Jerónima

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–Unos se la pueden; otros no –dice, por todo comentario–. Lo detesto.
Hemos ido con Gonzalo al funeral que les han hecho en la parroquia. El Tata también ha asistido. Es el primer funeral de campo en que no he visto llorar a nadie. Las caras están vacías, como dibujos silenciosos. Todas las bocas selladas, tensas. La vibración de la violencia se siente en el aire, como un pájaro a mil revoluciones. Nadie dice nada.
Por orden del Tata, los han enterrado en el cementerio de la familia Larraín, atrás de la gruta.
–Un homenaje tardío, demasiado tardío –murmura Gonzalo, con los ojos llenos de lágrimas–. Un gesto que no sirve para nada.
Al día siguiente salgo muy temprano, casi a oscuras. Voy en puntillas hasta las caballerizas, saco a la Amapola, le pongo la montura y las cinchas.
El sol ya se está terminando de ocultar cuando llego, de vuelta. Día perfecto, pienso. Me bajo de un salto, entro a la casa. Me castigarán. Que lo hagan, pienso. Todo tiene un costo y lo pago.
Qué raro. En la casa no hay nadie. Tampoco están los hombres, que han pasado el día en otros fundos. Ni siquiera está el Tata. Qué raro.
Camino hacia las cocinas. Entro. Hay una taza llena de azúcar blanca, rota, tirada en el suelo. Algo ha pasado. Esto es distinto a una jornada normal de dulce de membrillo.
La mesa, desarmada. Varios caballetes están sueltos, tirados en el patio de adoquines. Los cuchillos, tirados en el suelo. Las cáscaras, desparramadas por todas partes. Una frazada tirada en el suelo. Al fondo, corre el canal, lleno de agua, tumultuosa, oscura.
Las banquetas, dadas vuelta. El patio, en un desorden total.
Entro a la cocina principal, oscura, sin ventanas. Los muros grises con el humo de la gigantesca cocina a leña que hay en el centro, prendida permanentemente.
Adentro encuentro el griterío. La Ita, todas las tías, cuñadas, primas, empleadas, la Gumercinda, todas de pie, hablando al mismo tiempo. Algunas respiran ahogadamente. Se llevan a la nariz un pañuelo con colonia. No se entiende lo que gritan. Hay un grupo atendiendo a la hermana del Tata, la tía Rosario, desmayada. Canastos llenos de membrillos desparramados por todo el patio. Al centro, la acequia atraviesa todo el espacio. Después, el grupo se traslada y se va a mirar la acequia. Se inclinan a mirar el agua. Las tías se tapan la cara con las manos. Algunas hacen gestos de vomitar.
Me acerco a la Gumercinda, que también mira la acequia.
–Niña, váyase de aquí –dice–. Menos mal que se le ocurrió desobedecer a su abuela y escaparse. Este ha sido un día terrible.
–Pero qué pasó, Gumercinda, por Dios, dime –me cuelgo de su brazo.
Señala la acequia con su dedo de cuero. La voz le tiembla. Nunca he oído temblar la voz de la Gumercinda.
–Un feto –dice–. Llegó flotando en la corriente. Después llegaron otros más. Ha sido la bestia de la Isabel Mairena, que convenció a las otras tontas embarazadas; ella no más fue la de la idea. Jamás lo confesará, ni aunque la corten en tiras. Váyase para arriba, niña.
La Gumercinda se pasa la mano por la cara y veo que la mano le tirita.
–Cómo pudo. Para más remate, todas las señoras estaban aquí pelando fruta. Váyase para su pieza, mi niña –repite–. Aquí todos están medio locos. La señora Rosario está desmayada.
Me acerco al agua. Viene densa, oscura. No distingo nada. Obvio que deben haber sacado todo ya.
Salgo de la cocina, lenta. Gonzalo viene entrando. Por su cara sé que sabe lo que pasó.
–Por Dios santo, la Isabel –dice.
Lo miro.
–Gonzalo, Forster no ha movido un dedo. La Isabel Mairena se desesperó –digo.
–No, Jerónima –dice, serio mirándome. Me pone las manos en los hombros–. Nadie se puede desesperar así. Nadie tiene derecho a esto. Voy a hablar con mi padre. Esto tiene que cambiar de una vez y para siempre. Deséame suerte –agrega, tocándome la nariz al pasar.
Pero lo sigo.
23
El Tata está reunido en el escritorio a puertas cerradas con Gonzalo. Oigo voces airadas. De pronto, un golpe en la madera de caoba. Es el puño del Tata. A Gonzalo no se le oye. Después de horas, la entrevista termina. Gonzalo sale pálido, transido. Sale a caminar, por el camino que lleva al tranque. Lo sigo corriendo junto a él.
–Qué te dijo.
Gonzalo se demora mucho rato en hablar. Luego me mira, triste.
–Cuando empecé a decirle que los campesinos habían muerto de hambre y que todos éramos responsables, pegó un puñetazo en la mesa. Y me dijo que él estaba haciendo todo lo posible y que no era un dios. Que me prohibía meterme y hablar con ellos. Luego salió el tema de mi futuro. Cuando le dije que quería ir a estudiar música al Conservatorio de París, otro puñetazo en la mesa. Me dijo que eso lo haría cuando pudiera malgastar mi propio dinero en tonterías de afeminados. Y luego me dijo que tenía otros planes para mí. Que había estado estudiando las universidades del mundo y que la mejor era Harvard –dice.
Gonzalo se detiene. El cielo parece desplomarse sobre él. Nunca lo he visto tan frágil, tan dolorosamente pequeño e inerme. Sobre él parece precipitarse una lluvia oscurecida desde un cielo enemigo.
24
Poco después, veo al Tata, que sube precipitadamente en el coche cerrado, el que tiene los mejores caballos. Juan Pino, el cochero del Tata, está vestido para ir a Santiago. Es muy divertido verlo. Tiene una chaqueta especial, producto de la creatividad de la tía Cleme, que tiene la extraña idea de que todos los sirvientes deben vestirse como personajes de opereta. Juan Pino, gordo genético, metido a presión en esa chaqueta verde, ajustadísima, llena de botones dorados, con esa gorra de chofer, parece a punto de sufrir una apoplejía. Pero sé que él está sufriendo, uno, por lo apretado de la chaqueta y dos, por el trayecto que deberá hacer. Tendrá que cruzar por el puente de Pelvín.
Más bien, no pasará por el puente de Pelvín. Juan Pino le tiene terror a los puentes, desde el episodio de la extremaunción. Llegará al puente y vadeará el río, metiéndose en el agua con caballos y coche. El Tata, desde adentro, le gritará, lo amenazará, le dará una pataleta. Probablemente lo golpee. Pero Juan Pino no cruzará por el puente. Pasará por debajo. Lo hace desde que tuvo que pasar hace unos años ese mismo puente bajo una lluvia torrencial, con el Tata, y un cura que iba a darle la extremaunción a un pariente. Juan Pino le dijo al Tata que no se podía pasar, que el puente estaba cediendo. El Tata saltó al pescante, le arrebató la huasca de las manos y se largó a pasar el puente. Este se quebró cuando iban llegando a la orilla y los tres se precipitaron a las aguas, bajo una lluvia torrencial. Los Santos Óleos se fueron nadando por el agua, el coche se destrozó, murió el caballo, murió el cura y el Tata llegó a la orilla sosteniendo a Juan Pino, medio ahogado.
Desde esa vez, Juan Pino se ha hecho a sí mismo una promesa de vida: él no cruzará un puente nunca más en su vida. Y así lo ha hecho hasta ahora.
–Estás despedido –le dirá el Tata cuando lleguen al otro lado.
Pero no lo despide nunca. Porque Juan Pino es el mejor cochero que el Tata haya tenido nunca. Mantiene a los caballos brillantes, alimentados, dóciles. Les habla al oído y los animales le obedecen hipnotizados por su voz brusca y chirriante.
Cuando van partiendo, Gonzalo se acerca, galopando en su caballo.
–Papá.
–Es urgente, papá. Me ha llegado la noticia de que el presidente Montt ha dado la orden de que repartamos pan a la gente...
–¡Sí, lo sé! ¡Por eso estoy yendo a Santiago! –grita el Tata, indignado–. ¡Para qué más! Era lo que nos faltaba. Darles pan y manteca diaria gratis. ¡Como si nadáramos en la abundancia!
–Papá, pero yo puedo encargarme de...
–¡Tú no te encargas de nada! –truena el Tata, sacando la cabeza por el coche–. No harás nada, ¿entiendes? ¡Nada! ¡El fundo sigue como está y sigue siendo mi tierra!
Gonzalo corre junto al coche. –Papá, no quiero estudiar en Harvard. No quiero ser ingenie...
–Nadie te está pidiendo tu opinión –dispara el Tata–. Te he dejado que vayas por tus caminos y has elegido las peores opciones. Y ahora, me sublevas a los campesinos con lo del comodato precario. Nadie me viene a mí con comodatos precarios, ni con repartición de tierras, ni con decretos sacados por debajo de la pierna.
¿Entiendes? Nadie.
–Papá, es que...
–¡Mi respuesta es no! –grita el Tata.
Y se pierde en medio de una nube de polvo y gritos de Juan Pino, que va apurando los caballos para llegar al puente con luz de día.
Me siento triste. Tanto que podría llorar. Monto mi yegua. La Amapola corre como el viento hacia el cerro.
25
El camino pasa enloquecido por mis ojos. El corazón me salta en el pecho y siento también el de mi yegua latiendo a mil.
El camino se hace empinadísimo. Comienzan las piedras desnudas a aparecer. Es el cerro en su parte más dura. Hay una saliente y el camino es muy estrecho. Apenas cabe un caballo. Abajo está la parte más profunda de la quebrada. El fondo, de un verde inquietante.
De pronto, desde la curva cercana, enfrente de mí, se siente un ruido de piedras cayendo a la quebrada con estrépito. Un grupo de jinetes desconocidos aparece bruscamente detrás de la curva.
–Mierda –dice uno de ellos–. Que nadie se mueva.
Me quedo mirándolos.
Son muchos. Una comitiva. Se ven cansadísimos. Nunca he visto hombres más polvorientos. Casi no se les distinguen las caras. Y tienen los caballos a punto de cortarse, resoplando, mojados enteros por el sudor. Se ve como si vinieran desde muy lejos. Sus ropas son distintas. Traen pantalones anchos, enrollados a la cintura. Las caras, envueltas en pañuelos.
Nunca los he visto. Obvio, no son de aquí. Se ve que no conocen el camino. Se han metido, todos en fila, por la saliente equivocada del cerro, por el lado del regreso. Les hago señas de que se devuelvan. No se mueven.
Los miro. Tienen miedo de caer. En realidad, la caída es vertical. Por lo menos seiscientos metros. La senda ahí es demasiado angosta.
Miro los caballos. También ellos tienen miedo. Mueven sus patas en el aire, sin querer avanzar.
Algunos están a punto de desplomarse. Llevan unas especies de ropas de viaje. Extrañas. No son como las vestimentas de acá. Todos están tostados por el sol.
Freno bruscamente frente a la nariz del caballo del que va delante.
Él no retrocede. Avanzo un poco más, impaciente.
Tiene que devolverse. Cómo no se da cuenta. Viene por el lado equivocado. Son las reglas del cerro.
Lo miro. Es alto. Muy delgado. Debajo del polvo veo su cara delgada, de nariz grande. Y los ojos. Se le ven desde debajo del sombrero. Brillan. Ojos delgados, extendidos, intensos, oscuros, como cuchillos envainados.
Me mira como si mirara un animal salvaje.
Tienen algo esos ojos. Como si supieran las cosas desde antes, no sé. Siento algo raro cuando lo veo.
No me importa, pienso. Tengo la preferencia. Voy subiendo.
Pero ellos no se mueven.
–Hola –digo–. Voy subiendo yo.
Me miran. No dicen nada.
El hombre alto me mira y tampoco dice nada.
¿Qué está esperando? ¿Que yo retroceda? Ni en sueños. Yo comencé a pasar primero, pienso. Llevo más de la mitad del camino recorrido.
Adelanto mi yegua. La cabeza de la Amapola toca la de su caballo. Los animales se remueven, inquietos.
Veo que eso le da miedo a él. Qué raro. Y a los demás también. Además, me miran como si nunca hubieran visto un ser humano por estos lados. Me están dando rabia, pienso. ¿Qué esperan para dar media vuelta? Parecen petrificados.
Entonces, el alto levanta la mano y le hace señas a los de atrás.
–Quietos –dice, volviendo la cabeza–. No hagan ningún movimiento. Sujeten los caballos.
Yo avanzo más con mi yegua. Me acerco a él. Siento el ruido del viento silbando con rabia. Los árboles verde oscuro del fondo se mueven inquietos.
–Tienen que devolverse ustedes –digo, echándome el pelo para atrás–. No se puede bajar por esta pendiente. Solo subir.
No sé por qué estoy nerviosa.
Él me mira.
–Buenas tardes –dice.
–Hola –digo–. Quién eres.
–Me llamo Alvar Carabantes –dice. Muestra con la mano hacia atrás–. Estos son mis compañeros. Venimos desde Copiapó.
Desde Copiapó.
Ah, pienso, por eso. No conocen estos cerros.
–Yo soy Jerónima –digo–. Jerónima Larraín. Mi abuelo es... –muestro con la mano el valle. De pronto me da mucha vergüenza decir que el Tata es el dueño de todo esto.
–Mucho gusto –dice él. Sonríe con los ojos.
Entonces, se saca el sombrero y el pañuelo del cuello y se lo pasa por la cara, sacándose un poco el polvo.
No es lo que yo llamaría un buenmozo, pero tiene algo. En las manos, en los hombros, en la manera como aprieta la mandíbula. La voz es ronca, un tono más bajo que la de los hombres de acá.
Su boca es lo más suave del rostro. Algo gruesa, extendida. No mucho.
–Jerónima, necesitamos pasar –dice.
–Pero...
–Sé que nos hemos metido por el camino equivocado –me interrumpe él. Tiene una voz que domina sobre los otros ruidos del paisaje–. Pero no nos atrevemos ni a retroceder ni a dar vuelta. Nos caeríamos. Nuestros caballos están rendidos. Y no están acostumbrados. ¿Puedes ser tú la que se vuelva, por esta vez? –agrega–. Así nosotros podremos avanzar sin caernos.
Quedo en silencio. No sé qué decir. Miro hacia la caída vertical.
Lo que me faltaba, pienso.
–Por favor –vuelve a decir él–. No conocemos estos cerros y son muy altos.
Uno de sus caballos comienza a asustarse y a retroceder espantado con el viento que silba entre las rocas.
El jinete pierde los estribos y empuja a los otros caballos, que se acercan a mi yegua. Están muy nerviosos.
–¡Apúrese! ¡Dé la vuelta de una vez, niña! –grita alguien desde la comitiva.
–Torpes –digo fuerte.
Tiro fuertemente las riendas a la Amapola y doy, muy brusca, la vuelta, empujándola, fuerte, contra el cerro. Es la única manera. Rápido y de una vez. Las ancas de mi yegua chocan fuertemente contra la pared de roca y ella queda un segundo con las patas en el aire. Le doy el último giro, fuerte. La Amapola da la vuelta en redondo y logra aferrarse con media pezuña a la orilla de la saliente. Dos o tres peñascos caen. El grupo me mira, horrorizado.
Qué se creen estos idiotas. Me lanzo a galope de vuelta por la saliente. Mi yegua es la única que puede galopar por aquí. Sus herraduras finas sacan chispas contras las piedras del borde.
–¡Afuerinos de mierda! –les grito, haciendo bocina con las manos.
Y me lanzo en galope furioso hacia la casa. Es tardísimo. Voy a galope tendido por el atajo del cerro. Tengo que llegar luego.
En ese momento, casi choco con Gonzalo, que viene subiendo.
–Dónde estabas –dice–. Te andan buscando todos. Mi mamá está furiosa. Te ha buscado toda la mañana para que fueras a pelar membrillos. Dice que va a tomar medidas definitivas contigo...
–Sí sé –le digo–. Me encontré con unos imbéciles en la quebrada, en la saliente. Me hicieron dar la vuelta. Parece que venían de lejos. No se atrevían a devolverse ellos y no me quisieron dejar pasar. Tuve que devolverme por donde había venido. Les grité no sé qué.
Gonzalo me detiene el caballo.
–Para, para, para. Qué imbéciles. Qué quebrada. No entiendo.
–No sé. Dijeron que venían desde Copiapó. El que viene al mando se llama Alvar Ca...
–¡Carabantes! –exclama Gonzalo. Me mira alborozado. Luego me mira, risueño–. ¿Les dijiste imbéciles? –dice–. ¡Es lo mejor que he oído! ¡Tienes la lengua de pólvora, Jerónima! ¡Son todo lo contrario a unos imbéciles! ¡Son los hombres de Pedro León Gallo, unos héroes en el norte! Es el grupo de mi amigo Benjamín Vicuña Mackenna, los liberales del norte. Han llegado, por fin –dice, después–. Benjamín es mi amigo. A Carabantes lo conocí en el norte. Es un gran tipo, el mejor amigo de Gallo. Les ofrecí la casa para que descansaran antes de que llegaran a Santiago. Vienen a buscar apoyo y dinero para su revolución. Corre, adelántate –dice–. Avísale a la mamá... no, dile a la Gumercinda, mejor, que aumente la comida. Los llevo a la casa. Son mis invitados. Voy a salir a encontrarlos –dice.
Y sale galopando hacia el cerro.
26
Mierda. Tres veces mierda. No puedo creerlo.
Llego a la casa. La Ita está parada en la escalera de la entrada. Acompañada de todas mis tías, cuñadas, primas, de toda la parentela de la creación. Por qué serán tantos los Larraín, pienso. La Ita echa chispas por los ojos.
–Me cansé de tus rebeldías e insolencias –dice la Ita–. Esta es mi casa y aquí se hace lo que yo digo. Te arrancas de madrugada, te mandas cambiar sin decirle nada a nadie y llegas a esta hora. Yo llego hasta aquí. No me haré más cargo tuyo –dice–. Pedro verá qué hace contigo. Y esto va en serio.
La miro. Pienso que jamás se ha hecho cargo de mí. Sus palabras me resbalan.
–Ita, Gonzalo dice...
–No me hables más, Jerónima –replica ella.
Me da vuelta la espalda y entra en la casa, seguida de todos.
Corro a las cocinas. Le aviso a la Gumercinda.
–Ay, este Gonzalito, tan atarantado para sus cosas –dice ella. Pero echa un kilo de arroz a la olla y comienza a revolverlo con el aceite.
Subo a mi pieza. Estoy muy nerviosa. Me miro el pelo. Qué horror. No puedo estar más chascona. Parezco un animal salvaje, en verdad. Me lo escobillo y me hago una trenza atrás. Me queda chueca. La deshago. Trato de desenredarme, sin resultado. Mi pelo es demasiado crespo. Finalmente me lo tomo con un lazo grueso. Ahí se aplaca un poco. Busco frenética entre mis cajones. No tengo nada, nada decente que ponerme.
Por primera vez en mi vida siento que no puedo bajar a comer vestida con los pantalones de montar viejos de Gonzalo. Abro mi armario. Me meto como puedo en el vestido gris, lleno de botones. Odio heredar ropa. Este traje es de la Consuelo. Me miro al espejo. No está tan horrible. Por lo menos, el lazo de terciopelo azul le viene.
Cuando bajo, los de la comitiva del cerro van entrando a la casa por el portón. Con Gonzalo a la cabeza. Saludan a la Ita, al Tata. Piden perdón por sus ropas. Agradecen la hospitalidad. Saludan a las tías. La Cleme se pone roja, los mira sin mirarlos, de reojo. La Pita, en cambio, los contempla descaradamente, disecándolos con su mirada de ojo fijo.
Benjamín Vicuña Mackenna toma a Gonzalo por los hombros.
–Qué gusto volver a verte –dice.
Hablan del viaje. Han galopado por el desierto durante cuatro días.
Gonzalo presenta a todo el mundo. Las tías achican los ojos para ubicarlos. Buscan desesperadamente en su bolsa de apellidos conocidos.
–¿Este niño no es el hijo de la Carmen Mackenna? –dicen, cuando ven a Benjamín. Él sonríe.
–Soy el hijo, todavía, sí, gracias –dice.
–Ah, qué bien, salúdame a la Carmen cuando la veas –dice la tía Rosario, que no tiene sentido alguno del humor.
Los viajeros suben a arreglarse y, un rato después, bajan, en tropel. Ahora se les ven las caras. Parecen menos amenazadores de lo que se veían en el cerro.
El alto se detiene ante mí.
–Irreconocible –dice sonriendo y mirándome.
Me toma la mano y se inclina, sonriendo solo con los ojos. No sé cómo lo hace.
–Yo soy el afuerino de mierda que viene a cargo de todos estos otros afuerinos de mierda –murmura despacio para que solo yo le oiga–. Alvar Carabantes, a sus órdenes, Jerónima –dice después.
Se acuerda de mi nombre, pienso. Y me pongo roja como ciruela. Lo que me faltaba.
–Como está usted –digo.
Los otros también me saludan con inclinaciones de cabeza. Uno de ellos se acerca a mí. Tiene una cara abierta, simpática.
–Benjamín Vicuña Mackenna –dice, mirándome–. Agradecidísimo –dice y mira a todos–. Esta joven es una amazona increíble –agrega, sin soltarme la mano.
Se hace un silencio helado. La Ita tose.
–Sí –dice–. Es lo que Jerónima mejor hace. Arrancarse a caballo.
–Es yegua –digo, mirando el suelo.
La Ita me lanza una mirada de piedras y fuego.
Pienso que ya lo paso mal, así es que qué diferencia hay.
La Gumercinda llega con las niñas de mano detrás, en procesión, trayendo las fuentes. Comienzan a servir. Por la izquierda, las cejas de la Ita llamean en advertencia.
Benjamín habla todo el tiempo. Cuenta la vida en Copiapó, en las minas, la pobreza, el abandono en que los tiene Santiago. Habla de la Hacienda Chamonate, de los Gallo. Habla de Candelaria Goyenechea. De los mineros, de las vetas, de los pirquineros, de los que han tenido suerte y de los que no.
Alvar Carabantes habla también, pero no mucho. Se ve distinto con la ropa escobillada. Es alto. Y sus ojos. Los inquietantes ojos oscuros, estirados en la cara. Parecen dos cuchillos que te dividen, lentamente, cuando te miran.
Habla del desierto.
–El desierto es el laberinto más complicado del mundo –dice–. No cuesta nada perderse. Si uno se pierde allí, no vuelve. Mi padre se fue un día a buscar una veta. Y no volvió más.
Se hace un silencio sobrecogedor. Una tía, nerviosa, le ofrece pan.
Luego Benjamín habla de la pobreza del norte, del abandono de Montt.
El Tata se aclara la garganta e interviene.
–Montt tiene grandes problemas aquí –dice–. Tan grandes que no le ha quedado espacio para atender a las provincias. Supongo que ustedes habrán calibrado la intensidad de la sequía de la zona central durante su viaje.
–Sí, don Pedro, por supuesto –responde Benjamín–. El problema es la distancia. Estamos demasiado lejos. Y los mineros saben que lo dieron todo por Montt. Y ahora se sienten traicionados. Santiago sigue siendo el centro. Nada se puede hacer si no viene el permiso de la capital. Y Copiapó, todos sabemos, es una región que tiene perfecta capacidad de gobernarse por sí misma y de autoabastecerse.
–Chañarcillo es el banco de Chile –dice Benjamín.
–Eso es cierto –conviene el Tata–. Cobre, plata, salitre, sí. Chile es minero en el norte. Algún día –agrega, soñador– será un huerto paradisíaco en el centro. Algún día.
–Brindo por eso, senador Larraín –dice Benjamín.
Todos brindan, levantando sus copas. Levanto la mía. Alvar Carabantes me mira. A través del cristal le veo los ojos enormes.
Sí, pienso. Tiene ojos especiales.
Sigue la conversación. Las tías preguntan cómo es encontrar una mina de plata. Benjamín explica todos los sudores de los mineros, de los pirquineros, las infinitas veces en que se halla una veta que no sirve para nada. Y la emoción cuando se halla una verdadera. Habla de los cientos de hombres que sueñan con encontrar una. Y luego vuelve a salir la cuestión del abandono de Copiapó por la zona central.
–Lo que es mi amigo Pedro León Gallo, él ya se cansó de esperar más –dice Benjamín.
Se hace un silencio.
El Tata pregunta si Gallo es el hijo de Candelaria Goyenechea.
–Sí, don Pedro –toma la palabra Carabantes–. El tercero de los hijos. El preferido de la tía Candelaria Goyenechea. Después de la muerte del tío Miguel, él quedó a cargo de Chañarcillo. La tía Candelaria ayuda a mucha gente allá. Dice que el tío Miguel Gallo hubiera sido igual de pobre si no hubiera hallado Chañarcillo. La tía Candelaria ha hecho incontables gastos por la zona norte. Hasta ha mandado a hacer de su propio bolsillo un ferrocarril que vaya de Caldera a Copiapó para el embarque del mineral. Ella misma llamó a Wheelwright y se lo encargó. Ahora las exportaciones son mucho más expeditas.
–Pero supongo y espero que ese niño, Pedro León, no estará pensando en hacer alguna tontería contra el poder establecido –se oye la voz de bajo profundo del Tata–. Las cosas se arreglan con el tiempo. Ustedes, los jóvenes, son demasiado impacientes. No saben esperar como es debido.
Una mirada de Gonzalo. Carabantes la pesca desde el otro lado de la mesa. Toca en el codo a Benjamín. Este capta.
–...Tiene usted toda la razón, senador, se lo aseguro: Pedro León Gallo no está pensando en hacer ninguna tontería –dice Benjamín. Y se concentra en su plato.





