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Durante bastante tiempo fue como una sombra. Llegaba al taller, decía buenos días y se ponía a trabajar. Antes de marcharse recogía, decía adiós y poco más. No participaba en las conversaciones del taller ni en las canciones, mucho menos en los chistes o en las bromas que se gastaban las unas a las otras. Su hermana movía la cabeza de izquierda a derecha con cara seria. Muchas veces se dirigía a ella directamente, con una pulla inocente o una pregunta, pero no lograba obtener de ella más que un monosílabo. Tardó en reponerse, ninguna dudó que si lo hizo fue gracias a su hermana.
Una noche después de cenar, Rufina se presentó en casa de su hermana cuando estaba acostando a los niños, esperó a que terminara y, cuando los niños estuvieron en la cama, juntas fueron a la alcoba de Antonia. Rufina cerró la puerta de la habitación y, señalando la foto de la boda que estaba encima del comodín, le preguntó: «¿Crees que a él le gusta ver cómo te estás portando?». Cogió el retrato y lo puso bocabajo. Sin tardar un segundo, Antonia cogió la foto, la abrazó y le gritó a su hermana: «¿Qué haces? ¿Para qué has venido?». Sin amilanarse, Rufina aguantó la ira de la mirada de su hermana mientras le decía: «Ya está bien de tanto lloro. Tus hijos ya han sufrido bastante con la muerte de su padre para que encima tengan que cargar con tu amargura. Ellos necesitan una madre que les ayude a jugar y a reír. Si vas a seguir con esa cara de resentida y sin dejar de suspirar y de lamentarte, creo que lo mejor será que me los lleve a mi casa, allí con sus primos tendrán más fácil volver a ser niños alegres y tú podrás llorar a tus anchas sin que les destroces la vida». Antonia la miró con odio. Por un momento Rufina temió que le tirara el retrato a la cabeza, quizá fuera el llanto quien se lo impidió. Se dejó caer en la cama de matrimonio que durante tantas noches había compartido con Marcelo. «Tienes razón… tienes razón… pero no puedo, de verdad… que no puedo…», balbució entre sollozos. Rufina se sentó en el borde de la cama y la abrazó. «No hay peros que valgan. Mañana te quiero ver bien peinada y arreglada en el taller y, por la tarde, los niños salen a jugar a la calle. Luego os venís a cenar con nosotros y, mientras, les cuentas un cuento o les pones la radio para que lo escuchen. Igual que hacías cuando vivía Marcelo». Antonia asentía con la cabeza entre hipos.
Antonia contó esa historia muchos años después de que ocurriera, mientras estaban desmantelando el taller. Todas estaban recogiendo sus objetos personales, ese día había más lágrimas que risas en aquella sala luminosa que habían compartido durante tantos años, fueron muchas las historias que se relataron ese día. Ella salía del despacho cuando vio a Antonia con un pequeño marco entre sus manos. Lo había visto muchas veces en su mesita de labores, luego un día se le cayó y se rompió el cristal, y Antonia lo guardó en el cajón de los hilos, talvez esperando un nuevo marco o un cristal que sustituyera al roto. Antonia besó el retrato de Marcelo, tenía los ojos llenos de lágrimas. Tras unos instantes, se acercó a su hermana y la abrazó.
—Pero ¿qué haces?
—¡Dios mío! ¿Qué habría hecho yo sin ti? —le dijo sin soltarse de ella.
—Pobres de las hermanas mayores, ni con cincuenta años podemos librarnos de las pequeñas.
Con la foto de su marido en una mano y un pañuelo en la otra, Antonia les contó la historia.
—Tus compañeras van a pensar que has empezado a chochear —dijo Rufina cuando su hermana terminó de hablar.
Todas las miraban. A pesar de sus palabras, Rufina tenía los ojos brillantes por las lágrimas, como su hermana. Hasta ese día, ninguna supo a qué se había debido la reacción que Antonia tuvo a los seis o siete meses de la muerte de Marcelo, aunque todas sospechaban que Rufina había tenido algo que ver. Un día, ya se acercaba el verano, Antonia llegó con un vestido azul oscuro y al cabo de un rato empezó a tararear, muy bajito, las canciones de la radio y cuando su hermana se metió con ella le contestó. Fue una fecha feliz para el taller.
La voz de Antonia al otro lado del teléfono y detrás de ella la de Rufina. Les preguntó por sus hijos, hablaron de la salud y sobre todo de la propuesta de la amiga de la nieta de Martina. Confirmaron que se verían la tarde siguiente para comentarla entre todas y tomar una decisión. Antonia le dijo que, en cuanto colgara, llamaría a Merche y esta telefonearía a Juana, que avisaría a Sole… La misma cadena desde que se formó la cooperativa. La habían establecido en función de la cercanía de las casas, porque en aquellos tiempos la mayoría no tenía teléfono. La misma cadena no, faltaban algunos eslabones.
Al colgar pensó que si sus compañeras aceptaban la propuesta de la señorita Rovira, la llamaría para que viniera a Pontes; debía ser allí donde se preparara «el caso» de Seda de Florencia. Tendría que repasar con Merche todos los libros. En el EES querían un montón de datos para hacer diagramas estadísticos, cuánto se vendía, cuánto se ganaba, qué gastos tenían, cuánta gente trabajaba… Sin duda, esos datos eran importantes, pero Seda era mucho más que esas cifras, alta costura en lencería para señoras y señoritas, eso debía de quedar muy claro en la exposición que se hiciera en el EES. Alta costura, eso decía la publicidad de la tienda que ponían en el Blanco y Negro y otras revistas de moda femenina: Ama, Telva… Tenía guardados muchos de los números donde aparecían sus anuncios y todas las maquetas. Incluso, hicieron anuncios para el cine que solo se proyectaban en las salas de estreno. Pero su taller ya no era su taller sino el centro de mayores, sino fuera porque si iba por allí le harían montones de preguntas se acercaría a ver aquel edificio una vez más. Tiempo tendría. Por dentro la distribución había cambiado, pero seguía siendo su taller. Ya era hora de salir de la cama. Cuando bajó, Gisela estaba en el salón viendo la televisión.
—Voy a darme un paseo.
—Pero señora Teresa, si es casi de noche —dijo Gisela.
—El perro y yo necesitamos salir. ¿Verdad que sí, Aníbal? No tardaremos en volver. —El perro había entrado en el salón al mismo tiempo que ella.
—Me voy con usted.
—Gisela, no hace falta. Voy con Aníbal y el móvil.
—A mí también me vendrá bien andar un rato.
Se puso las botas y el abrigo forrado de piel. Después, cogió la correa de Aníbal, que se dejó hacer sin dejar de mover el rabo.
—Sujétale un momento —dijo mientras se ponía el gorro y los guantes.
Salieron al porche. No hacía demasiado frío y no llovía, en media hora estarían de vuelta. Decidió caminar hacia la salida del pueblo. Con el día que hacía, no encontrarían a nadie por aquel camino. A esas horas las mujeres estarían en sus casas o en el centro de mayores.
Después de unos minutos soltó a Aníbal, que empezó a correr hacia delante y hacia atrás para regresar a su lado, su paso no era el más adecuado para un pastor alemán joven.
—Qué pena que una casa tan preciosa esté siempre cerrada —oyó decir a Gisela cuando pasaban junto al pazo.
—Tal vez a sus dueños no les guste o quizá no les resulte cómoda —dijo por responder algo a su comentario.
Carmiña le había dicho que Elena lo quería convertir en un hotel de lujo, pero Santiago había dicho que no, que el hogar de sus abuelos jamás se convertiría en hotel,. Elena tendría que esperar a que muriera Santiago, estaba acostumbrada a esperar, aunque probablemente el nieto del patriarca Trasosmontes hubiera estipulado en su testamento que el pazo era intocable, caviló la anciana Teresa y sonrió al pensar que lo mismo que los castillos de Escocia, el pazo de los Trasosmontes debía estar plagado de fantasmas. No le extrañaría que Nita vagara por las habitaciones pensando maldades.
—Son amigos suyos, ¿verdad?
¿Amigos? En una época pensó que sí, pero se equivocaba como la paloma de Alberti. Afortunadamente empezaba a llover y no necesitaba ninguna excusa para no pasear junto al gran muro de piedra que bordeaba el jardín.
—La verdad es que hace mucho tiempo que no los veo. Será mejor que volvamos, está empezando a chispear. —El pazo y el recuerdo de sus habitantes aún tenían la virtud de ponerla de mal humor.
Llamó a Aníbal y abrió el paraguas. Mientras lo hacía miró desafiante al viejo pazo. Al fin y al cabo, si Seda de Florencia había nacido se lo debía, al menos en parte, a lo que sucedió el 25 de julio de 1955, la fiesta de Santiago Apóstol.
En ese día, desde que tenía recuerdos, todo el pueblo iba a misa por la mañana y cuando terminaba, en la plaza, se servía una comida que Santiago Trasosmontes pagaba, siempre lo mismo: pulpo, empanadas y vino. Antes de empezar a comer, los que todavía no habían felicitado al abuelo y al nieto se acercaban a ellos, luego se comía hasta que no quedaba nada y de vez en cuando alguien gritaba: «¡Viva don Santiago!» Y la gente de la plaza respondía: «¡Viva!». Santiago Trasosmontes sonreía satisfecho como si de un señor feudal se tratara. Otros años todo el pueblo parecía divertirse con la comida, la música y el baile, pero en 1955 todo fue diferente. A la salida de misa, prácticamente todo el pueblo se marchó a sus casas, a pesar de las grandes cacerolas donde se cocía el pulpo y de la mesa a rebosar de empanadas y de las barricas de vino. Las mujeres que se habían ocupado de preparar la comida bajaron los ojos.
—Era de esperar —comentó su hermano entre dientes—. Solo a ellos podía ocurrírseles que la gente se quedaría.
—¿Qué pasa? ¿Por qué se han ido todos? —preguntó a Lucas.
Había oído hablar de los problemas de la fábrica. Elena, a pesar de lo poco que se veían, le había hablado de ellos y también Tecla y Paquita; pero no podía suponer que fueran tan serios como para hacer aquel desplante a don Santiago y a su nieto. Uno al lado del otro, ambos con el ceño fruncido, nunca se había fijado en lo que se parecía Santiago a su abuelo.
—¿Nos vamos a casa? —preguntó Lucas dirigiéndose a sus padres.
—Nosotros no podemos irnos. Santiago y Julia son nuestros amigos —musitó su madre mientras su padre se dirigía hacia el grupo de la familia Trasosmontes—. Y tú tampoco, así que vamos a felicitar a los Santiagos.
Lucas puso mala cara, pero acompañó a su madre sin rechistar, al igual que hizo ella. Tampoco para la joven Teresa aquel año era igual que los otros. Su amistad con Elena se estaba enturbiando, la estaba dejando de lado por culpa de esa amiga que se había traído de Madrid, María, y además estaban todas esas habladurías acerca de Santiago y la madrileña.
Su padre estrechó las manos de los hombres y se inclinó levemente ante las mujeres. Su madre besó a doña Julia y a las Elenas. Elena madre parecía a punto de llorar y su hija miraba la plaza vacía con los labios apretados. A una seña de don Santiago, dos mujeres se acercaron con vino y un plato con trozos de empanada.
—¿Has visto qué forma de comportarse? Vaya disgusto que le han dado al abuelo —le dijo Elena cuando estuvo a su lado—. Claro que esta nos la pagan, vaya si nos la pagan. Después de que el abuelo se preocupa por preparar la fiesta, con el dinero que se ha gastado. —Miró despectiva hacia las calles del pueblo—. ¡Panda de desagradecidos! Fíjate quiénes se han quedado: el alcalde, el juez, vosotros... Ninguno de los obreros de la fábrica ni sus mujeres. Espero que la fiesta de esta noche haga que se le pase el disgusto al abuelo. —ni María, la amiga madrileña de Elena, ni ella hicieron ningún comentario.
Una de las mujeres les ofreció un vaso de vino, las tres cogieron los vasos de la bandeja y aparentaron beber. No se quedaron mucho tiempo, ninguno lo hizo. La fiesta no tenía ningún sentido sin los invitados. Mientras regresaban a su casa, su hermano le fue comentado a su padre que hacer ese alarde cuando estaban pensando en cerrar la fábrica había sido una temeridad, según él demasiado bien se había comportado la gente.
—¡Ojalá suspendieran la fiesta de esta noche! No me apetece nada ir.
—A mí tampoco —le contestó el doctor Sousa a su hijo—, pero tenemos que ir.
Tampoco ella quería asistir a esa fiesta. No soportaba ver juntos a Santiago, Elena y María. ¡Dichosa María! ¿Por qué la habría invitado Elena? Según le había contado su amiga, se habían conocido en Madrid, en las clases de francés y, como se llevaban muy bien, la había invitado a pasar unos días en el pazo. No era muy guapa, pero sí tenía un gran desparpajo y sobre todo era muy simpática, en otras circunstancias podían haber sido amigas. A la semana siguiente de su llegada se habían desatado las habladurías. Según parecía, las relaciones entre Santiago y María eran muy cordiales.
—Está a punto de cerrar la fábrica y solo piensa en esa forastera —oyó que decía Petra a Paquita, mientras planchaba.
—¿De qué te extrañas? Ellos son así —le contestó.
Tecla dijo en voz bien alta, seguramente porque vio que su señorita Teresa se acercaba:
—Habladurías, solo son habladurías del pueblo.
Se quedó como si la hubieran metido dentro de un bloque de hielo o de mármol. No podía hablar, no podía respirar, no podía moverse. Fue después de escuchar esas palabras cuando se dio cuenta de que cuando salía por el pueblo las mujeres se la quedaban mirando y cuchicheaban y la sonreían como a una niñita que acabara de quedarse huérfana. «¡Pobre Teresiña!», dirían cuando se alejaba. Quizá solo fueran los cotilleos propios de un pueblo pequeño y provinciano. Una forastera joven había llegado al pazo de los Trasosmontes, era normal que se desataran las lenguas. Esa chica había llegado como una amiga de Elena, solo eso.
Era verdad que en esos días se murmuraba de las relaciones entre María y Santiago, pero se hacía para criticarlo por su falta de conciencia. Lo cierto era que a nadie, o a casi nadie, le preocupaba realmente si Santiago se había enamorado o no de la forastera, porque a Pontes lo que le preocupaba en aquel verano era el cierre de la fábrica de herramientas. Y mientras aquella tragedia se cernía sobre el pueblo, a Teresa Sousa le abrumaba el dolor al sentirse traicionada por Elena, su amiga desde la infancia, y olvidada de Santiago.
Al poco de llegar María, fueron las tres a Ribadeo, a la playa de las Catedrales. Se sintió aislada. Elena se comportó como la bruja que era, no hacía más que hablar de Madrid, un tema en el que ella apenas podía intervenir pues a su timidez se le añadía su ignorancia; en aquella época solo había estado un par de veces en la capital. María trató de cambiar la conversación preguntando cosas de Ribadeo, de la playa, del paisaje, como si no le interesara la conversación de Elena. Comieron en Rinlo y cuando volvieron a Pontes las invitó a pasar a su casa a tomar un refresco. A María le encantó el jardín de los Sousa; por ser ella quien lo cuidaba, sus palabras la halagaron.
—Desde luego es muy mono —dijo Elena ante los comentarios de María—. Aunque es un poco pequeño.
Aquellas palabras se le clavaron como si fueran alfileres. ¿Por qué su amiga hacia ese comentario tan despectivo si sabía el interés que ella ponía en su cuidado? Si se le comparaba con el del pazo, era pequeño; pero también era cierto que la enormidad del jardín de los Trasosmontes era su única virtud, si es que lo era. Eso es lo que debía haber contestado. El problema es que en esa época no se atrevía.
—Yo no lo encuentro pequeño —rebatió María—. Mi casa sí que es pequeña —añadió riéndose.
No podía dejar de compararse con María, aquella chica tenía todo lo que a ella le faltaba. Era cierto que ella era más guapa, pero frente a su sosería y su timidez estaban su carácter alegre y su desenvoltura; debía reconocerlo, le tenía envidia. Por eso Elena prefería estar con María y no la llamaba tan a menudo como otros veranos, por eso Santiago debía haberse olvidado de lo que hablaron en Lugo.
La lluvia comenzaba a arreciar, no había sido muy buena idea la del paseo. Volvía de malhumor porque además de mojarse se había enredado con los hermanos Varela Trasosmontes. Cuando quedaban unos metros para la casa, Gisela le dijo:
—Me adelanto para ir abriendo la puerta.
Echó a correr y cuando la anciana Teresa llegó las puertas estaban abiertas. Aníbal iba tan mojado que Gisela se lo llevó por la puerta de la cocina para que no manchara todo el suelo; por la misma razón dejó el paraguas en el porche y en la entrada se quitó el abrigo y las botas. Ya en el salón, se dejó caer en el sofá. El cansancio del día empezaba a hacer de las suyas, de buena gana se pondría el pijama y se iría a la cama. Desde la cocina oía los ladridos de Aníbal; Gisela debía de estar secándolo.
—¿Quiere que le prepare un té o le traiga un chal? —le preguntó Gisela entrando en el salón. Debía de pensar que había sido una temeridad salir con ese tiempo, sabía que los pulmones eran su punto flaco. Quizá tuviera razón, pero no se arrepentía, todavía notaba el aire frío y húmedo de Pontes en sus pulmones, pero no como una sensación desagradable, sino limpia.
—Después del madrugón de esta mañana, prefiero cenar pronto para irme a la cama. —Consultó el reloj, eran cerca de las siete. Las ocho era una buena hora de tomar un caldo caliente.
Gisela subió a abrir las camas y ella fue a su despacho en busca de un libro. Casi siempre que estaba en Pontes rebuscaba en la biblioteca de la familia, libros envejecidos muchos de ellos con las páginas amarillas. Novelas que la joven Teresa había leído hacía muchos años y que aún recordaba, u otras que en su momento no le habían llamado la atención. A veces, al releerlas, se llevaba una grata sorpresa; el libro era mejor de lo que recordaba. Otras, lo dejaba a la mitad porque le parecía insufrible. Dudó entre coger Al final del verano o El molino del Floss. Recordaba que El molino le había gustado, aunque lo recordaba bastante trágico. Además, recordaba a la escritora George Elliot, mientras que el nombre de Rosamunde Pilcher no le decía nada. El único inconveniente de El molino era su tamaño. No era muy apropiado para sujetarlo en la cama. Se decidió por los dos, uno para leer en el salón y otro en la alcoba; sonrío ante sus razones en la elección de los libros. Regresó al salón, encendió la lámpara de pie y se sentó a leer. La tranquila campiña inglesa apareció ante sus ojos, pero no tardó mucho en abandonarla. El comentario de Gisela sobre su amistad con los Trasosmontes había abierto una puerta que llevaba mucho tiempo cerrada.
Aquella noche no llovía ni hacía frío; muy al contrario, era calurosa. Una de esas noches en que los duendes andan sueltos, duendes nada favorables para ella. En realidad, no fueron benévolos para ninguno de los habitantes de Pontes.
Antes de montar en el coche, su madre le había dicho a su hijo que quería disfrutar de la fiesta y que le hiciera el favor de no estropeársela. Lucas asintió y le prometió que solo se dedicaría a bailar. La joven Teresa iba muy nerviosa, aunque su nerviosismo nada tenía que ver con los problemas de la fábrica. Todos le habían dicho que estaba muy guapa. Había aceptado sus alabanzas sin creérselas, el vestido que llevaba no le favorecía. Era guapa, pero con una belleza sosa, como de muñeca de cartón piedra. La cara es el espejo del alma y su alma era de una sosería total; así fue hasta que David la sedujo.
En el vestíbulo del pazo esperaban los dos Santiagos, la abuela Julia y Nita; una vez más no estaban presentes ni Elena madre ni su marido para recibir a los invitados. Se acercó a besar a Santiago abuelo.
—Teresiña, cada día estás más guapa —le dijo después del beso—. ¡Qué feliz va a ser el hombre con quien te cases! ¿Verdad, Santiago?
—Verdad, abuelo. —El joven Santiago le sonrió. Por unos momentos le recordó al hombre con el que había cenado en Lugo; también él la besó en las mejillas. Más bien hizo ademán, se sintió enrojecer al tenerlo tan cerca—. Espero que me concedas unos cuantos bailes.
Notó que un fuego le subía por el cuello hasta la frente. Trató de sonreír.
—Estaré encantada —¿Fue capaz de decir esa frase tan larga?
Elena estaba con María, siempre María, que llevaba un vestido muy sencillo, pero con un corte mucho más moderno que el suyo; a su lado, no cabía ninguna duda, parecía una señorita de provincias, para que lo iba a negar. Elena, tan exagerada como siempre, seguro que había tenido una trifulca con Nita acerca del vestido que se había puesto.
De puertas adentro del pazo (ese pazo que a Gisela le parecía bonito y que en realidad lo era) el desaire del pueblo parecía haberse olvidado. Todas las luces de la planta baja estaban encendidas y en el jardín, junto a la casa, se habían colgado multitud de farolillos. Las mujeres y los hombres lucían sus mejores galas; todos sonreían. Esa noche notaba, o creía notar, todas las miradas fijas en ella. «Desde luego Teresa es mucho más guapa». «Sí, es guapa, pero tan sosa. A cada palabra que dice se pone colorada», pensaba que cuchicheaban. En su desconcierto por los sentimientos que Santiago pudiera tener hacia María se le había olvidado el incidente de la mañana y pensaba que el único tema de conversación, aquella noche, eran las relaciones del trío formado por Santiago, María y ella, al que no era ajena la que consideraba su mejor amiga.
No tardaron mucho en pasar al comedor de gala del pazo. Los manteles de un blanco impoluto, la vajilla de Sargadelos, la cristalería portuguesa, los cubiertos de plata, la araña que pendía sobre la gran mesa refulgente. El abuelo tenía que demostrar opulencia a sus invitados tanto en la ornamentación del comedor como en la cena; por ello, al marisco siguió el pescado y al pescado la carne, y luego los dulces. Ella dejaba que le sirvieran, esparcía la comida por el plato y la dejaba casi intacta. Santiago estaba sentado entre su abuela y Nita, pero hablaba con todos los comensales que había a su alrededor; ninguno mencionó lo sucedido aquella mañana ni el inminente cierre de la fábrica. Se comentaban chismorreos, noviazgos, bodas, bautizos presentes y pasados. Ella había soñado, después del viaje a Lugo, que esa noche Santiago anunciaría su compromiso.
Terminados los brindis salieron al jardín donde iban llegando los invitados de segunda, lo que no habían sido invitados a la cena, pero sí al baile. Siguieron los fuegos artificiales y los ¡oh!, y los ¡ah! de los invitados. Tras recuperar la noche su oscuridad y sus estrellas, comenzó el baile. La misma fiesta de siempre, los mismos invitados de siempre. Sin embargo, todo era distinto, se notaba en el ambiente, se respiraba en el aire, aunque ella no supiera interpretar los motivos. Si hubiera escuchado a su hermano, se habría enterado de lo que en realidad estaba pasando. Para ella, fue una suerte creer que Santiago estaba enamorado de María, así se libró de emparentar con aquella familia.
—Te veo muy seria esta noche —le comentó Santiago cuando la sacó a bailar. Ante su silencio, añadió sonriendo—: No tienes por qué preocuparte, han aprovechado este día para desairarnos, pero mañana volverá la tranquilidad a Pontes. —Asintió mirándolo a los ojos y él apretó ligeramente su mano, como cuando se quiere consolar a un amigo. Agradeció que Santiago pensara que estaba preocupada por el incidente de la plaza, así no se ponía en evidencia ni necesitaba decirle nada; con la mirada había bastado. Él conocía de sobra su timidez, conocía desde pequeña a Teresa, era la única amiga que su hermana tenía en el pueblo. —¡Qué bien bailas! —le dijo cuando el vals terminó y ella posiblemente le diera las gracias, roja como la grana, por aquel cumplido. ¡Qué tonta, qué tonta podía ser! Le gustaba bailar y lo hacía bien, pero le daba vergüenza que se lo dijeran—. Me gustaría que siguiéramos bailando —Pensó que mentía—, pero ahora tengo que cumplir con mi deber de anfitrión y bailar con unas señoras gordas que me pisarán —Se soltaron las manos—. En cuanto acabe con ellas, espero que me concedas unos cuantos bailes más.
Su deber de anfitrión con las señoras gordas y las señoritas sosas. Elena no se separaba de María. Lucas se acercó a ella mientras Santiago se alejaba.
—¿Me concede este baile, señorita? —trató de sonreír a su hermano—. En esta casa son todos unos cretinos, salvo Elena madre y su marido gracias a que el aguardiente no les deja pensar.
—¡Lucas!
—Estoy diciendo la verdad. He ido a saludar a tu amiga Elena, estaba con esa chica de Madrid y me la ha presentado. ¿Sabes lo que le ha dicho? —Negó con la cabeza—. Que a nuestros padres les gustaría que ella y yo nos casáramos. Antes muerto que casado con esa arpía. No sé qué podéis ver tú y Miguel en ella.