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Sin embargo, la investigación permitió a la comunidad y a los investigadores entender que, ante la negligencia estatal, las comunidades han generado soluciones, unas espontáneas y otras planeadas. Así, las comunidades acuden a conocimientos a veces espirituales, otras veces botánicos y otras simplemente tradicionales, los cuales les permiten tratar ciertas enfermedades o mitigar el impacto de otras. Estas soluciones espontáneas están acompañadas de esfuerzos más orgánicos, como la creación de comités de salud en las juntas de acción comunal. Ambos tipos de solución son parciales e incluso insuficientes para las necesidades de salud locales; no obstante, estas iniciativas demuestran que las comunidades son capaces de encontrar soluciones a sus problemas de salud y están dispuestas a organizarse para ello. Lo harían, con seguridad, si el sistema de salud reconociera su capacidad de administrar el bienestar económico en sus territorios y les permitiera habitar esos territorios con el disfrute pleno de sus derechos.
Supongamos, por el momento, que nuestra hipótesis es correcta y que es posible crear formas de organización social que impulsen el bienestar económico y la democracia, en ausencia de un gran gobierno central. Si ponemos estos gobiernos locales en marcha, ¿estaremos impulsando un proyecto comunitarista, anárquico, que niega la legitimidad del Gobierno nacional y busca crear republiquetas campesinas insumisas? En un mundo acostumbrado a los grandes gobiernos centralizados y administrados por grandes maquinarias burocráticas, es fácil percibir otras formas de gobierno de esta forma caricaturesca. Sin embargo, resulta sorprendente que organizarse localmente para administrar los recursos disponibles para el bienestar económico y garantizar mayor participación política es un derecho presente en muchas constituciones; aún más, las constituciones de muchos Estados nacionales suponen que el Estado mismo existe gracias a esas formas comunitarias de organización social y territorial.
El cuarto capítulo analiza un caso específico de las dificultades locales para poner en marcha sus derechos e instrumentos para el bienestar económico, incluso si se trata de iniciativas locales, populares, o “desde abajo”. Nos referimos al caso de la educación escolar indígena en el Amazonas. La educación escolar indígena amazónica ofrece un caso paradójico para entender cómo la organización local intenta exigir y poner en práctica ciertos derechos. Los pueblos indígenas del Amazonas recibieron la educación escolar como una imposición a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX; además, la educación escolar se convirtió en un instrumento del Estado para acabar con la existencia de los pueblos indígenas sin eliminarlos físicamente. Las luchas indígenas en toda Colombia han obligado al Estado a aceptar la creación de un sistema educativo escolar dirigido, administrado y evaluado por los pueblos indígenas, pero ese sistema se basa en la experiencia y la estructura de las organizaciones indígenas andinas y aún no se adapta a la realidad social e histórica de los pueblos indígenas amazónicos. Así, los pueblos indígenas amazónicos se debaten entre adoptar un modelo indígena de administración de la educación o continuar con una educación administrada por el Gobierno nacional o las iglesias. La paradoja está en que ninguno de esos modelos representa las expectativas de los pueblos indígenas amazónicos sobre la educación escolar. Los pueblos indígenas de hoy no desean renunciar a la educación escolar, pero el hecho de que existan alternativas indígenas a la administración de la educación no garantiza la satisfacción del derecho. Para crear un sistema escolar indígena amazónico, los pueblos indígenas del Amazonas tendrán que lidiar con las exigencias del Estado para que sus organizaciones se burocraticen, se institucionalicen y se parezcan más a las que el Estado central desea.
El capítulo quinto de este libro afirma que, en el cumplimiento del reciente acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las FARC-EP, el funcionamiento del Estado depende de esas formas de organización departamental y local. El funcionamiento estatal no depende solo de los gobiernos centrales, sino de formas locales de administración del territorio, especial-mente en regiones en las que el Estado parece estar ausente en cualquier asunto diferente a la acción militar. En estos territorios, los instrumentos de planeación nacidos del proceso de transición hacia la paz permitirían a sus habitantes dirigir la acción estatal hacia sus necesidades de desarrollo y ordenamiento territorial; en otras palabras, la implementación del acuerdo de paz es una oportunidad para armonizar las demandas de las comunidades locales por el reconocimiento de sus derechos en sus territorios con la planeación del desarrollo nacional.
¿Cómo? Para entender esa propuesta, la región de La Macarena nos provee nuevamente de un escenario en el que nuestra hipótesis puede ser puesta a prueba en el caso del acceso a la propiedad de la tierra, los desarrollos endógenos y la atención a las víctimas. A partir de una discusión sobre qué solemos entender por territorio y ordenamiento territorial, este capítulo revela que la disyuntiva de la planeación para el desarrollo es producto de una confusión: los planes de desarrollo de los gobiernos centrales prometen desarrollar territorios cuyas necesidades y posibilidades desconocen, al mismo tiempo que obligan a esos territorios a acomodar su planeación al proyecto del Gobierno central. Dicho de otro modo, suponen que todas las regiones tienen las mismas necesidades de desarrollo y no escuchan las necesidades que plantean quienes habitan esas regiones. Esto es lo que llamamos aquí una planeación “hacia abajo”: así, la gente a quien deben beneficiar los planes de desarrollo no es consultada.
En este contexto, el ordenamiento territorial transicional facilitaría una relación de negociación entre los grupos locales y los niveles municipal, departamental y nacional en el proceso de planeación, niveles de los que las comunidades rurales y sus organizaciones locales, usualmente, están excluidas.
Ahora bien, halagar la capacidad de una comunidad campesina o indígena para organizarse parece ser poco realista a la luz de la realidad de esas comunidades, en las que abunda la pobreza y los bajos niveles de acceso a la salud, la educación y otros derechos. También podría parecer una actitud paternalista frente a los problemas de participación política. Es cierto que, en los casos que analizamos en este libro, las formas de organización comunitaria y ordenamiento territorial han ocurrido a contracorriente de las decisiones del Gobierno central, pero nuestro argumento no consiste en prometer un nuevo mundo basado en formas totalmente nuevas de organización política que desplacen a los Estados. No porque la idea no sea atractiva, sino porque eso no parece ser lo que la sociedad civil y las comunidades rurales o locales esperan.
La expectativa que existe en estas regiones es que las políticas de los gobiernos centrales se sintonicen con sus iniciativas locales, con el fin de que esas formas de ordenamiento territorial local permitan el bienestar económico y el disfrute de los derechos civiles y políticos. Por ello, el bienestar local no puede funcionar sin un cambio en las políticas para el desarrollo regional. Ese es el problema al que apunta el sexto y último capítulo de este libro: ¿cómo pueden las políticas de desarrollo sintonizarse con el desarrollo regional? Para lograr el desarrollo regional, afirmamos en nuestro último capítulo, es indispensable que el Estado asuma la responsabilidad de crear políticas públicas en todos sus niveles (nacional, regional y local), basadas en la realidad de cada territorio, las cuales potencien el uso de los recursos y las capacidades de sus habitantes por medio de incentivos. Estos cambios deberían equilibrar el nivel de crecimiento económico de regiones con mayores niveles de bienestar y regiones que muestran bajos índices de bienestar económico, pero ese crecimiento del bienestar económico basado en el trabajo de sus habitantes debe ocurrir sin agotar los recursos naturales disponibles.
En términos de la planeación estatal para el desarrollo, este bienestar económico exige resolver problemas de competitividad económica, incrementar los ingresos y garantizar acceso a los bienes y servicios básicos (como alimentación, vivienda, educación y salud). Para ello, la aplicación de buenas prácticas de gobierno, el fortalecimiento de las instituciones públicas locales, regionales y nacionales y la inversión en la infraestructura son condiciones necesarias que deben ejecutarse desde el nivel central hasta el local. En otros países de América Latina, esas políticas públicas han estado ligadas a las reformas agrarias; así, nos preguntamos si en Colombia los acuerdos de paz pueden ser una oportunidad para poner en práctica tales políticas.
La situación actual de los acuerdos de paz nos obliga a pensar en la respuesta con incertidumbre; no obstante, un conocimiento para la libertad, la igualdad, la fraternidad, la sostenibilidad ambiental y la armonía entre los pueblos, sin llevarnos al aburrimiento de una vida sin sentido por una sociedad que ya tiene todo resuelto, es arduo. Para encontrar un par de piedras preciosas siempre hace falta escarbar en numerosos arroyos de lodo.
Para los y las investigadoras sociales, los y las líderes sociales, los y las funcionarias públicas comprometidas con los derechos humanos, los y las activistas sociales, los y las líderes políticas y los y las ciudadanas comunes y corrientes informados, esos arroyos de lodo metafóricos son movilizaciones, reuniones tediosas, informes extensos y, con suerte, libros como este, que deciden hincarle el diente a un problema del que hay mucho que decir y poco tiempo para actuar. A lo mejor, lo que decimos aquí nos sirva para actuar lo más pronto posible.
PROCESOS ORGANIZATIVOS EN EL MUNICIPIO DE LA MACARENA, META (1940-2017): UNA BREVE HISTORIA DE EXCLUSIONES Y LUCHAS POR EL RECONOCIMIENTO
La Macarena es un espacio social, económico, político y culturalmente producido, apropiado, representado, negociado y vivenciado por sus habitantes, en el que históricamente han estado en disputa diversos agentes (estatales, armados, empresariales, organizativos, comunitarios, multinacionales, globales) en torno al uso, control y representación de los recursos, las poblaciones y las capacidades locales que en el territorio tienen lugar. La Macarena cobija seis municipios del sur del meta: Mesetas, La Uribe, La Macarena, San Juan de Arama, Puerto Rico y Vistahermosa. Esta zona conformó, entre el 2007 y el 2011, lo que se conoció como el área del Plan de Consolidación Integral de La Macarena (PCIM). Estos municipios, junto con otros nueve del departamento del Meta1 y tres del Guaviare,2 conforman desde 1989 lo que se conoce, con fines de protección socioecológica, como el Área de Manejo Especial La Macarena (AMEM), la cual tiene un área de 3 871 791 hectáreas.
Para los fines de este capítulo no tomamos toda la región de La Macarena, sino que nos concentramos en los procesos organizativos sociales y comunitarios del municipio de La Macarena, Meta. Esto exige comprender la particular configuración socioespacial del territorio, así como los procesos poblacionales específicos que comienzan hacia 1940, aunque, como tal, la entidad municipal en términos político-administrativos se conformó hacia 1980. En este capítulo intentaremos, en una perspectiva histórica e institucional, dar cuenta de a) la relación entre procesos organizativos comunitarios, configuración socioespacial y procesos poblacionales en el municipio entre 1940 y 2017; b) las principales estrategias político-organizativas que consideramos han utilizado y movilizado las organizaciones sociales en el municipio para posicionarse en la arena pública; y c) los elementos transversales constitutivos de estas apuestas organizativas que ameritan una mayor exploración etnográfica, especialmente si lo que se quiere es contribuir a fortalecer o habilitar la implementación del Acuerdo Final de Paz (Gobierno de la República de Colombia y FARC-EP, 2016) suscrito entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP). Para el desarrollo del texto acudimos principalmente a fuentes secundarias y algunos datos etnográficos, como parte de un proceso investigativo emprendido en esta zona desde 2016 por los profesores del eje 1, “Estado, sociedad y desarrollo”, del Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas de la Pontificia Universidad Javeriana.
Procesos organizativos comunitarios, configuración socioespacial y procesos poblacionales en La Macarena
Inicialmente nos situamos en una perspectiva histórica desde 1940 para comprender los procesos de configuración socioespacial y poblacional de este territorio y su relación con los tejidos organizativos. Para fines analíticos, y siguiendo en parte las propuestas de Rincón (2018) y González, Castañeda y Barrera (2016), se presentarán cuatro cortes cronológicos en los casi ochenta años de trayectoria de esta zona del país (1940-2017).
POBLAMIENTO COLONO INCIPIENTE DE LA ZONA Y CONFIGURACIÓN DE LAS PRIMERAS ASOCIACIONES DE COLONOS (1940-1970)
El municipio de La Macarena se configuró como un territorio de poblamiento tardío y disperso, con dinámicas de asentamiento todavía muy recientes. Por ejemplo: caqueteños con identidades políticas afines al Partido Liberal, que exportaron con relativo éxito el modelo ganadero de doble propósito y que se ubicaron al occidente del casco urbano, más conectados con las dinámicas económicas y políticas de San Vicente del Caguán, Florencia y Neiva; santandereanos en el casco urbano y las veredas más cercanas, con identidades políticas afines al Partido Conservador; y un poblamiento de origen diverso, que se ubica al oriente del municipio, en las zonas altas y medias del río Guayabero, en las que, si bien existe un predominio de la ganadería, al tener un menor desarrollo tecnológico (básicamente, ganadería de engorde), no les reporta beneficios materiales significativos a las comunidades.
El municipio se configuró como un territorio de retaguardia de la guerrilla. Entre 1953 y 1959, luego de las amnistías otorgadas, allí se constituyeron proyectos de localización de guerrilleros desmovilizados. Más hacia los años ochenta, grupos armados como las FARC-EP, regularon algunos aspectos básicos de la vida comunitaria, pero encontraron dificultades para consolidar un control social de mayor cobertura territorial. También fue un territorio caracterizado por soberanías fragmentadas y segmentadas entre actores: la militarización del casco urbano por parte de la fuerza pública contrastó con una presencia de las FARC-EP en algunas zonas rurales (Rincón, 2018; González, Castañeda y Barrera, 2016).
Para entender las organizaciones comunitarias de la región amazónica occidental, es necesario comprender que estas nacieron tanto en el marco de las primeras alianzas y solidaridades que acompañaron el proceso de reasentamiento de los campesinos en su proceso de colonización forzado como también gracias a la iniciativa y empuje de los líderes agrarios de orientación ideológica comunista, quienes llevaron consigo a la selva “la experiencia de lucha por la tierra” (Salgado, 2012, p. 201).3 Una de estas experiencias fue precisamente la Asociación de Colonos de La Macarena, creada en los años setenta, la cual tuvo el objetivo de defender a la población de los especuladores comerciales y promover la construcción de la carretera hasta Vistahermosa, para conectar La Macarena con Villavicencio (Rincón, 2018). Esta asociación también influyó en el control de precios de las mercancías en la zona.
El trabajo organizativo adelantado por estos líderes agrarios, basado en la promoción e impulso de juntas de acción comunal, asociaciones de colonos y sindicatos de pequeños agricultores, marcó ideológicamente las luchas y resistencias del campesinado en esta área. En un trabajo organizativo cotidiano, los líderes de las nacientes organizaciones construyeron su propia legitimidad; con sus acciones y prácticas discursivas fueron socializando los objetivos planteados por sus organizaciones y ganando consenso en torno a los medios requeridos para lograr el éxito de los propósitos perseguidos (Leal, 1995).
Desde el trabajo comunitario, los líderes agrarios comenzaron a tener una fuerte incidencia en las comunidades y, de manera progresiva, fueron ganando el respaldo político de sus propuestas, lo que amplió su cobertura geográfica y estableció un trabajo coordinado a nivel interveredal, intermunicipal e interregional. Estos líderes no solo trabajaban con los campesinos hombro a hombro en la resolución de sus problemas más inmediatos y cotidianos, sino que también mostraron una gran capacidad de ser interlocutores válidos e informados frente a las autoridades estatales, civiles y militares. Se trataba de líderes que tenían la destreza de manejar varias gamas y formas del lenguaje; cuando dialogaban con las comunidades, predominaba un manejo de códigos lingüísticos propios de los campesinos, y cuando se sentaban en una mesa de negociaciones con funcionarios del Estado, utilizaban códigos lingüísticos mucho más elaborados (Bourdieu, 2001).
COLONIZACIÓN COCALERA, REGULACIÓN Y APROPIACIÓN TERRITORIAL DE LAS JUNTAS DE ACCIÓN COMUNAL Y EXPANSIÓN DE LAS GUERRILLAS (1970-1990)
Desde sus inicios, las organizaciones campesinas se constituyeron en autoridad política local y entraron a suplir en la región amazónica occidental colombiana la precaria institucionalización y territorialización del Estado colombiano (Leal Buitrago, 1994). Los campesinos encontraron en estas organizaciones un espacio para exponer sus problemas, sus quejas, sus conflictos interpersonales, sus anhelos y sus sueños. Así, desde el principio se constituyeron en instituciones legitimadas para ejercer en nombre de la comunidad los controles, la representación frente a las autoridades locales y regionales y la defensa de los derechos de los campesinos. Estas fueron vistas por los mismos campesinos como organizaciones que sabían representar y dimensionar la problemática campesina y asumir la vocería para argumentar y luchar por sus derechos ante las autoridades estatales del orden local, regional e incluso nacional.
Sin embargo, la expansión de la coca en el agro amazónico impuso un nuevo ritmo en la región: las organizaciones campesinas se debilitaron, los tiempos de los campesinos se alteraron y las mercancías inundaron el área. En el predio campesino se perdió un espacio importante para la producción de alimentos, la estructura familiar sufrió cambios en su interior y el control del tiempo que tenía el campesino para sí y su familia también se vio afectado. El narcotráfico impuso su lógica en el territorio, y el campesino perdió su libertad y autonomía. El territorio amazónico fue usado para los fines lucrativos del narconegocio y la dinámica socioeconómica de los pueblos y veredas se organizó en función de su mercancía. El campesino se insertó en la dinámica impuesta por el narcotráfico y su economía doméstica campesina se empezó a constituir en una empresa familiar al servicio de este capital (Jaramillo, Mora y Cubides, 1986), es decir, el narcotráfico empezó a monopolizar el territorio amazónico y, con ello, se apropió de la renta de la tierra, haciéndola funcional para la producción de coca.
Eliane Tomiasi y Rosemeire Aparecida de Almeida (2010, p. 45) explican que el capital puede monopolizar el territorio sin que exista una territorialización en el momento en que, pese a que el capitalista no es el propietario de la tierra, se crean las condiciones necesarias para apropiarse de la renta de la tierra y generar una total dependencia del pequeño o mediano agricultor con respecto a la industria procesadora del producto agrícola, en este caso, del narcotráfico, que es la empresa que transforma la hoja de coca en pasta básica de cocaína y en clorhidrato de cocaína. Esto fue precisamente lo que sucedió, es decir, aunque la producción de hoja de coca no se daba en condiciones típicamente capitalistas y los campesinos no habían sido despojados de su tierra (separados de los medios de producción), los narcotraficantes ejercían el monopolio total de la circulación de esta mercancía, determinando su cantidad y su precio.
La pérdida de autonomía del campesinado y su absoluta dependencia con respecto a la economía coquera se hizo evidente durante la crisis de los años 1983 y 1984. El campesino ya no era quien organizaba el espacio, ni administraba su tiempo; así, quedó inserto en la lógica del mercado y puso en riesgo a su familia, al perder la esfera de producción de alimentos, que es una esfera sagrada en el orden moral del campesino.
Las características que los identificaban como campesinos y que eran las que les habían dado la fuerza para intentar una vez más asentarse estaban seriamente golpeadas por la economía de mercado: estaban perdiendo su autonomía frente a la sociedad global; la importancia del grupo familiar y su sistema económico (relativamente autárquico) había entrado a depender casi en su totalidad de la economía coquera; la comunidad de interconocimiento se estaba resquebrajando—ya no se conocían entre sí todos los vecinos en las veredas—; y el papel de mediadores y abastecedores de alimentos al mercado local se había debilitado sensiblemente (Mendras, 1995).
Las organizaciones campesinas, en su esfuerzo de recobrar su fuerza y autoridad en la región, supieron interpretar esta coyuntura: o seguían viviendo al vaivén de la economía coquera o restablecían la autonomía e independencia económica del campesinado. De hecho, desde sus inicios, esa era su lucha; las organizaciones campesinas estaban peleando por el territorio desde propuestas que estaban orientadas al fortalecimiento del campesinado y al desarrollo socioeconómico municipal y regional; sin embargo, en medio de la embriaguez producida por los excesos de liquidez y la compulsión desenfrenada hacia el consumo, fue poco lo que pudieron hacer.
No obstante, las organizaciones campesinas no renunciaron a sus objetivos, ni claudicaron en su tarea. Con la crisis cocalera mencionada, las organizaciones percibieron que las condiciones socioeconómicas permitían de nuevo convocar al campesinado a trabajar por sus viejos propósitos y unir esfuerzos para la reconstitución de sus identidades y economías campesinas en la región. En este proceso las FARC-EP también intervinieron y tomaron medidas orientadas a contrarrestar la crisis y evitar este tipo de colapsos regionales hacia el futuro; sin duda alguna, las FARC-EP también se vieron afectadas por la ausencia de producción de alimentos en la región y por la dispersión de sus bases sociales y políticas de apoyo.
Dado que la mayoría de las familias campesinas habían sustituido la casi totalidad de su producción agrícola por el cultivo de la hoja de coca y que toda la región occidental de la Amazonía tuvo que depender del mercado externo de alimentos para abastecerse, las FARC-EP y las organizaciones campesinas exigieron a las familias del campo volver a sembrar comida. Recuerda Alfredo Molano (1987, 2000) que las FARC-EP obligaron a los campesinos a sembrar tres hectáreas de comida por cada hectárea de coca; así mismo, las organizaciones campesinas, por su parte, se dieron a la tarea de trabajar con los campesinos propuestas de desarrollo local y regional mucho más elaboradas que las presentadas a finales de los años setenta, esta vez exigiendo al Estado su intervención para sustituir los cultivos de coca por una economía estable para la región.
A partir de 1984, los campesinos empezaron a reconstituir su economía campesina y a retomar sus banderas de lucha. Además, en 1984 se constituyó la organización no gubernamental Fundación Pro-Colonización, la cual promovió la colonización y el impulso a un nuevo proyecto de desarrollo agroindustrial, localizado en la margen izquierda del río Guayabero. En ese contexto, el campesino no incorporó en su predio matemáticamente el mandato de las FARC-EP, pero sí entendió que la economía campesina era el camino para garantizar su sobrevivencia y autonomía; de igual manera, aprendió que la producción de hoja de coca en su predio podía cumplir las veces de cultivo comercial y, al mismo tiempo, de estrategia de lucha política para exigir al Estado colombiano la sustitución de coca por una economía legal viable y sostenible. Las organizaciones campesinas no dudaron en convertir la coca en la columna central de sus reivindicaciones; en su lucha por el reconocimiento, resignificaron políticamente la coca y la convirtieron en un mecanismo para confrontar al Estado y exigirle el cumplimiento de su mandato constitucional de tratar a los campesinos como ciudadanos, con iguales derechos al resto de los miembros de la comunidad política—una deuda histórica de reparación social y simbólica aún no resuelta—, y para exigirle una solución integral a sus problemas sociales y económicos.