía enfrentarme solo. He sabido que este momento iba a llegar desde que llegaron mis sobrinas.
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