- -
- 100%
- +
—Miguel. ¿Qué Miguel?
—Su primo. No te hagas la sorprendida, no rompes ningún secreto, todo el pueblo sabe que están liados.
—¡Qué dices!
—Qué dices, qué dices… Lo que tú sabes. Pero si has hecho un juramento de silencio a tu «amiguita», no vuelvo a mencionarlo. —¡Elena y su primo Miguel! A Lucas no le gustaban los chismes… No podía ser. Elena era su amiga, su mejor amiga, siempre habían dicho que entre ellas no habría nunca ningún secreto. Un zumbido se adueñó de su cabeza, por unos segundos lo vio todo negro—. ¿Qué te pasa?
—Tantas vueltas… —acertó a decir.
—Está bien, no giraremos tanto.
Sí, mejor seguir bailando, aunque tuviera ganas de salir corriendo y vomitar, que nadie se enterara que la mejor amiga de Elena era la única en el pueblo que no sabía lo de su primo. Cuando terminó la música se dio cuenta de que Santiago se acercaba a su hermana y que hablaba con María. Elena hablaba y se reía, María y Santiago permanecían en silencio y se miraban, después él le tendió la mano y la sacó a bailar. Algo crujió en el interior de la joven Teresa y, a partir de ese momento, fue como un velero al que se le ha roto el palo mayor.
—Lucas, no me apetece bailar más.
—Ahora no me puedes dejar, sabes lo que me gusta el swing y nadie lo baila como tú.
—De acuerdo, pero luego nos vamos.
—Me parece bien, esta fiesta no tiene sentido. A ver si convencemos a mamá.
Terminado aquel baile, se acercaron a sus padres para preguntarles si se iban. Su padre no lo dudó un instante, no era hombre de fiestas sociales. Además, había cumplido con su amigo, al igual que por la mañana había permanecido en la plaza comiendo empanada y bebiendo vino, pero su cuerpo y, probablemente sus ideas, le decían que era el momento de regresar a su casa.
Se despidieron del abuelo Santiago, de la abuela Julia, del nieto que acababa de dejar a María para pedir a su abuela que bailara con él, y siempre educado les preguntó:
—¿Tan pronto? —¿Fue sincera esa pregunta o pura cortesía?
—Mi madre está un poco cansada —contestó Lucas. Su madre era la única a la que le apetecía quedarse, pero no contradijo a su hijo.
Al entrar en su habitación, la desdeñada Teresa deseó que comenzara a soplar el viento del Nordés y con él llegara la nieve, una nieve que la aislara del mundo. Salir al jardín, en medio de esa nevada, hasta que el frío le llegara hasta los huesos, coger de nuevo una neumonía y que la fiebre le subiera a cuarenta grados y olvidar durante días y días lo que había pasado esa noche. Olvidar que Santiago y María se miraban con los ojos brillantes mientras bailaban y que, cuando lograra despertar de ese sueño febril, Elena fuera a visitarla para contarle que estaba enamorada de su primo Miguel. Elena le mentía, ¿desde cuándo? Se clavó las uñas en las manos. ¡Dios Santo! ¡Cómo podían hacerla sufrir tanto aquellos dos hermanos! Los odiaba, los odiaba a los dos, y también a María. Si se moría, poco importaba porque después de esa noche su vida carecía de sentido; pero esa noche el viento estaba en calma y no había ni una sola nube en el cielo, solo hacía calor, mucho calor. Un calor que impedía hasta el respirar.
Esa mirada entre María y Santiago, esa mirada ¿qué significaba? Se quitó el vestido sin dejar de llorar y se puso su camisón rosa palo, con manguitas globo, entredoses y lacitos. ¿Por qué sería tan sosa? Se puso la bata, también con lazos y entredoses, antes de asomarse a la ventana (en sus camisones de seda nunca había habido ni un solo entredós, ni un lazo, salvo el que sus clientas se hicieran para ajustarse una bata).
El jardín delante, a la izquierda la mayoría de las casas del pueblo, a la derecha, aunque no lo veía desde su ventana, el pazo de Santiago. Cada mañana, cada tarde, cada noche veía el mismo paisaje. Quizá Santiago estaría en su habitación, tal vez él también estaría asomado a la ventana. ¿Qué le importaba a ella lo que estuviera haciendo o dejando de hacer Santiago? Se lo imaginó en el jardín, con la mano de María entre las suyas. No podía ser. Elena y María serían las que estarían juntas comentando lo que había pasado esa noche, sentadas en la cama de alguna de ellas. Elena y María juntas hablando de la fiesta… Santiago bailaba con María, miraba a María… Esa mirada… Recogió el vestido del suelo y lo dejó sobre la silla del tocador, olía a colonia, a su colonia, un olor fresco y suave, olor de bosque en un día de lluvia, siempre había tenido un buen olfato. Qué suerte tenía su hermano de trabajar en Madrid. Podía ir al cine y al teatro cuando quisiera, podía pasear sin que nadie le conociera, sin que nadie murmurara cuando se detenía a mirar un escaparate. ¡Elena! Tan bruja como su tía Nita. Era ella quien la había engañado. «¡Pobre, con lo guapa que es la señorita Sousa y ya ves! ¡Quién lo iba a decir!», le parecía escuchar decir a las mujeres del pueblo. No, esa chica no podía casarse con Santiago, ¿qué interés podía tener Elena en que esa chica se casara con su hermano? María era alegre, simpática, tenía estudios, seguro que era una mujer de carácter, una mujer que sabría enfrentarse a Nita…
Oyó un pitido desde la cocina, alguna señal de un electrodoméstico que Gisela debía de haber activado. Luego escuchó su voz, debía de estar hablando con sus hijos o con su madre. No podía entender lo que decía, pero su voz reflejaba cierta tensión; no hablaba con ese tono lento y dulce con el que se dirigía a ella. Supuso que los niños, una vez más, se habían peleado y de resultas de la disputa la abuela les había dado un cachete a ambos. Cuando eso ocurría, a Gisela se le saltaban las lágrimas y durante un buen rato su rostro se oscurecía.
—Son cosas de niños —le solía decir cuando la veía así—. De haber estado allí lo único que habría cambiado es que el azote se lo habrías dado tú.
Gisela asentía, tal vez pensando que eso es lo que le gustaría hacer: poder dar un pequeño azote a sus hijos cuando se portaran mal. Se levantó a cerrar las persianas del salón y durante unos instantes se quedó mirando la noche. Una noche que, sin duda, iba a ser muy fría.
A los pocos minutos, percibió la presencia de Gisela. Al girarse se dio cuenta de que tenía los ojos enrojecidos, pero no hizo ninguna pregunta. La voz de la joven todavía temblaba cuando le preguntó dónde servía la cena. Normalmente, la tomaban en el comedor, pero esa noche le indicó que en la mesa camilla que había en una de las esquinas del salón y que habitualmente servía para jugar a las cartas con su hermano y su cuñada, así no se tenía que alejar del agradable calor de la chimenea.
Nada más terminar la cena, de nuevo el caldo de Carmiña, si bien solo con fideos, y un vaso de leche, se despidió de Gisela. Habitualmente solían ver un rato la televisión juntas, pero después del ajetreo de aquel día lo que le apetecía era un baño bien caliente y meterse en la cama.
—Estoy agotada, me voy a la cama. Mañana no tengas prisa por levantarte, tú también necesitas descansar.
Se dieron las buenas noches y comenzó a subir despacio la escalera mientras un montón de ideas se mezclaban en su cabeza: Seda de Florencia, sus compañeras, los Trasosmontes… Una punzada en el corazón le advirtió de la ausencia de Nicolás. Se agarró a la barandilla de madera y cerró los ojos. «¡Ay, Nico!, ¡cómo te echo de menos!» Ya en su habitación se dirigió al cuarto de baño y abrió los grifos. Mientras la bañera se llenaba buscó un pijama, eligió uno de lana de seda de color malva y una bata a juego, terciopelo casi morado con los ribetes de la seda del pijama. Sobre los setenta había empezado a diseñar batas que hacían juego con varios pijamas y camisones. Una bata de Seda de Florencia, si se cuidaba, duraba eternamente. Los pijamas y los camisones eran otra cosa, había que lavarlos a menudo y, por mucho cuidado que se tuviera, la tela se deterioraba ¡afortunadamente para Seda! Dejó el pijama y la bata sobre la cama y se alejó un poco para contemplarlos, sonrió. Al levantar la vista, se dio cuenta de que unos copos diminutos, como tímidos, habían empezado a caer. La noche iba a ser muy fría; tocó el radiador, estaba ardiendo. Debía haberle advertido a Gisela que no apagara la calefacción, que solo bajara el termostato un par de grados. Entró en el baño, echó un poco de aceite en el agua, colocó una almohadilla en el borde de la bañera y entró con cuidado. ¡Qué delicia! Debía tener cuidado de no cerrar los ojos porque se quedaría dormida.
Aquella otra noche, después de esperar a que su familia se durmiera, la joven Teresa bajó al jardín descalza, para que nadie la oyera. Ese jardín del que Elena había dicho: «Es muy mono». ¿Cómo la habría descrito a ella? Es ñoña, es cursi, es sosa… todos esos adjetivos le cuadraban, por eso Santiago no la amaba y su abuelo no había anunciado en la fiesta de su onomástica su compromiso, tal como había soñado. Todo había sido un engaño de Elena, ¡qué mala era! Lucas tenía razón cuando juzgaba con dureza a los Trasosmontes. Y ella no se había dado cuenta, no se había dado cuenta de nada. Odiaba a Elena y se odiaba a sí misma por estúpida. Los ojos le escocían y la piel le quemaba. Si pudiera sentir el frío de Ribadeo. Todo el mundo mirándola como aquella otra tarde… El nacimiento de Venus… su dibujo… El deseo de desaparecer, de no volver a abrir los ojos como aquella otra tarde… Se sentó en el banco de madera en el que tantas tardes se entretenía leyendo y soñando.
Cuando se despertó amanecía. Miró hacia el cielo, sí allí estaba Venus, un planeta ardiente e inhóspito sin nada que ver con la mujer rubia y hermosa del cuadro de Botticelli. Notaba el cuerpo entumecido. Abrió y cerró varias veces las manos, luego movió los brazos y las piernas lentamente. Debía irse a su habitación, Tecla no tardaría en levantarse y por nada del mundo quería que la viera allí. Subió con el mismo sigilo que había bajado, la casa seguía en silencio, ningún ruido llegaba del pueblo. La ventana de su habitación seguía abierta de par en par, tal como la había dejado. Vio su vestido tirado en el suelo. Lo levantó y lo miró con asco. Si su madre y la modista le hubieran hecho caso no habría hecho el ridículo con aquel espantajo. Lo dejó encima de la descalzadora, cogió la pluma de su escritorio, le quitó la funda y la sacudió con fuerza. La pechera se llenó de pequeñas manchas azul oscuro. Ya nunca se lo podría volver a poner.
«Ya entonces apuntabas maneras», se dijo riéndose de sí misma la anciana de la bañera. Se apoyó en las barras del baño para levantarse y luego en las de la pared para salir. Envuelta en el albornoz salió a su alcoba, la nieve seguía cayendo. El marido de Carmiña debía de haber empezado ya con la poda de los árboles. Se puso el pijama y dejó la bata encima de la descalzadora. Si todo sucedía como suponía, en unas semanas tendría allí a la señorita Rovira. No sabía por qué la llamaba «señorita», quizá estuviera casada, debía de tener ya más de treinta años. ¿Qué iba a contarle de los inicios de Seda? Podía decirle que había viajado con sus padres a Italia y que allí había encontrado su inspiración, en las tiendas de lencería de Roma y Florencia. En realidad, no se había fijado en ninguna, pero suponía que en la Roma de la dolce vita habría tiendas con camisones similares a los que diseñó, aunque no de la misma calidad, nadie podía trabajar igual que las chicas de la seda.
Al meterse en la cama cogió el libro que había dejado en la mesilla, Final de verano, acostada era imposible leer El molino, solo había llegado a la página veinticinco cuando las líneas comenzaron a entrecruzársele. Se giró y dejó las gafas y el libro encima de la almohada del otro lado de la gran cama que ocupaba.
—Nicolás —dijo en voz alta.
Mientras él vivió, si no se iban juntos a la cama, dejaba el libro y las gafas encima de la almohada de él y la luz encendida. Era una especie de código entre ellos, si el libro estaba encima de su almohada le estaba pidiendo un beso, un beso que muchas veces no era sino el preludio de otros muchos besos y caricias. Si estaba muy cansada o por algún motivo debía levantarse temprano, apagaba la luz. Desde que murió, todas las noches dejaba sus gafas, su libro, últimamente su e-book, encima de la almohada de él, seguía siendo de él. Si se despertaba de madrugada, besaba aquel libro o la pantalla como si el espíritu de Nicolás lo hubiera tocado y lo dejaba encima de la mesilla, como habría hecho él. Otras veces, dormía toda la noche con la luz encendida, alguna de esas mañanas se le saltaban las lágrimas porque pensaba que esa noche el espíritu de Nicolás no había pasado por su alcoba. Era una tontería, lo sabía, pero no podía remediarlo.
Una noche, al principio de empezar a trabajar para ella, bien avanzada la noche, Gisela vio luz por debajo de su puerta y llamó pensando que quizá no se encontraba bien. Le dijo que no se preocupara que a veces se dormía leyendo.
En su vida solo había habido dos hombres: Santiago y Nicolás. En realidad, solo uno: Nicolás. Santiago había sido la fantasía de la joven Teresa que tenía mucho tiempo para imaginar, poca cabeza y mucha timidez. A veces pensaba que si no hubiera sido tan apocada, habría conocido algún chico en Ribadeo, como les había pasado a sus amigas. Desde hacía mucho tiempo solo veía la parte positiva de lo que le sucedió durante su juventud, pues de haberse relacionado con algún chico tal vez se habría casado con él, no habría existido Seda y Nicolás no podría haber entrado en su tienda. Cerró los ojos, la silueta de Nicolás se dibujó en algún lugar de su cerebro. ¡Qué elegante era! No en vano su sastrería era una de las mejores de Madrid y él llevaba como nadie los trajes que hacía.
La tienda estaba prácticamente terminada cuando una mañana entró Nicolás para presentarse, así se conocieron. No fue el primero, otros dueños o encargados de las tiendas cercanas habían ido a saludarla y a decirle que podía contar con ellos si necesitaba algo. No fue un amor a primera vista, a los treinta y tantos esas cosas no pasan. Aunque Nicolás decía que lo suyo fue un auténtico flechazo. No era muy alto, aunque sí más que ella; eso no era difícil. Delgado, los ojos y el pelo muy negros; al poco de conocerse le empezaron a salir canas y eso le hizo aún más atractivo. Se sintió especialmente fascinada por su mirada, una mirada franca e intensa. Siempre miraba de frente, nunca bajaba los ojos, ni siquiera lo hizo cuando ella le dijo que no. También sus manos eran muy hermosas, sobre todo por la forma que tenía de moverlas al hablar o cuando marcaba con jaboncillo en la tela, pero especialmente cuando manejaba la cinta métrica. «Tómame las medidas», le pedía ella y él se reía, pero comenzaba a hacerlo muy serio. No dejaba de mirarlo mientras lo hacía, su soltura, el ruidito de la cinta al moverla para medir los hombros o la cintura. Nunca le dejaba terminar porque se abrazaba a él y lo besaba.
—¡Nicolás! —suspiró en voz alta.
Cuando se conocieron, él tenía cuarenta años y una mujer a la que se le había ido la cabeza como a Marce, solo que a María Rosa le sucedió mucho más joven. Al cumplir los treinta empezó con los primeros síntomas y a los treinta y cinco pasaba más tiempo en las casas de reposo que en su hogar. Una vez, de las muchas que la ingresaron, ya no salió. Una historia como la de Jane Eyre, solo que la mujer perturbada no era violenta ni prendió fuego a la casa donde vivía ni murió en un incendio. Primero murió Nicolás y bastantes años después María Rosa. La enfermedad de su mujer hizo sufrir mucho a Nicolás y si no le destrozó la vida fue por su fortaleza de carácter. Ella no fue responsable del dolor de su marido y sus hijos, ¡qué terrible y cruel enfermedad! «María Rosa no es la mujer con la que me casé, es una pobre criatura que no sabe dónde se encuentra. ¿De veras crees que lo nuestro es un matrimonio?», le había comentado Nicolás. En la época en que lo conoció, él sentía por su mujer el afecto que se siente por los desvalidos, le dolía ver que nada quedaba en María Rosa de la mujer que se enamoró, nada salvo su cuerpo; porque seguía siendo muy guapa y el buen gusto y el cuidado de su marido se reflejaban en los vestidos que llevaba y en sus peinados; una vez a la semana la visitaba una peluquera. La mujer madura y responsable que era Teresa lo quería y sin embargo le dijo que no cuando le propuso que vivieran juntos. Sus creencias la obligaron a decir que no. Solo de pensar en convertirse en la amante de un hombre casado se ponía enferma; aun así, lo quería. Más de una vez deseó que María Rosa muriera pronto, tardó en darse cuenta de que esos deseos eran peores que el hecho de estar con Nicolás y juntos atender a aquella mujer enferma.
Después de que le dijera que no, que no podía convertirse en su amante, él no volvió por su tienda durante más de dos años, no se vieron ni un solo día a pesar de lo cerca que estaban. Dos años perdidos.
Pasado ese tiempo, un día, al cerrar la tienda, lo vio, la estaba esperando en la calle. Comenzaron a caminar uno al lado del otro, sin decirse ni tan siquiera hola, luego él comenzó a hablar. Su hijo más pequeño, el último que le quedaba en casa, se casaba. Su mujer seguía ingresada y ningún médico le había dado ni la más remota esperanza de que se curara. Iba a seguir cuidando de su mujer, ella iba a estar siempre en las mejores clínicas y, si algún día se encontraba, donde fuera, un medicamento que la pudiera mejorar o sanar, costara lo que costara pediría ese tratamiento para María Rosa. Estaría todo lo pendiente de sus hijos que ellos quisieran, y terminó diciéndole:
—Teresa, no te pido que vivamos juntos, solo que me dejes compartir una parte de tu vida, la que tú decidas.
Se echó a llorar. Habían pasado dos años y lo seguía queriendo igual o más que el día que se separaron. Durante ese tiempo pensó muchas veces en entrar en su tienda. Se le ocurrían las ideas más peregrinas, hasta que necesitaba que le hiciera un traje de chaqueta, invitarlo a un café, preguntarle por su mujer… No entró. Ahora él estaba a su lado, los dos parados en el Retiro. No pudo decirle que no. ¿Cómo iba a decir que no a un hombre que sentía y miraba de esa manera? Su respuesta fue: «Déjame pensarlo». Y un par de días después, tan pronto organizó el viaje, se marchó a Florencia, esa vez en avión. Estaba decidida a seguir viéndolo, pero ¿a vivir con él? Tenía que pensarlo.
Al despegar se olvidó de todo, incluso de Nicolás. El avión corría por la pista y en un instante, solo un instante, levantó el morro y comenzó a subir, a subir, a subir y Madrid se fue haciendo pequeño y ella seguía de igual tamaño que cuando sus pies pisaban la tierra. A pesar de todas sus preocupaciones mientras duró el vuelo fue feliz, no era ella quien volaba, pero estaba dentro de un aparato que sí lo hacía. El aterrizaje fue tan maravilloso como el despegue. La sensación de vacío en el estómago al ir descendiendo, ver con la nariz pegada a la ventanilla cómo Roma se acercaba, más bien cómo ella se acercaba a Roma... Había volado muchas veces y seguía experimentando la misma dicha. Lo que le fastidiaba y cansaba era la espera del aeropuerto. Era tan hermoso cuando se encontraba en el aire. Su cuñada le decía: «¿No te da miedo que pueda caerse?» No le daba miedo porque no le importaba: había volado y, antes o después, iba a morir. No creía que si el avión se estrellaba tuviera una muerte más dolorosa que la que tuvo Nicolás. ¡Cuánto sufrió! Tanto que le pedía a Dios que aquella agonía terminara pronto.
Durmió esa noche, es un decir, en Roma y al día siguiente, muy temprano, cogió el tren para Florencia. Tras dejar las maletas en hotel, el mismo donde había estado con sus padres, se dirigió a la Accademia. En su cabeza no dejaba de darle vueltas a la propuesta de Nicolás. Era una decisión difícil, la más difícil de toda su vida. Sentía la misma angustia que en ese invierno, en el que no encontraba ninguna salida e iba dejando transcurrir los días y las noches ocupada, tan solo, en dibujar y leer.
Había pasado mucho tiempo desde que entró por primera vez en la Accademia y se enfrentó con el cuerpo desnudo del héroe. Él no había cambiado, seguía siendo el mismo hombre joven y hermoso de la primera vez. Los Esclavos tampoco habían cambiado, seguían su lucha. Ella, sin embargo, ya no era la joven Teresa, era una mujer madura que había luchado y creído vencer. Seda de Florencia lo había sido todo en su vida durante mucho tiempo, pero ahora solo su taller no la completaba como mujer, quería a Nicolás, necesitaba estar con él. ¡Qué locura! Viajar a Florencia para pedir consejo a unas estatuas de mármol. Estuvo contemplando durante mucho tiempo la estatua del hombre que tenía frente a ella, fuerte, seguro, ungido por el profeta Samuel y destinado a ser el rey de Israel, enamorado de una mujer llamada Betsabé… ¿Y ellos? Ellos seguían atrapados en un bloque de mármol, ellos ni siquiera tenían rostro. Se llevó la mano a la cara, ¿volvía a ser como ellos? Esa angustia, esa lucha, esa falta de aire. Había vivido dos años sin verlo; más bien, subsistido. Fue al servicio, necesitaba beber un poco de agua, calmarse. Cuando regresara a Madrid debía darle una respuesta a Nicolás: sí o no. Su mujer estaba enferma, no iba a salir del psiquiátrico porque vivía en otro mundo y así iba a seguir durante toda su vida. Era horrible. En lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. ¿Seguía viva María Rosa?, preguntó a la mujer del espejo. ¿La María Rosa con la que Nicolás se había casado seguía viva? Él seguía cuidando de su mujer, lo seguiría haciendo siempre. Ella creía en el matrimonio, le habría gustado casarse y formar una familia, querer a su marido y que su marido la quisiera a ella todos los días de su vida. Si él no hubiera vuelto… pero había vuelto para decirle que, al igual que ella, no tenía familia. Estaban los dos solos, a nadie hacían daño… Dos mujeres entraron en los lavabos, fingió que terminaba de arreglarse el pelo, se repasó los labios y salió. David seguía impasible, no la miraba, miraba al gigante, su enemigo, que estaba frente a él. Muchos años después se enamoró de Betsabé y ordenó que Urías, su marido, ocupara el lugar más peligroso de la batalla y Urías murió y David se casó con Betsabé, que estaba embarazada. ¡Miserere!, gimió David avergonzado por su crimen y el Señor le perdonó. El rey David había asesinado a su general. El hermoso joven que había matado a Goliat no sabía que se iba a enamorar de Betsabé, no sabía que el mármol iba a volver a atraparlo. Ella no quería matar a nadie, no quería hacer daño a nadie, solo quería estar con Nicolás. Ante un acontecimiento luctuoso, Tecla decía: «Cosas como esas tienen que pasar para que haya penas en el mundo». No entendía ese razonamiento, no tenía sentido, como no lo tenía que Nicolás y Teresa sufrieran por una idea, la de respetar a una pobre mujer que no se daba cuenta de nada. ¿Era muy cruel por pensar así? Se dirigió hacia los Esclavos. Al verlos se le saltaron las lágrimas, seguían su combate, lo seguirían hasta que aquella piedra de mármol resistiera, quizá hasta el fin del mundo. Cuánto la habían enseñado. Nicolás, María Rosa y ella estaban metidos en esas moles pétreas que los privaban de libertad. Durante muchos años había pensado que era como David, orgullosa de sus logros, pero la realidad le demostraba que se parecía más a cualquiera de los cuatro esclavos que al hermoso joven. Se volvió hacia la gran estatua: «Tampoco tú seguiste siendo siempre así». Miguel Ángel tal vez pensara que él era como su David al verse vitoreado por toda Florencia, mientras la estatua avanzaba lentamente desde su taller a la Piazza della Signoria. Con el tiempo debió de darse cuenta de que se parecía más a los Esclavos. Hacían bien en exponer juntas las estatuas. Salió de la Accademia como si escapara y entró en un café. Un capuchino la reanimaría. Quería a Nicolás y Nicolás quería a Teresa. Él estaba casado y el matrimonio era un juramento de amor y fidelidad entre dos personas hasta la muerte de una de ellas. Pero, ¿estaba viva María Rosa? No se podía decir que no, aunque María Rosa ya no era ella. La decisión estaba en sus manos. Nunca se había imaginado que podría encontrarse en esa situación. ¿Qué le habría dicho el padre José? (les había dejado la sacristía de la iglesia para que empezaran con su taller. Cada mujer cosía o hacía los encajes en su casa, pero era necesario que de vez en cuando se reunieran y lo hacían en la sacristía. «No me enseñéis esas cosas que hacéis porque entonces tendría que echaros de aquí». En cuanto tuvo unos ahorros alquiló una casa, era de un primo de Antonia y Rufina; él y su mujer se fueron de Pontes y aquel poco dinero que les pagaban por la casa les ayudó a sobrevivir los primeros meses en Vigo). Quizá el padre José habría hecho referencia a que Nicolás era un hombre casado, o tal vez habría suspirado y la habría mirado con cariño; eso le gustaba pensar.