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Después de esa campaña electoral «vi» por primera vez mis dos pueblos. Vi el Cerro del Aire, desnudo y seco, el cielo altísimo, las casitas encaladas entre las chumberas; y oí ese maravilloso acento andaluz deshidratado de la frontera almeriense con Murcia, tierra yerma, implacable, entregada a los plásticos y al turismo. «Vi» Gredos pelado, con sus piornos amarillos, y me aprendí los nombres de todas las flores de su ladera meridional, también pobre y conservadora, a la que han vuelto los resineros —cuando se fueron, en 2008, los déspotas del ladrillo—. «Vi» otros pueblos por los que siempre había pasado de largo: Sepúlveda, Pedraza, Turégano. Me enamoré, por ejemplo, de Aragón, desde las Cinco Villas, donde nació mi abuela, al Pirineo jacetano y la Ribagorza: ese antiguo, poderoso reino, chupado por Castilla, con sus iglesias sin curas y sus escuelas sin niños.
Y de pronto un día me descubrí diciendo «España» en lugar de «Estado español». No es que haya cambiado de «idea». España, es verdad, existe más como Estado que como nación, fue parida en Castilla y ha sido siempre una maldición para los castellanos; y nunca ha permitido a las naciones periféricas, especialmente a Catalunya, ni independizarse ni construir el país común. Y mucho menos el imperio. ¿Cuántos adelantados, conquistadores y cronistas de Indias fueron catalanes?
¿Cuántas ciudades de América llevan nombres catalanes? El otro día me acordé de pronto de una, Barcelona, capital del Estado de Anzoátegui, en Venezuela, ciudad en la que he estado un par de veces. Pues bien, fue fundada en 1638, en efecto, por un catalán, Joan Orpí del Pou, del que dice sumariamente la Wikipedia que pasó a las Indias con el nombre de Gregorio Izquierdo. ¿Por qué lo hizo con ese nombre? Muy sencillo: lo había intentado anteriormente con el suyo propio y en Sevilla le habían prohibido el embarque por ser catalán. Los judíos y moriscos cambiaban de nombre cuando se convertían al cristianismo. ¿Cuántos catalanes, valencianos, aragoneses en general, hicieron lo mismo para poder sumarse a la empresa colonial española? Júzguese como se quiera ese impulso; aquí lo que cuenta es que les estaba vedado por la Corona castellana.
(Se dirá que en Venezuela también existe la ciudad de Valencia, pero esa Valencia, fundada en 1555, no toma su nombre de su homónima levantina, entonces parte del reino de Aragón, sino del pueblo donde nació el adelantado Alonso Díaz Moreno, Valencia de Don Juan, en León.)
En todo caso «Estado español» es una «idea»; bastante precisa, sí, pero una «idea» política que deja fuera a todos aquellos españoles que no pueden ser otra cosa y que no se quieren definir de otra manera —o que se quieren definir también de esa manera—. No se puede hacer verdadera política con una idea política. Los catalanes no hablan de su propia nación, en equivalencia negativa, como del «No-Estado catalán» ni los vascos se autodenominan «No-Estado vasco»: saben que la política, buena o mala, solo puede hacerse involucrando a los ciudadanos. Cada vez que un «izquierdista» madrileño habla del «Estado español» se está impidiendo hacer política en España; está entregando España al nacionalismo español y alejando, de esa manera, cualquier solución política para Catalunya y el País Vasco y, en general, para el «problema español» —que es el que tenemos en común, de diferente manera, en todos los territorios—. Ese problema no se resolverá a través de una negociación elitista entre el Estado español y el No-Estado catalán; el Estado español tendrá que negociar con los catalanes y el No-Estado catalán tendrá que negociar con los españoles.
Probemos a decir «España» en lugar de «Estado español». Veremos árboles: las hayas doradas de Ordesa e Irati, los castaños milenarios de Sanabria, los infinitos pinos albares de Navafría; veremos montañas; veremos pueblos colgados sobre cerros a punto de caer. Para «ver» España —con sus robles y sus ciudades y sus mujeres y sus hombres—, para transformarla, para odiarla, incluso para librarse de ella, conviene darle el nombre que le dan la mayor parte de sus víctimas, las cuales se dan a sí mismas, por su parte, el nombre de «españoles». ¡Pobres «alienados» que no saben que España no existe! La cuestión es que una no-existencia común es una cosa muy seria, tanto como cualquier otra cosa común. Por lo demás, ningún conjunto de «alienados» ha tomado jamás conciencia de la «verdad» porque un hechicero fanático, aislado en una cabaña, le cambie el nombre sin que sus miembros se enteren.
En 2016, el novelista y ensayista Sergio del Molino escribió La España vacía, un libro más que notable, donde se afirma, ya al final, que «desde 1975 los españoles se han desentendido de España», para añadir enseguida: «han preferido escribir de cualquier otra cosa antes que de España y los españoles». Desde 2016 han pasado mil años. Desde entonces los españoles han vuelto a ocuparse de España y los escritores —no solo historiadores— a escribir abundantemente al respecto. Así como, entre 1975 y 1985, nos sucedió a muchos que nos pusimos a leer a Kafka y Proust al mismo tiempo sin saberlo; y al mismo tiempo todos juntos desdeñamos a Cervantes y Galdós; ahora nos está sucediendo a muchos al mismo tiempo que descubrimos a Cervantes y Galdós, que nos alejamos del «hombre abstracto» y sus legañas y hasta amamos —o al menos vemos— los paisajes españoles. A todos los humanos se nos ocurre la misma idea cuando queremos huir de nuestra familia; fundar una nueva; y nos sentimos originalísimos al hacerlo, como si a nadie se le hubiese pasado antes por la cabeza. Cuando Sergio del Molino —que por edad o por talento o por una mezcla de ambas cosas se libró de la imbecilidad de mi generación— escribió sobre España, casi nadie lo había hecho todavía, pero lo hizo, en realidad, llevado ya de un impulso común muy elocuente, como despunte y avanzadilla de una nueva atmósfera general. Todos los que lo hemos hecho después lo hemos hecho de la misma manera, creyéndonos muy originales, como padres primerizos, y revelando con ese gesto, en realidad, una transformación colectiva y un cambio de época.
Este impulso común es bueno y esperanzador. Parece uno de los pocos logros reales del régimen del 78, y se hizo presente, por una extraña paradoja, en su descomposición, con la crisis del 2008, el 15M y el primer Podemos, cuya aparición dejó sin vida una de las dos mitades siamesas, y amenazó a la otra, al descartar el «izquierdismo» como forma rutinaria y estéril de afrontar «España». De pronto uno podía ser y decirse español sin querer bombardear Barcelona, defendiendo la renta básica y apostando por los movimientos sociales, la democracia y el decrecimiento económico. Aún más (y por mucho que personalmente me asombre): uno podía ser del Real Madrid sin querer bombardear Barcelona, defendiendo la renta básica y apostando por los movimientos sociales, la democracia y el decrecimiento económico. Creo que es en esta descomposición ideológica del régimen, con la recomposición concomitante de los «emparejamientos» políticos, donde hay que inscribir la «revelación» personal de la que hablaba más arriba. Y la existencia de este libro.
Ahora bien, si este impulso común es bueno y esperanzador, ¿no da también un poco de miedo? ¿No anticipa o convoca el regreso de un pasado de hierro, sumergido en los escollos, que no deberíamos izar a la superficie? Pensándolo bien, pensándolo mucho, quizás no era tan malo, me digo, que «desde 1975 los españoles se hubieran desentendido de España». Porque cada vez que los españoles se han ocupado de España, han descubierto lo mismo: su débil existencia como nación. Y este descubrimiento los ha llevado no a intentar construirla mejor sino a destruirse los unos a los otros. Así que, cuando uno se pone a leer historia —y a pensar en España como en un objeto de estudio— España se convierte enseguida en un objeto de irreprimible ansiedad. Ya se empiece en el siglo xvi o en el xx, con los moriscos o con Franco, con Flandes o con la Segunda República, se llega inevitablemente a dos conclusiones. La primera es que España no tiene arreglo. La segunda es que no hace falta. Porque uno de los factores que más ha agravado los problemas colectivos —«España como problema» y no como país— ha sido el deseo y la tentativa de solucionarlos. Aún más: tengo la impresión de que todo el problema de España procede del hecho de haber pensado tanto en ella: lo que Juan Herrero Senés llama «el agujero negro» del ensayismo español, refiriéndose a la Edad de Plata de nuestra literatura entre 1898 y 1939: ese bucle melancólico, fatalista, vicioso, en el que, como una mosca en la miel, queda atrapada sin remedio toda voluntad «regeneracionista». En las últimas décadas, la combinación de olvido y «hedonismo de masas» había conseguido debilitar hasta tal punto la idea de España que nadie pensaba en ella, salvo como en un equipo de fútbol o en una playa grande. ¿La solución no sería precisamente dejarla existir como un problema menor, pequeño, llevadero, reprimido, remoto?
Buena parte de los españoles están seguros de ser españoles pero no basan su seguridad en serlo. ¿Puede uno hablar de España y decirse español sin conocer la historia de España? Obviamente sí. Sería terrible que nuestras conversaciones de bar fueran exámenes de memoria: discurrieran sobre Recaredo, la falsa batalla de Clavijo o las leyes de Alfonso X el Sabio. Ningún pueblo construye su vida material inmediata (su «vividura», que diría Américo Castro, o, si se prefiere, su identidad nacional) a partir de recuerdos históricos. ¿Pero puede uno hablar de la historia de España sin conocer la historia de España? La cuestión se vuelve inquietante y hasta vira hacia la tragedia cuando los pueblos, en lugar de vivir su identidad al margen de la historia, comienzan a «recordarla». Entonces ocurre una cosa muy rara: que lo que quieren los españoles no es ser españoles (que ya lo son) sino ser lo que nunca fueron: iberos o cartagineses o romanos o visigodos o carolingios. Por razones ideológicas muy «españolas», en ese trance nunca se equivocarán, desde luego, queriendo ser musulmanes o bereberes. El que quiere ser español a conciencia y en la historia, acaba fuera de la una y de la otra, en la «sangre» o en la ideología: pensemos, por ejemplo, en la famosa conferencia de Aznar en la Universidad de Georgetown el 21 de septiembre de 2004, donde aseguró que «el problema de España con Al-Qaida empieza en el siglo viii» y que los atentados del 11M no tenían nada que ver con la invasión de Irak sino que eran la consecuencia de que «España rechazara ser un trozo más del mundo islámico cuando fue conquistada por los moros, rehusara perder su identidad». Por eso es mucho menos peligroso hablar de España como de una «cosa hecha» a nuestras espaldas o bajo nuestros pies, u ocuparse solo de sus fenómenos cotidianos materiales, que pretender fundarla en un conocimiento histórico necesitado de permanente actualización. No puede ni debe haber una «nación de historiadores» porque la identidad se forma al margen del conocimiento y porque la obsesión por el conocimiento expresa ya una inseguridad: lo que a veces llamamos precisamente «identidad» para nombrar una reivindicación enfática y más bien teatral: soy español español español. Cuando un pueblo recurre al conocimiento para mantener su seguridad «nacional» es que está perdiendo (o está viendo amenazada) su seguridad general y necesita defenderla a través de esos pseudoconocimientos colectivos, fundados en otra parte, que llamamos mitos (centauros de información y de deseo). El citado ejemplo de Aznar es más que elocuente. Nadie vive de ser español (o francés o italiano), salvo que se esté muriendo de hambre o de incertidumbre. Los mejores años de España han sido aquellos en los que —sin hambre ni incertidumbre— hemos olvidado nuestra historia, en que no hemos necesitado conocerla ni «recordarla», en que no hemos basado nuestra seguridad en nuestra «nacionalidad», período coincidente, por cierto, con el de la desvirilización de los hombres, que han dejado de buscar su seguridad en sus genitales. Este período, que ahora se revela frágil y breve, ha alumbrado el amago de una españolidad no nacionalista y no masculina; y por lo tanto este libro —como tantos que se han escrito recientemente— es el resultado, sí, de una naturalización saludable, de un descenso del «hombre abstracto» a la pradera común, pero enseguida también un indicio más de un nuevo fracaso: hablar de España es constituirla como problema o como arma.
No se puede escapar: siempre hay alguien «recordando» España: un chalado de derechas, un chalado de izquierdas, un juez, un nacionalista catalán o vasco, un policía. Y basta que se agrave la misma crisis que pareció franquear la posibilidad de una transformación para recaer de nuevo en el agujero negro del ensayismo español y sus angustias imperativas. No pensamos en España porque vuelva a la existencia; es que vuelve a la existencia porque pensamos en ella; y vuelve entonces, inexistente y gritona, arrastrando del rabo, como el perro embromado, todo su ruidoso pasado de cadenas y latas.
En 1688 el médico suizo Johannes Hoffer puso nombre a una nueva enfermedad que mataba como a chinches a los soldados europeos desplazados para luchar lejos de sus hogares: «nostalgia», neologismo formado a partir del griego y que podríamos traducir como «el doloroso deseo de regresar». En el siglo xix, siglo de los nacionalismos y de los progresos científicos, se descubrió que muchos de ellos habían muerto, en realidad, de tuberculosis. Los síntomas eran los mismos: pesadumbre, adelgazamiento, pulso débil o irregular, consunción, marasmo y muerte. La «nostalgia» abandonó entonces el campo de la clínica para pasar a definir la dolencia de las almas prisioneras que se sienten atadas a un cuerpo desplazado de su lugar natural, un cuerpo que ha ido a parar a donde no debe. Ahora bien, en el siglo xvii, todos esos soldados enfermos —a los que incluso se impedía cantar porque la música agravaba su mal— sentían, sí, el «doloroso deseo de regresar», pero de regresar, ¿a dónde? A su aldea, a su madre, a su novia, al amigo de infancia, al pan de la tierra, a veces a su lengua ancestral, bienes tangibles cuya reunión, en el siglo xix, comenzó a llamarse con un nombre abstracto: España o Catalunya o País Vasco o Italia o Francia. Se decía «España» o «Catalunya» o «País Vasco» y uno se ahorraba hacer la lista de las piedras, árboles y cuerpos concretos sin los cuales resultaba vano o difícil vivir. Desde siempre la humanidad se ha movido de un lado para otro y la diferencia entre sus miembros no reside en que unos se muevan y otros no, sino en que unos pueden volver y otros no. Los que pueden volver suelen ser ricos; los que no pueden volver suelen ser pobres. La nostalgia —que es lo contrario del spleen— es cosa de pobres. Durante siglos los españoles han salido de sus casas para no volver: los que se iban a hacer las Indias en travesías infinitas sin certezas; los que en el siglo xix y xx eran mandados a luchar y morir a África o a Cuba o a Filipinas; los que, tras la guerra de 1936, se exiliaron en México o Argentina; los que, a partir de 1958, emigraron a Francia, Suiza o Alemania soñando con «atar los perros con longanizas». Los pobres llamaban «España» a la lista de cosas que no iban a volver a ver; los ricos, yendo y volviendo de vacaciones con ligereza cosmopolita, la llamaban poco y pensaban aún menos en ella, porque España no era un inventario de ausencias minuciosas sino una tranquilizadora sensación sin materia: de seguridad, de poder, de libertad.
Me pregunto entonces: ¿«patria» es aquello de lo que se siente nostalgia —deseo doloroso, quizás imposible, de regresar— o aquello que nos está esperando, cierto e inevitable, desde el momento en que salimos de casa? ¿Es la lista de las cosas queridas o la sensación de seguridad? En España las cosas han cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Por un lado, víctimas privilegiadas del «fin del neolítico» y el selfismo tecnológico (ver capítulo IV), hemos ido perdiendo casi todo vínculo con la aldea, que ya no existe; con la madre, a la que cuidan extraños en una residencia; con la novia, porque somos poliamorosos; con el amigo de la infancia, porque tenemos 15.000 amigos en Twitter, Facebook e Instagram; con el pan de la tierra, porque comemos atún de Somalia y tomates chinos; también con la lengua ancestral, porque nos vamos quedando sin cosas propias que nombrar. Al mismo tiempo, el crecimiento económico y la integración en la UE en 1986 han transformado a los españoles, de emigrantes que eran, en livianos cosmopolitas sin fronteras o, lo que es lo mismo, en turistas seriados que vuelven a casa sin haber salido jamás de ella. La nostalgia ha desaparecido de nuestras vidas: es que hemos perdido al mismo tiempo el miedo y la lista de las piedras y de los cuerpos. Una pérdida es buena; la otra no tanto. Frente a los nativos españoles, hoy son los migrantes subsaharianos los molestos, incómodos, irritantes custodios de todas las nostalgias. Muchos de ellos, paradójicamente, arrojan al mar sus pasaportes nacionales para que Europa no los pueda devolver a sus países de origen. Muy pronto, sin dejar de ser pobres, habrán perdido también ellos su inventario de intensas poquedades.
El nombre de España ya no reúne un puñado de objetos perdidos ni un fajo de falsos recuerdos manufacturados sino algunos derechos elementales depositados en un pasaporte, ayer despreciado, hoy privilegiado. Si perdemos el pasaporte, ahora que ya no nos quedan «intensas poquedades» a las que regresar, nos aferraremos con desesperación a la memoria y al «conocimiento». Por eso, da miedo ponerse a pensar en España en un momento en que se acumulan de nuevo en su futuro dificultades y sombras.
«España» es un nombre bastante estable que, cabalgando la Hispania romana, existe desde hace muchos siglos. Lo mismo pasa con países como Grecia, Italia o Egipto, cuya antigüedad toponímica ha generado la ilusión de una continuidad histórica, contradictoria con el hecho de una existencia nacional muy reciente, a la que se ha llegado tras decenas de cruces étnicos, sacudidas culturales y variaciones territoriales. El nombre de Francia, por ejemplo, es mucho más joven, pero su existencia nacional bastante más antigua. Como los humanos vivimos a través de los nombres, a los que asociamos intensas poquedades y abstractas muchedumbres, el nombre de España —en el que han cabido tantos pueblos y tantos reinos— nos sugiere fortaleza y no debilidad, regularidad y no zozobra, identidad esencial y no intermitencia nacional. La disparidad entre la estabilidad del nombre y la efervescencia conflictiva del contenido explica en parte el malestar que se apodera de uno cuando se pasa de la «vividura» al pensamiento. España es más vivible que pensable. Por eso los nacionalismos periféricos y el «izquierdismo» madrileño quieren quitarle el nombre; y por eso el nacionalismo español y el destropulismo reaccionario lo pronuncian de manera redundante y enfática, como una jaculatoria contra la historia y una declaración de propiedad contra la vividura común.
Entre los siglos viii y xvi, en todo caso, el nombre «España» no ciñe ni un Reino ni una Nación sino un cajón territorial, un mero contenedor geográfico vacío. Cervantes, por ejemplo, utiliza 59 veces el término en el Quijote, treinta en la primera parte y 29 en la segunda, siempre para referirse al territorio físico o para subrogar el poder dominante de Castilla. En cuanto al gentilicio «español», es un extranjerismo de origen provenzal que no se usó en ningún caso antes del siglo xiii: era el modo en que los foráneos se referían a los habitantes de la península, con independencia de que fueran cristianos o musulmanes, andalusíes, castellanos o aragoneses. Cervantes, que sí nombra a «castellanos», «vizcaínos» y «gallegos», lo emplea muy pocas veces en su inmortal novela; hay muy pocos «españoles» en La Mancha. Nunca había reparado en la extravagancia morfológica de esta desinencia en «-ol», inexistente en castellano para otros topónimos. Los habitantes de Ocaña, por ejemplo, se dan a sí mismo el nombre de ocañeses u ocañanos, que es la forma regular, o la más habitual, de los gentilicios españoles. No se puede sacar, desde luego, ninguna conclusión de esta anomalía, pero uno siente la tentación de evocarla a la hora de explicar las dificultades que tienen muchos españoles para identificarse con un gentilicio que no es autonimia sino heteronimia: el nombre, digamos, que nos han dado los «franceses», por lo que la negativa a ser «español» expresaría una paradójica reacción nacionalista y patriótica. Los españoles —podría decirse— somos extranjeros para nosotros mismos. Parte de esta extrañeza gramatical se recoge en la frase un poco prescriptiva «los españoles somos» (orgullosos, valientes, solemnes), poco usada ya en ausencia de poquedades intensas, pero que a un italiano o un francés les resultaría tan traumática como un anacoluto: esa falta de concordancia entre el sujeto (tercera persona del plural) y el verbo (primera persona) refleja la voluntad muscular y casi desesperada de apropiarse de algo que no se es, que nos es ajeno, que está siempre un poco lejos de nuestros cuerpos. Decir «los españoles somos» (no importa los predicados que encadenemos después) es tan incoherente, desde un punto de vista gramatical, como decir «los españoles soy» o «los españoles eres». Los españoles somos visigodos. Los españoles soy Santiago. Los españoles eres mi madre. Es difícil saber lo que estamos diciendo.
Somos españoles porque tenemos un pasaporte español, porque vivimos en un nombre antiguo e incómodo, porque aceptamos como natural que en un comercio denominado «estanco» se vendan al mismo tiempo sellos y tabaco, porque hablamos inglés con un acento nefasto, perfectamente reconocible para un anglosajón. Lo somos también porque nuestra experiencia vital presupone el conocimiento compartido e inconsciente de ciertos procedimientos administrativos, de ciertos expletivos e interjecciones, de ciertos horarios comerciales y ciertos salvoconductos gestuales; también de una determinada manera de relacionarse con las instituciones, con el espacio público, con los cuerpos; de saludarse, de festejar, de condolerse, cenestesias etológicas cuya intersección con los «conjuntos nacionales» llamados Catalunya o País Vasco puede estar más o menos poblada, pero nunca vacía. Cuando los españolistas —y esto desde José Antonio Primo de Rivera— dicen que el «separatismo» es un rasgo propiamente español, de manera que la voluntad de independizarse de España supone, al mismo tiempo, una declaración de españolidad esencial por parte de los independentistas, están tratando de justificar, en nombre del nacionalismo más étnico y ahistórico, el derecho a tomar todas las medidas imaginables, democráticas o no, contra el nacionalismo ajeno: su propia resistencia confirma a vascos y catalanes como españoles de raza y nos autoriza, por tanto, a mantenerlos por la fuerza en la nación a la que naturalmente pertenecen. Pero lo cierto es que, si los catalanes y los vascos se independizaran de España, propósito tan legítimo como penosamente hacedero, dejarían de ser españoles en términos políticos y jurídicos, pero tardarían siglos en deshacerse de estas intersecciones culturales y etológicas que pueden llamarse «españolas» sin agravio ni remordimiento.
Lo que no creo es que ninguna persona normal se «sienta» española (ni vasca o catalana). En junio de 2010 vi la famosa final del Mundial de fútbol, completamente solo, en la habitación de un hotel de Maracaibo, en Venezuela. Lo confieso: sentí una gran alegría cuando marcó Iniesta su gol y más alegría aún cuando acabó el partido con la victoria de España; luego, cuando los compañeros filósofos de distintas nacionalidades con los que compartí la cena me felicitaron por el resultado, me sentí «victorioso». Me sentí alegre y victorioso, sí, pero no me sentí español, y ello por la misma razón por la que uno no se siente más o menos padre con los logros y derrotas de sus hijos: padre, como español, es un estado, no una emoción. Los compañeros que me felicitaban por la victoria me felicitaban, ellos sí, en mi condición de español, pero yo no «sentía» esa condición, y hasta puedo decir que sus congratulaciones me incomodaban un poco, pues me obligaban a sacar mi alegría de su propio recinto, donde me había reunido, en mi soledad, con una muchedumbre igualmente jubilosa, y entregársela a un país abstracto que, como tantas veces antes con tantas otras cosas, no iba a hacer un buen uso de ella.
Un partido de fútbol es un lugar excelente para distinguir entre «filiaciones» y «afiliaciones», esas dos formas de estar en el mundo que analizó muy bien el escritor palestino-estadounidense Edward Said. A uno puede no gustarle el fútbol y puede decidir, por tanto, no ver la final del Mundial. Pero desde el mismo momento en que nos situamos ante la pantalla del televisor renunciamos a la indiferencia y, aún más, a la objetividad. Es verdad que el fútbol no es exactamente un juego o no es solamente un juego: es una forma reglada de dibujar figuras complejas en el espacio y de reconocer, delimitándolo, el espacio mismo como categoría independiente de nuestra voluntad. Si nos irrita que la pelota sobrepase las líneas laterales es por la misma razón por la que nos colma de satisfacción que la red la retenga cuando penetra bajo los tres palos: en el saque de banda el espacio se derrite; en el gol se cierra y se consuma. Valga decir que el fútbol contiene un fondo de belleza objetiva sin el cual no se explicaría su seguimiento «universal». Pero esta belleza es inseparable, y hasta parcialmente efecto, del compromiso subjetivo con el que se contemplan los lances del juego. En el terreno se enfrentan dos equipos que subrogan enseguida, lo queramos o no, el bien y el mal; incluso si ninguno de ellos es el «nuestro», sucumbimos espontáneamente a la necesidad de alinearnos, al albur a veces de las impresiones más superficiales (el color de las camisetas o el nombre del equipo), como si aceptáramos que la emoción partidista es la condición o, al menos, el afrodisíaco o umami de la revelación espacial. La máxima belleza —el movimiento ordenado en el espacio— no puede disociarse de la máxima fealdad —el desorden de las pasiones arbitrarias más prevaricadoras y sectarias—.