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La final de un Mundial la ven muchos más millones de personas que habitantes tienen los dos países enfrentados en el campo. Todos los espectadores, sin excepción, vuelcan su alma hacia uno de los dos equipos. Pero no todos lo hacen por las mismas razones. Mientras que los seguidores «nacionales» se alinean por «filiación», los millones restantes lo hacen por «afiliación». Para que se me entienda, aclararé que por «filiación» entiendo aquellos lazos emocionales o afectivos que nos vinculan a una comunidad no elegida, a la que se pertenece de hecho y al margen de la voluntad, como es el caso de la familia o la nación. La afiliación, en cambio, tiene que ver con las afinidades electivas, con los vínculos que uno elige y desarrolla por propia decisión y de una manera, si se quiere, racional o, por lo menos, consciente: pensemos en las organizaciones políticas, desde luego, pero también en (al menos formalmente) los contratos laborales o los grupos de amistad y afinidad de internet. Si aceptamos esta simple división binaria, podemos decir que nuestra vida política y social se mueve sin interrupción entre filiación y afiliación y que por eso mismo la humanidad está siempre expuesta a la amenaza de dos peligros mellizos. El primero es la negativa a reconocer ningún derecho o existencia a las relaciones de filiación, exigiendo que todas ellas sean de afiliación voluntaria; esta pretensión de que no haya nada dado (ningún dato) es la forma ideal del mercado capitalista, pero también la ambición de ciertos totalitarismos históricos, de derechas y de izquierdas, obsesionados con la construcción de un «hombre nuevo», fruto enteramente de un proyecto o cálculo racional. El segundo peligro es, por el contrario, el de confundir filiación y afiliación; esto ocurre, en la izquierda, cuando las relaciones de militancia devienen relaciones de familia, clausuradas en lenguajes cifrados y afirmaciones identitarias que cierran por tanto el paso a la complejidad del mundo; y ocurre, en la derecha, cuando se asume como evidente que la filiación más apasionada y esencialista es el resultado de una afiliación racional: el chovinismo nacionalista está siempre convencido, por ejemplo, de que le ha tocado formar parte de la nación que habría elegido como mejor y superior si hubiese podido escoger libre y racionalmente.
La filiación, real o imaginaria, es fuente de emociones y sentimientos, pero no puede sentirse directamente; nadie siente de modo inmediato su «filiación». Ni siquiera un racista se «siente» blanco cuando lincha a un negro, porque la blanquitud es la normalidad, la sustancia, la naturaleza misma, que solo puede sentirse como duda o anomalía, como se siente una piedra en el riñón. Al mismo tiempo y del otro lado, todas las afiliaciones son resultado de emociones filiativas ignoradas o escondidas: cuando decidimos, por ejemplo, apoyar al Atlético de Madrid sin ser colchoneros, es muy probable que en realidad estemos tomando partido contra su rival de esta tarde, el Real Madrid, y ello porque somos culés y además independentistas catalanes. Detrás de todas las afiliaciones hay siempre historias complejas y filiaciones no explícitas. Pero es bueno distinguir entre unas y otras. En el caso del fútbol, esta diferencia asoma en las dos expresiones que se usan, de distinto grado e intensidad, para justificar el apoyo a un equipo. La filiación dice: «soy de» (del Real Madrid, del Barça, de la Roja), misteriosísima fórmula ontológica que, tratándose de deporte, subraya el carácter filial, básicamente inofensivo, de una pasión muchas veces adventicia o reciente. La afiliación, por su parte, dice: «voy con» (el Real Madrid, el Barça, la Roja), marcando así la distancia original y el carácter libre y racional de un apoyo interino o provisorio. El fútbol es, en todo caso, uno de los tres ámbitos en los que uno se puede permitir, como condición para la comparecencia objetiva del espacio, un poco de confusión entre filiación y afiliación; y cuyo placer exige, desde luego, algún tipo de compromiso subjetivo, bien mediante filiación, bien mediante afiliación.
El segundo ámbito es el amor, esa relación que los afectados perciben al mismo tiempo como elegida y como no elegida, como libertad y como destino. Mis relaciones con mi madre o con mi hijo son estrictamente filiativas: me han caído encima, ley de la gravedad cuya belleza antropológica es necesario seguir reivindicando. Mi amada, en cambio, ha entrado en mi vida desde fuera y tardíamente y puedo sacarla de ella en cualquier momento; pero mientras la amo la vivo también como «caída del cielo», destinada a mis brazos desde siempre y para siempre, y ello incluso si la eternidad, finalmente, dura solo tres meses o tres años. Toda la belleza y todo el placer del amor proceden de esta ilusión filiativa, sin la cual ni distinguiríamos entre un cuerpo y otro ni tendríamos cada uno de nosotros —necesaria para la supervivencia general— una experiencia igualmente única y singular de universal irrepetibilidad humana. El amor se destruye a sí mismo si se vive como una afiliación azarosa o soberana («voy con Ana», como si lo que me gustara de ella fuera el nombre o el color de su vestido). Los que advierten contra los peligros del «amor romántico» y pretenden erradicar toda «ilusión filiativa» de las relaciones eróticas en favor de una racionalización afiliativa son en realidad defensores de izquierdas del viejo y derechista «matrimonio de conveniencia», fuente de mucha estabilidad social pero también de mucha contaminación glacial. El amor es peligroso, es verdad, pero más peligroso es no correr jamás ningún peligro.
El tercer ámbito donde es necesario conjugar filiación y afiliación es la democracia. Eso que llamamos Constitución es la acción en virtud de la cual una comunidad concreta, unida por lazos filiativos, en este caso nacionales, reafirma sus vínculos mediante un pacto afiliativo consciente que reconoce pero deja atrás la filiación. La nación filiativa puede querer guerra o venganza o tortura contra los enemigos externos e internos; así que la nación afiliativa se da a sí misma un Estado de derecho que impide los excesos derivados de esa filiación que la afiliación, al mismo tiempo, ha refrendado. El problema de la Constitución española es que su impulso afiliativo solo reconoce una «nación», de manera que, al menos en este aspecto, prolonga, sin superarla, la filiación estricta, pues la nación que se da a sí misma ese marco pretendidamente colectivo excluye a aquellos ciudadanos que se sienten parte de la nación catalana o de la vasca, filiaciones solo amagadas o insinuadas y finalmente escamoteadas en el texto constitucional. La Constitución española no pasa, por tanto, al estadio propiamente afiliativo o democrático, el único que podría mantener a raya las pretensiones totalitarias de la filiación española y las acucias «rebeldes» de los nacionalismos periféricos. Solo una constitución plurinacional —y federal— o, lo que es lo mismo, pluriafiliativa, podría satisfacer todas las demandas de filiación y contener simultáneamente todas las pulsiones étnico-esencialistas. Una verdadera constitución «republicana», en efecto, es el único dispositivo que permite conciliar esas dos formas de alineamiento que hemos citado en relación con el fútbol: nos permite «ser de» España y además «ir con» España (o «ser de» Catalunya y además «ir con» Catalunya).
La filiación, en definitiva, es fuente de emociones, pero no puede ella misma emocionarnos. La españolidad, en este sentido, quizás solo se puede «sentir» de forma negativa. Quiero decir que un independentista catalán o vasco o gallego «sienten» que no son españoles (sienten, si se quiere, la negación de la españolidad en el pecho) pero no la catalanidad o la vasquidad o la galleguidad, filiaciones que no se corresponden con ningún sentimiento sintético total, porque consisten, como la españolidad misma, en una rapsodia o ráfaga de «vividuras» positivas, rutinarias y silenciosas. También puede ocurrir, es verdad, que uno se sienta, en determinadas ocasiones o en ciertos lugares, un español negativo, experiencia familiar para cualquiera que haya ambicionado, por ejemplo, dejar de ser español en Portugal, donde es imposible sacudirse esa condición (como es imposible sacudirse el acento o las pestañas), pues los portugueses, justificadamente suspicaces frente a los españoles, no distinguen entre un castellano y un vasco, entre un españolista y un lusófilo, y nos imponen a todos por igual una identidad muy fea (gritona, imperativa, colonial) que se siente en el vientre como un sapo viscoso y movedizo. Ahora bien, en ese caso uno experimenta más bien el deseo de no ser español o el de no ser ese español, mitad real mitad imaginario, que los portugueses han sacado de su propia portuguesidad insensible. Está bien viajar a Portugal precisamente para concebir el deseo de ser un español diferente.
Porque lo decisivo es que la filiación nacional española no impone un paquete establecido o definitivo de emociones y reacciones, igual que el sexo masculino no impone a los hombres la violación como única forma posible de relacionarse con las mujeres. Uno puede sentir la alegría de que España gane un Mundial y sentir mucha vergüenza de que España «reconquiste» la isla de Perejil. Uno puede sentir el placer de desear y ser deseado en cuanto que «hombre» y sentir el horror (ver capítulo IV) de los pechos virilmente abombados, de la bravuconería genital y de las jerarquías sexistas. Me voy a atrever a proponer este paralelismo. Decía más arriba que el «olvido» del pasado tenebroso de nuestra historia había coincidido en las últimas décadas con la desvirilización de la masculinidad, que ya no busca su seguridad en los genitales. Este es un gran triunfo sobre el machismo pero también debería serlo sobre el constructivismo radical y sus arbitrismos fantasiosos. Durante años —lo he contado en el arranque de este capítulo— he intentado dejar de ser español, luchar contra la españolidad invasora, que me parecía un obstáculo íntimo para la libertad y la justicia; y en el curso de esa lucha acabé entregando autores indispensables y paisajes maravillosos. Esta lucha ha sido contemporánea de otra concomitante contra la masculinidad; durante muchos años me ha parecido que la única forma de ser bueno, decente, pacífico, inteligente, justo y empático era dejar de ser un hombre. Estas dos luchas, naturalmente, estaban biográficamente asociadas —más allá de las presiones familiares— a la experiencia epocal de una escuela que blandía la españolidad, como bastón y como pene, contra los más débiles, los menos agresivos, los más «femeninos». Si estiramos un poco la diferencia entre filiación y afiliación, podríamos decir que, en términos sexuales, el sexo es filiación y el género afiliación. España no tiene sexo, salvo porque la visión católico-imperial le ha concedido siempre uno, por supuesto masculino, al que ha reducido toda filiación nacional posible; es decir, España tiene sexo porque la mitad siamesa más sombría de nuestro país, la que ha moldeado la españolidad eterna, bigotuda y beata, ha negado cualquier alternativa genérica: España es orgullosa, solemne, valiente, cristiana, felizmente intolerante, ceñudamente tradicionalista. Los hombres, por nuestra parte, tenemos sexo, fuente de muchos placeres y muchos sufrimientos, y al mismo tiempo tenemos género, resultado de una construcción histórica enganchada solo en parte a los genitales, los cuales pueden ser civilizados y hasta domesticados sin necesidad de recurrir a la solución extrema de la castración; ni a la menos extrema del puritanismo sexual y la negación libidinal. El feminismo minoritario que identifica el sexo masculino —o su género, construido como irreformable— con la violación y la violencia se parece mucho a la ideología católico-imperial que identifica España con los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros y Hernán Cortés; es decir, a esa visión étnica que niega toda posible afiliación democrática en favor de una filiación siempre cerrada, esencial, casi biológica. ¿Se puede ser hombre y además pacífico, sensible y cuidadoso? ¿Se puede ser español y además mujer, demócrata y pacifista? Soy español, como decía Cánovas, porque no puedo ser otra cosa, pese a que lo he intentado sañudamente, perdiendo mucho tiempo y muchos aprendizajes; igualmente intenté sin éxito dejar de ser un hombre, a veces con dolorosa pasión de zelote, mediante un voluntarismo intelectualmente bastante estéril. Luego claudiqué. Soy un hombre. Eso quiere decir que no puedo ser Frida Kahlo ni Mesalina, pero no estoy obligado a ser mi padre ni mi viejo profesor de gimnasia ni el matón de mi colegio; eso quiere decir tan solo que en un momento de mi vida tuve que decidir qué «hombre» —y cuánto «hombre»— quería ser. Claudico. Soy español. Eso quiere decir que no puedo ser tailandés ni alemán; pero no quiere decir que tenga que ser mi abuelo paterno (ver capítulo II) ni mi bisabuelo (ver capítulo V) ni Francisco Franco ni Largo Caballero; eso solo quiere decir que estoy obligado a decidir qué español quiero ser, a qué tipo de español quiero «afiliarme», sin olvidar nunca que «las mutaciones han de partir de lo que está ahí y de los medios al alcance de los que pretenden mudar eso que existe» o, valga decir, que «lo que quiera que sea, ha de ser hecho con españoles». No me siento «español» como no me siento «hombre». O, al revés, me siento español y hombre de la misma manera, a ráfagas, en llovizna, balanceándome rapsódicamente entre la filiación y la afiliación. Acepto y hasta reivindico algunas «expresiones de género» masculinas sensatas y conforme a Derecho (o, al menos, no dañinas para nadie) después de haber logrado —creo— depurar mi masculinidad de muchos de sus parásitos machistas; la derrota del machismo, nunca definitiva, debe servir para liberarnos en cuanto que hombres y mujeres, con todas sus misteriosas voluntades y deseos, no para liberarnos de los hombres y las mujeres. Reivindico igualmente una españolidad sin sexo o con poco sexo, constitucional, republicana, federal, que dé satisfacción a todas las demandas de filiación nacional a partir de un refrendo afiliativo democrático; y que proteja —de los identitarismos y del capitalismo— eso que he llamado en otro sitio «prevaricaciones antropológicas», todas esas «vividuras» comunes sin relación con la verdad y la justicia pero compatibles con el Derecho, llamadas también costumbres y tradiciones, que nos unen sin parar, sin saberlo, a los otros cuerpos: los arbóreos, los humanos o los literarios. Porque no puede ocurrir nunca más —no debería ocurrir nunca más— que un lector español se niegue a leer a Cervantes y Galdós precisamente porque son españoles.
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