Entre la filantropía y la práctica política

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El siglo XIX representó para hombres y mujeres un profundo cambio en relación con su fe y con la Iglesia. Tanto en Europa como en México, los hombres tomaron distancia. Según datos de Margaret Chowning, la mayoría de las cofradías fundadas entre 1810 y 1840 se componían en un 80% de mujeres.6 Esto no significa que los hombres hayan abandonado la religión, sino que ésta “dejó de ser un hecho global, absoluto, de mentalidad, para asumir contornos relativos a la opinión religiosa”. La fe de los hombres se combinó con nuevos intereses políticos.7 Al mismo tiempo, las mujeres poblaron los templos y con ello las prácticas religiosas se acoplaron a las necesidades de su público femenino. Este proceso ha sido denominado por la historiografía de “feminización” de la piedad y las prácticas religiosas, debido a que las mujeres comenzaron a hacerse cargo de actividades devocionales en comparación a los hombres; sin embargo, la presente investigación considera, al igual que Silvia Arrom, que esta relativa “feminización” se debió principalmente a que la manera en la cual los hombres expresaban su caridad, devoción y filantropía era distinta a la femenina. Las mujeres se hicieron cargo de la caridad, la devoción y la filantropía, mientras la piedad masculina se abocó a la atención devocional en numerosas asociaciones de ayuda mutua, mediante la publicación de periódicos y la organización de congresos católicos que buscaban soluciones a los problemas sociales de la nación mexicana.8
A fin de atender las necesidades espirituales de su principal audiencia, la Iglesia creó todo un modelo religioso dirigido principalmente a la mujer, trasformó el sistema devocional y la práctica religiosa para exaltar una serie de valores que, desde su perspectiva, integraba el ser femenino. En este sentido, se identificaron los valores de la sumisión, el espíritu de abnegación, el amor conyugal, la caridad, el sentimentalismo y la maternidad, como los espacios de desenvolvimiento social de la mujer. Al mismo tiempo, se le constriñó en el espacio doméstico, se le convirtió en el “ángel del hogar”, en la protectora de los valores familiares y, por ende, de la religión católica.9 Así, se crearon nuevas prácticas devocionales como el Sagrado Corazón de Jesús, el cual asociaba los sufrimientos de Cristo por la salvación del mundo con las ideas de la restauración católica frente a la crisis eclesial provocada por la modernidad;10 el culto de María centraba su atención en convertir la pureza de la Virgen en un modelo de identificación para las jóvenes católicas, el cual sería el centro de la educación femenina;11 o bien la vigilia o el cuidado de los tabernáculos que tenían el sentido de replantear la relación de las mujeres con la parroquia, pues estas actividades iban acompañadas de la responsabilidad de mantener limpias y arregladas las iglesias, al tiempo que se aseguraban de estar abiertas y ocupadas todo el día.12
Al interior de la Iglesia, los más convencidos de la romanización pertenecían al grupo de los “católicos intransigentes”. Ellos sostenían una corriente de pensamiento tradicionalista que observaba al mundo en dos tonalidades, “por un lado estaban los enemigos de Dios y de la Iglesia; por el otro lado estaban los buenos católicos, que debían unirse al Papa en una actitud clara y decididamente antiliberal”.13 Los intransigentes condenaron de manera indistinta todas las corrientes de pensamiento que atacaban o ignoraban a la Iglesia como el liberalismo, el racionalismo, el positivismo y, posteriormente, el socialismo y el comunismo, al tiempo que propusieron un movimiento con la intención de “crear una opción social y política sustentada por la Iglesia y donde fuera la fuente de legitimidad y aspiración”.14
El otro grupo lo constituían los “conciliadores o católicos liberales”, quienes se caracterizaban por buscar la adaptación de la Iglesia a los nuevos tiempos. Para ellos, era indispensable aceptar las ideas sociales, políticas y económicas del liberalismo, aceptar el “progreso humano como parte del plan de Dios sobre la humanidad”.15 La fuerza del grupo intransigente al interior de la jerarquía eclesiástica se vio reflejada en las resoluciones del Concilio Vaticano I, donde se definió jurídicamente la superioridad del primado pontificio sobre los obispados y las diócesis de la Iglesia en occidente.16 En palabras de Aspe, hacia 1870 “la Iglesia regresaba por sus fueros haciendo la guerra al mundo moderno desde nuevas y desconocidas trincheras”.17
Bajo el auspicio de la orden de los jesuitas, la intransigencia actuó en al menos tres ejes. Primero, la divulgación de la revista Civitá Cattolica, donde se publicaban las cuatro líneas centrales de su programa de resguardo del catolicismo: “crítica a los principios liberales, la defensa del poder temporal de los papas, la exposición de los principios de la doctrina social de la iglesia y la propaganda del tomismo”.18 Segundo, la fundación de instituciones educativas encaminadas a formar cuadros al interior de la estructura eclesiástica que propagaran y defendieran el pensamiento intransigente en el mundo.19 Y por último, la formación de cuadros de católicos seglares, personas comprometidas con la causa del catolicismo pero sin formar parte de la estructura eclesiástica; la intención última era convertir a estos militantes católicos en promotores y defensores de un “programa de reconquista del mundo” impulsado desde el Vaticano para “restablecer la influencia de la iglesia en la sociedad y la política”,20 sobre todo a partir del año 1878, fecha en que León XIII (1878-1903) asumió la cabeza del pontificado.
Estos tres ejes sentaron las bases de un modelo estratégico de acción posteriormente retomado por el asociacionismo católico. Las organizaciones de hombres y mujeres, fundadas en México durante la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras del XX, trabajaron en torno a estos tres elementos; sin embargo, es importante destacar que el asociacionismo católico en México no apareció de manera espontánea a partir de 1870, sino, por el contrario, existía una tradición asociativa previa con orígenes en la transformación de las cofradías en organizaciones encaminadas a sostener una obra pía, como fue el caso de la Asociación Damas de la Vela Perpetua que fue sumamente importante entre 1810 y 1840, pues tuvo el propósito de mantener una devoción particular a un santo o a la imagen de Cristo o de la virgen de Guadalupe en varias iglesias, ciudades o pueblos. Esto implicaba mantener una capilla o un altar dedicado a la devoción durante todo un año, y una vez al año organizar una “función”, una misa especial, una procesión y una fiesta.21
Asociaciones como la Vela constituyeron un espacio de participación pública para las mujeres, les otorgaron una posición de liderazgo y modificaron su relación con los sacerdotes locales. Sin embargo, el asociacionismo católico adquirió una nueva dimensión durante el último tercio del siglo XIX, cuando comenzó a promoverse el catolicismo social. Hombres y mujeres entraron en un proceso de “concientización laica”22 que permitió vincular sus actividades pías al interior de las iglesias con un programa social y político que buscaba la expansión del papel de la iglesia en todos los ámbitos posibles. De esta forma, las organizaciones creadas en el último tercio del siglo XIX se apoyaron en el “catolicismo social” como un marco político de defensa de su fe, lo que les permitió darle un nuevo sentido a sus viejos vínculos parroquiales y comunitarios para así sostener sus sistemas de sociabilidad que comenzaban a desmantelarse.
En este sentido, las organizaciones contaron con herramientas modernas como fue un aparato publicitario basado en folletos, revistas o periódicos donde defendían la postura de la Iglesia y los valores morales de la religión a capa y espada. Por ejemplo, las Asociación de Señoras de la Caridad de SVP escribían sus Memorias donde se exaltaba la labor filantrópica de las socias más importantes.23 También la Iglesia y los laicos concientizados fundaron instituciones educativas capaces de formar tanto sacerdotes como militantes católicos. Para el caso del asociacionismo femenino, las socias de las organizaciones católicas destinaron parte de sus recursos a sostener, mediante un programa de becas, a un grupo selecto de sacerdotes que estudiaban en Roma, al mismo tiempo, inauguraron escuelas católicas para niños y niñas donde ese les inculcaba una fuerte convicción por el catolicismo social y el trabajo filantrópico. Estos mismos ejes formaron parte de las actividades cotidianas que desarrollaría la Asociación de Damas Católicas Mexicanas a partir de 1912.
Entre 1880 y 1890, León XIII publicó las encíclicas Diuturnum Illud (1881), Inmortale Dei (1885) y Libertas (1888), las cuales consolidaban las resoluciones del Concilio Vaticano I. La primera recalcaba la autoridad de Dios por encima de los hombres y, por ende, de la autoridad política en los Estados modernos.24 La segunda dio pie a una campaña de defensa de los derechos de la Iglesia a nivel internacional que utilizaba a los católicos seglares como la punta de lanza de su nueva política. Comparaba a la militancia católica con los primeros cristianos y de esta forma se les otorgaba un lugar especial en la defensa de la religión:
[…] en el orden privado el deber principal de cada uno es ajustar perfectamente su vida y su conducta a los preceptos evangélicos, sin retroceder ante los sacrificios y dificultades que impone la virtud cristiana. Deben, además, todos amar a la Iglesia como la Madre común; obedecer sus leyes, procurar su honor, defender sus derechos y esforzarse para que sea respetada y amada por aquellos sobre los que cada cual tiene alguna autoridad. Es también de interés público […] que se atienda a la instrucción pública de la juventud en lo referente a la religión y a las buenas costumbres, como conviene a personas cristianas: de esta enseñanza depende en gran manera el bien público de cada ciudad. Asimismo, por regla general, es bueno y útil que la acción de los católicos se extienda desde este estrecho círculo a un campo más amplio, e incluso que abarque el poder supremo del Estado.25
Mediante la encíclica Libertas, León XIII reconoció públicamente la separación entre la Iglesia y el Estado “situación que históricamente tenía perdida la Iglesia desde hacía mucho tiempo”.26 Siguiendo el pensamiento intransigente, se opuso a todos “los defensores del liberalismo” quienes afirmaban que “la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón”, pues esta idea negaba lo que desde la Iglesia se profesaba, que “el hombre libre deba someterse a las leyes de Dios”27 sancionando con ello al liberalismo y a las libertades políticas.28
Siguiendo la misma tónica se publicó en 1891 la encíclica Rerum Novarum donde se pronunciaba contra la miseria y la explotación de la clase trabajadora; defendía en cambio los principios de caridad, el derecho natural a la propiedad privada, el individualismo, el matrimonio y la familia como base de la sociedad. Bajo la mirada del Sumo Pontífice, la humanidad se alejaba cada vez más de los valores cristianos, de este modo la pobreza, las enfermedades, la criminalidad y las transformaciones sociales que trajo la modernidad fueron percibidas como “la cuestión social” y concebidas como consecuencia directa de las ideologías liberales y socialistas.
La Rerum Novarum se destacó por ser la primera encíclica social del pontificado. En ella se argumentó la necesidad de la Iglesia por atender y desarrollar un nuevo proyecto social –que Pío XII nombraría años más tarde como “Doctrina Social de la Iglesia” (DSI). Este programa permitió la fundación y organización de asociaciones, congresos y conferencias de hombres y mujeres católicos encaminados a la difusión de una serie de actividades que buscaban adaptar el programa intransigente a las distintas experiencias locales y moldear la vida asociativa, femenina y masculina, mediante la implementación de acciones cotidianas encaminadas hacia una misma dirección: el alivio de “la cuestión social” producto de la modernidad.
Las encíclicas Diuturnum Illud, Inmortale Dei, Libertas y Rerum Novarum funcionaron como instrumentos capaces de encaminar y unificar alrededor del mundo la acción de las crecientes asociaciones católicas de hombres y mujeres que desde la sociedad civil encauzarían sus acciones para defender la fe y enseñar la doctrina social de la Iglesia,29 bajo el lema de “luchar como los primeros cristianos” contra los principios centrales del liberalismo y los males producto de la “cuestión social”.
Para el caso particular del asociacionismo femenino, en el mundo se fomentó la labor filantrópica. El modelo católico femenino que surgió en el siglo XIX exaltaba el papel de la mujer en la vida doméstica. En este sentido, impulsar la acción social femenina era motivo de inquietud, pues significaba abrir la puerta a un espacio de acción social fuera de la tutela familiar y masculina. La práctica filantrópica, las acciones de caridad y la beneficencia fueron los ámbitos idóneos para la participación femenina, ya que le permitieron actuar en la vida pública sin perder el papel que el modelo católico le había otorgado, al cuidado del hogar, del esposo y los hijos se le agregó la atención del enfermo, el menesteroso y de ciertos sectores sociales.
Asimismo, la formación de asociaciones católicas femeninas dio un nuevo sentido a la identidad de las mujeres, “la militante tomó el lugar de la dama de beneficencia”,30 y el sentido de la caridad como eje de la vida moral femenina se convirtió en el estandarte que les permitió actuar públicamente. Las mujeres fundaron hospitales, atendieron a los enfermos y delincuentes, dieron conferencias religiosas, de higiene, moral y enseñaron el catecismo, crearon un sistema que les permitía traspasar su papel de protectoras de la vida doméstica como madres, amas de casa y esposas para convertirse en guardianas de una serie de valores religiosos que les abrió las puertas de la vida pública.
En consonancia con las directrices papales, la construcción de un modelo de acción de las organizaciones católicas femeninas que estará presente durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX se fue construyendo en torno a los tres ejes básicos. Primero, la sociabilidad que generaba identificarse como “las primeras católicas” y compartir un mismo el aparato devocional, como el Sagrado Corazón, las devociones marianas y el rezo del Rosario. Segundo, desde el impulso de una militancia que defendía ciegamente su derecho a expresar públicamente su fe católica mediante la organización de fiestas parroquiales, kermeses y peregrinaciones. Tercero, la promoción de un aparato publicitario que fomentó la homogeneización del discurso intransigente en torno al papel de la mujer católica en el mundo moderno.
1.2 Y la romanización llegó a México
El fortalecimiento del ultramontanismo en México se desarrolló, por un lado, a partir de una reforma educativa de los seminarios, dirigida tanto al clero secular parroquial como a la jerarquía eclesiástica y, por el otro, con la celebración del Concilio Plenario Latinoamericano en 1899.
Era central para el proceso de romanización formar cuadros intelectuales que desde el interior de la Iglesia defendieran la religión frente las diversas aristas de la modernidad. Así, se educó al clero secular bajo la litúrgica de la renovación tomista y se les preparó como promotores de las devociones del Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen de Guadalupe.31 En cambio, la educación de una jerarquía eclesial romanizada quedó a cargo de tres instituciones: la Universidad Pontificia de México, el Colegio Pio Latinoamericano y la Universidad Gregoriana, estos dos últimos ubicados en Roma. El Colegio Pio Latinoamericano estuvo dirigido por jesuitas y tenía la intención de “formar según los designios papales a la élite del clero que habría de constituir una parte importante del episcopado latinoamericano”.32 A él asistieron como estudiantes un grupo de jóvenes mexicanos quienes, como se verá en el capítulo siguiente, se convirtieron en los principales dirigentes del catolicismo social mexicano y al mismo tiempo ocuparon cargos sumamente importantes al interior de la jerarquía eclesiástica mexicana.33
En 1899, León XIII convocó a obispos y sacerdotes de América Latina a participar en el Concilio Pio Latinoamericano, que tuvo el objetivo de “consolidar en esas naciones, […] el Reino de Cristo”,34 se dio pie al incremento del control de la Santa Sede sobre la Iglesia mexicana reforzando la estructura eclesial centralizada y vertical.35 La intención última fue redefinir los espacios de acción de la autoridad episcopal pues en la cotidianidad existía un cierto grado de desorden así como una evidente falta de control eclesiástico. No se respetaba la jerarquía piramidal de la estructura de la Iglesia, por el contrario, en muchos casos, los nexos entre párrocos locales, obispos, autoridades gubernamentales federales, así como alianzas con ciertos sacerdotes romanos, limitaban el poder político y económico de las diócesis lo cual fomentaba prácticas clientelares y corruptas que viciaban el juego político al interior del episcopado mexicano.36
Las resoluciones del Concilio Plenario Latinoamericano imponían normas generales encaminadas a centralizar y normalizar las relaciones de poder entre el clero, reafirmando la autoridad de Roma por encima de la política interna de la Iglesia mexicana. Este proceso comenzaba por el eslabón más básico e importante de la organización eclesial: la parroquia. De acuerdo con O’Dogherty, el fortalecimiento de la vida parroquial y la primacía del párroco resultaban sumamentes importante, pues la parroquia era el “espacio natural de relación entre la ‘potestad eclesiástica’ y los creyentes”.37
La parroquia fue uno de los pilares que dieron estructura y orden al espacio urbano. Durante el periodo colonial, la Ciudad de México contaba con dos clases de demarcaciones del espacio urbano: la eclesiástica y la civil, cada una de ellas regulaba parte de la vida cotidiana de la capital. La división eclesiástica quedó delimitada por medio de jurisdicciones parroquiales, quienes se encargaban de ofrecer y llevar un riguroso registro de los servicios correspondientes a los sacramentos: el bautizo, el matrimonio, los enfermos y los entierros.38 Entre 1768 y 1772, la estructura parroquial novohispana basada en el principio de la separación étnica, que dividía a la “república de españoles” de la “república de indios”, desapareció para dar paso a un nuevo orden ilustrado cimentado en la evolución demográfica, social y económica de la Ciudad de México. A partir de este momento, el arzobispo Antonio de Lorenzana erigió 13 parroquias para atender las necesidades espirituales de los habitantes de la capital, como se muestra en el Plano 1.39
Plano 1
Orden Parroquial de la Ciudad de México a partir de la reestructuración de 1772 hasta 1902

Plano 2
Estructura parroquial (1902)

Entre 1772 y 1902 la estructura parroquial no tuvo cambios importantes, sino hasta este último año, el arzobispo de México, Prospero María Alarcón y Sánchez de la Barquera (1891-1908), reestructuró el espacio parroquial. Tal y como se muestra en el Plano 2, se amplió el número de parroquias de 13 a 1740 y se incorporaron cinco vicarías.41 El objetivo era refuncionalizar el espacio para adecuarlo al crecimiento urbano y para tener mayor control sobre las actividades pastorales42 y así cumplir con los compromisos adquiridos durante su asistencia al Concilio Plenario Latinoamericano. La intención fue convertir a la parroquia en un espacio que permitiera la construcción de una identidad social, política y urbana entre los distintos grupos sociales que a ella asistían. La parroquia se convirtió en un centro para la sociabilidad de la población local.
El párroco adquirió la responsabilidad de crear espacios de interacción entre sus congregados, así como moralizar a los pueblos e “instruir a los fieles en todo lo que tenga que ver con la fe y la moral”;43 llevar a la práctica el desarrollo de las doctrinas eclesiásticas, la instrucción del catecismo, la educación de la juventud, el socorro de los pobres y enfermos; así como defender los bienes y derechos de sus templos. Las mujeres que participaron en alguna asociación católica entre 1870 y 1910 acompañaron al sacerdote en estas labores, se convirtieron en su mano derecha, a través de la vida asociativa femenina que el párroco encaminó siguiendo la dirección de su superior inmediato, el obispo de su diócesis, quien a su vez cumplía los designios establecidos por la Arquidiócesis y la Santa Sede. Si tomamos en cuenta que las mujeres dominaban las actividades realizadas al interior de las parroquias, entonces podemos decir que ellas se convirtieron en las aliadas idóneas del párroco y en las principales promotoras de la sociabilidad que giraba en torno de la vida parroquial.
El proceso de secularización modificó igualmente el papel de las parroquias como parte central de la estructura urbana, acto que materialmente se observa en la pérdida de sus atrios y otras propiedades, así como en la prohibición del culto y la manifestación religiosa en el espacio público. Estos cambios se dieron de la mano con el aumento del número de habitantes y del ensanchamiento urbano de la Ciudad de México que comenzó a transformar el espacio a partir de la década de 1880 en dos sentidos. Por un lado, la llegada de nuevos vecinos produjo un hacinamiento y proliferación de colonias ilegales y desorganizadas donde no se contaba con agua corriente, ni pavimento, ni alumbrado público, sino que serían levantadas por los propios migrantes sin autorización previa del ayuntamiento. Por el otro lado, se fundaron nuevas áreas urbanizadas gracias a la innovación del transporte lo cual permitió un reacomodo geográfico de las clases sociales mejor acomodadas que cambiaron su lugar de residencia del centro hacia el poniente, convirtiendo al casco histórico de la capital en “un espacio de comercio y viviendas subdivididas y arrendadas para alojar a familias de bajos recursos”.44
La Iglesia no fue ajena del crecimiento de la ciudad. Conforme se expandieron los límites la ciudad [ver Plano 2],45 el arzobispado de México tuvo que ir reconfigurando la distribución espacial de las parroquias para adecuar el servicio eclesiástico a las trasformaciones urbanas.46 Para 1904, las parroquias ubicadas en la periferia extendieron sus límites hacia las colonias que estaban planificadas pero todavía no establecidas y hacia las zonas más marginales. Así, la parroquia de la Concepción Tequipechuca y la vicaría de San Francisco Tepito ubicadas en los dos primeros cuarteles, la parroquia de Santa Ana en el tercer cuartel y la vicaría de San Miguel Nonoalco en el quinto cuartel, ejercieron su influencia en el norte de la ciudad, justo donde se establecieron algunas colonias obreras. Al sur extendían sus límites la vicaría del Campo Florido ubicada en el sexto cuartel, la parroquia de Salto del Agua y la parroquia de Santa Cruz Acatlán ubicadas en el segundo cuartel.47
En este sentido, el papel de párroco como guía de la vida asociativa católica femenina fue clave, incluso, una de las funciones centrales de las mujeres era “extender” la presencia pública del párroco. Las actividades que se promovían al interior de las asociaciones como la organización de peregrinaciones, fiestas parroquiales y kermeses, la instrucción del catecismo, la visita a hospitales, hospicios y cárceles para atender las necesidades espirituales de enfermos, moribundos y criminales, eran esenciales para ampliar el espacio de acción parroquial y dichas actividades fueron realizadas por mujeres.
Obispos y arzobispos latinoamericanos decidieron, a partir del Concilio Pio Latinoamericano, poner en marcha una campaña publicitaria de defensa de la Iglesia y de la fe. El instrumento central de esta campaña fueron los católicos seglares; sin embargo, las mujeres no actuarían como electores y aspirantes a puestos públicos, tampoco divulgarían la postura política de la Iglesia en periódicos católicos48 como hicieron otras asociaciones masculinas. La participación femenina quedó constreñida a las actividades filantrópicas. Las mujeres tuvieron un papel fundamental en unificar la instrucción de la doctrina social y la educación religiosa, por ejemplo, impartir el catecismo, el cual tenía la función de ofrecer a los niños y jóvenes un sumario de todos los valores morales por medio de los cuales debían regir su vida.49 Las mujeres se convirtieron en las principales promotoras de nuevas devociones como el Sagrado Corazón de Jesús, las devociones marianas, el rezo del Rosario50 y la devoción a la Virgen de Guadalupe.



