Una Tierra de Fuego

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Mycoples se volvió, un dragón diferente, y miró hacia arriba a la manada de dragones que venía a por ellos. Thor se dio cuenta de que alguna cosa dentro de ella se había roto. Su duelo había mutado en rabia y le había dotado de un poder que Thor jamás había visto. Era un dragón poseído.
Mycoples se elevó hacia el cielo a toda velocidad, con las heridas sangrando, pero sin importarle. Thor sintió una nueva explosión de energía también y un deseo de venganza. Ralibar había sido un amigo cercano, había sacrificado su vida por todos ellos y Thor estaba decidido a hacerle justicia.
Mientras corrían hacia ellos, Thor saltó de Mycoples y aterrizó en el hocico del dragón más cercano, abrazándolo hasta que se estiró y agarró sus mandíbulas, hasta que consiguió cerrarlas. Thor reunió todo el poder que quedaba dentro de él e hizo girar al dragón en el aire, para después lanzarlo con todas sus fuerzas. El dragón voló, llevándose con él dos dragones más y los tres se precipitaron hacia abajo, hacia el oceáno.
Mycoples giraba rápidamente y cogió a Thor mientras caía. Él aterrizó en su lomo mientras ella corría hacia los dragones que quedaban. Sus rugidos se mezclaban con los de ella, mordía con más fuerza, volaba más rápido, hacia cortes más profundos que ellos. Cuanto más la herían, menos cuenta parecía darse ella. Era un torbellino de destrucción, al igual que Thor, y cuando Thor y ella acabaron, Thor se dio cuenta de que ya no quedaban dragones a quién esperar en el cielo: todos ellos habían caído del cielo al mar, mutilados o asesinados.
Thor se encontró volando solo con Mycoples en el aire, dando vueltas alrededor de los dragones caídos, evaluando lo ocurrido. Los dos respiraban con dificultaban, les caían gotas de sangre. Thor sabía que Mycoples estaba dando su últimos respiros, podía verlo porque salía sangre de su boca, cada respiración un grito sofocado, un dolor mortal.
«No, amigo mío», dijo Thor, aguantándose las lágrimas. «No puedes morir».
Ha llegado mi hora, Thor le oía decir. Al menos he muerto con dignidad.
«No», insisitió Thor. «¡No debes morir!»
Mycoples expulsaba sangre al respirar y el aleteo de sus alas se debilitaba a medida que empezaba a bajar hacia el océano.
Dentro de mí queda una última lucha, dijo Mycoples. Y quiero que mi último instante sea de valor.
Mycoples miró hacia arriba y Thor siguió su mirada hasta ver la flota de barcos de Rómulo extenderse en el horizonte.
Thor movió la cabeza con rostro serio. Sabía lo que quería Mycoples. Quería recibir su muerte en una última gran batalla.
Thor, muy herido, respirando con dificultad, sintiendo como si tampoco pudiera conseguirlo, quiso ir también hacia abajo. Ahora se preguntaba si las profecías de su madre eran ciertas. Ella le dijo que podía alterar su propio destino. ¿Lo había alterado?, se preguntaba. ¿Iba a morir ahora?
«Allá vamos entonces, amigo mío», dijo Thorgrin.
Mycoples soltó un gran chillido y, juntos, los dos descendieron,dirigiéndose hacia la flota de Rómulo.
Thor sentía el viento y las nubes corriendo por su pelo y por su cara mientras soltaba un gran grito de guerra. Mycoples chilló con la misma furia y, mientras los dos descendían, Mycoples abrió sus grandes mandíbulas y lanzó fuego a un barco tras otro.
Pronto, un muro de llamas se extendió por el océano, prendiendo fuego a un barco detrás del otro. Decenas de miles de barcos estaban delante de ellos pero Mycoples no se detenía, abriendo sus mandíbulas, soltando nubes de llamas, una tras otra. Las llamas se extendieron como si fueran un único muro, a la vez que los gritos de los hombres crecían allá abajo.
Las llamas de Mycoples empezaron a debilitarse y pronto poco fuego salía de su respiración. Thor sabía que estaba muriendo bajo él. Cada vez volaba más bajo, demasiado débil para expulsar fuego. Pero no estaba débil para usar su cuerpo como arma y, en lugar de lanzar fuego, cayó en dirección a los barcos, apuntando sus duras escamas hacia ellos, como un meteorito cayendo del cielo.
Thor aguantaba y se agarraba con todas sus fuerzas mientras ella descendía hacia los barcos, el sonido de la madera al partirse llenó el aire. Ella volaba de un barco a otro, de un lado para otro, destruyendo la flota. Thor se agarraba mientras trozos de madera le golpeaban de todas direcciones.
Finalmente, Mycoples no pudo resistir más. Se detuvo en el centro de la flota, moviéndose en el agua, habiendo destruido muchos barcos, todavía rodeado por miles más. Thor se mecía encima de su lomo mientras ella yacía flotando, respirando débilmente.
Los barcos que quedaban giraron hacia ellos. Pronto el cielo se volvió negro y Thor oyó un sonido zumbeante. Miró hacia arriba y vio un arco iris de flechas dirigiéndose hacia él. De repente, un dolor horroroso se apoderó de él, agujereado por las flechas, sin un lugar donde esconderse. Mycoples también estaba siendo acribillada por ellas y ambos empezaron a hundirse bajo las olas, dos grandes héroes que habían librado la batalla de sus vidas. Habían destruido a los dragones y gran parte de la flota del Imperio. Habían hecho más de lo que un ejército entero podría haber hecho.
Pero ahora ya no quedaba nada, podían morir. Mientras Thor era acribillado por una flecha tras otra, hundiéndose cada vez más, sentía que no quedaba otra cosa que prepararse para morir.
CAPÍTULO SIETE
Alistair miró hacia abajo y se vio a sí misma de pie en un camino celestial y cuando miraba más allá de él, lejos allá abajo, vio el océano chocando contra las rocas, el sonido llenando sus oídos. Un fuerte vendaval le hizo perder el equilibrio y Alistair miró hacia arriba y, tal y como había soñado muchas veces en su vida, vio un castillo encaramado encima de un acantilado, anunciado por una puerta de oro brillante. De pie delante de ella había una sola figura, una silueta, con las manos extendidas como si quisiera abrazarla, pero Alistair no podía ver su cara.
«Hija mía», dijo la mujer.
Intentó hacer un paso hacia ella, pero sus piernas estaban atrapadas y, al mirar hacia abajo, vio que estaba encadenada al suelo. Por mucho que lo intentaba, Alistair era incapaz de moverse.
Ella extendió las manos hacia su madre y gritó con desespero: «¡Madre, sálvame!»
De repente Alistair sintió su mundo escaparse bajo ella, sintió como se desplomaba y, al mirar hacia abajo, vio como el camino celestial se derrumbaba a sus pies. Ella cayó, los grilletes colgando detrás de ella, y bajó estrepitosamente hacia el océano, llevándose con ella una sección entera del camino celestial.
Alistair se sintió entumecida cuando su cuerpo se hundió en el helado océano, todavía encadenada. Sintió como se hundía y, al mirar hacia arriba, vio como la luz del día se iba apagando cada vez más.
Alistair abrió los ojos y se encontró sentada en una pequeña celda de piedra, en un sitio que no reconocía. Delante de ella estaba sentada una única figura, que ella reconoció con confusión: el padre de Erec. Él le hizo una mueca.
«Tú has asesinado a mi hijo», dijo él. «¿Por qué?»
«¡Yo no lo hice!» protestó ella débilmente.
Él frunció el ceño.
«Serás condenada a muerte», añadió.
«¡Yo no asesiné a Erec!» protestó Alistair. Se puso de pie e intentó correr hacia él, pero una vez más se encontró encadenada a la pared.
Detrás del padre de Erec aparecieron un docena de guardianes, vestidos con una armadura negra, llevando formidables cascos, el tintineo de sus espolones llenaba la habitación. Ellos se acercaron y cogieron a Alistair, tirando de ella, estirándola de la pared. Pero sus tobillos estaban todavía encadenados y ellos estiraban su cuerpo cada vez más.
«¡No!» gritó Alistair destrozada.
Alistair despertó, cubierta por un sudor frío, y miró a su alrededor, intentando adivinar dónde estaba. Estaba desorientada; no reconocía la pequeña y sombría celda en la que estaba sentada, las viejas paredes de piedra, las barras de metal de las ventanas. Giró sobre si misma, intentando caminar, oyó un cascabeleo y, al mirar hacia abajo, vio que estaba encadenada a la pared. Intentó soltarse pero no pudo, el frío hierro le cortaba los tobillos.
Alistair hizo un reconocimiento general y se dio cuenta de que estaba en una pequeña celda de contención parcialmente bajo tierra, cuya única entrada de luz provenía de una pequeña ventana tallada en la piedra, obstruida por barras de hierro. Se oyó un grito de entusiasmo lejano y Alistair, curiosa, se acercó a la ventana, tanto como sus grilletes le permitían, se estiró y miró hacia fuera, intentando vislumbrar la luz del día y ver donde se encontraba.
Alistair vio una enorme multitud reunida, con Bowyer a la cabeza, engreído, victorioso.
«¡Aquella Reina hechicera intentó matar al que iba a ser su marido!» Bowyer anunciaba en voz alta a la multitud. «Se me acercó con una conspiración para matar a Erec y casarse conmigo. ¡Pero sus planes se frustraron!»
Un grito indignado salió de la multitud y Bowyer esperó a que se calmaran. Levantó sus manos y volvió a hablar.
«Podéis estar tranquilos al saber que las Islas del Sur no estarán bajo las órdenes de Alistair, ni de nadie que no sea yo. Ahora que Erec está muriendo soy yo, Bowyer, quien os protegerá, yo, el próximo mejor campeón de los juegos».
Hubo un enorme grito de aprobación y la multitud empezó a entonar:
«¡Rey Bowyer, Rey Bowyer!»
Alistair observaba la escena horrorizada. Todo estaba sucediendo con tanta rapidez que no podía asimilarlo todo. La sola visión de este monstruo, Bowyer, la llenaba de furia. El mismo hombre que había intentado asesinar a su amado estaba allí mismo, delante de sus ojos, proclamándose inocente e intentando culparla a ella. Y lo peor de todo era que sería nombrado Rey. ¿No se iba a hacer justicia?
Aún así, lo que le sucedía a ella no le molestaba tanto como el pensar en Erec revolcándose en su lecho de muerte, necesitando que ella lo sanara. Ella sabía que si no completaba pronto la sanación, él moriría allí. No le importaba si ella se retorcía para siempre en esta mazmorra por un crimen que no cometió, ella sólo quería asegurarse de que Erec se curaba.
La puerta de la celda se abrió de golpe, Alistair se dio la vuelta y vio a un gran número de personas entrando. En el centro estaba Dauphine, flanqueada por el hermano de Erec, Strom, y su madre. Detrás de ellos había varios guardas reales.
Alistair se levantó para saludarles, pero los grilletes se le clavaban en los talones, traqueteando, mandando un dolor perforador hacia sus espinillas.
«¿Erec está bien?» preguntó Alistair desesperada. «Por favor, decidme. ¿Está vivo?»
«¿Cómo osas preguntar si está vivo?» contestó Dauphine con brusquedad.
Alistair se giró hacia la madre de Erec, esperando su misericordia.
«Por favor, decidme que vive», suplicó, mientras su corazón se le rompía en su interior.
Su madre asintió con rostro serio, mirándola con decepción.
«Vive», dijo ella en voz baja. «Aunque está muy enfermo».
«¡Llevadme hasta él!» insistió Alistair. «Por favor. ¡Debo curarlo!»
«¿Que te llevemos hasta él?» repitió Dauphine. «¿Cómo te ateves? No vas ni a acercarte a mi hermano, de hecho, no vas a ir a ningún lado. Sólo vinimos a verte por última vez antes de tu ejecución».
El corazón de Alistair se entristeció.
«¿Ejecución?» preguntó ella. ¿No existe juez o jurado en esta isla? ¿No hay un sistema de justicia?»
«¿Justicia?» dijo Dauphine, dando un paso al frente, con la cara encendida. «¿Tú te atreves a pedir justicia? Te encontramos con la espada ensangrentada en la mano, nuestro hermano moribundo en tus brazos, ¿y te atreves a hablar de justicia? La justicia está servida».
«¡Pero os digo que yo no lo maté!» Alistair suplicó.
«Por supuesto», dijo Dauphine, con sarcasmo en su voz, «un misterioso hombre mágico entró en la habitación y lo mató, entonces desapareció y puso el arma en tus manos».
«No era un hombre misterioso», insistió Alistair. «Era Bowyer. Lo vi con mis propios ojos. Él mató a Erec».
Dauphine hizo una mueca.
«Bowyer nos mostró el pergamino que tú le escribiste. Le pedías matrimonio y planeabas matar a Erec y casarte con él. Estás enferma. ¿No era suficiente para ti tener a mi hermano y convertirte en Reina?»
Dauphine le pasó el pergamino a Alistair y su corazón se hundió al leer:
Una vez Erec muera, pasaremos nuestras vidas juntos.
«¡Pero ésta no es mi letra!» protestó Alistair. «¡El pergamino ha sido falsificado!»
«Sí, estoy segura de que lo es», dijo Dauphine. «Estoy segura que tienes una explicación oportuna para todo».
«¡Yo no escribí ese pergamino!» insistió Alistair. «¿No os oís? No tiene ningún sentido. ¿Por qué iba yo a matar a Erec? Lo quiero con toda mi alma. Nos íbamos a casar».
«Y gracias al cielo no lo hicisteis», dijo Dauphine.
«¡Tenéis que creerme!» insistió Alistair, girándose hacia la madre de Erec. «Bowyer intentó matar a Erec. Quiere su trono. Yo no quiero ser Reina. Nunca lo he querido».
«No te preocupes», dijo Dauphine. «Nunca lo serás. De hecho, ni vivirás. Aquí en las Islas del Sur hacemos justicia rápidamente. Mañana serás ejecutada».
Alistair movió la cabeza, viendo que no podía razonar con ellos. Suspiró, el corazón le pesaba.
«¿Para eso habéis venido?» preguntó ella con voz débil. «¿Para decirme esto?»
Dauphine se mofaba en medio del silencio y Alistair podía sentir el odio en su mirada.
«No», Dauphine respondió finalmente, tras un largo y pesado silencio. «Era para transmitirte tu sentencia y ver tu cara durante un buen rato por última vez antes de enviarte al infierno. Sufrirás, de la misma manera que nuestro hermano sufrió».
De repente, Dauphine enrojeció, se abalanzó hacia adelante y con sus uñas agarró el pelo de Alistair. Todo sucedió ten rápido que Alistair no tuvo tiempo de reaccionar. Dauphine soltó un grito gutural mientras arañaba la cara de Alistair. Alistair levantó las manos para protegerse, mientras los demás se adelantaron para separar a Dauphine.
«¡Soltadme!» gritó Dauphine. «¡Quiero matarla ahora!»
«Mañana se hará justicia», dijo Strom.
«Sacadla de aquí», ordenó la madre de Erec.
Los guardas dieron un paso al frente y sacaron a Dauphine de la habitación estirándola, mientras ella pataleaba y gritaba en protesta. Strom se unió a ellos y pronto la habitación quedó prácticamente vacía, a excepción de Alistair y la madre de Erec. Ella se detuvo en la puerta, se giró lentamente y miró a Alistair. Alistair buscaba en su cara cualquier señal de amabilidad y compasión.
«Por favor, debes creerme», Alistair dijo con sinceridad. «No me importa lo que los demás piensen de mí. Pero tú si que me importas. Has sido amable conmigo desde el momento en que me conociste. Sabes cuánto quiero a tu hijo. Sabes que nunca podría haber hecho esto».
La madre de Erec la examinó y, mientras sus ojos se humedecían, parecía vacilar.
«Por eso te has quedado atrás, ¿verdad?» Alistair la presionó. Por eso te has quedado. Porque quieres creerme. Porque sabes que tengo razón».
Tras un largo silencio, la madre al final asintió. Como si tomando una decisión, hizo varios pasos hacia ella. Alistair pudo ver cómo realmente la creía y se sintió feliz.
La madre se acercó corriendo hacia ella y la abrazó. Alistair también la abrazó y lloró sobre su hombro. La madre de Erec también lloró y, al final, se separó.
«Debes escucharme», Alistair dijo con urgencia. «No me importa lo que me suceda, o lo que los demás piensen de mí, sino Erec. Debo ir hasta él. Ahora. Está muriendo. Sólo lo he curado parcialmente, debo acabar. Si no lo hago, morirá».
La madre la miró de arriba a abajo, como si finalmente pudiera ver que estaba diciendo la verdad.
«Después de lo que ha sucedido», dijo ella, «lo único que te importa es mi hijo. Ahora sí que veo que realmente te preocupas por él y que nunca podrías haber hecho esto».
«Por supuesto que no». dijo Alistair. «He sido víctima de ese bárbaro, Bowyer».
«Te llevaré hasta Erec», dijo ella. «Nos puede costar la vida a las dos pero, si así fuera, moriríamos intentándolo. Sígueme».
La madre le sacó los grilletes y Alistair rápidamente la siguió fuera de la celda, hacia las mazmorras, de camino a arriesgarlo todo por Erec.
CAPÍTULO OCHO
Gwendolyn estaba en la proa del barco, el océano le acariciaba la cara, rodeada de toda su gente, con el bebé rescatado en brazos. Todos estaban conmocionados mientras zarpaban hacia el mar, ya lejos de las Islas Superiores. Se les unieron sólo dos barcos más, lo único que quedaba de la gran flota que había salido del Anillo. La gente de Gwen, su nación, todos los orgullosos ciudadanos del Anillo, se habían reducido a unos cuantos centenares de supervivientes, una nación en el exilio, flotando, sin hogar, buscando algún lugar para empezar de nuevo. Y todos la miraban a ella como líder.
Gwen miraba al mar, examinándolo como había hecho durante horas, inmune al frío rocío de la neblina del mar mientras miraba a través de ella, intentando que su corazón no se rompiera. El bebé que tenía en brazos finalmente se había dormido y en lo único que pensaba Gwen era en Guwayne. Se odiaba a sí misma; había sido muy estúpida al dejarlo flotando en el océano. En aquel momento parecía la mejor idea, parecía la única manera de salvarlo de una segura muerte inminente. ¿Quién podía haber previsto el cambio en los acontecimientos, que los dragones iban a ser desviados? Si Thor no hubiera aparecido cuando lo hizo, seguro que todos ellos estarían muertos ahora y Gwen no podía haber esperado eso nunca.
Por lo menos, Gwen había conseguido salvar a algunos de los suyos, parte de su flota, salvar a este bebé y había conseguido, como mínimo, huir de la isla de la muerte. Aún así Gwen todavía se estremecía cada vez que el rugido de los dragones perforaba el aire, haciéndose más distante a medida que iban navegando. Cerró sus ojos y se estremeció, ella sabía que se estaba librando una batalla épica y que Thor se encontraba en medio de ella. Más que nada, quería estar allí, a su lado. Pero, a la vez, sabía que sería en vano. Sabía que ella sería inútil mientras Thor luchaba con aquellos dragones y que expondría a su pueblo a ser asesinados.
Gwen seguía viendo el rostro de Thor y la destrozó volverlo a ver, sólo para verlo marcharse volando con la misma rapidez, sin la oportunidad de hablar con él, sin un instante para decirle cuánto lo echaba de menos, cuánto lo quería.
«Mi señora, no tenemos rumbo».
Gwendolyn se giró y vio, allí a su lado, a Reece, Godfrey y Steffen, todos mirándola. Se dio cuenta de que Kendrick hacía rato que quería hablar con ella, pero ella apenas había oído sus palabras. Miró hacia abajo y vio sus nudillos, blancos, agarrados a la madera, entonces miró hacia el océano, examinando cada ola, pensando una y otra vez que divisaba a Guwayne, sólo para darse cuenta que no era sino otra ilusión de este cruel, cruel mar.
«Mi señora», continuó Kendrick, con paciencia, «su pueblo acude a usted buscando dirección. Estamos perdidos. Necesitamos un destino».
Gwen lo miró con tristeza.
«Mi bebé es nuestro destino», respondió ella, la voz pesada por el dolor, mientras se giraba y miraba desde la baranda.
«Mi señora, soy el primero en querer encontrar a su hijo», añadió Reece, «pero, aún así, no sabemos hacia dónde nos dirigimos. Cualquiera de nosotros arriesgaría la vida por Guwayne, pero debe comprender que desconocemos dónde está. Hemos navegado hacia el norte durante medio día pero, ¿y si la marea lo llevó hacia el sur? ¿O hacia el este? ¿O el oeste? ¿Y si nuestros barcos nos están alejando más de él?»
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