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Katya se aleja de la alambrada haciéndola vibrar y da la media vuelta para ir a su casa. Detrás de ella, el agua chapotea en su agujero: una lengua de barro percutiendo en una boca gélida.
Las cinco casas de la hilera son victorianas y de dos pisos, prominentes pero angostas, hermosas pero decrépitas, con un muro bajo frente a lo que en otro tiempo debieron haber sido cinco jardines delanteros pequeños e idénticos: hoy están cubiertos de cemento. Katya no conoce realmente a sus vecinos. Hay una pareja de ancianos en la esquina y una familia con una adolescente que acaba de mudarse unos metros más abajo. Las otras dos casas se utilizan como residencias para estudiantes. Katya vive al final de la hilera. Su cochera está ubicada justo al lado de un callejón. Busca sus llaves mientras cruza la calzada.
Detesta la puerta de su cochera por varios motivos: el revestimiento de madera descascarado; el perverso filo del picaporte de acero que le muerde hasta las falanges; el plañido, similar al de un cerdo, que emite cuando por fin decide abrirse. Siempre se aproxima a ella como un luchador a punto de entablar una pelea reñida, haciendo crujir sus nudillos.
Irascible, Katya acciona el picaporte herrumbroso. La madera se ha inflamado y la puerta está más atascada que nunca. Con el corazón lleno de encono se apoya en la superficie para girar con violencia el pestillo, usando todo el peso de su cuerpo. Esta vez, el metal sale disparado de la madera podrida y la puerta rasga sus nudillos. Katya se tambalea hacia atrás, empuñando el picaporte suelto.
–¡Carajo!
Examina su mano, que tiene una mancha de madera podrida y de óxido –parece mierda–, y sí, sangre: la piel se ha desgarrado. Las astillas mojadas en su palma, la contusión en su hombro, el lío que supone todo aquello... Arroja el picaporte a los contenedores de basura municipales, negros y con ruedas, dispuestos en fila en la boca del callejón. El objeto rebota débilmente en la tapa más cercana y resbala por detrás.
–¡Ey! –brama una voz ronca.
–Joder, ¿y ahora qué pasa?
Katya husmea la esquina y se asoma a la oscuridad del callejón. Hay un par de figuras grises guarecidas en el extremo opuesto. Distingue un colchón, un revoltijo de mantas y una radio negra de plástico cuyas piezas se mantienen unidas con cinta adhesiva. Una de las figuras levanta una mano harapienta y ella reconoce el vendaje colgante.
–¡Derek! Dios mío, perdón, hombre. Perdón.
Se oye un gruñido en la penumbra.
–¿Tienes algo de tabaco?
–Hoy nada. Lo lamento.
–Uy, te hiciste daño, chica –señala Derek.
La sangre gotea de los nudillos de Katya.
–Un arañazo. Sobreviviré.
Ella se seca la sangre en el overol y le dice adiós con la mano herida.
–Buenas noches.
Al diablo con la cochera. Si alguien quiere la camioneta esta noche, bienvenido sea.
Una vez en su casa, se quita los zapatos a puntapiés y atraviesa la pequeña sala para llegar al área de la cocina, que carece de divisiones interiores. El desplazamiento de pared a pared le toma unos seis pasos: la casa es chica; apenas tiene espacio para unas pocas bocanadas de aire húmedo y sofocante. La alfombra se siente áspera bajo los pies. Katya deja correr agua sobre el rasguño. La inmundicia del hoyo cavado se mezcló con el óxido de la puerta de la cochera y ambos han contaminado su sangre. Tétanos, trismo. Un baño, eso es lo que necesita. Sube por las estrechas escaleras. ¡Son tan escarpadas! Hoy, en mayor medida que otros días, siente que las escaleras se han incrustado, como con un calzador, entre los muros.
Preparar el baño es un ritual menor. Le gusta muy caliente y siempre usa una gran cantidad de burbujas o de aceite caliginoso: mejor no ver su propia piel a través del cristal de agua. Sólo las pálidas curvas de sus senos sobresalen en la superficie. Se hunde en la espuma perfumada, cierra los ojos y repasa el día, vaciando sus bolsillos mentales, ordenando en diferentes acervos lo que ha cambiado. Pero el foso hondo del perímetro de construcción sigue inmiscuyéndose en sus pensamientos. Sus flancos viscosos, su base llena de líquido. El lodo, semejante a carne sudorosa. Al fin y al cabo, las raíces de la ciudad no son muy profundas. Unos cuantos metros hacia abajo y ahí se encuentra todo: la tierra cruda, lo elemental.
Se coloca de cara al suelo y flota con los ojos y la boca sumergidos. Una postura antinatural, una leve sensación de riesgo: cualquiera puede ahogarse en cinco centímetros de agua. Nuevamente evoca la conciencia de abismo –de espacio subterráneo– que el agujero hediondo, del otro lado de la calzada, ha abierto en su interior. Honduras que la ciudad oculta en virtud del ajetreo en su epidermis. Uno olvida lo que existe debajo. Surge una visión repentina de las profundidades de la urbe, orgánicas, con millones de gusanos y objetos sepultados.
Bajo el agua, Katya es capaz de oír ruidos que franquean la pared, indistintos pero febriles y sonoros. ¿Es posible que se trate de Derek y su pandilla en el callejón, que envían señales a través de las tuberías?
El pobre y viejo Derek. Siempre habitó los baños públicos del parque –antes de su destrucción– en compañía de un excéntrico clan de figuras con diversos grados de quebranto y abandono. En su mayoría eran pacientes ambulatorios o sobrevivientes aturdidos del psiquiátrico que se erigía en una dirección o del Hospital Groote Schuur, que se alzaba en la otra: pacientes que no lograron hallar el camino de regreso a casa. Katya los conoció a todos de vista y a varios también por su nombre. El hombre alto y ciego a quien su camarada –bajito, regordete y de mirada inquisitiva– conducía por las calles a gran velocidad. La mujer delgada cuyos rasgos alguna vez fueron delicados y que siempre vestía ropas limpias y de calidad, prendas que cambiaban día tras día. No obstante, sus ojos inyectados de sangre y su mendicidad famélica disipaban con rapidez, tan pronto como uno se acercaba, cualquier aire de elegancia. Flora y Johan y su bebé desaparecido/reaparecido. Mzi el vociferante, que llevaba rastas en el pelo. Una cuadrilla predominantemente benévola. Aquí no solemos ver a chicos de la calle, más astutos y fieros; ellos se mueven en otros ámbitos de la ciudad. El único incordio fueron las estrafalarias sesiones nocturnas de canto y rencillas. El nido de colchones y mantas y lonas impermeables siempre se escondía con disimulo en los arbustos, detrás de los baños. A veces había una pequeña fogata. El campamento era, de alguna forma, una escena reconfortante, casi pastoril. Después de todo, nadie iba a ese parque: habría resultado extraño que auténticas madres trajeran a sus auténticos hijos a jugar.
La tasa de rotación de personas fue muy alta. Los residentes del parque fueron y vinieron, siguieron adelante o murieron, para ser sustituidos por otros. Todos menos Derek. Derek, cuya cabeza y miembros siempre están envueltos, de manera asimétrica, en andrajos estampados. Derek, que deja pequeñas e intrincadas esculturas, confeccionadas con palillos y cajetillas de cigarros, sobre la acera, junto a la puerta de entrada de Katya. Su rostro no posee demasiadas arrugas: más bien exhibe una coraza de láminas de piel curtidas por el clima. Derek ha sobrevivido a todos. Su edad es indefinida pero a todas luces avanzada.
Katya piensa vestirse, reunir mantas y comida, preparar café... Jamás, desde que vive en esta casa, lo ha hecho. Jamás le ha llevado nada a Derek y sus amigos, jamás ha intentado hablar con ellos, jamás les ha dado más que una botella de Coca-Cola vacía y retornable. Sus vidas son áridas. Se trata de personajes que arañan su ventana como ramas.
Emerge, salpicando agua, en la orilla de la tina. Enardecida, así se siente. Con dolor de cabeza y ligera náusea, nerviosa, fuera de toda sincronía, incapaz de serenarse en consonancia con el anochecer. ¿Será el hoyo pestilente allá fuera, la sensación de que las cosas se reorganizan en torno suyo? ¿O será la alusión a su padre, el hecho de que el viejo irrumpiera sin advertencia después de tanto tiempo? Siete años sin rastro de Len y ahora se presenta de nuevo y orina en su territorio.
Quizá sólo sea la maldita puerta de la cochera lo que la está exaltando. La decadencia y la rotura, la podredumbre y la desintegración, la pavorosa entropía de las cosas construidas.
Katya no sabía mucho acerca de casas antes de llegar a este sitio. Es culpa de su padre. Tras la pérdida de su madre, cuando Alma tenía seis años y ella escasos tres, nunca habitaron una casa, o al menos no durante un lapso prolongado. Len hacía que se mudaran continuamente; iba de empleo en empleo y de lugar en lugar. Pasaban delante de los vecinos de cada barrio con el desdén inmanente a los nómadas. Una decena de escuelas. Innumerables noches en la parte trasera de la vetusta camioneta pickup, que apestaba a mierda de pájaro, pesticida y, en ocasiones, a sangre. Jamás se irguieron sobre tierra firme. Pero Katya siempre imaginó que, una vez arraigada, una vez que poseyera un montón de ladrillos y argamasa, el suelo bajo sus pies se volvería consistente. No se había percatado de que los ladrillos y la argamasa son trepidantes, y de que se requiere un enorme esfuerzo para evitar que colapsen, se desvíen o disgreguen en la dirección errónea.
Esta casa, por ejemplo, la rentó amueblada –¿de qué otro modo podría haberlo hecho?–, y desde entonces no la ha transformado en absoluto; apenas ha agregado o sustraído ciertos artículos. Ni siquiera ha movido los muebles de su ubicación, pese a que algunos la sacan de quicio. Por ejemplo, hay un viejo casillero para guardar archivos que bloquea el paso entre la cocina y el hueco de la escalera. La cama matrimonial es, por lejos, demasiado grande para el pequeño dormitorio, y excede sus necesidades. Pero si empezara a cambiar de sitio libreros y camas, tendría la sensación de que la casa entera podría averiarse, tan sólo dejaría de funcionar y se vería obligada a tratar de reensamblar un complejo artilugio que desmanteló de forma atropellada. Lo haría todo con desatino. Y, por lo demás, le gusta el hecho de que estos muebles posean una historia: un nombre rayado en el envés de la mesa, la calcomanía de un arcoíris –que formaba parte de la iconografía de los años setenta– adherida a la ventana del dormitorio. Tales elementos hacen que su propia existencia aquí se antoje más plausible: otra persona, en algún momento, se las arregló para edificar una vida en este mismo espacio.
Resulta desalentador, entonces, advertir que una desatención respetuosa no es suficiente. Lograr que las cosas permanezcan justo como están requiere un mantenimiento arduo, del mismo modo que el césped debe cortarse o el cuerpo nutrirse de alimento. Se trata de la labor incesante que es imperioso emprender para apuntalar al mundo.
–Qué no daría... –dice Katya en voz alta–. Qué no daría por...
¿Por qué? Por un poco, no precisamente de opulencia, sino de holgura, de inmutabilidad. Transitar sin fatiga de una acción a la siguiente, como imagina que hace cierta gente: la tierra discurriendo por debajo igual que una cinta transportadora, el mundo auspiciando la travesía.
El hombre que conoció hoy... El tipo vive en un mundo semejante. Prados bien recortados serpentean bajo sus onerosos zapatos. Recuerda el aroma de su whisky. La dimensión de su cuerpo. Su apretón de manos. Ella es, prácticamente, una experta en apretones de manos masculinos, y aquel fue pertinente: seco, no como el de alguien que quiebra los huesos y tampoco el de quien ofrece un manojo endeble de falanges.
En general, a Katya no le gusta que la toquen, pero cuando alguien lo hace, debe proceder con firmeza. Las manos del hombre la remitieron a aquellas que aparecían en los viejos anuncios publicitarios de cigarros Rothmans, presentes en las revistas de su infancia: pertenecían a pilotos de aviación, a almirantes... Eran sólidas, francas y generaban tranquilidad. Esas muñecas angulosas asomando de las mangas de uniformes navales, con uñas impecables y un tenue rocío de vello en el dorso de las manos, le extendían una cajetilla de cigarros al espectador.
Katya saca un brazo empapado de la tina y extrae del bolsillo superior de su overol la tarjeta del hombre. Una tarjeta sofisticada, con relieves, color crema. La da vuelta. “Martin Brand, Propiedades Brand”, se lee bajo el logotipo, un dibujo de bloques de construcción. Cuando hablaron por teléfono, la señora Brand pronunció su apellido en inglés; Katya prefiere su significado en lengua afrikáans. Le gusta el modo en que el sonido rotundo del vocablo encierra una conflagración secreta. Palpa el filo de la tarjeta y se la lleva a los labios.
Detecta una grieta nueva y escabrosa que atraviesa el revoque del techo del baño. Tiene una forma acusatoria: de devastación, de relámpago. El tipo de cosas que se envían desde arriba como castigo por algún crimen perspicuo. El tipo de cosas que uno invoca para sí mismo.
III. GRIETAS
La llamada se presenta una mañana, días más tarde, mientras Katya se frota el pelo después del baño y observa a Derek por la ventana del piso superior. Derek se encuentra en la acera opuesta, de espaldas a ella, entretejiendo algo –un pedazo de cinta adhesiva o un lazo– en los orificios de la valla que rodea el perímetro de construcción. La imagen es fascinante y el teléfono la sobresalta.
La voz en el auricular es pomposa. Katya casi puede oler el almizcle en el aliento de la mujer y percibir la textura de su lápiz labial. Ventas por teléfono, piensa, o alguien realizando el seguimiento de una factura impagada.
–¿Señorita Grubbs?
–¿Quién habla?
–¿Reubicación Indolora de Plagas?
Katya rectifica su tono.
–Así es. ¿En qué podemos servirle?
–Espere un momento, por favor. Hablará con usted el señor Brand.
Silencio y un tecleo furtivo.
–¡Grubbs!
Rememora su voz, aunque ahora ya no es gutural, ya no arrastra las palabras por obra del alcohol. Se mira a sí misma –está envuelta en una toalla– y se toma unos instantes para deslizarse mentalmente dentro del overol y abotonarlo.
–Así me llaman.
–Entonces yo te llamaré de la misma manera. Creo que nos conocimos en nuestra recepción en el jardín. ¿Lo recuerdas, quizás? Usabas un color verde bastante atractivo.
Su voz es tersa como el mármol, maciza pero pulida. Le sugiere esas esferas colosales de piedra que uno ve rodando en torno a su eje en torrentes de agua, en las explanadas de oficinas corporativas. Podría transmitir confianza si no fuera por su tono un poco cáustico.
–Camisa blanca –dice Katya–. Demasiada bebida.
–Y hubo más antes de que concluyera el día; muchísimo, me temo.
En la calle, Derek ha continuado su camino. El lazo que dejó atrás configura un circuito zigzagueante en la alambrada, como redes que harían las arañas en un viaje de ácido.
–La cuestión es que ahora –prosigue la voz del señor Brand– tengo un problema, un problema persistente, y quisiera contratar tus servicios. Si estás disponible.
–Depende –apunta Katya–. ¿De qué clase de trabajo estamos hablando?
–¿Qué clase de trabajo? Combatir a las orugas, por supuesto. ¿De qué otra cosa podría tratarse?
Después de colgar la bocina, Katya se sienta en calma durante unos minutos, cavilando. Afuera, una colegiala –camisa blanca, pantalones grises, zapatillas– deambula y pasa junto a la manualidad de Derek sin reparar en ella. Probablemente pertenezca a la familia que acaba de mudarse a la misma calle. En su trayecto, la niña pizca con indiferencia el extremo del lazo y, conforme avanza, el zigzag se desenreda, dando latigazos contra el alambre hasta que la cerca vuelve a estar vacía. El lazo ondea detrás de ella como una cola.
Una pluma cae en el hombro de Katya mientras algún ave bate las alas en lo alto. Ella mira hacia arriba, hacia la tubería: un puente peatonal ennegrecido. Le parece un buen augurio: las bestias están aquí. Palomas de ciudad en el sitio apropiado.
Siempre le han gustado los estacionamientos, su sentido de intervalo. Poco importa cuán lustrosos sean los centros comerciales que yacen por encima o por debajo, los estacionamientos siempre asemejan rudimentarias mazmorras de hormigón crudo. No son espacios agrestes, pero tampoco civilizados. Las esquinas y fisuras umbrías logran que se agucen sus sensores de plagas urbanas. Aquí uno obtiene sus ratas, en ocasiones sus palomas. No se trata de una fauna enormemente diversa, pero sí de animales tenaces, adaptados a la oscuridad.
Este estacionamiento no posee nada peculiar, sino el habitual concreto sucio y columnas inacabadas. La vieja camioneta de RIP se ve polvorienta y descastada entre los BMW y Mercedes. Mientras se pasea en dirección a la escalera, Katya desliza las yemas de los dedos sobre los flancos brillantes de los automóviles –conchas metálicas, similares a caparazones de escarabajos gigantes.
Un breve tramo de escalera y luego una puerta batiente transforman la atmósfera de manera abrupta. Hay un lobby alfombrado y bien iluminado, y un custodio de uniforme color canela que anota su nombre y le toma una fotografía con una cámara web idéntica a una diminuta Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. A continuación, debe presionar el pulgar contra una pantalla de cristal que irradia una luz azulada. El custodio y Katya no intercambian palabra. Él le señala algo detrás de su hombro derecho, en silencio, como si la expulsara del Edén con un gesto, y ella se da vuelta y divisa gran panel informativo que contiene nombres y números de pisos.
“Propiedades Brand”, se lee en el panel: decimoquinto piso.
–Gracias –murmura Katya.
Cuando el ascensor alcanza el segundo piso, se le une un hombre joven y guapo, de piel satinada, que viste un elegante traje negro; en el cuarto piso se introduce una mujer escuálida con una bandeja de samosas. Nadie habla ni establece contacto visual. Katya, sin embargo, intenta emprender una breve escaramuza, un flirteo con el joven a través del metal bruñido de la pared. Trata de cruzar la mirada con él, pero el tipo es muy sagaz: no consigue descifrarlo. El sujeto tiene los ojos fijos en un rincón; no mira a nadie, ni siquiera a sí mismo. Eso parece antinatural pero también una habilidad: ¿quién, rodeado de espejos, puede no fisgar nada? Se retira en el octavo piso y la dama de las samosas en el décimo. Katya asciende sola. Imagina que es una cosmonauta en su traje de vuelo verde, recluida en una cápsula espacial. Si el artefacto continúa subiendo, podría acceder a la gravedad cero.
Cuando las puertas lanzan un suspiro y se abren en el decimoquinto piso, se descubre en un corredor blanco, sobre una alfombra verde azulada con estampado de diamantes. Cada pocos metros dispositivos de iluminación en forma de discos, hechos de cristal ahumado, análogos a platillos voladores, penden del techo. Katya camina por el pasillo. Sólo se escucha el zumbido de algún sistema eléctrico (aire acondicionado, iluminación...). No hay ventanas; resulta imposible saber cuán lejos se halla del aire auténtico y de la luz del sol. Este panal de abejas guarda poca relación con la monolítica manzana de oficinas por la que dio vueltas previamente, buscando la entrada del estacionamiento.
Cuenta los números de las puertas. Observa oficinas a derecha e izquierda, pero no hay rastro ostensible de sus ocupantes. ¿Es posible que los negocios vayan tan mal? Algunas muestran signos de actividad reciente y éxodo presuroso. A través de puertas entornadas columbra tarjetas postales humorísticas clavadas en pizarras de corcho, una torre de documentos impresos que se derrumbó y desperdigó en el suelo, una taza con cisuras abandonada en el fregadero de una minúscula cocineta. Es como si estuviera en el bergantín Marie Céleste.
Al fondo del corredor, donde este se bifurca en una esquina, por fin hay una ventana. Desde allí se ven los techos de otros edificios. La banda costera: territorio usurpado al mar. Las azoteas se utilizan de diversos modos. Katya contempla jardines, sillas de plástico apiladas, montículos de chatarra metálica e incluso, en una de ellas, una glorieta y lo que parece ser un estanque. Puede distinguir peces koi en forma de gruesos torpedos, circulando por ahí, del tamaño de granos de arroz pero inconfundibles en virtud de su silueta. No tenía idea de que todo aquello ocurría en las alturas, de que todo aquello se suspendía sobre su realidad cotidiana. No obstante, la mayoría de las azoteas son cutres, emplazamientos que no deben ser vistos, como la parte superior de un refrigerador en el hogar de una mujer bajita.
En el extremo opuesto del pasillo, justo antes de que se ramifique a partir de otra intersección, una encargada de limpieza se inclina sobre su sigilosa aspiradora y mira a través de una ventana similar. Katya se pregunta qué representan las calles de la ciudad para esta mujer, qué vestigios de humillaciones, curiosidades y placeres percibe en ellas. Ambas, únicas sobrevivientes de cualquiera que sea la plaga misteriosa que ha expulsado a todos del decimoquinto piso, otean la sórdida cúspide de la urbe.
La mujer le echa un vistazo rápido y anodino, y se concentra en acelerar su aspiradora. Se trata de un recordatorio. No está aquí merodeando; está haciendo su labor. Katya también se encuentra en plena faena. Pasa junto a ella sin importunarla con otra mirada.
En lo que se aproxima a la siguiente esquina, descubre indicios de vida. No es el señor Brand, sino otra figura sólida y potente, lóbrega en contraste con la luminosidad del corredor. Se dirige a ella con la mano extendida y una sonrisa centelleante.
La mujer tiene aspecto esmerilado y es algo rolliza y fragante, cual un confite navideño. Usa un lápiz labial color manzana acaramelada y un escote profundo pero elevado. Sus piernas, al parecer carentes de rodillas, se estrechan con suavidad desde los muslos, envueltos en nailon, hasta los tacones de aguja. Su corte de pelo ovalado fulgura como seda negra y –presume Katya– posee refinadas extensiones de cabello.
Katya la reconoce de inmediato: a ella pertenecía la voz tersa en el teléfono. En raras ocasiones, una voz concuerda tanto con la persona física que la emite. Sus labios son extravagantes, en forma de moño, perfectamente redondeados, y revelan dientes blancos y húmedos. No hay nada seco o frío o brusco en esta dama. Es todo arcos y curvas, un contorno esbozado con bolígrafo para caligrafía y relleno de intensos colores. Ofrece una mano, y Katya siente que las puntas de sus uñas esmaltadas le rozan la palma de la mano.
–¿Señorita Grubbs? Soy Zintle.
De pronto, Katya se convierte en una niña con las rodillas raspadas en carne viva, y ranas en los bolsillos. Con rabos de cachorros. No debió haberse puesto el uniforme: sus poderes son limitados en determinados escenarios y con determinada gente. Por si fuera poco, Zintle es alta. Vivir a escasa distancia del suelo tiene sus ventajas en lo que concierne a su oficio (agilidad, destreza para penetrar en espacios pequeños), pero ahora se siente inhibida ante esta mujer sustanciosa. Extraña la presencia de Toby, aunque el chico sea maleable y quebradizo.
–Señorita Grubbs –dice Zintle, hallando honduras resonantes en el nombre, que Katya no sabía que existían–. Estamos muy contentos de que haya venido. El señor Brand está muy entusiasmado con su labor.
Los ojos de Zintle, dispuestos en marcos forjados de manera delicada con sombra cobriza, se ensartan en el semblante de Katya, al acecho de datos. Sujeta su brazo y la conduce hacia una oficina: una escolta gentil y a la vez acuciante.
–Ya ha trabajado antes para el señor Brand, según entiendo.
–Sí –Katya desea hablar más, incluso inventar algo. La mujer parece tan solícita...
Pero Zintle la compele a darse prisa, de manera abrupta.
–Estupendo –dice, mientras gira sobre uno de sus tacones, bate una puerta y cautelosamente introduce a Katya en el interior. Sus movimientos se asemejan a una coreografía.
En la oficina todo es luz y cielo. Al fondo hay un muro de cristal. Más allá, Katya puede ver la fragosa ladera de Signal Hill, las mezquitas y la frente de la montaña. El cielo se presenta inmaculado pero teñido de ese gris triste, plomizo, que se percibe a través de las ventanas de doble acristalamiento.




