- -
- 100%
- +
La decisión que había tomado la primera vez que estuvo en Florencia fue fácil moralmente. Esta vez era muy fácil de realizar, solo tenía que alquilar o comprarse una casa en Madrid y decirle a Nicolás que sí. ¡Ella viviendo en concubinato! Bebió despacio el capuchino, sin disfrutar de su sabor. Lo terminó y salió del café camino al convento de Fra Angélico. Al llegar, subió despacio la escalera que llevaba a las celdas de los monjes. Allí estaba el cuadro, bello hasta hacer que se te cortara la respiración. María, dulce y humilde, el arcángel Gabriel con sus alas de hermosos colores. Una mañana de primavera, un lugar apacible, un anuncio, el más importante en toda la historia de la humanidad. Respiró hondo. Después de estar un rato contemplando el cuadro, se marchó sin visitar las celdas de los monjes. Al salir estuvo deambulando sin pensar por las calles. Veía a la gente, las calles, los escaparates, pero era como si ella no estuviera allí. La mole blanca y majestuosa de la catedral apareció ante la confusa Teresa, no lo dudó, entró como si fuera al único lugar en el mundo donde pudiera estar. Se sentó mirando al juicio final de la cúpula de Brunelleschi. A la derecha, los bienaventurados, los que ayudaron a los demás; a la izquierda, los malditos, los que nunca hicieron nada por los que vivían a su alrededor. Cerró los ojos y tal vez se durmió, porque se sorprendió cuando un portero se acercó a ella para decirle que la catedral iba a cerrar. Asintió y, tras hacer una genuflexión ante el altar mayor, se marchó sin haber tomado ninguna decisión.
Esa mañana había madrugado mucho para coger el tren y se sentía cansada, el camino hasta el hotel se le hizo pesado. Eran cerca de las siete, pidió que le subieran la cena a la habitación. Mientras la encargaba, se dio cuenta del hambre que tenía y recordó que solo había tomado un capuchino en todo el día. ¿Era para evadirse de la soledad por lo que estaba pensando en iniciar una vida en común con Nicolás? Si fuera por eso se habría casado con alguno de los hombres que de vez en cuando le presentaba su hermano. Al terminar de cenar se apoyó en el alféizar de la ventana, no era la misma habitación que ocupó en su anterior visita, pero sí lo era la vista.
Su vida había empezado en una habitación de aquel hotel y ¿ahora? No era para dejar de estar sola, no era por eso. Si deseaba estar a su lado era porque lo quería, lo quería con toda su alma. No le daba miedo estar sola, se había habituado. Además, tenía a sus padres, a sus hermanos, a sus sobrinos, a Adela, al resto de sus compañeras y a Seda. Se giró para mirarse en el espejo, como lo había hecho aquella otra noche, su cuerpo ya no era el de la jovencita Teresa, pero seguía siendo hermoso.
—Lo que quiero es estar contigo, vivir contigo, compartirlo todo —comenzó a decir en voz alta, como si él estuviera al otro lado del espejo—. Solo te pongo una condición: si alguna vez tu mujer se recobra, volverás con ella. Tienes que jurármelo.
Si la mujer de Nicolás no viviera en un mundo que solo ella conocía, no lo haría. Jane Eyre se marchó de Thornfield. Jane vivía en una novela y su autora quería que fuera feliz, así que mató a la loca, sin que Jane ni Rochester tuvieran culpa ninguna. Fue la loca quien prendió fuego a la mansión, quien se tiró desde el tejado de la casa. Todo se solucionaba con su suicidio, que Rochester estuviera ciego y manco no le importaba a Jane si podía estar a su lado como su esposa (qué bien le iba a Orson Wells el papel de Rochester: frío, orgulloso y a la vez tierno).
María Rosa había sido una mujer dulce, sin mucho carácter y dominada por sus nervios, le había contado Nicolás. Luego empezó a tener crisis, se quedaba sentada ajena a todo y a todos, incluso a sus hijos, a los que ya no conocía. Charlotte Brontë había dado un final feliz a su historia de amor con la muerte de la señora Rochester. Lo que estaba pensando era una auténtica aberración, igual que aquella noche en el Porcillán. Un pecado mucho más grande que estar con Nicolás. Encima de la cama, un camisón azul celeste de su colección en pongé de seda, con solo una pequeña tira de encaje en el escote de pico y otra ciñendo el pecho. Lo acarició. Miguel Ángel tallaba el mármol; Teresa Sousa diseñaba camisones de seda.
Se durmió al poco de acostarse, pero su sueño fue intranquilo, lleno de pesadillas que no recordó al despertarse. Cuando la luz comenzó a entrar por la ventana se levantó, vio aquel azul de lapislázuli y respiró con ansia aquel aire de vida. Antes de ir a desayunar pasó por recepción para pedir que le gestionaran un billete de tren para Roma esa misma tarde y que le reservaran una habitación en el hotel Quirinale. Después de desayunar se dirigió a la Accademia, quería decirle a David que iba a dejar de ser el hombre de su vida. Luego se dirigió hacia los Esclavos: «¿Qué os voy a decir a vosotros que no sepáis ya?». Regresó andando despacio hacia el hotel, sabiendo que a su alrededor estaba Florencia. Aunque no se fijara en ella, la sentía. Se había dicho que no podía hacerlo, que debía olvidarse de Nicolás, pero en realidad no había tomado esa decisión. Había pensado que en Florencia sus ideas se aclararían, pero no había sido así. Lo llamó desde una cabina del pequeño terminal que entonces era Barajas y quedaron en verse esa misma tarde. Al tenerlo a su lado no dijo nada, solo apoyó la cabeza en su hombro. Él le acarició el pelo.
—Todo va a ir bien, no te preocupes.
—Nunca dejaremos de cuidar a María Rosa.
—Nunca lo haremos.
—Y si alguna vez logra curarse, yo… yo…
—Si alguna vez se recupera, volveré con ella.
No estaba segura de que hubiera dicho eso, aunque era lo que quería oír de él. Lo que nunca olvidaría es que estaba apoyada en su hombro con los ojos cerrados mientras él le acariciaba el pelo.
Al día siguiente conoció a María Rosa, la mirada ausente, sin respuesta para las caricias ni las palabras, como ahora le pasaba a Marce. Estaba bien vestida y peinada, su ropa tenía un suave olor a limón y su habitación era luminosa. Una gran parte de las ganancias de la sastrería se iban en aquella clínica y así siguió siendo. En su testamento, Nicolás dejó todo lo que tenía a María Rosa y nombró albacea a su hijo Javier.
Poco después empezó a buscar un piso cerca de la tienda. Un segundo en la calle Claudio Coello, con siete balcones a la calle. Allí seguía viviendo. Al principio lo alquiló y, cuando el casero le ofreció la oportunidad de comprarlo, lo hizo. Fue en la cama que compartían en aquella casa donde se acostumbró a dejar su libro encima de la almohada de él y cuando necesitó gafas las colocó junto al libro. Era su forma de decirle que lo esperaba. También fue en esa cama donde Nicolás murió, consciente hasta el final. Cuando salió de la clínica, porque allí ya nada podían hacer por él, la ambulancia le llevó a la casa que compartían, su hogar, a pesar de que sus dos hijos mayores se oponían.
En Madrid su vida era monótona, bendita monotonía. Desayunaban juntos y cada uno se iba a su tienda, a mediodía se esperaban para regresar a comer y, al salir por la tarde, solían dar un paseo por el Retiro, por los bulevares o llegaban hasta Sol. Los sábados por la tarde o por la noche iban al cine o al teatro. Los domingos por la mañana él siempre iba a la clínica; si sabía que no iban sus hijos, ella lo acompañaba. A mediodía comían muy a menudo en la casa de la familia Sousa, o con algunos amigos. Aunque debía de reconocer que no tenían muchos, la mayoría de los de Nicolás no querían saber nada de su amante. Una o dos veces al mes, ella debía ir a Pontes, no olvidaba que era la directora de Seda de Florencia y cuando se preparaban los nuevos catálogos podía estar en el pueblo cerca de un mes. Allí lo echaba de menos, aunque no por eso dejaba de disfrutar del ambiente del taller, si sus padres hubieran sido más comprensivos. Nicolás no se quejaba de esas separaciones, sabía lo importante que era Seda para ella. Por su parte, él viajaba a Barcelona y a Londres par de veces al año para encargar telas. «No hay telas como las inglesas ni sastres como los de Londres», solía decir. Más de una vez lo acompañó, su inglés era mucho mejor que el de Nicolás… Hacía mucho tiempo que había muerto, casi treinta años, y ni un solo día había dejado de pensar en él.
No se habían casado, no se habían podido casar, ¡pobre María Rosa!, pero fueron felices. Lo que más seguía echando de menos eran esas tardes de verano cuando, después de cerrar la sastrería y Seda, ya anochecido se iban a cenar a alguna terraza o a pasear por las calles de Madrid. Entonces, apoyada en el brazo de Nicolás, se decía que la vida le había dado mucho más de lo que esperaba: Nicolás y Seda de Florencia.
El primer viaje que hicieron juntos fue a Florencia, en primavera, y al abrir la ventana se encontró con un azul del cielo mucho más hermoso que el de sus visitas anteriores. Ni Miguel Ángel ni Botticelli habían sido capaces de pintar un azul como aquel. Florencia estaba más hermosa que nunca, la razón era muy simple: Nicolás estaba a su lado. El primer día desayunaron juntos en la habitación, sin prisas, con el palacio Vecchio entrando por la ventana, luego visitaron la Accademia, debía presentarle a David y a los Esclavos. Aquella noche, mientras cenaban en un pequeño restaurante arriba de la escalinata de la plaza de España, le contó lo que habían significado en su vida. No le habló de su catarsis hasta que admiraron juntos las estatuas de Miguel Ángel.
Su cuñada fue la que más la apoyó. A su hermano no le gustó su decisión, se lo dijo y ya está, no modificó en nada su comportamiento hacia ella, no puso pegas cuando quiso presentárselo, ni a que fuera a comer a su casa. Para sus sobrinos siempre fue su tío Nicolás, hasta que fueron mayores ignoraron que no estaban casados. A sus padres tardó mucho en decírselo…
Tras empezar a vivir juntos decidió que debía hablar con sus padres. Nicolás decía que no hacía falta, ya eran mayores para admitirlo y Pontes no era Madrid; pero él se lo había dicho a sus hijos y dos de ellos habían dejado de hablarle. ¿No eran los hijos más importantes que los padres? Él también podía haber disimulado su existencia y no lo hizo, la quería y la respetaba demasiado como para vivir con ella en secreto. Ocultar a Nicolás le hacía sentirse hipócrita, falsa como Elena y no quería ser como ella. Si había tomado la decisión de vivir con Nicolás era con todas sus consecuencias. Sin embargo, no terminaba de encontrar el momento adecuado.
Septiembre era el mes en que se comenzaba a preparar la nueva colección y debía revisar los nuevos modelos, concretar los diseños de los encajes y bordados con Marucha, el patronaje con Campos para definir las tallas y cuánta tela precisaba cada modelo, definir colores para luego encargar las sedas, la maqueta del nuevo catálogo con Merche. Al menos iba a estar un mes en Pontes y no quería estar tanto tiempo separada de Nicolás.
La otoñada iba envolviendo el aire en sus colores cálidos: ocres, marrones, rojizos, dorados. Los días se iban acortando y la lluvia los acompañaba. Añoraba a Nicolás. Un domingo, después de que Tecla les sirviera el café, les dijo que quería invitar a un amigo a pasar unos días en Pontes. Su madre sonrió complacida, la pobre pensaba que aquel desconocido amigo de su hija quería conocerlos para pedir su mano. Les explicó el tipo de relación que mantenía con Nicolás. A su madre se le cayó el café y su padre se quedó como petrificado. El silencio se fue alargando sin que ninguno de los tres supiera cómo acabarlo, hasta que su madre se levantó y salió llorando de la habitación. Su padre seguía inmóvil, mirándola con unos ojos que no le conocía, tal vez ni había pestañeado desde que comenzó a hablar.
—Nunca pensé que pudieras hacer algo así —dijo con voz muy grave.
—Me gustaría que lo conocierais. Nicolás es un buen…
—No, tu madre no soportaría ver a ese hombre… y posiblemente yo tampoco. Además, no quiero hacerlo.
—No voy a dejarlo.
—No eres una niña, así que supongo que sabes lo que haces.
—Lo sé.
Al doctor Sousa le temblaban las manos, cogió el periódico y comenzó a leerlo; para él la conversación había terminado. Se levantó, se acercó a su padre y lo besó en la cabeza, no hizo ningún gesto ni de rechazo ni de aceptación. Cerró despacio la puerta y subió a la alcoba de sus padres, llamó a la puerta y entró en la habitación sin esperar respuesta. Su madre estaba sentada en el borde de la cama, la cara cubierta con las manos, los hombros temblando por los sollozos.
—Mamá…
—Vete, por favor —dijo sin moverse.
Volvió a llamarla con todo el cariño que fue capaz. Su madre levantó la cabeza y la miró.
—¡Dios mío, Teresa! ¡Qué vergüenza!
Intentó explicárselo, hacía años que María Rosa estaba ingresada, que no reconocía ni a Nicolás ni a sus hijos. Que él cuidaba de ella con todo el cariño del mundo, que iba a seguir haciéndolo, que iba a ayudarle en todo lo que pudiera. El llanto de su madre arreció, la besó en la cabeza, como había hecho con su padre, y la abrazó por los hombros. Su madre no la rechazó, pero no dijo nada ni se movió. Ya estaba dicho, ahora debían ser sus padres quienes reaccionaran. Se puso la gabardina y salió de la casa. Por un momento estuvo tentada de ir a ver a Adela para hablarle de Nicolás. No lo hizo al darse cuenta de que lo que buscaba en ella era consuelo, que le dijera que lo que hacía no estaba mal. Estuvo andando por el bosque hasta que empezó a hacerse de noche, luego se fue al taller y pidió una conferencia con Madrid. Mientras esperaba estuvo dibujando rayas inconexas que poco a poco fueron tomando la forma del esclavo Atlante. Se apoyó en la mesa y comenzó a llorar. Sonó el teléfono. Respiró con fuerza un par de veces antes de descolgar, no quería que Nicolás notara que había llorado. Él no preguntó por qué lo llamaba, nada más escucharla debió de figurarse lo que había pasado. Se lo fue contando muy despacio, con lo ojos cerrados para poder verlo sentado en el despacho de la tienda. Al otro lado del teléfono no se oía nada, pero ella sabía que la escuchaba con atención.
—Es natural que no lo entiendan —dijo cuando terminó de hablar.
Tenía razón, debía de tenerla porque ella a veces tampoco lo entendía.
—No hace falta que te conviertas en su defensor.
—¿Qué harán ahora?
—No tengo ni idea —dijo a la vez que se encogía de hombros—, pero no creo que me digan que me vaya de su casa. Menudo escándalo supondría. La hija de los Sousa viviendo en pecado… Igual que la de los Trasosmontes…
—¡Teresa!
—Necesitaba decirlo. El fin de semana me voy a Madrid, o quizá antes. —La idea se le había ocurrido en ese momento—. Tanto a ellos como a mí, nos vendrá bien estar separados una semana.
—¿Quieres que vaya?
—Esta vez prefiero ir yo, pero la próxima te pediré que vengas.
—Ya tengo ganas de ir.
Sonrió al colgar, la voz de Nicolás, como siempre, le había devuelto la tranquilidad; el beso que él le había mandado, sus palabras cariñosas la habían reconfortado. El fin de semana se iría a Madrid. Consultó el reloj, eran poco más de las seis, se quedaría hasta las nueve y así no tendría que encontrarse con sus padres a la hora de cenar. Tenía mucho trabajo, pero necesitaba irse unos días de Pontes. Lo organizaría todo para que su ausencia no se notase mucho. Aún debía perfilar un par de modelos. Si los terminaba esa noche, entre el lunes y el martes elegiría las telas, los bordados y los encajes. Si no terminaba en Pontes, lo haría en Madrid; para eso estaba el teléfono y el fax. Enfrascada en el trabajo salió del taller pasadas las nueve y media.
Al meter la llave en la puerta, Tecla salió a recibirla.
—Me tenías preocupada.
—Estaba en el taller, necesitaba adelantar trabajo —contestó mientras se quitaba el abrigo.
Tecla inclinó ligeramente la cabeza sin dejar de mirarla, era un gesto muy suyo cuando había algo que no entendía o no le parecía verdad. Las dos sabían que si un domingo necesitaba trabajar, lo hacía en su despacho.
—Tu madre tiene jaqueca, así que no ha cenado, y tu padre parece disgustado; nada más terminar de cenar se ha vuelto a la consulta.
—Sí, lo sé. Con este tiempo ya sabes que a mamá un día sí y otro no le duele la cabeza y mi padre tiene un paciente que le preocupa, debe de estar consultando libros —mintió.
—Claro, ahora mismo te llevo la cena.
—¿Hay pescado? —Tecla asintió—. ¿Te importa llevarme una tortilla francesa a la habitación? En el taller no había calefacción y he cogido un poco de frío.
—Claro que no me importa —comentó mientras se dirigían a la cocina—. Si has cogido frío, deberías tomarte un vaso de leche caliente con un poco de coñac.
Estuvo fuera una semana, antes de marcharse le dijo a su padre que si no quería que volviera, lo entendería.
—Esta es tu casa —respondió el doctor Sousa—. Eres mayor para saber lo que haces. —Y tanto que era mayor—. Lo único que te pido es que ese hombre no venga nunca a este pueblo. Como ya te dije, tu madre no lo soportaría y creo que yo tampoco. —Las mismas palabras que cuando se lo contó.
Asintió con la cabeza, le podía haber dicho que no se avergonzaba de su relación con Nicolás, pero no tenía sentido. Ella pasaría el menos tiempo posible en Pontes y ellos no dejarían de pensar que cuando estuviera en Madrid viviría con aquel hombre.
Su hermano le contó que lo habían llamado para preguntarle cómo era Nicolás y parecía que se habían quedado más tranquilos. María Luisa le prometió que en cuanto fueran a Pontes les hablaría de lo maravilloso que era y lo mucho que habían sufrido antes de tomar la decisión de vivir juntos. Su cuñada era así.
Al morir su padre, le pidió a su madre que dejara asistir a Nicolás al entierro. Doña Isabel asintió con la cabeza. Lo presentaron a la familia y a los amigos como un primo de María Luisa con el que el doctor Sousa se llevaba especialmente bien. Llegó en coche media hora antes de que empezara el funeral y se quedó sentado al final de la iglesia, pero la huérfana Teresa supo al instante que él había llegado. Al acercarse a dar el pésame, abrazó a Lucas, a María Luisa y a ella y, cuando tendió la mano a la viuda del doctor Sousa, su hija le dijo al oído: «Es Nicolás», y entonces doña Isabel se abrazó al amante de su hija y comenzó a llorar, mientras decía algo que ni Nicolás ni Teresa fueron capaces de entender. Si Pontes se creyó o no que aquel hombre era familia de María Luisa, le fue totalmente indiferente. Sus compañeras sabían quién era hacía mucho tiempo. Y ya que era un primo de su cuñada, alguna que otra vez fue a Pontes cuando iban María Luisa y Lucas, manteniendo las apariencias por su madre. Seguro que a su padre le habría agradado Nicolás, incluso podrían haber sido buenos amigos. No fueron fáciles las relaciones con sus respectivas familias… ¡Cuánto sufrió! Miró su libro y sus gafas. A él le encantaba su lencería y que le hablara de la marcha de la cooperativa, muchas veces le enseñaba a él, antes que a nadie, sus diseños y los comentarios de Nicolás casi siempre fueron acertados… ¡Cuántos años, cuántos días sin él! María Rosa murió con más de noventa años, hacía dos años, Javier la llamó para decírselo. Nunca se enteró de su existencia, ni de que su marido había muerto de cáncer hacía muchos años, ni de que tenía nietos. Ella decidió que no tendría hijos. Tenía dinero para mantenerlos y él los habría reconocido, pero creyó que no debía. Si tenía hijos con él le arrebataría a María Rosa algo que pensaba que debía ser exclusivo de ella: ser la madre de los hijos de Nicolás. Nunca pensó que podía pedirle a Dios que Nicolás muriera, pero lo hizo, cualquier cosa antes de verlo sufrir de aquella manera. Nunca pensó, claro que nunca lo pensó. No se puede planificar la vida, se pueden hacer planes, pero la mayoría de las veces no se cumplen.
Las gafas y el libro, él se los recogía y los dejaba encima de la mesilla, luego se acostaba a su lado y la besaba, y si ella respondía comenzaban su juego amoroso. Si no había respuesta, apagaba la luz (nada de eso le interesaba a la señorita Rovira). Aunque talvez se diera cuenta de que en 1981, el año en que Nicolás enfermó y murió, no se editaron nuevos catálogos. María Luisa y Antonia se ocuparon de todo, la una en Pontes y la otra en Madrid. No hubo pérdidas, formaban un buen equipo.
Durante muchos meses no dibujó nada, apenas pisaba la tienda y no fue a Pontes, todo su tiempo estuvo dedicado a él. Seda de Florencia perdió su importancia. ¡Qué agonía tan lenta y dura! No quería recordarlo sufriendo de aquella manera sino en su sastrería con la cinta métrica al cuello, entre telas inglesas, o caminando juntos hacia su casa a la hora de comer, hablando de cuanto había ocurrido en esa mañana, o cuando la besaba al recoger su libro y sus gafas. Tampoco fue un buen año para el taller el año en que murió Adela. El taller era como una persona y tenía sus momentos felices y sus momentos tristes en los que no se tiene ánimo para trabajar, solo se tienen ganas de quedarse sentado mirando al vacío.
A Miguel le habría gustado que su madre se fuera con él a Madrid para poder cuidarla, pero ella no quiso. No quería morir en Madrid, como Nicolás no quería morir fuera de allí. A ella le daba igual cual fuera el lugar de su muerte, aunque si pudiera elegir un sitio elegiría Florencia. Un infarto al salir de la Accademia, mientras caminaba por la calle Ricasoli hacia su hotel; o, aún mejor, a los pies del David. ¡Qué de tonterías podía pensar! El susto que daría a los turistas que en ese momento estuvieran en el museo. Además, si se moría allí durante unas horas tendrían que cerrar y por su culpa alguien se quedaría sin ver al David y a los Esclavos. Nicolás se estaría riendo de ella.
Miró sus gafas y el libro sobre la almohada donde Nicolás había dormido unas cuantas noches. Esa noche dejaría la luz encendida para soñar que él llegaría de madrugada para acostarse a su lado y la besaría antes de apagar la luz. Cerró los ojos, la casa estaba en silencio, Gisela y Aníbal debían de estar dormidos. ¿Y sus amigas? Tal vez les pasara como a ella y los recuerdos se adueñaran de sus sueños. Y la señorita Rovira, ¿estaría durmiendo? Era la culpable de que todas aquellas vivencias volvieran del pasado. ¿Qué decidirían la próxima tarde? No le cabía ninguna duda. Iba siendo hora de dejar de pensar en el pasado, quizá debía de haberse tomado una pastilla para dormir. No, el ruido de la lluvia la arrullaría y si tardaba en dormirse seguiría evocando a Nicolás, ya se despertaría más tarde al día siguiente. Sonrió, solo quedaban unas horas para que volvieran a estar juntas.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.